—¡Sí que me preocupo! —replicó el otro sin dejar de bogar como un poseso—. Guardan muchas más en la mayor de las cuevas.
—¡No jodas!
—No jodo, pero ellos sí que nos van a joder si nos agarran. ¡Y ahora calla y rema!
Remaron con todas sus fuerzas ayudados por el cacique navajo y su hija, pero al llegar al final de una de las escasas rectas del sinuoso río y volverse a mirar hacia atrás advirtieron que, en efecto, varias canoas, ocupada cada una de ellas por cinco guerreros, se encontraban a unos dos kilómetros de distancia, y ganaban terreno a ojos vista.
Resultaba empeño inútil intentar competir con jóvenes guerreros acostumbrados desde siempre a bogar en aquel tipo de embarcaciones, y así parecieron entenderlo los indígenas fugitivos, por lo que abandonaron las canoas y treparon por las laderas de los acantilados, o buscaron refugio en la espesura de los pequeños cañones que surgían a uno y otro lado del cauce principal.
Evidentemente, a la hora de huir confiaban más en sus piernas que en sus brazos.
—Tal vez deberíamos imitarlos e intentar hacernos fuertes en alguno de esos desfiladeros —aventuró un jadeante Silvestre Andújar—. Con el ritmo que llevan y el viento a favor, pronto empezarán a lanzarnos flechas, y en mitad del río no tendremos salvación.
Sin dejar de remar ni un solo instante, el canario comprobó que los temores de andaluz parecían plenamente fundados, pero aun así no hizo comentario alguno hasta el momento en que divisó entre unas rocas una de las canoas que habían dejado en su huida los esclavos que les precedían.
—¡Dirígete hacia ella! —ordenó—. ¡Deprisa!
—¿Para qué?
—¡Ya lo verás!
Vararon a menos de tres metros de distancia del punto indicado; el gomero saltó ágilmente a tierra armado de su afilado machete y, abalanzándose sobre la embarcación abandonada, la cortó a todo lo ancho justo por la mitad.
Tras arrojar al agua la parte de popa, comenzó a saltar como un poseso sobre la de proa hasta que consiguió quebrar las ramas de tal forma que poco después abrió lo que había quedado de canoa como si se tratara de un libro o un pez rajado por la mitad.
Sus perseguidores se aproximaban a marchas forzadas, y el canario calculó que se encontraban ya a unos quinientos metros de distancia, pero pese a ello no pareció perder la calma, cargó con lo poco que quedaba de la destrozada embarcación original y lo atravesó sobre los dos cascos de aquella en la que navegaban.
A continuación ató a la punta de la proa uno de los extremos de su inseparable pértiga y tiró de ella hacia atrás alzándola a modo de mástil, de tal modo que el fondo de delgadas pieles se convirtió en una especie de rústica y estrafalaria vela que captaba con cierta facilidad el viento que llegaba de río arriba.
—¡Tienen que sujetarla con fuerza! —aulló el gomero dirigiéndose a Andújar pero haciendo claros gestos para que los indígenas entendieran lo que pretendía de ellos—. ¡Con todas sus fuerzas!
Empujó al agua la embarcación, saltó dentro y remó hasta que se colocaron de nuevo en el centro de la corriente.
Una primera flecha cayó a menos de cincuenta metros a sus espaldas.
El antiestético y destartalado artilugio recibió el viento de costado y amenazó con venirse abajo volcando al propio tiempo el inestable catamarán, pero con un brusco golpe de canalete el gomero consiguió variar el rumbo de tal forma que ese mismo viento tomara de frente el tosco armazón de pieles, que al recibir el impulso traspasó su fuerza al casco, el cual comenzó a avanzar a mayor velocidad.
—¡Funciona! —no pudo menos que exclamar un atónito Silvestre Andújar—. ¡Dios sea loado! ¡Funciona!
—¿Y qué te habías creído? —replicó su amigo—. Recuerda que aprendí a navegar con el mismísimo almirante de la Mar Océana, don Cristóbal Colón. ¡Aguanta firme a estribor! ¡Ahí no, burro! ¡A la derecha! Y dile a estos dos que se agarren con toda su alma a esas pieles porque les va en ello la vida.
En realidad padre e hija no necesitaban que se les repitiera lo que tenían que hacer, puesto que muy pronto habían llegado por sí mismos al convencimiento de que la única forma que tenían de evitar que volvieran a esclavizarlos era procurar por todos los medios a su alcance que el estrambótico remedo de vela no se les escapara de las manos.
La velocidad que conseguían alcanzar no resultaba en absoluto espectacular, pero bastaba para conservar la distancia que los separaba de sus perseguidores sin necesidad de que sus ocupantes se vieran obligados a remar como posesos.
Los guerreros eran fuertes, pero el viento era constante.
Cienfuegos comprendió que mientras ese viento no cediera serían los guerreros los que acabarían por ceder, ya que en la lucha del hombre con la naturaleza casi siempre acaba venciendo esta última.
En efecto, al cabo de media hora, y al comprobar que no conseguían ganar terreno, el desaliento comenzó a cundir entre los que bogaban y, pese a que quienes los comandaban no cesaban de gritar animándolos o amenazándolos, llegó un momento en que los brazos no dieron más de sí y el corazón amenazó con salírseles del pecho.
La derrota suele ser tanto más dolorosa cuanto más cerca se ha estado de la victoria.
Cuando el río viró de improviso a la izquierda, el gomero temió que el viento dejara de empujarles, pero pronto llegó a la conclusión de que, aunque allá arriba, en la meseta, ese viento pudiera soplar siempre en una misma dirección, allá abajo, encajonado en el cañón, solía seguir la dirección de la corriente, girando y volviendo a girar como si se encontrara prisionero entre las altas paredes de los acantilados.
A mediodía alcanzaron un rápido que se vieron obligados a salvar trasladando la embarcación a lo largo de la orilla, pero las horas que siguieron hasta el atardecer les permitieron ganar terreno alejándose cada vez más de sus perseguidores.
Con una oscuridad casi impenetrable como dueña absoluta del fondo de una hondonada a la que casi no alcanzaba la débil luz de las estrellas, Silvestre Andújar opinó que debían detenerse pues, por más que se limitaran a dejarse arrastrar por la corriente, corrían el riesgo de precipitarse por uno de los muchos rápidos del río.
Fue en este caso el cacique navajo quien lo sacó de su error.
—Los que nos persiguen no se detendrán ni un solo instante —señaló en el dialecto de las tribus sioux, que hablaba con notable fluidez—. Se dejarán llevar a oscuras, y recuperarán durante la noche la ventaja que hemos obtenido durante el día.
—Pero ¿y si no tenemos tiempo de advertir que nos aproximamos a unos de esos rápidos y volcamos?
El otro negó con un gesto al tiempo que colocaba la palma de la mano sobre el armazón de la canoa.
—Cuando se aproxima un rápido el agua se agita, la piel del fondo de la piragua lo percibe, y debido a ello vibra y resuena como un tambor anunciando el peligro. Basta con estar atentos y, en cuanto la canoa comienza a «cantar», se boga rápidamente hacia la orilla y se sortea el obstáculo por tierra.
El incrédulo gaditano le tradujo a Cienfuegos tan sorprendente explicación para inquirir a continuación:
—¿Tú qué opinas acerca de que una canoa «cante»?
—Que como ya te dije en cierta ocasión, «más sabe el tonto en su casa que el listo en la ajena». Y aquí tu amigo, no parece tener un pelo de tonto. Si está acostumbrado a navegar en esta mierda de embarcaciones por esta mierda de ríos y asegura que una piragua puede cantar, más vale que le hagamos caso y bailemos a su ritmo.
—¡Pues menuda noche nos espera!
Acertó de pleno el de Cádiz.
Tres veces se vieron obligados a saltar a tierra, encender antorchas, estudiar a su luz las características del rápido, descargar el catamarán, transportarlo aguas abajo, acarrear luego todo su contenido, cargar de nuevo, embarcarse y continuar la navegación.
Al amanecer se encontraban exhaustos, pero con la claridad del día y sin el agobio de tener a sus enemigos pisándoles los talones, pudieron afirmar mucho mejor la peculiar vela de piel al casco de la canoa, de tal forma que mientras un indígena y un cristiano dormían los otros dos se bastaban para encargarse de la navegación.
Mediada la mañana, el paisaje comenzó a cambiar a ojos vista, y mientras los acantilados perdían altura y las montañas pasaban de su peculiar color rojizo a tonalidades grises o verdes, el cauce del río se ensanchaba formando lagunas cada vez más extensas, lo que permitía que los horizontes fueran cada vez más amplios.
Gracias a ello alcanzaron un punto desde el que dominaban una gran extensión de terreno a sus espaldas, razón por la que decidieron hacer un alto, reponer fuerzas y comer algo sin miedo a ser sorprendidos por sus perseguidores, si es que no habían cejado ya en su empeño.
Desde donde se encontraban podían distinguir con toda claridad el punto en que el agreste cañón empezaba a abrirse y las aguas se ensanchaban como si respirasen tras permanecer demasiado tiempo encorsetadas.
La vegetación abundaba ahora en ambas orillas, y de igual modo lo hacía la caza, por lo que apenas necesitaron media hora para abatir a un imprudente cervatillo que se había aproximado a abrevar.
A la vista de ello, el gomero inquirió, sorprendido, por qué razón los indígenas que con tanto ahínco los perseguían habían preferido establecer su poblado en un lugar tan agreste como el interior del cañón, en lugar de hacerlo en un paraje tan frondoso e idílico como el que ahora los rodeaba.
Cuando Andújar le trasladó la pregunta a Sheetta, que así se llamaba el cacique navajo, éste señaló que se trataba de una simple cuestión de seguridad; cada cuatro o cinco años, salvajes partidas de nómadas de una tribu a la que denominaba «los comanches sin sombra», bajaban desde el noroeste en busca de esclavos y mujeres. Lógicamente, en un lugar como el que en aquellos momentos se encontraban no existía forma alguna de defenderse de ellos, pero en el interior de un cañón tan abrupto y tan sencillo de vigilar como el del río los ataques por sorpresa raramente surtían efecto.
Según él mismo contaba, Sheetta había sido tiempo atrás un hombre de cierta importancia; un cacique llamado a suceder algún día al jefe supremo de todas las familias que componían el conjunto de las tribus de los navajos, pero un rival en sus aspiraciones al futuro mando lo había traicionado, vendiéndolo, junto a su mujer y a su hija, a un grupo de aquellos comanches sin sombra, quienes se llevaron al norte a su mujer, que estaba embarazada, y lo revendieron, con la pequeña, a sus actuales propietarios.
Llevaba por tanto cinco largos años tallando puntas de flecha y hachas de piedra, y sus maltratadas manos daban fe de ello; cinco años durante los cuales no había hecho otra cosa que ver crecer a su hija y meditar sobre sus escasas posibilidades de vengarse de quien había destrozado su vida.
Cuando Cienfuegos quiso saber el nombre de la niña, la respuesta del andaluz lo dejó realmente perplejo.
—El que más te guste-dijo.
—¿Y eso?
—Al liberarla te has convertido en su dueño y su futuro esposo, y por lo tanto tienes derecho a llamarla como te apetezca.
—Pero ¿qué tonterías dices? —exclamó el escandalizado canario—. Ni soy su dueño, ni mucho menos su futuro esposo.
—Es la ley… —fue la tranquila y casi humorística respuesta—. Además, y por lo que veo, está encantada con la idea de convertirse en la mujer de una especie de semidiós reencarnado en un hombre tan alto, tan guapo, tan valiente y tan pelirrojo. Al igual que los
sicsquaws
, debe considerarte un auténtico hechicero de las praderas.
—Déjate de bobadas y hazles comprender, ¡a los dos!, que yo ya estoy casado y no necesito más esposas.
—En este caso no se trata de una necesidad, sino de una obligación —puntualizó el otro—. La ley es la ley, y si rechazas a la muchacha la ofendes a ella, a su padre y a todos los navajos de quinientas leguas a la redonda. Y te garantizo que lo que menos nos conviene en estos momentos es relacionarnos con gente ofendida.
—¡Tú estás loco!
—En absoluto —le contradijo el andaluz—. Recuerda el viejo lema: «Nuevos lugares, nuevas costumbres». Y el hecho de que establezcas un firme lazo de parentesco con un importante cacique, pese a que por lo visto ahora se encuentra en horas bajas, nos garantiza una protección de la que estamos tan necesitados como de comer.
—¡Pero no es más que una niña!
—Que muy pronto se convertirá en mujer, y a partir de ese día su obligación es traer hijos al mundo. Como te expliqué hace un tiempo, la vida fértil de estas mujeres es muy corta, por lo que desde que tienen uso de razón las preparan para ser madres a una edad en la que en nuestro país aún andarían jugando con muñecas.
El canario observó con mayor atención a la chicuela, pequeña, delgada hasta parecer esquelética, con unos enormes ojos muy negros que hacían juego con dos largas trenzas igualmente negras que le caían hasta unos pechos que no eran más que un par de incipientes botones, y que al advertir que reparaba en ella le dedicó la más deslumbrante de las sonrisas.
—¿Lo ves? —insistió el andaluz guiñando un ojo—. ¡Resulta evidente que está loca por ti!
—¡Déjate de joder y mírala bien! —masculló el malhumorado cabrero—. Abulta la mitad que mi hija mayor… —De improviso bajó la voz como si lo que fuera a decir no pudiera escucharlo la chiquilla, pese a que resultaba evidente que no entendería ni una sola palabra—. Y a ti te consta que yo soy un poco, digamos… exagerado, lo cual significa que si me fuera a la cama con una criatura de su constitución la destrozaría a las primeras de cambio.
El otro asintió convencido.
—Visto lo que tengo visto, reconozco que sería tanto como empalarla en vida, pero lo que tienes que hacer es fingir que aceptas lo que dictan las leyes y rezar para que no le baje la primera menstruación antes de que nos encontremos muy lejos.
—¿Y si no es así? —protestó el otro—. ¿Qué hago? ¿Me arriesgo a matarla?
—¡Escucha…! —replicó con evidente sorna el gaditano—. Si, como aseguran, es posible que en determinadas circunstancias un camello pase por el ojo de una aguja, ya te las arreglarás cuando llegue ese día. —Rió divertido—. ¡Cosas más raras se han visto…!
No pudo añadir nada más porque en esos momentos Sheetta lo golpeó suavemente en el antebrazo con el fin de indicarle que mirara hacia una de las montañas que habían dejado atrás.