Como un grupo de invitados inesperados, los recuerdos de acontecimientos sucedidos varias décadas antes se arremolinaban en un caleidoscopio de luz y sonido mientras yacía aún en su lecho, contemplando la luz del amanecer. Inexplicablemente acudían a su memoria recuerdos de cestas tejidas por mujeres indias y cuyo dibujo narraba una historia. Y se oyó a sí misma preguntar a doña Luisa a los ocho años: «Mami, ¿por qué el pueblo se llama como los ángeles?». «Porque fue construido sobre tierra sagrada. ¿Qué otra razón puede haber?», repuso Luisa. Historias de Coyote Astuto y el Abuelo Tortuga, responsable de los terremotos. También recordó una tarde calurosa de hacía mucho tiempo, cuando el gobernador Neve inauguró la nueva plaza y todo el mundo recibió un pequeño crucifijo de hojalata. Ahí estaba ella con sus padres…, ¿o tal vez sólo su madre? Aquel día de hacía ochenta y cinco años había cuarenta y cuatro colonos de México en el pueblo. Qué población tan reducida. Angela frunció el ceño. Pero no, también había otros, apartados de la ceremonia, espectadores silenciosos de expresión impávida. Los indios. Aquel día se contaban por millares. ¿Cuántos quedaban ahora? Apenas unos centenares.
Entre los recuerdos se abría un espacio en blanco como si en medio de todos ellos hubiera olvidado algo.
Después de bañarse y vestirse con ayuda de su doncella personal, tomar el chocolate y decir en silencio las primeras oraciones del día, Angela fue derecha a la cocina, creyendo que lo que olvidaba era algún detalle relacionado con el banquete de hoy.
Puesto que la extensa familia de Angela era un crisol cultural de españoles, mexicanos y estadounidenses, era necesario tener en cuenta todos los gustos. Además de tortillas, tamales y frijoles, habría marisco a la española y ternera estilo gringo. Pese a que era aún muy temprano, la enorme cocina, con sus tres cavernosos hornos, las voluminosas mesas y la gran chimenea, ya era un hervidero de actividad. Numerosas indias cocinaban, chismorreaban y llenaban el aire con palabras y aromas exóticos. Angela se detuvo a inspeccionar el puchero con capas de huesos, carne, verduras y frutas que cocía durante horas. El error consistía en removerlo: el puchero nunca debía removerse. Levantó la tapa y comprobó que el guiso progresaba de maravilla.
Una vez se cercioró de que todo marchaba sobre ruedas en la cocina. Angela se preguntó si lo que bahía olvidado tendría que ver con los músicos y bailarines. ¿O quizás había olvidado invitar a alguien? ¿Había suficientes sillas, platos, farolillos? Pese a que la fiesta se celebraba en su honor, Angela había insistido en supervisar personalmente todos los preparativos.
Se detuvo junto a una ventana para contemplar las colinas envueltas en bruma. La primavera había terminado, la estación de las inundaciones quedaba atrás y ya era verano, la estación del humo. Pronto llegarían los vientos desérticos que cada año purificaban el aire arrastrando el humo mar adentro, tras lo cual llegaba la estación de los incendios, que se producían con gran frecuencia en las laderas de las montañas. La progresión de las estaciones y el ciclo previsible de la naturaleza resultaban reconfortantes. Ay la benévola California, pensó nostálgica. Pero de vez en cuando la tierra temblaba para recordar a los habitantes de Los Ángeles que eran mortales.
Siguió caminando por la casa en busca de algo que llenara el vacío abierto entre sus vívidos recuerdos. Entró en el dormitorio que treinta y seis años antes pertenecía a Marina. Sobre aquel mismo lecho, su hija de dieciocho años había llorado y confesado su amor por un gringo. Angela no había vuelto a saber nada de Marina, y en aquellos treinta y seis años no había transcurrido un solo día sin que le enviara sus pensamientos y rogara a la Virgen María que velara por ella.
En el pasillo se topó con el juego de cuatro butacas antiguas tapizadas que doña Luisa había llevado a California hacía tantos años. El brocado aparecía gastado y desvaído, y los brazos y patas, magullados por los repetidos ataques de nietos y bisnietos. Tendrían que haber sido un regalo de bodas para Marina, pero Marina había huido, y las sillas se habían quedado.
Angela deslizó los dedos por la madera antigua y pensó: «Nosotras cinco llegamos juntas de México, pero ¿por qué no recuerdo el viaje? ¿Por qué empiezan mis recuerdos a los seis años?».
Unas voces interrumpieron sus pensamientos; eran dos de sus nietos que se acercaban por la columnata.
—El ganado anda mal desde la sequía.
Aquellas palabras reavivaron otro recuerdo. Ganado. Angela tenía cinco años y veía a unos desconocidos llegar con unas bestias grandes y aterradoras. Esa tierra no estaba hecha para el ganado. Las reses eran importadas del extranjero: por eso morían.
—Y el capitán Hancock ha encontrado filtraciones de petróleo en su propiedad, lo que deja la tierra inútil para cultivos y pastos. No estamos lejos de las charcas de brea; puede que también nosotros tengamos petróleo. Debemos convencer a la abuela para que venda mientras la tierra siga valiendo algo.
—Todo el mundo está vendiendo. Los Pico y los Estrada han vendido casi todas sus tierras a unos ingleses recién llegados, George Hearst y Patrick Murphy. Haríamos bien en seguir su ejemplo.
Los hombres iban acompañados de mujeres ataviadas con vestidos de amplísimos miriñaques. Angela no llevaba la pesada prenda bajo la falda, sino sólo una enagua, y hacía quince años que no llevaba corsé. Consideraba que la moda femenina se tornaba cada vez más tortuosa.
Saludó a sus nietos y a las esposas de éstos con una sonrisa y los brazos abiertos. Era maravilloso tener a la familia reunida.
Navarro no estaba, por supuesto. Había muerto veinte años atrás, exactamente dieciséis años después de la noche en que Angela lo apuñalara. Nadie estaba al corriente del ataque aparte de Carlota. Aquella noche fatídica, tras comprobar que Navarro seguía vivo, avisó al médico, quien cosió y vendó la herida antes de ayudarla a tenderlo en la cama. El doctor recibió dinero a cambio de su silencio, y al recobrar el conocimiento Navarro ordenó a su esposa e hija mayor que no revelaran a nadie la verdad, pues la idea de un hombre apuñalado por su esposa resultaba demasiado humillante para él.
Y por supuesto, tampoco estaba Marina.
Seis meses después de que su hermana desapareciera la noche de su boda, Carlota recibió una carta en la que Marina le aseguraba que estaba a salvo. Carlota le había contestado para comunicarle que su padre no había muerto, que había sobrevivido a la herida de puñal y que, si Marina volvía, la mataría por haberse fugado con un gringo. No había vuelto a saber de ella, y cuando Navarro murió, la familia no pudo decirle que podía regresar porque desconocían sus señas.
—Veníamos a buscarte para la fotografía, abuela —anunciaron sus nietos, flanqueándola para tomarla de los frágiles brazos—. El fotógrafo se está preparando. Dice que ahora la luz es perfecta.
Pero Angela había olvidado algo. Si pudiera recordar de qué se trataba…
En septiembre de 1846, en los albores de la guerra entre México y Estados Unidos estalló una rebelión contra las fuerzas estadounidenses que ocupaban el pueblo de Los Ángeles. Un trampero norteamericano llamado John Brown cabalgó casi ochocientos kilómetros en seis días para dar la noticia al comodoro Stockton en Monterey. El despliegue de las tropas estadounidenses fue inmediato, y al poco, el
New York Herald
envió a un periodista novato, Harvey Ryder, a cubrir los acontecimientos.
Eso había sucedido veinte años antes, y Ryder nunca regresó a Nueva York.
—Es irónico si uno lo piensa —decía Ryder en aquel instante al fotógrafo mientras éste instalaba su equipo bajo los ficus bengalíes, en las inmediaciones de la hacienda de los Navarro—. Los españoles llegaron aquí hace trescientos años en busca de oro, pero como no encontraron nada descartaron California por completo. La dejaron en manos de los mexicanos, y éstos acabaron perdiéndola ante Estados Unidos…, y entonces sí que se encontró oro —lanzó una carcajada—. ¡Apuesto a que su rey desearía no haber dejado escapar esta mina de oro! Esta gente debería alegrarse de que llegaran los estadounidenses. Sin nosotros, nunca se habría encontrado oro. Seguiría enterrado en la tierra, y Los Ángeles seguiría siendo un poblacho de quinientos habitantes —Se echó el sombrero hongo hacia atrás—. Bueno, a decir verdad, sigue siendo un poblacho, pero de cinco mil habitantes en lugar de quinientos.
El periodista se fijó en una india que pasaba por allí con una cesta de frutas sobre la cabeza, las largas trenzas ondeando al ritmo de su andar.
—El
New York Herald
me envió aquí para cubrir la guerra contra México —explicó al fotógrafo, que quizás lo escuchaba o quizás no—. Mi trabajo consistía en informar de la guerra, pero cuando llegué ya había terminado. Sin embargo, no volví a Nueva York. Encontraron oro justo después de firmar el tratado y, como todo el mundo, me fui al norte para hacer fortuna. Me casé, me divorcié…, incluso tengo un par de hijos en alguna parte. Y un buen día me topé con un viejo amigo en San Francisco y me enteré de que el
Los Ángeles Clarion
buscaba un reportero.
Los criados preparaban el jardín para la fiesta. Habían dispuesto fuentes de fruta por las presas, de modo que Ryder se sirvió.
—Este lugar está creciendo —constató mientras pelaba una naranja—, de eso no cabe duda. Todo el mundo anda comprando ranchos y bautizando pueblos con sus nombres. El otro día conocí a un dentista que se llama Burbank y se ha comprado unas tierras en la zona este del valle de San Fernando. Y Downey, el que fue gobernador hace un par de años, está dividiendo su rancho y vendiendo parcelas. Algunos incluso conservan los nombres indios porque les parece romántico, como si Pacoima y Azusa fueran nombres románticos —resopló, meneando la cabeza.
Separó un gajo de naranja y se lo llevó a la boca.
—Los angelinos son una raza imprevisible —declaró al tiempo que el jugo de la naranja le resbalaba por la barbilla—. A primera vista parece que lo único que hacen es jugar y hacer la siesta, pero debería haberlos visto cuando estalló la guerra de Secesión. La ciudad se dividió de inmediato por las cuestiones de la esclavitud y la secesión. Fue una división apasionada, violenta. La mitad de los hombres salieron de estampida a luchar con los confederados o con el ejército de la Unión, y la otra mitad se quedó en casa y arrasó la ciudad con peleas de bar y tiroteos. Pero la sequía del sesenta y dos, la que acabó con la ganadería, no tardó en eclipsar el tema de la guerra. Al cabo de muy poco estalló la epidemia de viruela que se llevó por delante a la mitad de los indios. Me parece una ironía, porque eran los indios quienes se ocupaban del ganado. Cuando el ganado murió, parecía que ya no había necesidad de indios.
Sonrió y miró al fotógrafo en busca de aprobación, pero el hombre siguió trabajando.
—Aquí tenemos un problema grave con los bandidos. Casi todos son unos desgraciados, si quiere saber mi opinión. Aseguran estar vengándose de los gringos por robarles su tierra, pero eso no es robar. Muchas de esas viejas concesiones de tierras españolas no son válidas. Ningún juez de Estados Unidos permitirá que un mapa casero que lleve escrito el nombre de alguien equivalga a un título de propiedad legal. Los mexicanos ni siquiera hacían apeos como Dios manda, sino que salían a ver los árboles los dibujaban en el mapa, luego iban hacia el sur hasta una roca, la dibujaban también, iban hasta un arroyo, lo dibujaban y declaraban que la chapuza era legal. Así se lo arrebataron todo a los indios. Los estadounidenses, en cambio, hicieron las cosas bien. Vinieron con agrimensores y abogados, y se apropiaron de la tierra de forma justa. Pero es imposible hacer entender eso a los bandidos.
Comió otro gajo de naranja y se inspeccionó el elegante chaleco de satén en busca de manchas de zumo.
—También tenemos muchos linchamientos. Un grupo de tejanos impetuosos que viven en El Monte y se hacen llamar los Exploradores de El Monte estuvieron a punto de empezar una guerra civil en el pueblo cuando un tipo llamado Bean, hermano del juez Roy, fue encontrado muerto en un campo cerca de la misión. Esos tipos cogieron los caballos y se dedicaron a disparar contra todo lo que encontraban y colgar a todo lo que no se movía. Pero no se puede reprochar a la gente que busque la justicia por su mano. Tenemos un sheriff y dos ayudantes para cubrir todo el condado, y un solo alguacil en todo el pueblo. La gente se ve obligada a impartir su propia justicia. Claro que Los Ángeles ya no es un pueblo; ha ascendido de categoría. Cinco mil personas viviendo en cuarenta kilómetros cuadrados forman oficialmente una ciudad, al menos según la legislatura de California. Pero le diré una cosa, amigo mío. He estado en París y en Londres, y le aseguro que Los Ángeles no es una ciudad.
Se quitó el sombrero para abanicarse con él.
—Sin embargo, vaticino que algún día lo será. Llegará el ferrocarril y con él, hordas de nuevos inmigrantes del este hambrientos de tierra. Ya quedan pocos indios. Antes había miles, pero en el último cuarto de siglo, a pesar de algunos levantamientos, se han ido extinguiendo, las misiones se han ido secularizando y los indios se han volatilizado: la mayoría han muerto.
Se lamió los dedos, se los enjugó con el pañuelo y miró a su alrededor en busca de la familia. Había enviado a un par de hombres a reunirlos a todos para el retrato. Su tarea consistía en entrevistar a la matriarca, la señora Angela Navarro, y preguntarle qué se sentía al cumplir noventa años.
—Algo misterioso sucedió en esta familia en 1830 —narró mientras el fotógrafo continuaba montando sus artilugios y miraba a menudo el sol con ojos entornados—. La hija menor desapareció el día de su boda, y Navarro, el dueño del rancho, tuvo que guardar cama aquejado de una enfermedad inexplicable. Permaneció postrado durante semanas, según tengo entendido, y cuando se curó se había convertido en un hombre distinto. Ya no tenía ningún interés en llevar el rancho, así que su esposa se vio obligada a hacerse cargo de todo. Cuentan que, al principio, pocos la tomaban en serio, porque no era más que una mujer y Navarro seguía en escena. Pero un año, cuando se avecinaban las lluvias de invierno, la señora advirtió a todo el mundo que habría una inundación espantosa e incluso ordenó a sus braceros que cavaran zanjas de drenaje en la pendiente de la propiedad. Los demás rancheros no le hicieron caso, así que cuando llegó la inundación, Rancho Paloma se salvó gracias a las zanjas. A partir de entonces empezaron a escucharla. Cuando recortó la producción de ganado e introdujo los cítricos y la uva en la finca, los demás rancheros la tacharon de loca. Pero mire lo que está pasando en los otros ranchos. El ganado se muere, y los terratenientes se ven obligados a vender. No así Angela de Navarro, de quien dicen que es la mujer más rica de California. Recuerdo el día en que la vi por primera vez, cuando llegué en el cuarenta y seis. La vi desde el Camino Viejo. ¡Qué mujer tan magnífica! Había visto amazonas en Nueva York, claro, pero Angela de Navarro cabalgaba como un hombre. Nada de sillas de mujer para ella. Y llevaba un sombrero negro de ala ancha, como los vaqueros mexicanos. Dicen que llevaba años recorriendo su finca para inspeccionar las huertas de naranjos y limoneros, así como los viñedos y los aguacates, hasta que se convirtió en parte integrante del paisaje. Por fin llegó el día en que la edad la obligó a cambiar el caballo por un coche.