Talkes miró a su patrona.
Penélope se levantó y miró a Sátiro.
—Te esconderé —dijo. Fue la simple constatación de un hecho. Lo tomó de la mano y lo hizo subir a la exedra. Abrió un pesado baúl del que sacó un edredón de lana que sacudió y extendió sobre su cama. Tenía la espada de Sátiro, y se la entregó.
—Métete aquí —dijo.
—Podría…
—Podrías hacer que nos mataran a todos. Vamos, entra de una vez.
Sostuvo la tapa abierta y Sátiro se metió en el baúl, agarrando la espada con las dos manos. Quedó encajado, con las rodillas casi debajo de la cabeza. La postura le hacía daño, y aún le hizo más daño minutos después, cuando comenzaron los gritos en el patio.
La hora siguiente fue la peor y la más larga de la vida de Sátiro. Su maldición fue que pudo oírlo todo. Oyó a los hombres en el patio, la voz de payaso mofándose de Penélope, a los soldados desplegándose para registrar la casa, ruido de vajilla rota. Oyó que lo habían delatado el viejo esclavo de la carretera y la sangre y las vísceras que había dejado al destripar el conejo.
Oyó la voz del payaso amenazando a Talkes, y la misma voz amenazando con vender a Penélope como esclava.
—O podría hacerte lo mismo que a tu padre, mujer estúpida. ¿Dónde está? ¿Dónde está? —preguntó aquel hombre, sumamente enojado.
—Haz lo que quieras —respondió Penélope—. Cuando Lisímaco venga, eres hombre muerto.
—Todos vuestros sucios granjeros cantan la misma canción. Entérate, zorra, Lisímaco no vendrá. Ahora yo soy el señor de este lugar. Eumeles es rey del Euxino y me nombrará arconte. ¿Quieres que queme la casa? Dime dónde está ese hombre.
La voz gangosa sonaba poco natural, como la de un sacerdote o un oráculo.
—¡Nada en los graneros! —gritó otro hombre de voz más grave.
—Registrad arriba; la exedra. Acuchillad todos los colchones y romped todos los muebles —ordenó la voz de payaso.
—Dos esclavas en la bodega. Ningún hombre —dijo otra voz grave, esta con acento getón.
—¡Veámoslas! —se oyó gritar, y luego rechiflas y carcajadas. Más vajilla rota y más gritos, y dos hombres entraron en la exedra para registrarla. Los oyó fisgonear, olió el perfume de un frasco que rompieron. Y abajo, oyó que violaban a Teax; ululatos, sollozos.
—¡Así os pudráis todos por dentro! ¡Que los cerdos se os coman los ojos! —chilló Penélope.
—Cierra el pico, zorra, o serás la siguiente.
Más risotadas.
—Yo también quiero hacerlo —dijo una voz cerca del baúl.
A Sátiro le ardían las rodillas de dolor, y la conciencia de su propia cobardía le subió a la cabeza como los gases del vino. «Si fuese digno de mi nombre, saldría de este baúl y me abriría camino matando a estos hombres o moriría en el intento», pensó. Empuñó su espada prestada, listo para matar al hombre que abriera el baúl.
—¡Atenea te maldiga, hombre con voz de mujer! —La voz de Penélope, forzada por la ira y el terror, le llegó claramente—. Que se te pudran las entrañas. Que nunca conozcas el amor de una mujer. Que los chacales te arranquen las entrañas mientras aún tengas ojos para verlo. Que los gusanos se coman tus ojos. Que todos tus hijos mueran antes que tú.
Teax volvió a chillar.
—¿Qué hacemos aquí arriba? Ese cabrón hace rato que se ha ido, si es que alguna vez ha estado aquí —dijo la voz más grave, dando una patada al baúl donde estaba escondido Sátiro.
Penélope chilló.
—Quemadla —dijo la voz de payaso en el patio—. Matadlos a todos. Estúpidos campesinos de mierda.
Encendieron el tejado pero las vigas no prendieron, y Sátiro salió trabajosamente del baúl con las piernas entumecidas, y se arrastró escaleras abajo hasta el patio, haciendo caso omiso del peligro. Pero aunque fueran tan malos incendiarios, eran asesinos consumados. Penélope estaba tendida en un charco de sangre negra, tan fresca que relucía a la luz vacilante del tejado en llamas, y Teax yacía desnuda. La expresión de su rostro, de horror, terror y pérdida de esperanza, le quedó gravada a fuego en el cerebro. Cerró los ojos, ensuciándose las piernas con su sangre, y la cubrió con su clámide de lana buena.
Talkes seguía con vida. Alguien le había clavado una lanza en el vientre, pero estaba vivo cuando Sátiro lo encontró.
—¡Muertos! —dijo Talkes—. ¡Todos muertos! —Miró a Sátiro a los ojos—. Tú estás vivo.
Sátiro asintió.
—Así es —dijo, sintiéndose desdichado.
Talkes asintió.
—Yo también quiero vivir.
Asintió de nuevo y falleció.
Sátiro pensó si enterrarlos a todos o si meterlos en la casa y prenderle fuego. Ambos eran gestos que no podía permitirse. Cuando recuperó la movilidad de las piernas, recogió su lanza en la entrada y echó a correr campo a través hacia la costa. Hizo lo posible por apartar de la mente la imagen de Teax. Ya lo había hecho antes con la chica que matara en el río Tanais, y también cuando tuvo la sensación de abandonar a Filocles a su suerte en Gaza. Sabía cómo conjurar esa imaen para concentrar su miedo y su odio en un único fin: la venganza.
Y lloraron juntos.
La Propóntide, principios de invierno, 311 a.C.
Dos campamentos gélidos porque Sarpax, el navarco, no era amigo de encender fuegos. Surcaban la Propóntide a remo contra un viento fuerte de otoño y pasaron ante Bizancio con las primeras luces, bogando con tanto ímpetu que los remeros refunfuñaban. Allí se separaron del convoy y prosiguieron hacia el norte.
Melita solo podía pensar en lo mucho que extrañaba a su hijo. Tenía los pechos llenos de leche, y eso bastaba para que tuviera en mente a Kineas en todo momento; leche tan abundante que le dolía, y cada vez que se planteaba ponerse la armadura, la mera idea la estremecía. El más leve roce de tela en los pezones le hacía sacar leche de nuevo, de modo que vivía perpetuamente avergonzada, con los quitones manchados y un viento cortante que le helaba los pechos.
¡Pues vaya con la aventura de su vida! Echaba de menos a su hijo y no desempeñaba función alguna en el barco, salvo otear el horizonte y preocuparse.
Y extrañar a su hijo.
Nihmu la ayudaba bien poco. Se instalaba en la proa a vigilar el mar, olisqueando el aire como un perro, escrutando cada barco con el que se cruzaban como si León pudiera ir a bordo.
Fue Nihmu quien avistó al patrullero, justo cuando el agua cambiaba de color y las altas riberas de la Propóntide se abrían a ambos lados. Regresó a la popa, y sus botas de cuero dejaron marcas en la cubierta.
—Un trirreme —anunció—. Justo en el horizonte.
Coeno fue a proa con el navarco y regresó meneando la cabeza.
—Tiene el viento a favor —dijo Coeno—. Y se aproxima para efectuar una inspección.
Sarpax se unió a él.
—Señoras, al castillo de proa, por favor. Repartid armas. Caballeros —dijo, mientras los oficiales se reunían—, actuaremos como su estuviéramos dispuestos a ser abordados hasta que dé la consigna. La consigna es «ataque». Si la doy, haced lo posible por matarlos. Lo cierto es que, una vez abarloados, nosotros tenemos más infantes, ¿eh? Pero si escapan, somos hombres muertos, ¿eh?
El bigote aceitado de Sarpax brillaba como la perla que lucía en la oreja derecha.
—Yo sé disparar —dijo Nihmu. Sonrió a Idomeneo—. Mejor que él.
—¡Yo también! —espetó Melita.
—Pues entonces llevad vuestros arcos al castillo —dijo Sarpax—. Nada de tirar hasta que yo lo diga. ¡Deprisa! Si quieren echar un vistazo a la bodega, fingiremos ser tan inocentes como corderos.
Melita abrió la escotilla del mamparo delantero del castillo, el reducido espacio confinado justo debajo de la proa, el único recinto cerrado en un barco tan pequeño como un pentekonter mercante. Por la estrecha abertura vio que el otro barco se acercaba en sentido contrario, con su gran vela cuadra hinchada por el viento que había hecho maldecir a los remeros durante cinco días.
—¡Poneos al pairo! —gritó el capitán del trirreme—. ¿Qué barco sois?
—¿Quién lo pregunta? —rugió Sarpax—. El
Atún
, zarpamos de Rodas hace quince días.
—¡Al pairo! —insistió el otro capitán—. Voy a ponerme a sotavento.
El trirreme arrió la vela mayor bastante bien, aunque hizo una maniobra chapucera al salvar las últimas esloras para abarloarse.
—¡Lánzame un arpeo! —gritó el desconocido. Melita oyó rezongar a Sarpax al ordenar que lanzaran el arpeo. Acto seguido ordenó que lanzaran otro.
—¿Quién eres tú? —rugió Sarpax.
—El
Avispa
, de Pantecapea. Al servicio del rey del Bósforo. Ahora despejad la cubierta, ¡voy a cruzar!
Melita no veía nada pero el pentekonter era tan pequeño que notó a los seis hombres que cruzaron, bamboleándolo con su peso cada vez que uno subía a bordo.
—¿Qué carga lleváis? —preguntó el capitán.
—Vino para Tomis, mena de cobre para Gorgipia —contestó Sarpax.
—Veinte lechuzas de plata —exigió el otro hombre—. Impuestos.
—¿Impuestos en mar abierto? —preguntó Sarpax indignado.
—Impuestos para acabar con la piratería —replicó el otro—. Paga o te hundo.
Haciéndose el mercader ofendido, Sarpax maldijo.
—¡Tú eres el único pirata que veo por aquí!
El otro capitán se rio.
—Paga de una vez, gallito. —Melita oyó sus pasos—. Estamos buscando a un hombre; veinte o veinticinco años, alto y moreno. Responde al nombre de Sátiro. ¿Lo has visto?
Sarpax se rio.
—Qué, ¿caminando sobre las aguas?
El otro capitán no se rio.
—Sátiro de Alejandría. ¿Te suena ese nombre?
—Pues claro. ¿Por qué?
—¿Lo has visto? —insistió el otro hombre.
Su tono había cambiado. Melita sintió que algo se revolvía en su pecho, algo tan profundo como los impulsos de su cuerpo. Estaban buscando a Sátiro. ¡Eso significaba que no lo habían capturado!
—El año pasado en Rodas. Escucha, trierarca, soy un pobre hombre con un camino que recorrer. Aquí tienes tu impuesto. ¿Podemos irnos?
Melita oyó sus botas sobre la estrecha plancha que discurría entre las bancadas de los remeros.
—¿Dónde está esa carga que llevas? Dioses, menuda chalana apestosa que gobiernas.
—El vino está con el lastre. La mena de cobre es el lastre.
En opinión de Melita, Sarpax sonó demasiado confiado.
—¿Qué llevas en proa, entonces? —preguntó el otro hombre, y Melita oyó que sus pasos se acercaban.
—Cebada y queso para los muchachos —contestó Sarpax.
—Y lo que hayas embarcado para tu comercio particular, tirio taimado. ¿Un poco de tinte de púrpura? ¿Unos huevos de avestruz? —Se rio—. ¡Abre el castillo!
Melita puso una flecha en su arco. A la luz de la escotilla, vio que Nihmu hacía lo mismo.
—Preferiría no hacerlo —dijo Sarpax—. Además, no te conviene.
—¿Me estás amenazando, guarro de mierda? Haz que lo abran de inmediato y no te daré una patada en el culo.
El otro hombre agarró la escotilla. Melita la vio moverse.
—Solo me preocupa que se produzca un… ¡ataque! —gritó Sarpax, y la escotilla se abrió.
Melita disparó de muy cerca y le clavó la flecha debajo del brazo con el que había abierto la escotilla. La de Nihmu le alcanzó en el ojo derecho.
Antes de que tuviera la segunda flecha en la cuerda, todos los infantes habían muerto o los habían arrojado al mar, e Idomeneo estaba encaramado a la borda, disparando contra el puente de mando del
Avispa
, donde estaban los oficiales del barco enemigo. A diferencia de su tía Nihmu, Melita había participado en un combate naval y conocía a Idomeneo. Corrió por la cubierta, procurando no resbalar con la sangre y abriéndose paso entre los remeros, que abandonaban las bancadas, jabalinas y espadas en mano, para abordar el
Avispa
. El
Atún
quedaba más bajo que su oponente, pero la diferencia de altura no bastaba para impedir el abordaje.
—¡Como en los viejos tiempos! —dijo Idomeneo. Disparó otra vez.
Melita no conseguía elegir un blanco. La cubierta enemiga estaba llena de hombres, en su mayoría remeros; sus remeros.
—Aquí hemos acabado —convino Idomeneo. Miró a Nihmu, que tensó el arco y lanzó una flecha alta contra un hombre situado en la popa, un arquero enemigo que cayó al mar.
—¡Buen tiro! —exclamó Idomeneo.
Aquello puso fin a la acción. Los remeros enemigos eran hombres a sueldo, tal vez forzados, tal vez esclavos, y no se levantaron de sus bancadas. Los hombres del
Atún
despejaron la cubierta en un abrir y cerrar de ojos.
Coeno regresó a bordo, con la espada seca pero sonriendo de oreja a oreja.
—Capitán Sarpax, ahora eres el amo de ese trirreme.
Sarpax estaba junto a la borda al lado de Melita.
—¿Qué carajo hago con él? —preguntó—. Soy rodio hasta la médula, no soporto matar a los remeros y hundirlo.
Melita notó que le salía leche. A medida que el daimon del combate abandonaba su cuerpo, le fueron volviendo las molestias, pero aún tuvo ánimo para sonreír.
—Tengo una idea —dijo. En su fuero interno se regocijaba porque Sátiro seguía vivo.
Dos días después un trirreme militar arribó a la playa al sur de Gorgipia, cerca del templo de Heracles. Su llegada causó cierta consternación en el templo hasta que Melita saltó por la borda y cruzó corriendo la playa para luego subir la escalinata. La misma sacerdotisa anciana la recibió con los brazos abiertos. Las cataratas de sus ojos hacían patente que estaba casi ciega, pero sonrió y estrechó a Melita entre sus brazos.
—El dios me anunció que vendrías —dijo—. Eumeles está dando caza a tu hermano por todas partes desde la batalla.
Melita se rio.
—Los días de Eumeles están contados —respondió.
En la playa, Nihmu saltó por la borda y caminó sobre los guijarros hasta que pisó tierra y hierba. Saludó a Melita con el arco y esta le correspondió. Entonces la sakje cayó de rodillas y besó el suelo, y soltó un grito de guerra que el eco devolvió desde los muros del templo.
—¡Una sakje! —dijo la anciana—. Antes solían venir por aquí. Han pasado muchos años. —Acarició el rostro de Melita—. ¡Eres madre! —exclamó—. ¿Dónde está tu hijo? ¿Es un niño?
Melita sonrió.
—En Alejandría —contestó—. Sigo sacando leche, pero tenía que salvar a mi hermano.
—Pasemos adentro y veamos cuál es la voluntad del dios —dijo la anciana vidente—. Tu hermano está a su cuidado; un héroe vela por el otro. Pero está bien que hayas venido. —Se apoyó en el hombro de Melita e hizo una seña a una asistenta, una joven muy agraciada—. Lisa preparará una tisana para tus pechos. ¿Qué más necesitas? Tengo ganas de poner de mi parte en la represalia contra Eumeles. Ha sido un caudillo muy duro con la gente de aquí.