Todo se derrumba (16 page)

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Authors: Chinua Achebe

Tags: #Clásico, Histórico

BOOK: Todo se derrumba
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Por fin llegó el día en que deberían haber muerto todos los misioneros. Pero seguían vivos y construían una nueva casa de barro rojo y bálago para el señor Kiaga, su maestro. Aquella semana consiguieron un puñado más de conversiones. Y por primera vez la de una mujer. Se llamaba Nneka y estaba casada con Amadi, que era un agricultor próspero. Estaba embarazada de varios meses.

Nneka había tenido ya cuatro embarazos y cuatro partos. Pero cada una de esas veces había tenido gemelos a los que habían tirado al bosque inmediatamente. Su marido y la familia de éste ya estaban empezando a criticarla severamente por tener gemelos, y no lo sintieron demasiado cuando se encontraron con que había huido para sumarse a los cristianos. Que se fuera para no volver.

Una mañana pasaba Amikwu, el primo de Okonkwo, por delante de la iglesia de vuelta de la aldea de al lado, cundo vio a Nwoye entre los cristianos. Se quedó muy sorprendido y cuando llegó a casa fue directamente a la choza de Okonkwo y le dijo lo que había visto. Las mujeres empezaron a hablar muy nerviosas, pero Okonkwo se quedó impasible.

Nwoye no volvió a casa hasta media tarde. Fue al
obi
a saludar a su padre, pero éste no le contestó. Nwoye se dio la vuelta para dirigirse al interior del recinto cuando su padre, dominado repentinamente por la ira, se puso en pie de un salto y lo agarró del cuello.

— ¿De dónde vienes? —preguntó con voz atropellada.

Nwoye intentó zafarse de aquel apretón que lo asfixiaba.

— ¡Respóndeme —rugió Okonkwo— antes de que te mate! —agarró un bastón grueso que estaba apoyado en la pared pequeña y le dio dos o tres garrotazos tremendos.

— ¡Respóndeme! —volvió a rugir.

Nwoye se quedó mirándolo y no dijo ni una palabra. Fuera, las mujeres gritaban y no se atrevían a entrar.

— ¡Suelta al chico inmediatamente! —dijo una voz desde el exterior del recinto. Era Uchendu, el tío de Okonkwo—. ¿Te has vuelto loco?

Okonkwo no contestó. Pero soltó a Nwoye, que se alejó y no regresó jamás.

Volvió a la iglesia y le dijo al señor Kiaga que había decidido irse a Umuofia, donde el misionero blanco había establecido una escuela para enseñar a los jóvenes cristianos a leer y escribir.

El señor Kiaga se puso contentísimo:

— Bendito sea el que por mí abandona a su padre y a su madre —entonó—. Quienes escuchan mis palabras son mi padre y mi madre.

Nwoye no lo entendió del todo. Pero se alegraba de separarse de su padre. Más tarde volvería con su madre y sus hermanos y los convertiría a la nueva fe.

Aquella noche Okonkwo se quedó sentado en su choza, contemplando el fuego de leña y reflexionando sobre el asunto. Estaba lleno de furia y sintió fuertes deseos de agarrar el machete, ir a la iglesia y eliminar a toda aquella pandilla asquerosa de malhechores. Pero tras reflexionar se dijo que no merecía la pena luchar por Nwoye. ¿Por qué», exclamaba en su fuero interno, «tenía que ser él precisamente, Okonkwo, el que tuviera la maldición de un hijo así?» En eso se veía claramente la intervención de su dios personal, o chi. Porque, de otro modo, ¿cómo explicar su gran desgracia y su exilio y ahora el comportamiento despreciable de su hijo? Ahora que tenía tiempo para pensarlo, se apreciaba claramente la horrible enormidad del crimen de su hijo. El abandonar los dioses del padre y marcharse con una panda de afeminados que cloqueaban como gallinas viejas era la mayor de las abominaciones. ¿Y si cuando muriera él todos sus hijos varones decidían seguir el ejemplo de Nwoye y abandonar a sus antepasados? Okonkwo sintió un escalofrío ante una perspectiva tan horrorosa, como la perspectiva de la aniquilación. Se vio a sí mismo y a sus :antepasados amontonados ante su santuario ancestral, esperando en vano la adoración y el sacrificio y sin hallar nada más que las cenizas de los días del pasado, mientras sus hijos rezaban al dios del hombre blanco. Si jamás ocurría algo así, él, Okonkwo, los eliminaría de la faz de la Tierra.

A Okonkwo solían llamarlo «Llama Ardiente». Mientras contemplaba el fuego de leña recordó el apodo. El era un fuego ardiente. ¿Cómo podía haber engendrado un hijo como Nwoye, degenerado y afeminado? Quizá no era hijo suyo. ¡No! No podía ser. Su mujer lo había engañado. ¡Se iba a enterar! Peto Nwoye se parecía a su abuelo, Unoka que era el padre de Okonkwo. Rechazó la idea. A él, a Okonkwo, lo llamaban llama ardiente. ¿Cómo podía haber engendrado un hijo como una mujer? A la edad de

Nwoye Okonkwo ya era famoso en todo Umuofia como luchador y hombre intrépido.

Dio un gran suspiro, y como si fuera una respuesta, también suspiraron las brasas del fuego.

E inmediatamente Okonkwo abrió los ojos y vio las cosas con gran claridad. El fuego vivo engendra una ceniza fría e impotente. Volvió a exhalar un gran suspiro.

Capítulo XVIII

L
A
joven iglesia de Mbanta tuvo unas cuantas crisis en sus primeros momentos. Al principio, el clan había creído que no sobreviviría. Pero había seguido adelante y gradualmente se había ido fortaleciendo. El clan estaba preocupado, pero no demasiado. Si una panda de
efulefu
decidía vivir en el Bosque del Mal, era asunto suyo. Bien pensado, el Bosque del Mal era un buen sitio para aquellos indeseables. Es verdad que rescataban a los gemelos de la sabana, pero nunca los llevaban al pueblo. Por lo que respectaba a los habitantes de éste, los gemelos seguían donde los habían tirado. La diosa de la tierra no iba a castigar a los inocentes habitantes de Mbanta por los pecados de los misioneros.

Pero hubo una ocasión en que los misioneros trataron de extralimitarse. Tres conversos habían ido al pueblo y se habían jactado abiertamente de que todos los dioses habían muerto y eran impotentes, y habían dicho que estaban dispuestos a desafiarlos y quemar todos sus santuarios.

— Iros a quemar las partes genitales de vuestras madres —dijo uno de los sacerdotes. Agarraron y golpearon a aquellos hombres hasta que estuvieron bañados en sangre. Después de eso, en mucho tiempo no volvió a pasar nada entre la iglesia y el clan.

Pero ya se estaban empezando a difundir rumores de que el hombre blanco no sólo había traído una religión, sino también un g
obi
erno. Se decía que había construido en Umuofia un lugar pata celebrar juicios y proteger a los seguidores de su religión. Se decía incluso que había ahorcado a un hombre por matar a

Aunque esos rumores corrían ahora con mucha frecuencia, en Mbanta parecían cuentos de hadas y todavía no afectaban a las relaciones entre la nueva iglesia y el clan. Allí ni se hablaba de matar a un misionero, pues el señor Kiaga, pese a su locura, era completa") mente inofensivo. En cuanto a sus conversos, nadie podía matarlos sin tener que huir del clan, pues pese a su indignidad, seguían perteneciendo a él. De forma que nadie prestó demasiada atención a los rumores sobre el g
obi
erno del hombre blanco ni a las consecuencias de matar a los cristianos. Si creaban más problemas de los que ya estaban causando, bastaba con expulsarlos del clan, y nada más.

Y en aquellos momentos la pequeña iglesia estaba demasiado absorta en sus propios problemas para molestar al clan. Todo empezó con la cuestión de admitir a proscritos.

Aquellos proscritos, u
osu
, al ver que la nueva religión acogía a los gemelos y otras abominaciones, pensaron que era posible que también los acogiera a ellos. De forma que un domingo entraron en la iglesia dos de ellos. Inmediatamente se produjo un gran revuelo, pero tal era la labor que la nueva religión había realizado entre los conversos, que éstos no salieron inmediatamente de la iglesia en cuanto entraron los proscritos. Los que se encontraron a su lado se limitaron a cambiarse de banco. Fue un milagro. Pero no duró más que hasta el final de los servicios. Toda la iglesia protestó y estaba a punto de expulsar a aquella gente cuando el señor Kiaga los detuvo y empezó a explicar:

— Ante Dios —dijo— no hay esclavos ni hombres libres. Todos somos hijos de Dios y debemos recibir a estos hermanos nuestros.

— No comprendes —dijo uno de los conversos—. ¿Qué van a decir los paganos de nosotros cuando se enteren de que recibimos a osu en nuestro grupo? Se van a echar a reír.

— Que se rían —dijo el señor Kiaga—. Dios se reirá de ellos el Día del Juicio. ¿Por qué se enojan las naciones y se imaginan los pueblos cosas vanas? El que se sienta en los cielos se reirá. El Señor los considerará ridículos.

— No comprendes —insistió el converso—. Eres nuestro maestro y nos puedes enseñar las cosas de la nueva fe. Pero de esto quienes sabemos somos nosotros —y le explicó lo que era un osu.

Era una persona consagrada a un dios, algo aparte: tabú para siempre, y después de él sus hijos. No podía casarse con una persona nacida libre. De hecho, era un proscrito que vivía en una parte especial del pueblo, cerca del Gran Santuario. Adondequiera que fuese llevaba la marca de su casta prohibida: pelo largo, desgreñado y sucio. Le estaba prohibido tener con qué afeitarse. Un osu no podía asistir a las asambleas de los hombres libres, y éstos, a su vez, no podían refugiarse bajo su techo. No podía tomar ninguno de los cuatro títulos del clan, y al morir lo enterraban sus iguales en el Bosque del Mal. ¿Cómo podía alguien así ser seguidor de Cristo?

— Necesita a Cristo más que vosotros y que yo —dijo el señor Kiaga.

— Entonces yo me vuelvo al clan — dijo el converso. Y se fue. El señor Kiaga se mantuvo firme y fue su firmeza lo que salvó a la joven iglesia. Los conversos titubeantes recibieron inspiración y confianza de su fe inquebrantable. Ordenó a los proscritos que se cortaran las cabelleras desgreñadas. Al principio, ellos temieron que eso les acarreara la muerte.

— Si no os cortáis la señal de vuestra fe pagana, no os admitiré en la iglesia — dijo el señor Kiaga—. Teméis morir. Y, ¿por qué vais a morir? ¿En qué os diferenciáis de otros hombres que se cortan el pelo? El mismo Dios os creó a vosotros y a ellos. Pero os han rechazado como si fuerais leprosos. Eso va contra la voluntad de Dios, que ha prometido la vida eterna a todos los que crean en su Santo Nombre. Los paganos dicen que moriréis si hacéis tal o cual cosa, y tenéis miedo. También me dijeron a mí que moriría si construía mi iglesia en este terreno. ¿He muerto, acaso? Dijeron que moriría si recogía gemelos. Y sigo vivo. Los paganos no dicen más que mentiras. La única verdad es la palabra de nuestro Dios.

Los dos proscritos se cortaron el pelo, y en poco tiempo se convirtieron y pasaron a formar parte de los seguidores más ardientes de la nueva fe. Y lo que es más, casi todos los osu de Mbanta siguieron su ejemplo. De hecho, fue uno de ellos quien, en su ardor, hizo que un año después la iglesia tuviera un grave conflicto con el clan cuando mató a la pitón sagrada, la emanación del dios del agua.

La pitón real era el animal más reverenciado de Mbanta y todos los clanes de sus alrededores. Su título era el de «Padre Nuestro», y se le permitía ir donde quería, incluso meterse en las camas de la gente. Se comía las ratas de las casas, y a veces incluso los huevos de las gallinas. Si un miembro del clan mataba una pitón real por accidente, hacía sacrificios expiatorios y realizaba una ceremonia carísima de enterramiento, como la de un

i gran hombre. No existía un castigo prescrito para quien matara a una pitón real adrede. Nadie creía que jamás pudiera ocurrir algo así.

Quizá no llegara a ocurrir nunca. Eso fue lo que prefirió creer el clan al principio. De hecho, nadie había visto cómo ocurrió. El rumor había surgido entre los propios cristianos.

Pero, de todas formas, los gobernantes y los ancianos de Mbanta se reunieron para decidir lo que habían de hacer. Muchos de ellos hablaron largo tiempo y con voces enfurecidas. Había descendido sobre ellos el espíritu de la guerra. Okonkwo, que había empezado a desempeñar un papel en los asuntos de la tierra de su madre, dijo que no habría paz hasta que se hubiera expulsado a latigazos del pueblo a toda aquella panda de malhechores.

Pero había muchos más que veían las cosas de forma diferente, y al final fue la opinión de éstos la que prevaleció.

— En nuestras costumbres no entra el luchar por nuestros dioses —dijo uno de ellos—. No vayamos a hacerlo ahora. Si alguien mata a la Pitón sagrada en el secreto de su choza, el asunto está entre él y el dios. Nosotros no lo hemos visto. Si nos interponemos entre el dios y su víctima, es posible que nos caigan encima los golpes destinados al delincuente. ¿Qué hacemos cuando alguien blasfema? ¿Le cerramos la boca? No. Nos metemos los dedos en las orejas para no oírlo. Eso es lo prudente.

— No razonemos como cobardes — dijo Okonkwo—. Si alguien viene a mi choza y defeca en el suelo, ¿qué hago? ¿Cierto los ojos? ¡No! Agarro un garrote y le parto la cabeza. Eso es lo que hace un hombre. Esa gente no hace más que echarnos basural encima y Okeke dice que tenemos que hacer como que no la vemos. — Okonkwo hizo un ruido de asco. El clan se estaba afeminando, pensó. Eso no hubiera podido ocurrir jamás en Umuofia, el clan paterno.

— Okonkwo ha dicho la verdad —dijo otro hombre—. Deberíamos hacer algo. Pero tendríamos que declararlos en el ostracismo. Así no seríamos responsables de sus abominaciones.

Todos los asistentes a la asamblea dijeron su opinión, y al final se decidió enviar a los cristianos al ostracismo. Okonkwo rechinó los dientes de asco.

Aquella noche un pregonero recorrió Mbanta a lo largo y a lo ancho para proclamar que los seguidores de la nueva fe quedaban excluidos en adelante de la vida y los privilegios del clan.

Los cristianos eran cada vez más y ya formaban una pequeña comunidad de hombres, mujeres y niños, seguros de sí mismos y confiados. El señor Brown, que era el misionero blanco, los visitaba regularmente y decía:

— Cuando pienso que hace sólo dieciocho meses que se plantó entre vosotros la primera Semilla, me asombro de lo que ha creado el Señor.

Era el Miércoles Santo y el señor Kiaga había pedido a las mujeres que trajesen tierra roja y tiza blanca y agua para dejar la iglesia bien limpia para la Pascua de Resurrección, y las mujeres habían formado tres grupos para hacer ese trabajo. Aquella mañana salieron muy temprano, unas para ir a buscar agua al arroyo, otras con azadas y cestos a buscar tierra en el terreno del pueblo, y las otras a la cantera de tiza.

El señor Kiaga estaba rezando en la iglesia cuando oyó que las mujeres hablaban muy nerviosas. Terminó su oración y salió a ver qué pasaba. Las mujeres habían vuelto a la iglesia con los baldes vacíos. Dijeron que unos muchachos las habían echado a latigazos del arroyo. Poco después volvieron con los cestos vacíos las mujeres que habían ido a buscar la tierra roja. Algunas de ellas habían recibido muchos latigazos. Las que habían ido a buscar tiza volvieron contando lo mismo que las anteriores.

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