Refrena también la ira ciega de mi corazón
que me incita a seguir sendas de lucha cuajadas de sangre.
En cambio, ¡oh bendito!, dame audacia para acatar
las inofensivas leyes de la paz, eludiendo el conflicto
y el odio y a los violentos demonios de la muerte.
Los griegos se unieron al cántico, y los olbianos tenían buenas voces. Cantaron a voz en cuello los versos como si cada uno de ellos fuese un campeón, y el sonido se propagó sobre la hierba agostada y la arena hasta los sogdianos, que estaban reunidos en su orilla sin más ganas de meterse en el cauce inundable y el matorral de tamarisco, apenas visibles tras la columna de polvo y arena que había levantado el enfrentamiento. Sus caballos piafaban y relinchaban pidiendo agua.
Cuando la canción terminó, la caballería griega agrupó sus monturas y las arrastró fuera del agua y ribera arriba hasta su promontorio. Ocultarse carecía de sentido, pero de todos modos Kineas los mandó de regreso al otro lado de la serrezuela; eso era más fácil que asignarles nuevas posiciones donde podrían hallar cierta protección. Las sombras eran alargadas, y sin embargo el sol seguía imperando en las llanuras.
Los sármatas todavía abrevaban a sus caballos. Al pasar junto a ellos, Kineas tuvo ocasión de oír a Lot maldecir a un grupo de rezagados que seguían en el arroyo. Uno de ellos agitó su yelmo de oro y los otros quince montaron. El hombre con el yelmo de oro dio la vuelta a su caballo, levantando rociones de agua. Puso el caballo al galope en pocas zancadas y cabalgó derecho hacia Mosva, que abrevaba el caballo de su padre. Mosva levantó la vista y sonrió, pensando que se trataba de un juego. Gritó algo y murió con aquella sonrisa en el rostro, porque Upazan le separó la cabeza del cuerpo con un solo golpe de su hacha de mango largo. Acto seguido, dio media vuelta otra vez y cabalgó hacia Lot.
—¡Ahora lucha conmigo, viejo cobarde! —desafió jactancioso, cabalgando hacia el príncipe.
León, al lado de Kineas, agachó la cabeza e hincó los talones en los ijares de su montura. Llevaba una yegua menuda de pecho ancho y cabeza pequeña, un hermoso caballo que León adoraba. La bestia cruzó el curso de agua limpiamente, sus cascos parecían rozar apenas la superficie. Ya demasiado tarde para salvar a Mosva, León siguió galopando. Upazan, con todo su empuje puesto en la carga contra Lot, avanzaba hacia su objetivo e ignoró al nubio, pero la yegua menuda embistió contra el corpulento castrado sármata en la grupa, obligando al caballo a tropezar y hacerse a un lado, casi derribando a su jinete.
Upazan asestó un golpe a León con el hacha. La yegua de León reculó y el hachazo falló, y la lanza de León acometió, pinchando a Upazan en el costado. Kineas, todavía pasmado al ver a dos de sus hombres luchando, tuvo tiempo de recordar el mañoso estilo de lucha de Nicomedes. El nubio se servía de su yegua para esquivar los tajos y dio dos lanzadas más que hicieron manar sangre.
Los camaradas de Upazan bullían confundidos y, de pronto, uno de ellos dejó a los demás y cabalgó en pos de León.
Lot estaba paralizado, sin dar crédito a lo que veía.
—¡Desgraciado! —gritó, reaccionando de pronto, y espoleó a su caballo.
Otro de los hombres de Upazan sacó un arco y disparó. La flecha pasó entre Filocles y Kineas. Una segunda flecha rebotó en la coraza de Lot.
Upazan se irguió, aferrando las rodillas a los lomos de su caballo, y se inclinó hacia delante, haciendo girar el hacha con la correa de la muñeca para tener más alcance. Dio a León en el escudo de cuero de toro que llevaba sujeto al hombro izquierdo a la manera de los sakje y el hacha resbaló hacia arriba, haciendo resonar el yelmo del nubio. En ese preciso instante, León hincó de nuevo la lanza, que esta vez penetró en el rostro de Upazan. Brotó sangre bajo el yelmo y Upazan se desplomó.
León cayó al río, y Filocles y Kineas corrieron a socorrerlo mientras los amigos de Upazan liberaban a éste del peso de su caballo y echaban a correr hacia la otra orilla del arroyo.
—¡Cagones! —bramó Filocles, forcejeando con su caballo y tratando de sostener a León con un brazo—. ¡Traidores!
Lot seguía maldiciendo. Las filas de los sármatas avanzaban como un cadáver cuajado de gusanos.
—Debo calmar a mi pueblo —dijo Lot con voz áspera. Parecía un hombre recién herido. El cuerpo decapitado de su hija yacía en la otra orilla del río, y el agua se teñía de un horrible marrón rojizo allí donde su sangre se mezclaba con el cieno.
Varios de los exploradores de Ataelo la rodearon. Otros corrieron a rodear a León. Filocles y Eumenes sacaron a León del agua en volandas. Kineas lo tendió en la orilla y le cortó el barboquejo. Tenía sangre en la base del cráneo y un corte tan profundo en el cuello que se le veían los músculos. Había sangre por doquier.
—La ha matado, ¿verdad? —preguntó León con voz ronca.
Filocles había desmontado y estaba allí.
—Conmoción cerebral —determinó—. Déjamelo a mí. Tú comanda a tu ejército.
Kineas delegó agradecido aquella responsabilidad y volvió a montar. Al hacerlo, el caballo trazó un círculo, otro mal agüero para sus entrañas.
Los compinches de Upazan habían cruzado el río derechos hacia el sur, y luego cabalgado hacia el este sin apartarse de la orilla. Los sakje, confundidos, no habían disparado ni una sola flecha. Incluso los prodromoi los dejaron marchar.
Dos estadios al sureste, un hombre con una clámide teñida de polvo y festoneada de púrpura en los bordes se detuvo en la lejana orilla del río. Detrás de él había una densa columna de clámides azul y púrpura: caballería macedonia y un puñado de hetairoi reales. Las trompetas sonaron y el hombre rubio ordenó el avance de una docena de jinetes para interceptar a los amigos de Upazan. Luego la nube de polvo lo envolvió todo.
Kineas se volvió hacia Diodoro.
—Eso es lo que llamamos un presagio adverso —observó. Era incapaz de apartar los ojos de la sangre que corría en el agua. Cuando lo hizo, lo único que vio fueron sármatas subiendo poco a poco a la serrezuela.
Diodoro torció el gesto.
—¿Y si Espitamenes viene ahora y decide ponerse de nuestra parte? —preguntó.
Kineas subió por la ladera que ocultaba a su caballería. Se detuvo en lo alto. Los sármatas se habían diseminado en grupos a lo largo y ancho de varios estadios de terreno pedregoso, y estaba claro que todos discutían. Kineas bajó al valle del otro lado en busca de Lot. Cuando lo encontró, en medio de una docena de guerreros furiosos, fue derecho en su busca.
—¿Resistirás? —inquirió Kineas—. ¿O tengo que batirme en retirada?
Aguijoneado, Lot se enderezó.
—Resistiremos —sentenció.
Kineas echó un vistazo a los guerreros sármatas, que le sostuvieron la mirada con firmeza. Kineas señaló la cresta de la colina con su espada.
—Durante dos veranos nos hemos cubierto mutuamente las espaldas —dijo—. Ningún niñato, ningún parricida va a robarnos la victoria.
Gruñidos y asentimiento.
—Aguardad a mi señal —ordenó Kineas, y enfiló de nuevo la ladera hacia Diodoro, sintiendo mucha menos confianza de la que acababa de manifestar.
—¡Estarnos jodidos! —exclamó Kineas, mostrando a Diodoro lo que veía—. Aunque un tercio de ellos decida apoyar a Upazan y atacar al resto, Cratero podrá cruzar a voluntad.
Diodoro asintió.
—Por la verga palpitante de Ares —murmuró con amargura—. Lo tenemos. Cratero llega tarde para hostigarnos y nosotros ya estamos derrotando a sus sogdianos. ¡Míralos! —Diodoro señaló la orilla opuesta. La huraña mala disposición de los soldados de caballería sogdianos se transmitía mediante posturas y movimientos, pero para un par de caballeros veteranos como Diodoro y Kineas aquello era como un grito.
Kineas hizo una seña a Srayanka y bajó del promontorio a medio galope, invisible desde la posición de Cratero. Una vez fuera de su campo visual, comenzó a gesticular con las manos.
—¡Mira eso! —gritó a Srayanka mientras ésta se le acercaba.
Srayanka se quitó el casco y sus trenzas negras se desenroscaron.
—¿Que mire, dices? Esposo, mis ojos llevan una hora sin ver otra cosa. ¿Aquélla era Mosva? —preguntó.
—Sí —escupió Kineas asqueado—. Apuesto a que resistirán, pero quiero que estés preparada para cubrir nuestra retirada. Si Cratero quiere cruzar, mi intención es hacérselo pagar. —Vaciló un instante—. Es posible que incluso lo ataque. —Señaló al otro lado—. Si lo dejamos aquí, se acabó nuestro sueño de viajar por el Polytimeros.
Srayanka asintió.
Kineas se volvió hacia Ataelo, que acababa de traer a los prodromoi a través del Oxus y aguardaba órdenes.
—Ve al norte, detrás de Srayanka, y luego vuelve al matorral. Cubre mi flanco izquierdo —ordenó.
Ataelo estaba pálido, llevaba abultados vendajes en el hombro y el brazo, pero los ojos le brillaron.
—¡Claro! —exclamó. Dio la vuelta a su caballo e hizo una seña con la fusta, y todos los prodromoi, a lomos de caballos de refresco, trotaron hacia el norte.
Kineas señaló por encima del hombro.
—Nuestros carromatos están sólo a una hora a paso ligero al norte de aquí —señaló, sin necesidad de hacerlo dado que Srayanka lo sabía tan bien como él—. Tenemos que combatir.
Le dio un beso y volvió con los olbianos.
—¿Qué carajo está pasando con los hornos andantes? —preguntó Eumenes, señalando a los sármatas y usando la expresión griega para designar a los hombres con armadura completa.
—Upazan ha tratado de erigirse en rey —respondió Kineas—. Ha matado a Mosva y seguramente tenía intención de matar también a Lot.
—El la amaba —dijo Eumenes. Tragó saliva—. Yo le tenía… mucho cariño… —Pese a su esfuerzo por mantenerse lacónico, terminó sollozando.
Kineas le dio un abrazo.
—Procura que no te vea la tropa, hijo —le aconsejó, ocultando al muchacho con su clámide—. Desahógate en mi hombro. Eso es… ¿Estás listo?
—Sí —contestó Eumenes. E inspiró profundamente.
—Que Urvara no te vea llorar por esa chica —advirtió Diodoro.
Kineas lo fulminó con la mirada.
—¡Diodoro! —protestó Kineas—. Me parece recordar… —comenzó, y Diodoro sonrió atribulado.
—Yo también lo recuerdo —interrumpió. Juntos cabalgaron de nuevo hasta la cresta de la serrezuela.
Un puñado de sogdianos de Cratero cruzaba el Oxus bastante más al oeste levantando rociones de agua.
—Demasiado al oeste para que supongan una amenaza inminente —observó Kineas.
Diodoro descolgó el odre de agua que llevaba al hombro.
—¡Mmm! —dijo—. Fangosa y tibia. Además, con un leve aroma a cabra. —Sonrió en señal de apreciación—. A estas alturas, Cratero ya se ha enterado de que tenemos problemas por culpa del cagón de Upazan, de modo que centrará sus esfuerzos en ese punto débil y luego nos atacará de frente. —Sonrió—. Por descontado, ahora ya ve todo el polvo que Lot está levantando. No tiene idea de cuántos somos ni de dónde está Espitamenes. —Se quitó el yelmo y lo colgó del puño de la espada—. Hasta el Perro se tomará su tiempo. Puesto que no somos Espitamenes, probablemente no tiene por qué combatir. —Diodoro miró a un lado y al otro—. Pero, conociendo a Cratero, seguro que aún no ha colegido que no somos su presa. Y apuesto a que pasa por alto el hecho de que sus sogdianos nos temen.
Kineas asintió.
—Y no ha abrevado a sus caballos —apostilló.
Diodoro se rascó el mentón.
—Debo admitir que pensaba que estabas loco por intentarlo, pero no cabe duda de que ahora jugamos con cierta ventaja.
Kineas permaneció inmóvil.
Talasa
se mantenía erguida entre sus rodillas, las ancas quietas, la cabeza en alto, como si fuese una fresca mañana de primavera y tuviera ganas de salir a correr. Jamás había tenido un caballo igual. Le palmeó el cuello con afecto.
—Que el hipereta toque «avance por escuadrones» —ordenó.
—¿Atacamos? —preguntó Diodoro.
—Vamos a mostrarnos confiados. La tarde toca a su fin y necesitamos que caiga la noche. —Kineas señaló con su fusta sakje—. ¡Mira!, es el Granjero.
Entre todos le habían puesto aquel apodo afectuoso; era un bastardo de la realeza macedonia llamado Tolomeo. A diferencia de Cratero
el Perro
, que había sido odiado y temido, el Granjero tenía muchos amigos.
—Al mando de los Compañeros —supuso Diodoro.
—Te equivocas, está con los sogdianos —corrigió Kineas—. ¡Pobre bastardo!
Detrás de Kineas, Andrónico tocó la trompeta. Los escuadrones olbianos coronaron la serrezuela en tropel. La formación era impecable y el sol de la tarde encendió sus corazas de bronce.
—Toca «alto» —ordenó Kineas—. Veamos qué hacen.
Kineas observó. Transcurrido un minuto, había mensajeros volando entre los macedonios del otro lado del río.
—Tan sólo tienen, ¿qué, ochocientos caballos? —aventuró Kineas.
Eumenes miraba de un lado a otro.
—¡Más bien el doble, diría yo!
Diodoro rió.
—La juventud se desperdicia en los jóvenes —sentenció—. Kineas lleva razón. Y la mitad son sogdianos.
Kineas escrutó la ribera de un extremo a otro. A un estadio del río, el suelo era como el desierto en ambas márgenes, sólo hierba agostada y gravilla. Pero el valle medía dos estadios de anchura y era verde; a veces pantanoso, a veces puro prado con arboledas de tamarisco y rosal silvestre. En la otra orilla había dos grupos separados de caballería sogdiana y, a la izquierda de Kineas, un par de escuadrones muy pegados de profesionales macedonios. La línea entera se movía porque los caballos del enemigo estaban inquietos. Se movían tanto que levantaban una nueva nube de polvo, haciendo que resultara difícil verlos.
—Voy a ir a por él —dijo Kineas, con súbita decisión. Se sintió mejor de inmediato, con el estómago aposentado. Lo había visto claro—. Tenemos poco que ganar, sentados al sol. Sus caballos están cansados, y los míos no. Si nos derrotan, nos retiramos hacia el ocaso. Él está a mil estadios de su campamento. ¿Te parece bien?
Diodoro respondió cogiendo su yelmo, colgado por el barboquejo de la empuñadura de su espada, para ponérselo. Sonrió al abrocharlo.
Kineas miró alrededor buscando un mensajero. Sus ojos tropezaron con León, que llevaba el coselete blanco manchado de sangre y un abultado vendaje bajo su yelmo beocio de ala ancha.
—León, ve en busca de Ataelo. ¿Me oyes, muchacho? ¿Estás bien?