¿La estás diseñando para alguien? —preguntó Erica, impresionada.
—No es más que una afición —repuso él con modestia.
Sin embargo, no podía ocultar una nota de orgullo y a todas luces le había gustado la reacción de Erica. Jared había dedicado muchas noches al cuidadoso diseño y la concienzuda construcción de la maqueta de cartón y madera de balsa, a la que no faltaban siquiera detalles como los picaportes de latón en todas las puertas.
Erica comprobó que la casa estaba amueblada y en su interior había gente.
—¿Quiénes son? —quiso saber.
—Oh, sólo los he puesto por la escala —repuso Jared.
—Son los Arbogast —musitó ella mientras recorría con la mirada las espaciosas habitaciones y comprendía qué clase de vida llevarían sus habitantes—. Sophie y Herman Arbogast, y sus hijos Billy y Muffin. Sophie no trabaja, pero ocupa su tiempo como voluntaria en el Hospital Saint John y como guía en visitas colectivas al Museo Getty.
Erica escudriñó las habitaciones de la planta superior, de la que partían escaleras que no llevaban a ninguna parte.
—Herman es cardiocirujano y está atravesando la crisis de la madurez. Está contemplando la posibilidad de liarse con la enfermera de la consulta. Cree que Sophie no lo sabe, pero lo sabe y espera que Herman se líe con la chica porque ella lleva un año liada con el socio de Herman.
Se inclinó para examinar la amplia cocina y el comedor adyacente.
—Billy está emocionado porque pronto pasará de los exploradores alevines a los de verdad, y Muffin no cabe en sí de alegría porque por fin se le ha ido el acné y cree que un chico de la clase de historia está por ella.
Erica se irguió y miró a Jared.
—Es una casa preciosa —sentenció, un poco azorada—. Tengo la mala costumbre de inventarme historias —añadió al ver que Jared la miraba con fijeza.
Jared sacudió la cabeza con una sonrisa, abrió la puerta corredera y desapareció en el dormitorio.
Erica se dedicó a evaluar la curiosa metamorfosis que había tenido lugar en el universo privado de Jared. Los libros de Derecho habían dado paso a los lápices, los informes legales, a los planos. Era como si el arquitecto estuviera empujando a un lado al abogado, reclamando su existencia anterior, como si algo en el interior de Jared intentara salir a la luz, cobrar forma y significado.
Al cabo de un rato salió del dormitorio, oprimiéndose el costado con la mano; y entró en el baño, donde se quitó la camisa con ademanes torpes para inspeccionarse las costillas. Erica vio su imagen reflejada en el espejo; se le estaba formando un cardenal de aspecto nada halagüeño.
—¿Así es como te has lastimado? ¿En tu clase de lanzamiento de tomahawk? —preguntó.
Jared asomó la cabeza por la puerta del baño.
—¿Cómo dices?
—Que si es a eso a lo que sales cada noche, a tomar clases de lanzamiento de tomahawk.
Jared la miró un instante con expresión perpleja y de repente lanzó una carcajada.
—Esgrima —explicó con una mueca de dolor al tiempo que salía con un botiquín en la mano.
—¿Quieres decir floretes, sables y espadas?
—Exacto —asintió Jared, agitando el brazo en un gesto fanfarrón que le arrancó otra mueca de dolor—. Por un momento me he despistado, y mi excelente adversario me ha pillado.
De repente Erica lo imaginó en guardia, proclamando a pleno pulmón: «¡Por Francia y por la reina!», para luego hacer fintas y esquivar, ligero y veloz de pies, el estoque cortando el aire con un zumbido entre gritos de «¡Touché!»… Un deporte noble. Un deporte mortífero.
Mientras Jared sacaba una venda del botiquín y retiraba el envoltorio de plástico y las pinzas metálicas, Erica reparó de repente en el diminuto espacio en que se hallaba, la escasa distancia que los separaba a ambos, medio vestidos, o medio desnudos, como diría un optimista, pensó Erica aturdida, él sin camisa, ella con su trapillo negro de noche. Jared intentó vendarse el pecho con una sola mano, pero no lo conseguía. Erica avanzó un paso hacia él.
—Deja que te ayude —sugirió.
Colocó un extremo de la venda sobre su esternón y le pidió que lo sujetara mientras ella le desenrollaba el resto sobre la caja torácica. Jared intentó mantener una expresión impasible, pero Erica sabía que le dolía mucho.
Mientras le vendaba el pecho, advirtió que olía vagamente a Irish Spring y las puntas del cabello negro aún se le rizaban un poco por el vapor de la ducha. Pero su piel estaba cálida y seca, y bajo ella notaba los duros músculos. Cada noche, Jared Black practicaba un deporte que exigía un gran esfuerzo. ¿Por qué? ¿Para mantenerse en forma? ¿O quizás existían razones más profundas que lo impelían a luchar a espada contra otros hombres?
Jared emitió un gemido, y Erica se detuvo de inmediato.
—Lo siento. ¿Crees que está rota?
—No. No es tan grave como parece; sólo me duele cuando me late el corazón —Erica siguió vendando—. Tienes buenas manos para esto.
—Se aprende manejando objetos frágiles.
—Yo no soy frágil —observó él cuando sus ojos se encontraron.
Erica no estaba de acuerdo. En su interior, Jared guardaba algo muy quebradizo, dado el gran esfuerzo que hacía por protegerlo. Quería averiguar de qué se trataba, pero no puedes decirle a alguien como quien no quiere la cosa: «Tengo entendido que un buen día te volviste loco».
—Te echamos de menos en la fiesta —comentó en cambio.
—Habría preferido que me arrancaran una muela a ir a la fiesta.
—Pero yo pensaba que te caían bien los Dimarco; al fin y al cabo, hacen mucho por la causa india.
—Son unos pseudointelectuales liberales que invierten en películas como
Bailando con lobos
, pero en su vida invitarían a un indio a compartir su mesa. ¿Había algún indio en la fiesta?
—Uno, me parece, el jefe de una de las tribus del valle Coachella.
—Y apuesto algo a que llevaba un traje de Armani y conducía un Porsche. Esos jefes indios de casino son ricos. Muy pocos beneficios del juego van a parar a la gente que vive en las reservas. ¿Te soltó Ginny el típico discurso sobre la miseria en las reservas? Es su favorito para los almuerzos de señoras ricas, porque le abre un montón de talonarios. Pobres indios, no tienen de nada en las reservas.
Erica desenrolló otra vuelta de venda sobre el pecho, la pasó por la espalda de Jared y alargó la otra mano para alcanzarla, de modo que por un instante le rodeó el cuerpo con los brazos. Sus rostros estaban muy juntos.
—No la he oído hablar de eso, pero sí me ha hecho partícipe de una teoría sobre el hecho de que los gruñones son la razón por la que los españoles conquistaron California con tanta facilidad.
Siguió vendando a Jared, rodeándolo con los brazos pero sin tocarlo.
—Te queda bien este peinado —musitó Jared—. Espera, que se te ha escapado un mechón.
Alargó la mano, cogió el mechón errante y se lo volvió a colocar en la horquilla.
De repente, Erica sintió deseos de dejarse caer contra él, apoyar la cabeza en su hombro, dejar de luchar y poner de manifiesto su debilidad. Sin embargo, siguió con su trabajo hasta que acabó la venda y la aseguró con las pinzas metálicas.
—Por el amor de Dios, Montressor —murmuró Jared sin dejar de mirarla.
—¿Cómo dices?
—Tienes los ojos de color jerez amontillado —comentó Jared con una sonrisa—. Y ahora mismo, las mejillas como granadas.
—Odio ruborizarme; envidio a las mujeres que saben disimular sus emociones —sentenció al tiempo que se apartaba de él—. Ya está. Te aconsejo que no juegues más con cuchillos.
—Espadas.
—Pues eso —dijo Erica, conteniendo una sonrisa.
—A mí no me gustan las mujeres que saben disimular sus emociones; el rubor te sienta bien, como el vestido.
Sentía el rostro cada vez más ardiente. Sus ojos se encontraron por un instante, y por fin Jared le dio la espalda para abrir una caja de la tintorería de la que sacó una camisa limpia y envuelta en una funda de plástico.
—¿Prefieres vino o whisky?
—Vino —repuso Erica tras una brevísima vacilación—. Blanco, si tienes.
Lo observó mientras se ponía la camisa, que parecía de seda, hecha a medida y cara, y advirtió que le quedaba perfecta sobre las anchas espaldas. Se abrochó todos los botones menos el superior y se metió el faldón en la cinturilla del pantalón.
Mientras servía las bebidas oyeron un leve tintineo, el sonido de gotas de lluvia sobre el techo de la autocaravana. Ambos alzaron la vista como si el techo fuera transparente y pudieran contemplar las nubes inesperadas en el cielo. La sensación de intimidad en el diminuto espacio aumentó. Al cabo de unos instantes, Erica carraspeó.
—¿De verdad crees que los Panteras Rojas son peligrosos?
—Consideran que debería haberte cerrado el chiringuito hace semanas —repuso Jared, alargándole la copa—. ¿Sabías que nueve tribus reclaman la posesión de la cueva?
—No sabía que la quisiera nadie —exclamó Erica con las cejas enarcadas.
—En la actualidad, ochenta tribus californianas intentan obtener el reconocimiento del gobierno federal. Una tribu local que pueda demostrar alguna relación con la cueva y por tanto con el esqueleto tiene mejores cartas para entrar a formar parte del registro de tribus indias y así conseguir fondos. —Echó unos cubitos de hielo en su vaso de whisky—. Por desgracia, las demás tribus no quieren que el gobierno reconozca a más tribus porque, en tal caso, serían más para repartir, lo cual nos sitúa a nosotros en medio de una batalla bastante desagradable.
Bebieron en silencio durante unos instantes.
—Bueno, ¿por qué haces esgrima?
Jared se apoyó contra el mostrador de la cocina; ninguno de los dos parecía sentir deseo alguno de sentarse.
—Para controlar la rabia. Me sirve para desahogarme; si no me dedicara a la esgrima, creo que acabaría haciendo algo de lo que me arrepentiría.
—¿Contra qué sientes rabia?
—Contra mí mismo.
Erica esperó.
Jared miró su vaso de whisky, escuchó unos instantes la lluvia mientras sopesaba sus pensamientos y por fin tomó una decisión.
—Netsuya era diferente a cuantas personas había conocido en mi vida —empezó con voz suave, como la lluvia—. Era exótica, iracunda, apasionada… y difícil como esposa. No le gustaban los blancos y le costaba conciliar su amor por mí con su cruzada personal. A menudo iba a reuniones que a mí me estaban vedadas.
Aspiró una profunda bocanada de aire que le causó una mueca de dolor y tomó otro sorbo de whisky. Erica tenía la sensación de que estaba a punto de abrir una puerta secreta.
—Cuando sospechó que estaba embarazada —prosiguió Jared—, Netsuya no acudió a un médico convencional. Entre sus amistades había una comadrona pomo. Netsuya quería tener el niño en casa, con lo cual me mostré de acuerdo, pero no me enteré hasta más tarde de que yo no participaría en el parto. Algo relacionado con rituales femeninos secretos a los que los hombres no tenían acceso. No me quedaba más remedio que respetarlo.
Bebió otro sorbo, pero no le sirvió para relajarse.
—Intenté convencerla para que fuese al médico, pero se negó —continuó con visible tensión—. Me dijo que los hombres blancos se hicieron con la obstetricia hace doscientos años porque estaban celosos de las mujeres blancas, y que su gente llevaba miles de años trayendo hijos al mundo sin la intervención de médicos blancos. Cuando le propuse recurrir a una mujer médico, siguió en sus trece. Empezamos a discutir; le dije que también era mi hijo y que, por tanto, tenía voz en el asunto, pero Netsuya me contestó que, en última instancia, era su cuerpo y por tanto ella tenía la última palabra.
Siguió bebiendo mientras seguía con la mirada el tejado de la maqueta, como si se preguntara cómo habrían afrontado los Arbogast el nacimiento de Muffin y Billy.
—Cuando empezaron las contracciones, llamó a la comadrona, que llegó acompañada de una ayudante, también india. Las tres mujeres entraron en el dormitorio y cerraron la puerta.
Jared se detuvo el tiempo suficiente para servirse más whisky con hielo.
—El parto no acababa. De vez en cuando me dejaban entrar y sentarme junto a Netsuya mientras la comadrona preparaba infusiones y la ayudante llenaba la habitación de humo sagrado y entonaba oraciones nativas. Cuando ya salía el bebé me echaron de la habitación porque mi presencia era tabú, así que esperé al otro lado de la puerta. Netsuya gritó una vez y luego nada. Seguí escuchando, a la espera del llanto del bebé, pero al ver que todo seguía en silencio, entré.
El hielo tintineó en el vaso. Ahora la lluvia golpeaba la autocaravana con más fuerza.
—Había… —se aferró al vaso de cristal y lo miró como si pretendiera ahogarse en él—. Había demasiada sangre —dijo con un esfuerzo—. Y la comadrona… Nunca olvidaré su expresión. Estaba aterrada. Envolví a Netsuya en unas mantas y la llevé al hospital. No recuerdo nada del trayecto. Sé que tenía la mano pegada al claxon y que me salté todos los semáforos. Los médicos hicieron cuanto pudieron para salvar a mi mujer y a mi hijo, pero era demasiado tarde.
Jared calló. Erica permaneció inmóvil unos instantes.
—Lo siento muchísimo —musitó por fin.
Una vena sobresalía, palpitante, en la frente de Jared.
—No pasa un solo día sin que piense en mi hijo y me pregunte cómo sería ahora, a los tres años —masculló Jared con voz entrecortada—. No puedo perdonar a Netsuya por lo que hizo, ni tampoco puedo perdonarme a mí mismo.
—Pero no fue culpa tuya; no fue culpa de nadie. Esas cosas suceden.
—Esas cosas no suceden —espetó Jared con una mirada furiosa—. Podría haberse evitado, eso es lo que me dijo el médico más tarde, al preguntarme si Netsuya había tomado algún medicamento durante el embarazo. Le contesté que no había tomado ni siquiera una aspirina. No dejaba que nadie fumara en su presencia; estaba tan concienciada con el tema de la salud que sólo tomaba infusiones y suplementos vitamínicos naturales. Entonces el médico me preguntó por los suplementos. Recordé que Netsuya visitaba regularmente a la comadrona para que le diera un compuesto de gingko biloba, ajo y jengibre, recetado para evitar los coágulos de sangre… Pues resulta que ese mejunje también prolonga las hemorragias. El médico dijo que, con toda probabilidad, eso había provocado la hemorragia fatal.
Jared miró a Erica con ojos atormentados.