Toda una señora / El secreto de Maise Syer (18 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: Toda una señora / El secreto de Maise Syer
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—Cuando tú quieras.

Juan Lugones dejó caer un chorrito de agua sobre la cara de Robbins y comenzó a decir:

—Amigo Robbins: te descubrimos regresando de San Francisco. ¿Venías de allí?

—Sí —respondió Robbins.

Al abrir la boca tragó una gran cantidad de agua, que escupió como pudo; es decir, bastante mal.

—No es posible que volvieras de San Francisco, siendo así que ayer te vimos por la mañana en Los Ángeles. ¿Quieres contarnos de dónde venías?

—De ver a un…

Nuevamente tragó una cantidad de agua y al querer recobrar el aliento tragó más, pues Juan Lugones seguía echándole agua sobre la cara.

—¿Venías de ver a un amigo? —preguntó.

—Sí —respondió Robbins, sin abrir los labios, evitándose así otro trago forzado.

—¿Y ese amigo te encargó que comprases tabaco para seis o siete personas? —preguntó Timoteo.

Robbins no intentó responder. Le habían apresado llevando encima varios paquetes de tabaco y este detalle resultaba altamente acusador.

—Deja de regarle la cara —ordenó Timoteo—. Ya se habrá dado cuenta de que no le queda otro remedio que hablar. Si no quiere hacerlo, peor para él.

Cuando Juan dejó a un lado el botijo, Timoteo se dirigió a Robbins y dijo:

—Nos interesa saber dónde está el señor Yesares y su esposa. Si eres prudente nos lo dirás sin obligarnos a nada más. Si eres terco, tendremos que seguir con el juego del agua, y, además, te encenderemos una hoguera encima del estómago. Ya puedes imaginarte lo desagradable que eso te resultará. Como tú sólo puedes evitarlo contando todo lo que sabes, o sea, lo que nosotros deseamos saber, lo harás. Si insistes en decir que no sabes nada, la hoguera seguirá ardiendo encima de ti hasta que haga un agujero en el estómago. Eso ocurrirá dentro de media hora. Tus amigos no te ayudarán y nosotros tampoco.

—Os aseguro que no sé nada del señor Yesares… —empezó Robbins—. No sé nada de él.

—¿No sabes nada? —preguntó Evelio.

—De veras que no.

Evelio volvióse hacia sus hermanos y, con fingida preocupación, sugirió:

—¿No cometeremos una injusticia? Es posible que el pobre no sepa nada.

—Será muy lamentable para él, pues entonces tendremos que asarle los intestinos —replicó Timoteo, prendiendo fuego al montón de ramitas secas, que empezaron a crepitar al extenderse por ellas el fuego—. Tal vez sepa algo de los robos que se han cometido esta noche en Los Ángeles. A don César de Echagüe le robaron una fortuna en joyas. Y al pobre don Rómulo le clavaron un cuchillo en el corazón. Hay gente muy audaz y de muy malos sentimientos.

—Son crueles —dijo Evelio.

—No sienten piedad de nadie —agregó Juan, echando un chorro de agua a la cara de Robbins.

Éste, que veía levantarse el humo de la hoguera y sentía en su carne el calor del fuego, lanzó un grito; pero cuando Timoteo le preguntó si estaba dispuesto a hablar, insistió en que no sabía nada.

—Seguramente nos cree incapaces de asarlo vivo —dijo Juan Lugones.

—Yo, por mi parte, no podría verle morir asado como un pollo —declaró Evelio—. En cuanto las llamas lleguen a la carne, me marcharé.

—Yo también —declaró Timoteo.

—Y yo haré lo mismo —agregó Juan—. Creo que me emocionaría demasiado viéndole morir. Prefiero alejarme y volver cuando sólo queden cenizas.

Un alarido de dolor de Robbins atrajo hacia él la atención de los tres hermanos.

Juan Lugones empezó a echarle agua sobre la boca obligándole a cerrarla; pero Robbins contorsionaba de tal forma su cuerpo, que la hoguera se desparramó.

—Si haces eso te vas a quemar del todo —advirtió Timoteo—. Es un mal sistema.

—¡Ya hablaré! ¡Ya!…

Robbins expulsó el agua tragada y repitió varias veces que estaba dispuesto a hablar.

Timoteo y Evelio le libraron del fuego. Apagaron las llamas prendidas en sus ropas y aguardaron a que a Robbins se le pasara el sobresalto. Al fin el prisionero pudo hablar:

—Os aseguro que no he visto al señor Yesares… —empezó.

—¿Para eso nos has pedido que te librásemos del fuego? —preguntó Timoteo Lugones—. No te creí tan torpe. Nos vas a obligar a asarte vivo.

—¡No, no! Está…, está… Pero si saben que os lo he dicho yo…

—No te apures —replicó Evelio Lugones—. No quedará ninguno de ellos para castigarte. Procuraremos matarlos a todos. ¿Dónde tienen a don Ricardo y a su mujer?

—A media legua de Los Ángeles, camino de Monterrey. Un caminito que sube por la montaña hasta unas cabañas…

—¿Tres cabañas? —preguntó Timoteo.

—Sí. En una están ellos; en otra, los demás, y en otra, ella y él.

—¿Quiénes son esos ella y él? —preguntó Evelio.

—Maise Syer y Wemyss; pero si me descubrís… Si saben…

—No seas tonto. Al lado de las nuestras, sus manos te resultarían acariciadoras. Ellos no son capaces de hacerte ni la mitad de cosas malas que nosotros te haríamos.

De unas cuchilladas cortaron las cuerdas que sujetaban a Robbins a los dos sauces y le obligaron a ponerse en pie; luego, mientras Evelio y Juan se lo llevaban para encerrarlo en una choza cercana, Timoteo se dirigió a la cruz para encender la hoguera que debía avisar al
Coyote
.

*****

Al recobrar el conocimiento, después de los esfuerzos que en ello invirtieron don César, Guadalupe y la servidumbre del rancho, Matías Alberes miró a su amo y sus ojos suplicaron perdón.

—¿Reconociste a alguno de los ladrones? —preguntó don César.

Alberes movió negativamente la cabeza, pero sus ojos indicaron que sabía algo más.

—Id a vuestro trabajo —encargó don César a los demás. Cuando en el cuarto sólo quedaron Guadalupe, él y Alberes, don César preguntó:

—¿Hay algo que deseas decirme?

El mudo asintió con la cabeza.

—Viste al señor Wemyss, ¿verdad?

La sorpresa dilató los ojos de Alberes quien asintió con la cabeza.

—¿Le acompaña una mujer?

De nuevo el mudo afirmó con enérgicos movimientos de cabeza.

—¿La reconociste?

Esta vez Alberes movió negativamente la cabeza.

—Era joven, ¿verdad?

El criado asintió.

—¿Rubia?

Nuevo asentimiento.

—¿Bonita?

Una vez más asintió Alberes.

—Lo malo es que se nos ha escurrido de entre las manos —dijo don César—. Y se ha llevado una fortuna en joyas.

Advirtiendo que el rostro de Alberes se ensombrecía, se apresuró a agregar:

—No fue tuya la culpa, no. Si han conseguido engañarme a mí, más lógico es que te hayan vencido a ti.

Anita, la criada particular de Guadalupe, llegó anunciando la visita de don Teodomiro Mateos.

—Quiere hablar con usted acerca del robo —dijo a don César.

—Hazle pasar —ordenó el dueño del rancho, acomodándose en un sillón que Guadalupe le había hecho traer.

Mateos estaba visiblemente preocupado. Al entrar miró la vendada cabeza de Alberes y luego fue hacia don César, tendiéndole la mano. El hacendado le tendió la izquierda, excusándose:

—Perdone que no le tienda la mano derecha… Me la herí ayer noche cuando recogimos a Matías.

—Es curioso. Esta mañana, un tal Robbins, que pertenece a la pandilla de Wemyss, me preguntó cómo seguía mi mano derecha. Por lo visto, creía que estaba inutilizada.

Don César sonrió con fingida indiferencia, asintiendo:

—Puede que imaginara eso.

—Bien… —El nerviosismo de Mateos fue en aumento—. En los últimos días de mi reinado como jefe de policía, ocurren todas las cosas peores que podían suceder. Han asesinado a don Rómulo Hidalgo, le han robado el collar gemelo del suyo y a usted, además, le han robado muchas más joyas, ¿verdad?

—Las mejores de mi colección —replicó don César—. Una inmensa fortuna; pero no me inquieta demasiado. Estoy seguro de que usted nos las recuperará.

—No quisiera otra cosa; pero, honradamente, no puedo prometerle eso.

—Está usted demasiado pesimista, don Teodomiro —sonrió don César—. Usted siempre sale triunfante.

—En lo de Alves no triunfé.

—Pero
El Coyote
le ayudó, ¿no?

—No sé si me ayudó o me perjudicó.

—Ahora también le ayudará. Él sabe que los californianos apreciamos mucho a don Teodomiro. Le ayudará. Esté seguro.

—No creo que me perdone algunas cosas un poco malas que hice con él —dijo Mateos—. En fin, ya veremos. ¿Puedo interrogar a su criado?

—Desde luego; pero él no podrá contestarle. Es Alberes.

—¡Es verdad! —Mateos hizo un gesto de disgusto—. ¡Maldita suerte! ¿Y usted que ya sabe cómo entenderse con él, no puede sacar nada en limpio?

—No reconoció a ninguno de los ladrones. Parece ser que le atacaron a traición… Sintiéndolo mucho, no puedo darle ninguna pista. Si para usted es importante el descubrir a los ladrones, para mí lo es muchísimo más.

—Ya lo imagino. En fin…, si no saben nada…

—¿Y en casa de don Rómulo? ¿No ha podido obtener mejores informes que aquí?

—Apenas nada. Se vio a tres o cuatro hombres pero no se sabe si fueron los autores de los robos o si se trataba de unos paseantes nocturnos. Yo creo lo primero; pero aun en ese caso, no me sirve de nada.

—Desde luego; pero estoy seguro de que al fin triunfará usted, don Teodomiro —dijo don César—. Nos tiene ya acostumbrados a sus sorpresas. Esta vez no ha de ser de otra manera.

—Me convendría mucho triunfar —suspiró Mateos—. El asunto de mi reelección no va muy bien. Ese Wemyss está arrastrando mucha gente; sobre todo, sus compatriotas. Ya sé que usted es amigo del
Coyote
, don César; pero a veces pienso que si yo pudiera detener a ese enmascarado, todos mis males cesarían. Sería tan famoso…

—Pero los viejos californianos le retiraríamos la amistad, el apoyo y hasta el saludo —rió don César—. Todo esto vale algo en California.

—Ya lo sé, ya. Además… querer cazar al
Coyote
resulta más difícil que coger la luna. Y una vez que lo tuve a mi merced, ¿sabe lo que hice?

—Supongo que lo dejó escapar, pues de lo contrario, todos estaríamos enterados de su detención.

—Hice algo peor que dejarle escapar. Maté al que lo iba a matar.

—Pues entonces tenga la seguridad de que
El Coyote
le saca de estos apuros —replicó el estanciero—. Eso es lógico…
El Coyote
es hombre agradecido, y si sabe que usted le salvó… ¿O acaso me lo dice para que yo trate de hacerlo llegar a sus oídos? —preguntó de pronto don César, con un tono suspicaz que parecía legítimo—. ¿Es que él no sabe que usted le ayudó?

—Sí, lo sabe; pero también sabe que yo le tendí una trampa.

Guadalupe se había acercado a la ventana, desde la cual se dominaba el paisaje, y su mirada captó la columna de humo que ascendía desde las proximidades de la cruz de Aguadores. Volviéndose hacia su marido, indicó con un movimiento de cabeza la lejana columnita de humo. Don César, aunque no pudo verla, comprendió el significado de la mirada y, tendiendo la mano izquierda a Mateos, dijo:

—Bien, don Teodomiro, no le entretengo más. No pierda su confianza en
El Coyote
. Antes yo le tenía un poco de miedo y un algo de antipatía; pero me ha hecho muchos favores y, además… —Don César bajó la voz, como si temiese que le oyese algún extraño, agregando—: Estoy convencido de que logrará rescatar mis joyas. He hecho que la noticia circule por mis tierras y por los alrededores. Alguien se la llevará al
Coyote
. Tiene espías en todas partes. Si no fuese porque es mudo, sospecharía que Alberes está a sueldo del
Coyote
. Me han dicho algunas cosas bastante extrañas acerca de él.

—Ojalá
El Coyote
haga todo cuanto usted desea —sonrió Mateos—. Quisiera compartir su fe en él.

—La fe no debe perderse nunca, amigo mío. El hombre necesita tener fe en algo o en alguien.

Mateos estrechó la mano de don César, y acercándose a la cama, preguntó al herido:

—¿No puedes decirme algo acerca de los que te atacaron?

Alberes negó vigorosamente con la cabeza. Mateos se encogió de hombros y abandonó el cuarto. Inmediatamente don César se puso en pie. Guadalupe fue hacia él, anunciando:

—Ya dan la señal.

—Han trabajado bien —asintió don César—. Para ciertos trabajos los Lugones no tienen precio.

—¿Has pensado la forma de ponerte en contacto con ellos? —Preguntó Lupe.

—Sólo existe una forma. Iré personalmente a su encuentro.

El miedo descompuso el rostro de Guadalupe.

—Sería una locura… —empezó.

—Lo será, pero no me queda otro remedio que hacerlo. No puedo abandonar a su suerte a Yesares. Evita que se den cuenta de que estoy fuera…

—Pero tu mano —interrumpió Guadalupe.

—La derecha está inutilizada, pero tentó una izquierda que también puede servirme muy bien en caso de apuro. El médico exageró un poco al decir que no estaría en condiciones de moverme antes de una semana.

—No cometas una locura irreparable —pidió Guadalupe.

César sonrió, acariciándole las mejillas con la mano izquierda.

—Ya sé que todos los maridos, buenos o malos, fieles o infieles, enamorados o no, deben de decir lo mismo a sus mujeres para tenerlas contentas; sin embargo, yo no puedo dejar de ser vulgar en eso y decirte que eres la mujer más bonita y más buena del mundo. Debe de ser muy desagradable sentirse solo en un momento de apuro como éste.

—Lo que siento es que mi estado no me permita compartir tus peligros —replicó Guadalupe—. ¡Sería tan feliz luchando a tu lado!

—Tienes algo más importante que hacer —respondió don César—. Ha de nacer una niña y se llamará Lupe.

—No —replicó Guadalupe—. Lupe ya tienes una. Si es niña llevará otro nombre.

—¿Cuál?

—Uno muy hermoso. He prometido a la Virgen de Guadalupe que si todo sale bien, si tú sales de todos estos peligros y nuestro hijo es una niña, se llamará Leonor.

—¡Eh! ¿Y eso se lo has prometido a la Virgen de Guadalupe? No creo que le haya hecho mucha gracia.

—¡Hereje! —rió Lupe—. Ella me ha comprendido mejor que tú.

—Respecto a eso, desafío no a la Virgen de Guadalupe, sino al propio Dios a que te comprenda mejor que yo.

Guadalupe sonrió levemente. César la comprendía mucho. Tanto, que había tardado sólo diez años en darse cuenta de lo mucho que ella le amaba. Pero tal vez no fuera culpa de él. Acaso Dios le había tapado los ojos con su mano.

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