Tiempo de silencio (5 page)

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Authors: Luis Martín-Santos

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: Tiempo de silencio
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Para las tres él tenia carácter de enviado dotado de tal virtud que el destino total de la familia —tras su roce mágico— se invertiría tomando otra dirección y nuevo sentido. La nieta podía ver en él el ángel de la anunciación dotado de su dardo luminoso; del mismo modo que la hija pudiera ver una epifanía un tanto rezagada ante el fruto de su seno y la provecta madre tal vez esperara su propia transfiguración gloriosa en lo alto de un monte sostenida por sus dedos. Dispuestas estaban las tres a ofrecer el holocausto con distintos grados de premeditación y de cinismo.

Algunas noches, pues, Pedro después de cenar se sometía al rito de la tertulia que se desarrollaba en el mismo salón-comedor cuando la criada hubiere levantado los manteles sustituyendo así el ambiente frío de un hotel de tercera por el no menos deslavazado y cursi, pero más acogedor, de un saloncito de clase media modesta con recuerdos de la gloria familiar pasada.

Las tres diosas se encaramaban cada una en diferente podio. Había allí dos butacas forradas de cuero, restos de un tresillo que la viuda adquiriera con los donativos de los compañeros del héroe. En estas dos butacas se albergaban unos antiguos muelles ingleses de buena calidad absolutamente vencidos pero todavía cómodos. En uno se sentaba la decana. El otro era para Pedro, aun cuando él se obstinaba a veces en que la desdibujada segunda generación lo ocupara de acuerdo con su rango cronológico y sexual. Ésta respetuosa, no obstante, a la abuela y al huésped ocupaba una silla corriente del comedor y allí se tenia rígida durante horas si fuese necesario, aunque, intentando aparecer flexible, cruzara las piernas o se abanicara con un periódico o hasta se permitiera retocar ligeramente sus labios en presencia de extraños o incluso —verdaderamente— fumar con dificultades un pitillo rubio que Pedro se apresuraba a encender. Como correspondía a su naturaleza dinámica, prometedora y ofrecida, la joven se sentaba en una mecedora. Y no sólo se sentaba sino que sobre este mueble de próxima desaparición en un mundo en que el motor de explosión y los aviones a reacción suministran métodos más perfectos para disfrutar la voluptuosa sensación del movimiento, se balanceaba sin tregua permitiendo que, quien atentamente la observara, pudiera comprobar la eficacia motriz de muy limitadas contracciones de los músculos largos de su suave pantorrilla. En la mecedora la muchacha se echaba hacia atrás, dejaba caer la cabeza sobre un respaldo bajo y arqueado y su cabellera —más abundante que lo fuera nunca la de las dos madres— colgaba en cascadas ondulantes que el movimiento ardientemente entrelazaba y de las que los reflejos dorados se difundían hasta llenar todo el salón-comedor de un como aroma visual que a todos envolvía permitiéndoles permanecer en silencio sin que el tiempo pesara sobre ellos. No solamente Pedro contemplaba aquel oro derramado que nunca acababa de caer, que se acercaba y se alejaba de sus manos, también las madres lo miraban con análoga mirada posesiva. También ellas gozaban con sensualidad viril de la apariencia de una sustancia que así entregada sólo promesa era, pero que así promesa tan altamente se manifestaba inundando la realidad opaca del salón-comedor y transformando hasta el hedor de comida apenas ingerida y naranjas recientemente abiertas en otro perfume —semejante pero tan distinto— de banquete parisino con demimondenes y frutas traídas desde la violenta fecundidad del trópico.

Hablaban, sin embargo, sabiendo que las palabras nada significaban en la conversación que los cuatro mantenían. Conversación que era sostenida por actitudes y gestos, por inflexiones y miradas, por sonrisas y bruscos enmudecimientos. Porque la belleza de la joven podía golpearles tan violentamente que —en mitad de una frase sin necesidad de buscar disculpa por ello— podía Pedro quedar en silencio simple; lo que era señal para que las dos madres también admiraran el perfil, o el blanco alabastrino del cuello, o el estirar en el aire de una pierna de la que acabara de caer el chapín o para que sorprendieran que la falda de la niña había subido un poco más de lo habitual hasta mostrar un leve fragmento de un muslo liso que la grasa no deformaba todavía.

Si un huésped acertaba a entrar en el salón-comedor para recoger un objeto olvidado (un encendedor, una carta, una cinta rosa) o si la robusta criada regresaba a guardar en el aparador un cubierto que equivocadamente había llevado a la cocina, las tres diosas se estremecían ofendidas y fulguraban destellantes miradas en los ojos negros de la decana aplicadas directamente al despreciable rostro del intruso; la joven suspendía las tenues oscilaciones de la mecedora y la segunda generación ocultaba el pitillo rubio descruzando levemente las piernas. El mismo Pedro, afortunado espectador único al que aquellas tres vulgares y derrotadas mujeres consideraban digno para exhibir ante él su subyacente naturaleza divina, sentía también la rotura del ligamen. Y se veía obligado a moverse en su sillón, a agitarse, a entreabrir el periódico como si realmente fuera a leer, hasta que por fin el intruso desaparecía.

—Usted es tan niño —decía la anciana— que no ha tenido que ir a ninguna guerra. Pero no crea que eso es tan bueno. También me da algo de lástima. Los hombres vuelven más hombres de la guerra. Yo lo sé muy bien por el abuelo de la niña.

—Desgraciadamente —sonreía Pedro— yo soy pacífico. No me interesan más luchas que las de los virus con los anticuerpos.

Palabras cabalísticas a las que se dejaba ir víctima de la atmósfera irreal de aquellas entrevistas. Pero no eran erróneas sus palabras. Pues, aunque ninguna de las tres mujeres pudiera entenderlas, las recibían sonrientes y alegres como demostración viva de la superior esencia de que su joven caballero estaba conferido y que ya ellas sospechaban y hasta conocían pero que se hacía patente con peculiar abundancia al mostrar la profundidad de una ciencia por ellas ignorada pero no menos aplaudida.

—Ahora ya no se baila el charlestón ni el uanestep —decía la segunda generación—. Ustedes, los jóvenes de ahora, prefieren los bailes lánguidos. Por lo menos eso me han dicho.

—Yo le confieso, señora, que no bailo. Soy tan torpe que no sé qué hacer con mis pies. Tropiezo y piso a la desgraciada señorita que me haya tocado. Claro que casi nunca he bailado. Sólo en alguna boda.

A cuya palabra, la pequeña —como corresponde a los diecinueve años y a su estado de enhechizamiento— enrojecía.

—No lo puedo creer. ¿Sólo ha bailado usted en bodas? Ya habrá ido alguna vez con sus amigos a un cabaret o a un té danzante. Antes, los jóvenes de su edad eran muy asiduos a los tés danzantes. Cuando la guerra de África eran benéficos y los presidían las infantas. Yo estuve de jovencita en varios tés de ésos, con recaudación, y había parejas, que bailaban maravillosamente el charlestón. Claro que eran otros tiempos.

—No te hagas la vieja, Dora —protestaba la madre mayor—. Comprende que si tú eres vieja qué seré yo. Te gusta humillarme a fuerza de hacerte la mayor. ¿Querrá usted creer que nos tomaban por hermanas?

Pedro no menos se horrorizaba de que Dora hubiera ido a tés organizados por infantas, que de que su madre le hubiera acompañado diciendo que era su hermana. La falsedad de estos propósitos junto con la ignorancia en que estaba de los verdaderos tugurios a que había concurrido Dora con su madre en la época de su primera deshonra —que se los hacía imaginar peor— no producían en su espíritu tendencia a la burla o al desprecio, sino que consciente de la verdadera naturaleza de obra de arte de aquellas conversaciones, persuadido de que había una profunda verdad en las palabras (verdad traducida de los ardientes deseos ya que no de los engañosos y mudables hechos) colaboraba inventando otras de la misma guisa.

—Recuerdo que mi madre me hablaba de esos tés danzantes a beneficio de la Cruz Roja. Tal vez se haya conocido con usted —para corregir inmediatamente, alcanzando una más alta cima de perfección—. Bien es verdad que, ahora que caigo, no puede ser puesto que tenía mucha más edad. Estaría entre las señoras maduras que sentadas la admiraban a usted.

Oído lo cual Dora se esponjaba y volvía a cruzar más altas las piernas que constituían lo mejor de su figura y gracias a las que no sólo era modestia el móvil que la llevaba a sentarse irremisiblemente en una silla alta, sino también un vago halago de narcisismo escasamente satisfecho en los últimos doce años. Pero recordando cuál era el verdadero eje (mudo) de la reunión seguía:

—Pero yo nunca he bailado bien. La que tiene verdadera habilidad es mi hija. Yo he sido un poco rígida de espalda. Debía usted llevarla un día a una boite —arrepintiéndose en seguida de este avance impúdico que ponía demasiado a la luz la naturaleza de la ficción tan minuciosamente entretenida.

—No puedes tolerar —decía la anciana que una niña de su edad vaya a esos sitios.

—Yo lo decía porque como don Pedro es tan serio. Aunque ya comprendo que con una chiquilla se aburriría.

—Nada de eso, señora. Yo lo que siento es no saber bailar. Pero si usted quiere darme lecciones, cuando haya progresado lo suficiente, me sentiré muy honrado de llevar a usted y a su hija a donde ustedes quieran.

—¡Qué locura! Usted lo que pasa es que es un caballero —replicaba la decana a la que la idea de la partida hacia una pista danzante de sus dos descendientes, sin que ella tomara parte en el regocijo, no dejaba de herir y que, sin embargo, sabía cuán grotesca hubiera resultado su propia presencia en la expedición.

La niña seguía vibrátilmente el hilo de las palabras, ya enrojeciendo, ya acelerando el oscilar de la mecedora, ya deteniéndola, ya soltando una risa frágil, ya exhibiendo de nuevo con cándida impudicia la perfección de su perfil.

El transcurso de la noche intensificaba el peso de la intimidad. Las señales del avance del tiempo —un último ruido en la puerta de la cocina, el chasquido del interruptor de la luz del pasillo, el cierre por el representante de su aparato de radio cuyo runrún llegaba a través de las paredes— hacían más patente la soledad que iba rodeando a la tertulia. En estos últimos momentos un silencio prolongado envolvía a los cuatro actores del drama. Desde este silencio los sobreentendidos de las tres mujeres se volvían más claramente perceptibles para Pedro, como si las tres parcas hablaran musitando lo que el hilo de su vida significaba. Y así, mientras la mecedora tras una pausa reanudaba su columpiar, Pedro oía: La primera generación: «Adelante». La segunda generación: «Lo que es por mí…» . La tercera generación: «Me gustas».

Y sentía una angustia ligera mientras iba cediendo poco a poco a la tentación.

[8]

¡Allí estaban las chabolas! Sobre un pequeño montículo en que concluía la carretera derruida, Amador se había alzado —como muchos siglos antes Moisés sobre un monte más alto— y señalaba con ademán solemne y con el estallido de la sonrisa de sus belfos gloriosos el vallizuelo escondido entre dos montañas altivas, una de escombrera y cascote, de ya vieja y expoliada basura ciudadana la otra (de la que la busca de los indígenas colindantes había extraído toda sustancia aprovechable valiosa o nutritiva) en el que florecían, pegados los unos a los otros, los soberbios alcázares de la miseria. La limitada llanura aparecía completamente ocupada por aquellas oníricas construcciones confeccionadas con maderas de embalaje de naranjas y latas de leche condensada, con láminas metálicas provenientes de envases de petróleo o de alquitrán, con onduladas uralitas recortadas irregularmente, con alguna que otra teja dispareja, con palos torcidos llegados de bosques muy lejanos, con trozos de manta que utilizó en su día el ejército de ocupación, con ciertas piedras graníticas redondeadas en refuerzo de cimientos que un glaciar cuaternario aportó a las morrenas gastadas de la estepa, con ladrillos de «gafa» uno a uno robados en la obra y traídos en el bolsillo de la gabardina, con adobes en que la frágil paja hace al barro lo que las barras de hierro al cemento hidráulico, con trozos redondeados de vasijas rotas en litúrgicas tabernas arruinadas, con redondeles de mimbre que antes fueron sombreros, con cabeceras de cama estilo imperio de las que se han desprendido ya en el Rastro los latones, con fragmentos de la barrera de una plaza de toros pintados todavía de color de herrumbre o sangre, con latas amarillas escritas en negro del queso de la ayuda americana, con piel humana y con sudor y lágrimas humanas congeladas.

Que de las ventanas de esas inverosímiles mansiones pendieran colgaduras, que de los techos oscilantes al soplo de los vientos colgaran lámparas de cristal de Bohemia, que en los patizuelos cuerdas pesadamente combadas mostraran las ricas ropas de una abundante colada, que tras la puerta de manta militar se agazaparan (nítidos, ebúrneos) los refrigeradores y que gruesas alfombras de nudo apagaran el sonido de los pasos eran fenómenos que no podían sorprender a Pedro ya que éste no era ignorante de los contrastes de la naturaleza humana y del modo loco como gentes que debieran poner más cuidado en la administración de sus precarios medios económicos dilapidan tontamente sus posibilidades. Era muy lógico, pues, encontrar en los cuartos de baño piaras de cerdos chilladores alimentados con manjares de tercera mano, presuntuosamente cubierta con cofia de doncella de buena casa a la hija de familia que allí permaneciera por ser inútil incluso para prostituta, cubierta con una bata roja de raso y calzada con babuchas orientales de alto precio a la gruesa dueña que luce en sus manos regordetas y blancas una alianza matrimonial que carece de todo significado, en vez de ocupar sus horas en útiles labores de aguja algunas de las vecinas de aquel barrio —sentadas sobre latas vacías— jugando viciosamente a la brisca con la misma buena conciencia con que honrados trabajadores puedan hacerlo un domingo por la tarde en la taberna, álbumes con colecciones de cromos nestlé en las manos castigadas por la escrófula de rapaces a su edad ya malolientes, insensibles a toda conveniencia moral matrimonios en edad de activa vida sexual compartiendo el mismo ancho camastro con hijos ya crecidos a los que nada puede quedar oculto, abundancia de imágenes de santos escuchando sin alteración de la tornasolada sonrisa la letanía grandilocuente y magnífica de las blasfemias varoniles, una sopera firmada de Limoges henchida como orinal bajo una cama.

¡Pero, qué hermoso a despecho de estos contrastes fácilmente corregibles el conjunto de este polígono habitable! ¡De qué maravilloso modo allí quedaba patente la capacidad para la improvisación y la original fuerza constructiva del hombre ibero! ¡Cómo los valores espirituales que otros pueblos nos envidian eran palpablemente demostrados en la manera como de la nada y del detritus toda una armoniosa ciudad había surgido a impulsos de su soplo vivificador! ¡Qué conmovedor espectáculo, fuente de noble orgullo para sus compatriotas, componía el vallizuelo totalmente cubierto de una proliferante materia gárrula de vida, destellante de colores que no sólo nada tenía que envidiar, sino que incluso superaba las perfectas creaciones —en el fondo monótonas y carentes de gracia— de las especies más inteligentes: las hormigas, las laboriosas abejas, el castor norteamericano! ¡Cómo se patentizaba el brío de una civilización que sabe mostrar su poder creador tanto en la total ausencia de medios de la meseta como en la ubérrima abundancia de las selvas transoceánicas! Porque si es bello lo que otros pueblos —aparentemente superiores— han logrado a fuerza de organización, de trabajo, de riqueza y —por qué no decirlo— de aburrimiento en la haz de sus pálidos países, un grupo achabolado como aquél no deja de ser al mismo tiempo recreo para el artista y campo de estudio para el sociólogo. ¿Por qué ir a estudiar las costumbres humanas hasta la antipódica isla de Tasmania? Como si aquí no viéramos con mayor originalidad resolver los eternos problemas a hombres de nuestra misma habla. Como si no fuera el tabú del incesto tan audazmente violado en estos primitivos tálamos como en los montones de yerba de cualquier isla paradisíaca. Como si las instituciones primarias de estas agrupaciones no fueran tan notables y mucho más complejas que las de los pueblos que aún no han sido capaces de sobrepasar el estadio tribal. Como si el invierno del bumerang no estuviera tan rotundamente superado y hasta puesto en ridículo por múltiples ingeniosidades —que no podemos detenernos a describir— gracias a las cuales estas gentes sobreviven y crían. Como si no se hubiera demostrado que en el interior del iglú esquimal la temperatura en enero es varios grados Fahrenheit más alta que en la chabola de suburbio madrileño. Como si no se supiera que la edad media de pérdida de la virginidad es más baja en estas lomas que en las tribus del África central dotadas de tan complicados y grotescos ritos de iniciación. Como si la grasa esteatopigia de las hotentotes no estuviera perfectamente contrabalanceada por la lipodistrofia progresiva de nuestras hembras mediterráneas. Como si la creencia en un ser supremo no se correspondiera aquí con un temor reverencial más positivo ante las fuerzas del orden público igualmente omnipotentes. Como si el hombre no fuera el mismo, señor, el mismo en todas partes: siempre tan inferior en la precisión de sus instintos a los más brutos animales y tan superior continuamente a la idea que de él logran hacerse los filósofos que comprenden las civilizaciones.

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