Tiempo de silencio (26 page)

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Authors: Luis Martín-Santos

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: Tiempo de silencio
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Matías sentía perder pie. En tal momento, a través del rol del caballero, en sus palabras y actitudes de Néstor prudente, se adivinaba la verdadera verdad de lo que pensaba. Pero más tarde, cuando salía de detrás de la mesa y se precipitaba sobre él para conducirlo a la puerta y le llevaba del brazo o hasta le daba paternales golpecillos en el hombro con mano robusta acostumbrada a empuñar la pluma estilográfica únicamente para menesteres de firma, el caballero (víctima de un hábito indomable que iba más allá de toda prevención y de todo escrúpulo) volvía a adoptar la actitud de su primer-reflejo-ante-peticionario-de-buena-familia e insistía con su amplia sonrisa, borrado el mohín de asco: «Yo haré todo lo posible», «Mañana ceno con el director general», y algunos, especialmente bien educados: «Póngame a los pies de su señora madre».

[51]

Tras haber utilizado toda su mañana y lo mejor de la tarde con tales señores, Matías se puso a la búsqueda y captura de la ardilla jurídica, para que hiciera de abogado de su amigo, siguiendo la idea que la tarde anterior diera doña Luisa y que había dejado olvidar cegado por el brillo de sus poderosas relaciones, de las que una sola palabra hubiera sido suficiente para hacer que las aguas remontaran su cauce y el flujo de la historia se invirtiera sin apariencias de catástrofe.

Pero la ardilla había abandonado ya el bufete del famoso abogado para el que trabajaba como pasante y se había ido a no se sabía qué gestiones o qué visitas particulares y en su casa no le esperaban hasta la hora de cenar. Matías intentó —lo que no podía ser tan difícil en una ciudad tan. relativamente concentrada— localizar al astuto profesional y tras unas cuantas llamadas telefónicas y habiendo reunido ciertos leves indicios, se echó a la calle. Caminó desde la plaza hacia arriba, por la gran avenida. Había caído ya la hora de salida de los cines y las aceras eran incapaces para contener la gran muchedumbre que salía de las puertas bajo anuncios luminosos y entre grandes cartelones que representaban un vaquero del Oeste alto de cuatro pisos enarbolando un lazo de cartón-piedra que no acaba nunca de salir despedido de su mano. Los coches americanos con sus cromados y sus colores tiernos frenaban cuando las luces rojas se encendían, quedándose in situ con movimiento de góndola o de cuna Napoleón 1 durante unos segundos todavía, mientras el conductor y la señorita sentada a su lado miraban fijamente, sin apariencia de sorpresa, a la negra multitud que se arrojaba —todos a una— al paso de peatones, como en un acuario en que fueran los peces los que miraran infinitos visitantes atontados a los que una orden obligara a marchar sin posible detención. Así las miradas que el público arrojaba a los preciosos peces de las peceras rulantes eran breves, de refilón, por el rabillo del ojo, tímidas y moderadas, mientras que el mirar de los cómodamente sentados durante todo el espacio de la luz roja era un mirar continuo, fijo, impertinente y englobador de la gran masa, sin deslindar muy precisamente individuo alguno sino únicamente en el caso de que se tratara de alguna de las esporádicas bellezas de grandes, enormes ojos negros brillantes y pintados y largas piernas dignas de mejor uso que la ocasional función deambulatoria. Envuelto en el rebaño de gentes de escasa estatura, Matías podía ver hasta distancias relativamente lejanas y en ello confiaba para localizar al abogado quizá arrastrado por la corriente de espectadores de un cinematógrafo cualquiera. El río de muchedumbre, partido en dos por la banda oscura en que los autos volvían a deslizarse, tenía como orillas laterales dos bordes luminosos donde riquezas del más remoto origen se alineaban, sólo separadas físicamente de los semovientes por frías lunas invisibles tan sólidas como paredes de ladrillo o cámaras acorazadas. Oro, brillantes, seda, diminutas maquinarias complejísimas de relojes importados de Suiza, botellas de whisky, objetos de gusto exquisito, bolsos de cocodrilo, perfumes realmente parísienses, libros de arte, folletos para una cacería de leones en la sabana, piezas de marfil y jamones de York de color rosa pálido estaban así, a un centímetro escaso del espacio público, pero tan exentos como si no fueran ellos mismos sino sus ideas puras nunca alcanzables en el borde de la platónica caverna. Con casi inverosímil expresión de indiferencia una mujer indigente cargada de periódicos o un niño abretaxi clandestino vendedor el domingo por la noche de la goleada pasaban a su lado. Matías —menos metafísico— miraba estos objetos como quien contempla un cuadro abstracto del que únicamente nos son accesibles las relaciones entre sus formas, sus líneas, sus espacios y sus matices cromáticos. Hubo de parar un momento. La luz roja lo ordenaba. Y al sentir el remolino bramador e interminable, maelstrom que corona la calle de la Montera, sintió lo que es estar solo. El recuerdo de Pedro y su soledad se precisaron. Lo había tenido presente todo el día, pero ahora lo comprendía mejor: Está solo. La imagen necesaria de su amigo, el abogado, se concretó en el esfuerzo de encontrarlo. Como en una plasmación metapsicológica, apareció ante él. Reía bajo sus gafas del hombre sabio. «Mataiotas —le gritaba muerto de risa— cai ganta mataiotas», celebrando así el aspecto con que alto, serio y detenido en medio de la burbujeante muchedumbre, Matías se mostraba: imagen viva del hombre filosófico que se hace cargo de la caducidad de los tráfagos humanos.

—Te he estado buscando todo el día.

—Heme aquí —admitió la ardilla profesionalmente, sin el más ligero acento de sorpresa.

—Tenemos que hablar.

—Hablemos.

Y se encaminaron a un bar de una de las callejas próximas donde una señorita tocaba la guitarra y el ambiente era más lánguidamente refinado que el de cualquier brutal cafetería.

[52]

La señorita iba vestida de negro con un jersey muy apretado y con una falda muy ceñida y apenas si sabía cantar ni moverse, pero tenía un aire distinguido y podía ir de mesa en mesa sonriendo y mirando a los señores por allí esparcidos y con eso justificaba el número y el sonido decadente de las cuerdas armonizaba bien con el tabaco rubio y con los whiskys que empezaron a ingerir con velocidad desproporcionada Matías y el abogado. El lugar era como un túnel prolongado, con sus recovecos y predominaban las luces de tonalidad rojiza. A ambos lados del túnel había unos divanes escurridizos con almohadones. Aunque incómodos, su aspecto inclinaba a apoltronarse en ellos y a soñar en algo así como serrallos orientales. Pero al fondo, donde el túnel se hacía más retorcido y donde había prolongaciones colaterales menos sospechadas, las luces rosadas se habían convertido en azules de menor voltaje y allí ya parecía necesario, para ponerse a tono, fumar grifa, cerrando los ojos y hablando muy bajito con alguien que estuviera cerca. Los moros habían introducido este vicio, toxicomanía de países subdesarrollados, y habiendo vencido en su pequeña guerra del opio, lo vendían a mujerucas con delantal en las proximidades de sus cuarteles, las cuales lo transportaban hasta regiones más próximas y lo repartían entre dos clases de clientela posible: el golfo arrabalero y el señorito degenerado. La grifa, a diferencia de otros tóxicos más esquizoides, pide compañía. A veces se la consume haciendo burbujear el humo a través de un botijo de vino que luego se bebe y con ello se reúnen varias borracheras en una. Cuando da el vacilón, con los ojos cerrados, alguien va contando en voz alta las cosas que sueña con lo que, los menos autodidactas alucinados podrán seguir la dirección de sus ensueños e ir gozando todos de la misma visión colectiva pintada con vivos colores, al modo de un cinematógrafo en tecnicolor comunitario y sin censura. En lo hondo del túnel azulado podía fumarse grifa en secreto, sin decirlo en voz alta y sin quemar mucho ni muy de prisa, para poder luego vanagloriarse: «Pues yo no he sentido nada», «Ni siquiera me marea».

Matías explicó al abogado la misma historia que a sus conocidos prepotentes, un poco deformada (porque la experiencia le había aconsejado). Contada descarnadamente, su mismo amigo ardillesco podría negarse a tomar cartas en el asunto. Jaime escuchó muy atentamente, poniendo una carita seria bajo las gafas de montura negra muy grandes, que aumentando la superficie aparente de su cráneo, le ayudaban a hacer efecto sobre los clientes remisos. Después, le dijo:

—No se puede hacer nada hasta las setenta y dos horas.

—¿Nada?

—Nada. Tú entérate de cuando sea puesto a disposición judicial. Hasta que el juez le interrogue y decrete su prisión, el abogado no puede actuar. Iré a hablar con él y veremos las tonterías que ha dicho y lo que ha confesado y lo que ha callado. Habrá de presentar solicitud de libertad provisional y depositar la fianza si es que el juez considera que puede señalarla. Hasta tanto, nada. De momento ni siquiera está procesado. Si un hombre no está procesado no hay quien le defienda. En rigor nadie le defiende hasta el mismo juicio oral. Hasta ahora no se trata sino de una simple indagación policíaca. La defensa, lo que se dice defensa, no puede iniciarse ahora. Las ruedas de la máquina giran solas. No hay nada que hacer. Tenemos que esperar a que empiece la instrucción propiamente dicha. Tú estate al tanto y avísame y cuando pueda yo actuaré solicitando libertad provisional. Si es posible, que no lo será, recurriré contra el auto de procesamiento. Pero no será posible; tal como tú lo cuentas hay sospechas fundadas y a tu amigo no hay quien le evite un proceso…

Toda esta facundia de procedimiento, plazos y actuaciones dejó a Matías sumido en una vaga ensoñación, interrumpida por la aparición de una mujer alta, vestida de amplio escote, collar de perlas (o lo que fueran) de rara fantasía y sonrisa dedicada a la ardilla que, puesto en pie, hizo sentar a la recién llegada y tras la petición de nuevo whisky y ofrecimiento de pitillo rubio, el prisionero desapareció como objeto de su interés, volatilizándose en el aire cargado de humo, como si fuera un fantasma de la grifa.

—¡Jaime…! —maulló suavemente a poco de sentada en el diván.

—Preséntame a esta monada —exigió Matías.

—Que te lo has creído —replicó egoísta el abogado.

Y se quedaron los tres mirándose muy sonrientes y muy contentos de que el mundo haya sido dispuesto de tal modo que en él existan dos sexos diferentes y de que uno de ellos —el opuesto— esté tan agradablemente provisto de dones y de gracias. Algunos jóvenes escurridos de cinturas delgadas, que se apoyaban en la barra de la penumbra, parecieron mirar con desprecio ese embeleso, como convencidos de que también sin tal partición bipartita la vida valdría la pena de ser vivida. Pero sin prestar atención a tales miradas y con las patillas afeitadas más cortas que los que tan altamente les juzgaban, Jaime y Matías siguieron sumergiéndose por turno en el resplandor verde de los ojos de la belleza —por el momento— felizmente compartida. La animadora de la guitarra había subido otra vez la escalera desde el tocador de señoras que hacia de camerino. Iba ahora de rojo y la luz azulada del proyector conseguía vestirla de un violeta lúgubre, mientras que su escasa voz intentaba llenar el local con los acordes centroeuropeos de una vieja canción de guerra sentimental.

[53]

La redonda consorte del Muecas había conseguido, con la visita que hizo por su propia iniciativa a los que organizan tales ceremonias, que el cuerpo de su pobre hija fuera sepultado en sagrado, aun a costa de la promiscuidad vertical que para los enterramientos de tercera es preceptiva en el Este, pero lo que no podía caber dentro de su capacidad de presunción es que el mecanismo por ella inocentemente puesto en marcha fuera tan complejo que poco más tarde el mismo cuerpo de Florita hubiera de ser exhumado y; mediante una marcha retrógrada como en una película cinematográfica puesta al revés (que resulta tan divertido), se encaminara de nuevo a hombros de una de las brigadas (la organización no había podido ser tan perfecta como para volver a tener dispuesta la camioneta fúnebre) hacia los edificios de extrañas formas orientales que constituían la trilogía
Capilla
,
Depósito
,
Oficinas
sin entrar en ninguno de éstos sino en otro más pequeño que decía DEPÓSITO JUDICIAL. En virtud de algún reflejo biológico que también actúa sobre el perro fiel al difunto amo, ella había permanecido al pie del pequeño montoncito de tierra marrón durante el tiempo transcurrido entre las dos opuestas operaciones, sin importarle gran cosa no saber exactamente en cuál de los pisos superpuestos dormía Florita y sin plantearse siquiera el problema teórico de hasta qué grado de paulatina descomposición un cuerpo muerto merece velatorio. Por eso pudo ser testigo de la nueva salida de la exangüe y la vio tendida junto al alguacil llegado a lomo de bicicleta, adivinando por la expresión de este sujeto que en él había un cierto conocimiento tanto del
por qué
como del
para qué
de la ceremonia. Cuando la palabra
autopsia
salió de la boca del ciclista y ella comprendió lo que tan extraña voz griega quiere decir en cristiano, invadida por nueva desesperación, se obstinó en permanecer acuclillada a la puerta del Depósito Judicial, casi del todo cubierta con un pañuelo negro y lanzando unos ayes roncos que nada fue capaz de interrumpir. El forense, al entrar en el local, la consideró con pena y opinó que era mejor que la llevaran fuera porque él no quería tener un disgusto al salir, una vez realizada su tarea. Pero no hubo quién para poder llevársela y por simplificar, el mozo insinuó tranquilizador al funcionario que, saliendo él por otra puerta excusada «no había caso».

«Hija mía», «Hija mía», repetía desconsoladamente, para añadir luego con rabia: «Que me la están matando».

—Aquí, señora, no matamos a nadie —replicó el mozo jovial.

Y decía la verdad.

Pero ella insistía: «Que me la están matando», «Ay, que me la están matando». Más tarde, su lenta imaginación pareció llegar a precisar lo que temía: «Que me la están rajando toda, la pobre, que me la están abriendo». Sufría más de esta profanación que de la misma muerte y de las que —en vida— había sufrido previamente. Atronaba así los oídos de los que trabajaban y a todos les estaba poniendo los nervios tirantes. «Y seguramente ella tiene la culpa, que la puso en tal paso», opinó el mozo mientras prestaba su hábil auxilio prestímano a la facultad. «Esto es insoportable», dijo al fin el forense y tirando de teléfono, avisó a la policía.

Cuando la llevaron, se quedó completamente callada y permaneció en el mismo silencio el tiempo que duró el viaje hasta la comisaría. Ni siquiera temblaba, ni parecía que estuviera asustada, ni que el corazón le fuera muy de prisa.

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