Tierra de Lobos (46 page)

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Authors: Nicholas Evans

BOOK: Tierra de Lobos
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—¡Luke!

—¡Eh!

Se acercaron y de repente Helen se puso nerviosa. ¿Qué tenía que hacer? ¿Abrazarlo? A lo mejor a él le daba vergüenza. Se detuvieron cara a cara y se miraron con expresión tímida, entre gente que iba y venía. La pareja de al lado se abrazaba y se besaba, deseándose feliz Año Nuevo.

—Se te ha pu... pu... puesto el pelo to... todo rubio.

Helen se encogió de hombros y se pasó la mano por el pelo.

—Sí. Es por el sol.

—Te queda bien.

Helen no sabía qué decir. Como ya era demasiado tarde para abrazarlo, se quedó sonriendo con cara de tonta.

—¿Te llevo la bo... bolsa?

—No te preocupes.

Aun así, Luke la cogió.

—¿Está to... todo?

—Sí.

—¿Vamos?

—Sí, claro. Adelante.

Caminaron hacia el aparcamiento sin decirse nada.

Un viento gélido desbarataba la obra del quitanieves, haciendo que los copos desprendidos revolotearan entre las filas de coches cubiertos de blanco.
Buzz
estaba en el asiento delantero del jeep y se puso loco nada más ver a Helen, hasta el punto de que casi la tiró al suelo en cuanto vio la puerta abierta. Helen reparó en la venda que tenía en una pata delantera.

—¿Qué, ya has vuelto a meterte con algún oso?

—Co... con lobos.

—¿En serio?

Mientras se acercaban a la carretera interestatal, él le explicó todo lo que había pasado desde el momento de poner el disco de ópera hasta el episodio en que, siguiendo las huellas del perro por el bosque con la linterna, lo había visto acercarse cojeando por el sendero.

—Sangraba mucho, y supuse que lo habría mordido la loba, pero luego fui directo a casa de Nat Thomas y me dijo que parecía una herida de alambre. Según él,
Buzz
cayó en una trampa.

—¿Una trampa? ¿Por aquí hay alguien que ponga trampas?

—Sí, a veces sí. Ca... cazadores furtivos y gente así.

—¿Encontraste algo?

—No, pe... pensaba dar una vuelta el día siguiente, pero nevó toda la noche, y por la mañana ya no quedaban huellas. —Estaba a punto de decir algo pero se calló, como si se lo hubiera pensado mejor.

—¿Qué? —dijo Helen.

Él negó con la cabeza.

—No, nada.

—Vamos, dímelo.

—Es que... es que esa noche tu... tuve la sensación de que había alguien. La verdad es que últimamente la he tenido un par de veces.

—¿Qué quieres decir? ¿Quién?

—No lo sé. Alguien.

Cambiando de tema, le contó que había dado una vuelta en avioneta con Dan Prior, y que habían visto cinco lobos, entre ellos los tres que llevaban collar. Estaban más arriba del rancho Townsend, comiéndose un ciervo. Dan había dicho que los otros tres también debían de estar, pero que lo frondoso del bosque impedía verlos.

—¿Y sa... sabes qué?

—¿Qué?

—Que he pedido plaza en la Universidad de Minnesota.

—¿Sí? ¿Para este otoño? ¡Genial!

Luke dijo que lo había discutido con Dan al volver juntos al despacho. Como la universidad tenía una dirección en Internet, se habían sentado delante del ordenador de Dan para hacer una visita virtual al campus. Después habían reunido todos los formularios, y Luke los había enviado debidamente cumplimentados. Le faltaba poco para acabar un trabajo bastante largo sobre su experiencia con los lobos, y se proponía enviarlo a la universidad.

—Dan conoce a algunos profesores del departamento de biología, y me va a recomendar.

—¡Ajá! Tráfico de influencias, ¿eh?

—Tú lo has dicho.

Helen se quedó mirándolo sin decir nada, pensando en lo agradable que era volver a estar con él y verlo contento. Luke apartó la vista de la carretera y le sonrió.

—¿Y esa sonrisita? —preguntó Helen.

—Nada.

—¡Venga, dímelo!

Luke se encogió de hombros y dijo:

—Nada, que vuelves a estar en ca... casa.

Habían abandonado la interestatal para adentrarse por una blanca extensión de colinas en dirección oeste, bajo un cielo azul de restallante pureza. Helen reflexionó sobre lo que acababa de decirle Luke. Ya no sabía cuál era su casa. Si era cuestión de sentirse bien, sólo sabía una cosa: que prefería estar al lado de Luke que en cualquier otro lugar. La carretera se perdía en la distancia, totalmente vacía. Helen vio brillar a lo lejos la nieve de las montañas, que el sol pintaba de rosa y oro.

—¿Te importaría parar, Luke?

—¿Por qué, qué pasa?

—Tengo que hacer una cosa.

Luke frenó en el arcén. Helen se desató el cinturón, y después desató el de él. Acto seguido se acercó, le puso la mano en la cara y le dio un beso.

El Año Nuevo estaba siendo bautizado por todo lo alto. Durante tres semanas se derritió la nieve y llovió, después hubo heladas y más nieve, y por último volvió a deshacerse la nieve y a llover. Los caminos de montaña se convirtieron en barrizales, y la cuenca baja del río en un ancho mar pardusco dividido por cercas irrelevantes y sinuosas hileras de álamos de Virginia que marcaban el extinto trazado de sus orillas.

Hope quedó aislado bajo la amenaza de una catástrofe que se demoraba día a día. El agua invasora remoloneaba tras los primeros edificios de la calle mayor, meditando sobre si los últimos metros eran dignos del esfuerzo. Había sacos de arena a la entrada de las casas, en cuyo interior se habían enrollado las alfombras, al tiempo que los objetos de valor eran puestos a salvo en el piso de arriba o encima de los armarios.

De vez en cuando, el señor Iverson, Noé de la ciudad por decisión propia, bajaba en coche de la tienda e iniciaba la navegación de la zona inundada, a fin de leer la altura del agua en los postes dispuestos junto al puente a tal efecto. Al regresar informaba con cara solemne y voz de Juicio Final que el agua había subido ocho centímetros antes de bajar cinco y volver a subir quince. Tiempo al tiempo, decía, sacudiendo la cabeza y emprendiendo el camino de regreso a la tienda; tiempo al tiempo.

Hacía veinte años que la ciudad no sufría inundaciones, y difícilmente iba a volver a sufrirlas tras la instalación de colectores por valor de un millón de dólares; pero nada más tradicional en el Oeste que crecerse en la adversidad, y Hope se dedicó a ello en cuerpo y alma. Noche tras noche, tanto El Último Recurso como el bar de Nelly se llenaban de héroes, cada uno con su pequeña hazaña que contar. Quién rescataba una vaca, quién ayudaba a un vecino, y quién llevaba a un niño al colegio a través de la zona inundada.

Los habitantes de la cabecera del valle sólo tenían que vérselas con el barro, pero había tanto que casi todos se quedaban en casa. De los caminos de leñadores, sólo los más anchos seguían siendo transitables, y aun en éstos había lugares donde hacía falta algo más que un todoterreno normal para no hundirse en el fango.

J. T. Lovelace había realizado tres intentos de subir a pie por el bosque, y en todos se había visto obligado a regresar. Se pasaba los días solo en su caravana, contento de poder descansar.

Los esfuerzos de los últimos días lo habían dejado baldado. No podía estarse quieto más de un par de minutos sin que se le entumecieran las articulaciones, que al doblarse crujían como ramas secas. Estaba cansado. Hecho polvo. Y aun así, hiciera lo que hiciera, se pasaba las noches en blanco, como si hubiera olvidado cómo conciliar el sueño. Durante sus horas de insomnio, el viejo trampero cerraba su mente a ideas importunas. De día tenía tendencia a dormirse, pero en cuanto echaba una cabezadita su cuerpo se sobresaltaba como en señal de advertencia, como si el mero hecho de dormir fuera peligroso.

Nunca había sido un gran lector. El único libro presente en la caravana era la biblia con tapas de piel que le había regalado Winnie al casarse. En otras épocas, Lovelace había tenido afición a algunas historias del Antiguo Testamento, como la del pobre Job o la de Daniel y los leones; también la de Sansón, que se queda sin ojos y sepulta a sus enemigos bajo el templo. Desde hacía un tiempo, sin embargo, se distraía a las pocas líneas, y leía tres o cuatro veces el mismo fragmento.

Aparte de cortar leña para la estufa y hacer el esfuerzo de comer y beber, la única manera de matar el tiempo era tallar cuernos. Llevaba años haciéndolo. Winnie siempre le había dicho que tenía condiciones para ser un escultor famoso, y había adornado toda la casa con las tallas, pero Lovelace había visto cosas mejores en las tiendas de objetos de regalo.

El mejor material era el cuerno de alce. A veces se limitaba a cortarlos en redondeles y hacer botones y hebillas, pero lo que le gustaba más era utilizar el asta entera para esculpir varios animales en actitud de perseguirse. En la base ponía los más grandes, como lobos, osos y alces, e iba reduciendo su tamaño hasta las puntas, reservadas a ardillas y ratones.

La talla que estaba a punto de acabar le había llevado casi tres semanas. No era de las mejores, pero tampoco de las peores. Sólo faltaba grabar el nombre en la parte inferior. Lovelace encendió la lamparilla y se inclinó para tener más luz. Sólo eran las cuatro de la tarde, pero ya se había hecho de noche y volvía a llover. Lovelace oía la lluvia en el tejado de cinc del establo, y el ruido de los goterones al caer de los árboles encima de la caravana.

Una hora después salvaba los charcos en direccion a la cocina de los Hicks. Dentro habían puesto música. Dio unos golpes, y al cabo de un rato se asomó una mujer. Siempre que lo tenía delante ponía cara de susto.

—¡Señor Lovelace! Lo siento, pero Clyde todavía no ha vuelto.

Pensaba, por lo visto, que Lovelace pasaba a recoger la caja de provisiones que Clyde había ido a buscarle a la ciudad.

—No vengo por eso.

Él había envuelto la talla con un trapo viejo, y al ofrecérselo a Kathy ésta dio un paso atrás como si estuvieran apuntándola con una escopeta.

—¿Qué...?

—Para el niño.

—¿Para Buck?

Lovelace asintió con la cabeza.

—Dijo usted que faltaba poco para su cumpleaños.

—Sí, es mañana. ¡Pero no hacía falta que se molestara! —Aceptó el regalo. Llovía a cántaros—. Entre, por favor.

—No puedo. Tengo trabajo. Sólo quería dárselo al niño.

—¿Puedo ver qué es?

Kathy quitó el trapo. Lovelace deseó haber tenido un poco de papel para envolverlo. Kathy levantó el cuerno, y el trampero se dio cuenta de que le parecía un regalo un poco raro para un niño.

—Es precioso. ¿Lo ha hecho usted?

Él se encogió de hombros.

—Bah, no es nada. Quizá cuando sea mayor... Mire, tiene su nombre grabado.

—¡Qué detalle más bonito! Gracias.

Lovelace asintió con la cabeza y se marchó.

Sentado al volante, Buck aguardó a que Clyde descargara de la camioneta la última bala de heno y la esparciera por el suelo, delante de una hilera de reses de aspecto desconcertado. La lluvia tamborileaba encima de la cabina. Caía tan a chorro que se interponía en la luz de los faros como una cortina plateada.

Próximo el momento de parir, la hora de dar de comer al ganado se había trasladado a la tarde. Según una teoría desarrollada por un ganadero de Canadá, las vacas que comen por la tarde paren por la mañana, facilitando las cosas al personal especializado. El sistema solía funcionar, aunque siempre había vacas que disfrutaban haciendo pasar la noche en vela a sus cuidadores más allá de la hora en que se les diera de comer.

Si ya de por sí el trabajo era difícil, más lo iba a ser aquel año; sólo con que siguiera lloviendo igual de fuerte la pesadilla estaba asegurada. Buck ya se veía siguiendo los pasos de aquellas rusas locas que unos años atrás habían hecho parir a las vacas debajo del agua.

Clyde subió a la camioneta resoplando. El agua le chorreaba del ala del sombrero, cayendo en el impermeable manchado de barro. Cerró de un portazo. Quizá se debiera al mal tiempo y a que Buck estaba de un humor de perros, pero el caso era que cuanto hacía su yerno lo sacaba de sus casillas. Puso en marcha el motor mordiéndose el labio, procurando que las ruedas no tuvieran ocasión de girar en falso y hundirse en el barro.

Clyde retomó el tema de la casa de Jordan Townsend. La había visitado el día antes con el administrador, y desde entonces no se cansaba de hablar de ella.

—Pues se ve que a Jordan le preguntaron por qué se había construido un cine de treinta butacas, ¿y sabes qué contestó?

—Ni idea —dijo Buck, a quien le importaba un comino.

Clyde rió como un tonto.

—Dijo: «¿Por qué los perros se lamen los huevos?»

—¿Qué?

—¡Porque pueden!

Clyde se retorció de risa en el asiento.

—Pues no le veo la gracia.

De tanto que se reía, Clyde no pudo contestar. Buck hizo un gesto de incredulidad con la cabeza.

Entre patinazos, dejaron atrás los pastos y se metieron en la carretera. Clyde salió a cerrar la verja. El reloj del salpicadero indicaba las cinco y media. Iban a llegar una hora tarde a la fiesta de cumpleaños del pequeño Buck.

—¿Lovelace aún se pasa el día en la caravana? —preguntó Buck de camino al rancho.

—Sí. Dice que llueve demasiado.

—¡Joder! También llueve demasiado para dar de comer a las vacas, pero alguien tiene que hacerlo.

—Ya no está para esos trotes. Es demasiado viejo.

—No te lo he preguntado —replicó Buck.

—¿Qué?

—Que no te he pedido tu opinión. Ya que eres tan listo, ¿por qué no encuentras a alguien mejor?

—Perdona, hombre...

—Le pago yo, no tú. Ya ha matado a tres. Si acaba con los demás antes de que empiecen a parir las vacas, yo encantado.

Clyde levantó las manos.

—Vale, vale.

—¡Y no me vengas con «vale, vale», caray!

Buck aporreó el volante. Ninguno de los dos volvió a hablar durante los veinte minutos que tardaron en llegar a casa.

Kathy, Eleanor y Luke los estaban esperando. La cocina estaba adornada con globos y serpentinas. Kathy insistía en que todo el mundo se pusiera sombreritos de cartón, incluidos Buck y Clyde. El ambiente estaba un poco tenso, porque el bebé tenía hambre y en cuanto Buck y Clyde se hubieron quitado las botas y las chaquetas Kathy lo puso en la trona y encendió la única vela de su pastel de cumpleaños. Lo había hecho ella misma, y tenía forma de revólver.

—¡Pum! —dijo el bebé, y todos lo imitaron entre risas.

Formaron un círculo alrededor y le cantaron el Cumpleaños feliz. Kathy lo ayudó a apagar la vela, pero los gritos del bebé la obligaron a encender otra. Después de unas cuantas veces Buck se aburrió del jueguecito, y dio paso al reparto de tazas de café y trozos de revólver.

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