Sátiro procuró no tocarse el brazo herido. Hizo una seña a Diocles, que se abría paso a empellones.
—Ese es mi timonel. Hacedle sitio —dijo Sátiro. Pese a la fatiga, su voz sonó enérgica. Pensó que había calado el lugar—. Demóstrate, el rey pirata.
Miró a Abraham, que se encogió de hombros.
—No todos los mercaderes pueden permitirse una escuadra de naves de guerra que escolte a sus mercantes. Mi padre paga su diezmo a Demóstrate.
Sátiro se encogió de hombros, aunque el brazo le dolió.
—Mi tío, no. —Miró a Demóstrate—. ¿Qué puedo hacer por ti?
Demóstrate movía el mentón de arriba abajo, bien riendo en silencio o en silenciosa afirmación. Tal vez ambas cosas.
—Eres digno hijo de tu padre, no cabe la menor duda. Tengo entendido que la flamante flota de Eumeles te dio una buena paliza en el trasero.
Sátiro se mesó su nueva barba y se las arregló para sonreír.
—Bueno, nos triplicaban en número.
Demóstrate asintió.
—Verás, creía que si León y Eumeles se enfrentaban, me frotaría las manos con regocijo.
Sátiro asintió, preguntándose si ya era prisionero. Parecía tratarse de una situación que requería un bluf, pero Sátiro no estaba de ánimo para bulos. Miró en torno a sí a los cientos de ojos que lo observaban en silencio absoluto. El lugar apestaba; velas de sebo, lámparas de aceite, cientos de cuerpos desaseados, vino rancio y cerveza.
—¿Pero? —instó Sátiro.
—Pero resulta que odio al cabrón de Eumeles más de lo que odio a León. León solo es un hombre con bienes que codicio. Ha enviado a algunos compañeros al fondo del mar, y lo pagará en su debido momento. Pero Eumeles antes era un chaval repulsivo que se llamaba Herón, e hizo que me exiliaran.
Sátiro sonrió y se puso en pie de un salto.
—¡Por los huevos de Zeus; o sea, de Poseidón! ¡Eres Demóstrate de Pantecapea!
—¡Si, muchacho, el mismo! —dijo el anciano. Tenía una voz agradable, no la voz bronca que su rostro te hacía prever.
—¡Fuiste almirante de mi padre! —prosiguió Sátiro. Sonreía de oreja a oreja mientras veía las posibilidades y también los peligros. Pues aquel era un hombre verdaderamente peligroso, un hombre que no había querido aliarse con ninguna facción en la guerra de los diádocos, que buscaban asociarse con cualquiera que quisiera tomar parte en la lucha.
Se sentó, su mano derecha soltó automáticamente la espada en la vaina, y apoyó la espalda contra la pared. Sostuvo contra el pecho el brazo herido con la mano derecha.
—En realidad, no. —El anciano se encogió de hombros—. ¡Bah! No fue para tanto. Cubrí la costa para él durante un verano mientras combatía contra los macedonios. Y al año siguiente custodié a sus mercaderes mientras trasladaban su ejército. A decir verdad, muchacho, era un trabajo muy aburrido para un marinero, y el botín, puñeteramente exiguo. —Se encogió de hombros, y las cuentas de oro de sus tirabuzones titilaron. Llevaba pesados pendientes de ámbar—. Y bien, ¿cómo fue que te vencieron?
Sátiro no salía de su asombro. Estaba hablando con Demóstrate, el aliado de su padre. Que odiaba a Eumeles por haberlo exiliado. Por supuesto, León jamás habría consentido en una alianza con el hombre que controlaba la entrada a la Propóntide, aprovechándose de todos los mercaderes que no compraban sus favores.
Estaba claro que era hora de pensar como un rey.
—Una auténtica locura —dijo Sátiro. Mientras hablaba, Diocles apartó con el hombro a un parroquiano y se sentó pesadamente al lado de Sátiro—. Y poca inteligencia.
—Cuéntanos —dijo Demóstrate. Hizo señas a un mozo para que les llevara vino—. A los muchachos les gusta oír buenos relatos de combates navales. ¿Qué bebes?
—Vino —respondió Sátiro, y su respuesta fue recibida con risitas y sonrisas de los hombres curtidos que tenía alrededor—. ¿Por dónde empiezo? Sabíamos que Eumeles tenía dos docenas de barcos, y nos dirigimos al norte con veinte; no para luchar contra él, sino simplemente para desembarcar en Olbia.
—Claro, donde tu padre fue arconte. Olbia sería tuya en cuanto arribaras a puerto. Eso lo entiendo —agregó Demóstrate, asintiendo.
—Eumeles se enteró de que veníamos —prosiguió Sátiro—. Estaba en la desembocadura del Borístenes con ochenta barcos. Cuando nos retiramos, nos siguió y nos obligó a combatir cerca de la costa, ochenta barcos contra veinte.
Murmullos, susurros y un silbido de los hombres que escuchaban. Bastó con que Demóstrate volviera la cabeza para acallarlos a todos.
—La historia de la batalla la he oído; me la contó Dédalo de Halicarnaso. Dice que luchaste bien. ¿Te gustaría contarla?
Sátiro se encogió de hombros.
—No tan bien como para vencer o rescatar a mi tío.
Demóstrate asintió. El mozo llegó con una cratera y copas. Lo dejó todo en la mesa y les sirvió el vino. Demóstrate cogió una copa llena y la vació en el suelo.
—¡En el mar, no! —dijo al derramar su libación.
Docenas de voces se hicieron eco de su plegaria.
Sátiro tomó una copa y bebió, y era buen vino de Quíos, tan bueno como el mejor que tendría un dandi en su mesa en Alejandría.
—Bienvenido a mi ciudad, hijo de Kineas —dijo Demóstrate, todavía de pie.
—¿Te interesa comprar un par de trirremes? —preguntó Sátiro—. Tienen un poco de carcoma, pero nada que un pirata no pueda arreglar con su arsenal.
Los hombres rieron y Demóstrate se sentó riendo más fuerte.
—Ahora son míos, ¿no crees?
Sátiro se encogió de hombros.
—Con arreglo a esa lógica, tu vida ahora es mía, ¿no crees?
Mientras decía esto, su mano derecha, que estaba sosteniendo el brazo herido, desenvainó una espada corta sujeta debajo de la axila con un movimiento practicado mil veces; la hoja desnuda, la punta justo en el puente de la nariz del pirata.
Demóstrate no se movió.
—Vaya, esto es todo un argumento de lo que llaman filosofía, ¿no crees? Yo puedo poseer tus barcos pero tú solo puedes quitarme la vida. No puedes quedártela. —El anciano sonrió abiertamente—. Y por más desagradecida que sea esta chusma, dudo que vivieras para contarlo.
Sátiro estaba orgulloso de aquello, a pesar de todo lo que había soportado en las ocho últimas semanas, y la punta de su espada apenas oscilaba la anchura de un dedo.
—El caso es que si me quitas los barcos, no tengo nada en absoluto que perder.
—Matarías a este joven judío y también a tu timonel. Quizás a todos tus tripulantes —respondió Demóstrate, que seguía inmóvil.
—Estoy dispuesto a correr ese riesgo —dijo Sátiro—. Las últimas ocho semanas me han enseñado unas cuantas cosas sobre el precio de la realeza.
—O sea que sacrificarías a tus amigos y tu propia vida por la gratificación de una venganza instantánea —repuso el pirata.
Sátiro se encogió de hombros pero su espada no vaciló.
—No. Me jugaría la vida y la de mis amigos a que eres un hombre razonable. Con pleno conocimiento de que si se destapa mi bluf, tendré que pagar la puesta. La venganza —y aquí Sátiro volvió a encoger los hombros, y la punta de su espada se movió porque se le cansaba la mano—, es un lujo que todavía no puedo permitirme.
—No negociaré mientras me estés amenazando, chaval. Quedaría mal delante de esta escoria.
Demóstrate lo miró de hito en hito y le guiñó el ojo.
Sátiro envaino la espada con la misma economía de movimientos con que la había desenvainado.
—Sustituye el espolón de mi
Halcón Negro
y puedes quedarte con los barcos y sus respectivos remeros —dijo Sátiro. Ahí lo tenía. La suerte estaba echada.
El silencio era tan denso como el olor. Sátiro tuvo tiempo de pensar en lo mucho que le dolía el brazo, y de preguntarse si estaba a punto de librarse del dolor para siempre.
—Encuéntranos una base en el Euxino y juntos le partiremos el culo a Eumeles —dijo Demóstrate—. Todas las ciudades del Euxino están cerradas para mí. —Se encogió de hombros y se puso de pie—. Me cae bien. ¿Y a vosotros?
Los doscientos parroquianos rieron y murmuraron; no hubo rugidos de aclamación pero tampoco silbidos de mofa.
El anciano se inclinó hacia él.
—Termina el vino, que invito yo, muchacho. Tienes todo el invierno para hacerte con un espolón nuevo, y me alegra bastante tener otros dos trirremes ligeros, aunque yo salgo ganando con el trato. Pero tengo treinta barcos que pueden situarse en la línea de batalla contigo, y a lo mejor sé dónde hay más. Ahora mismo, lo que necesitas es dormir.
Sátiro asintió pesadamente.
—Gracias —dijo.
La mayoría de los doscientos hombres salió con Demóstrate a la calle, y Sátiro se encontró en una taberna portuaria con Diocles, Abraham y Terón, que se había quedado al acecho junto a la puerta.
—León lo odia —dijo Terón.
Sátiro tomó un trago de vino. Lo que necesitaba era agua, y el vino le subió directamente a la cabeza.
—¿Dónde están nuestros hombres? —preguntó Sátiro.
—Borrachos como cubas, en algún lugar seco —contestó Diocles—. Les he prometido que mañana los llamaremos a asamblea para pagarles. ¿Tienes moneda?
—Ni una lechuza de plata —dijo Sátiro—. Por más que León odie a este hombre, me figuro que aquí tiene crédito.
Abraham se echó para delante.
—Estoy forrado. Dispongo de plata y puedo conseguir más. —Enarcó una ceja—. A pesar de que acabas de jugarte mi vida.
Diocles meneó la cabeza.
—¡Demóstrate! Por un momento he pensado que nos iban a destripar a todos aquí mismo.
—Aún es posible que lo hagan —dijo Sátiro—. Me ha caído bien.
Terón suspiró.
—Es un hombre duro, Sátiro. ¿Crees que tú lo eres?
—Tengo la impresión de que cuando cierra un trato, lo cumple —contestó Sátiro.
—Hace dos años dejó tirado a Lisímaco, como recordarás —replicó Terón—. Una vez contratado y pagado, desertó, y tomó esta ciudad. De manos de Lisímaco. Que lo odia. Cuya alianza tú anhelas. ¿Y Amastris? Su padre Dionisio, cuya alianza deseas, odia a este pirata porque le cierra las vías comerciales.
Sátiro asintió. Se había emborrachado con dos copas de vino. El brazo le palpitaba, y tenía la adrenalina muy alta tras haberse enfrentado al pirata más poderoso del mundo, saliendo ileso.
—Mañana —dijo con voz vacilante—. Abraham, ¿tienes una cama para mí?
Abraham le echó un brazo a los hombros.
—Pobre cabroncete. No pensé que fuera a presentarse en cuanto desembarcaras.
Terón apuró su copa de vino.
—Quería encontrarte con la guardia baja. Para ver de qué estás hecho. Sátiro, aquí impera la ley de la jungla. Es como vivir con leones. Si te unes a estos hombres, quedarás fuera de las leyes de los hombres.
Sátiro descartó el comentario de Terón con un ademán.
—Cuéntamelo mañana —dijo. Salió dando tumbos a la calle, sostenido por los hombros por Abraham.
—Tienes un aspecto horrible —dijo Abraham mientras caminaban bajo la lluvia.
—Estoy borracho —respondió Sátiro.
—No, es peor que eso —replicó Abraham.
—Estoy borracho, he hecho morir a varias personas y he matado a otras tantas con mis propias manos —dijo Sátiro—. Aparte de eso, estoy bien.
Entonces se detuvo junto a un edificio y vomitó todo el vino y la comida que había tomado aquel día.
Abraham le sostuvo la cabeza sin decir palabra.
Abraham había convertido la casa del factor de su padre en el cuartel general de su tripulación, y al llegar había vaciado el almacén para dar cobijo a los heridos. Lo que Isaac Ben Zion pensaría sobre la pérdida de beneficios ya era harina de otro costal.
Era un edificio de dos plantas con un patio cerrado y un almacén adosado, muy común en todo el mundo helénico, pero mucho más confortable que la casa de Calco. Los esclavos iban acicalados y estaban bien alimentados, y el patio estaba lleno de marineros y remeros a todas horas; ruidosos, cantando, a veces maliciosos pero nunca aburridos. La casa propiamente dicha albergaba a los oficiales de dos barcos y, con la llegada de Sátiro, pasó a albergar a los de cuatro.
En su primera mañana allí, Sátiro se despertó para tomar gachas de cebada con vino muy especiado, lo mismo que comería durante los días siguientes mientras escuchaba los informes de sus oficiales en la sala principal de la planta baja. Una estancia carente por completo de las decoraciones predilectas de los griegos: escenas de los dioses, héroes, masacres. En su lugar, había delicadas grecas rematando las paredes lisas pintadas de vivos colores.
Esa primera mañana Sátiro estaba sentado bebiendo vino caliente mientras contemplaba una pared azul.
—Necesitas un pintor de frescos.
—Soy judío —dijo Abraham—. ¿Recuerdas? Ninguna ninfa será violada en mis paredes.
—¿No podéis pintar a Jehová, no sé, castigando a sus enemigos?
Sátiro no pretendía burlarse, pero aun así lo pareció.
Abraham hizo una seña campesina para conjurar la mala suerte.
—No —contestó con firmeza—. No podemos. —Luego sonrió—. Mira, con las paredes lisas, ¡puedes imaginar la escena que prefieras!
Sátiro observó las paredes y bebió más vino, y sintió que el regocijo lo abandonaba.
—Escucha, cuando miro estas paredes, ahora mismo solo veo personas a las que están matando. Que, de un modo u otro, mueren por mi culpa.
—Eres tú quien está dispuesto a aliarse con un pirata —dijo Terón, entrando en la sala. Tenía el cuerpo recién aceitado—. Por cierto, el pirata tiene un gimnasio y una palestra.
Sátiro levantó la vista irritado.
—Estaba hablando con Abraham.
Terón se sentó y se sirvió vino caliente.
—El ejercicio me ha despejado la cabeza. Tengo cosas que decirte.
Abraham se levantó.
—Os dejo a solas.
Sátiro frunció el ceño.
—No.
Terón se encogió de hombros y Abraham se sentó.
—Me consterné cuando mataste a esos hombres —dijo Terón—. Pero también cuando hiciste avanzar a la falange y dejaste a Filocles desangrándose en la arena.
Abraham miró a uno y a otro.
—¿Matar a qué hombres? —preguntó.
—Ejecuté a dos amotinados —dijo Sátiro—. Con mis manos.
Abraham asintió con absoluta seriedad.
—Considero que eres lo que te han enseñado a ser. Creo que yo mismo he contribuido a tu formación —dijo Terón, y se encogió de hombros.