Preguntas a las que una chupada anciana que situada en un rincón y renunciante a todo manejo provocativo de partes corporales, no ponía su esperanza sino en la saturación de la demanda que hiciera emigrar hacia pisos superiores al resto de sus compañeras de trabajo, no pudo menos de sonreír y alzando los. blancos brazos, enlazar su cuello de un modo impropio para las reglas draconianas que. imperaban en aquella zona del edificio, al mismo tiempo que decía:
—¡Ven salao! —y en voz baja—: ¿Quieres que te haga cositas? —lanzándose como fatigada leona sobre la única ocasión de tocar un joven que —a pesar de su oficio— le habían deparado las últimas épocas de su vida trabajosa.
Pero las émulas de doña Luisa se precipitaron violentamente sobre la pareja sacrílega que rompía el sagrado del lugar a simples excitaciones visuales destinado, y prudentemente vestidas de negro los empujaron, juntamente con Pedro, hacia la sala de visitas dispuesta para recibir a los que demasiado importantes para ser arrojados al exterior y demasiado dudadores para permanecer en la zona de las elecciones, no hacían sirio turbar a cuantos en ella se dedicaban al inspirado juego.
Esferoidal, fosforescente, retumbante, oscura-luminosa, fibrosa-táctil, recogida en pliegues, acariciadora, amansante, paralizadora recubierta de pliegues protectores, olorosa, .materna, impregnada de alcohol derramado por la boca, capitoné azulada, dorada a veces por una bombilla anémica cuyo resplandor hiere los ojos noctámbulos, arrulladora, sólo apta para el murmullo, denigrante, copa del desprecio de la prostituta para el borracho, lugar donde la patrona vuelve a ser un reverendo padre que confiesa dando claras y rectas normas mediante las que el pecado de la carne es evitable, longitudinal, túnel donde la náusea sube, color tierra cuando el gusano-cuerpo entra en contacto con las masas que aprisionadoramente lo rodean, carente de fuerza gravitatoria como en un experimento todavía no logrado, giroscópica, orientada hacia un norte, elegida para una travesía secreta, laguna estigia, dotada de un banco metálico desde la que el cuerpo alargado y lánguido cae a una blandura apenas inferior, cabina de un vagon-lit a ciento treinta kilómetros por hora a través de las landas bordelesas, cabin-log de un faruest donde ya no quedan cabelleras, camarote agitada por la tempestad del índico cuando los tifones llegan a impedir el vuelo del amarillo cormorán, barquilla hecha de mimbres que montgolfiera, ascensor lanzado hacia la altura de un rascacielos de goma dilatada, calabozo inmóvil donde la soledad del hombre se demuestra, cesto de inmundicia, poso en que reducido a excremento espera el ocupante la llegada del agua negra que le llevará hasta el mar a través de ratas grises y cloacas, calabozo otra vez donde con un clavo lentamente se dibuja con trabajo arrancando trocitos de cal la figura de una sirena con su cola asombrosa de pez hembra, vigilada por una figura gruesa de mujer que la briza, acariciada por una figura blanda de mujer que amamanta, cuna, placenta, meconio, deciduas, matriz, oviducto, ovario puro vacío, aniquilación inversa en que el huevo en un universo antiprotónico se escinde en sus dos entidades previas y Matías ha desempezado a no existir, así la sala de retirada, sala de visitas, sala —para los detritus, sala para los borrachos de buena familia que en una noche anegada llegan y encallan en la única puta que no ha podido trabajar y que con mirada incomprensiva los mira mientras que revueltos en las cáscaras de naranjas y en las peladuras de patatas se reconciliare y salvan.
—Dulce servidora de la noche, maga de mi tristeza dolorida, dime: ¿cómo conseguiste hallar el secreto de la eterna juventud? ¿Quién te permitió a través de tantos besos, conservar el color rojo de tu boca? ¿Cómo es posible que tras tantos catres la carne de tu cuerpo no parezca una esponja empapada en pipí de niño tonto? ¡Habla! Comunica tu secreto a tus admiradores.
—Pues no creas. ¡Toca aquí! —y enseñaba su muslo—. Está duro todavía. Si me hubierais visto antes. ¡Pero qué bobo eres! ¿Para qué bebéis tanto? Luego os ponéis así.
—No puedo comprenderlo. ¿Quién inventó semejante carne? ¿Qué materia como ésta es capaz de atravesar el fuego del infierno y permanecer siempre fresca y florecida?
—Pitodeoro, pitodeoro, imbécil —y rió con una carcajada espantosa que mostraba la enorme amplitud de las arrugas hasta entonces ocultas apenas por una complicidad entre la bombilla de quince bujías y la capa de afeite apelmazado con que se cubría.
—¡Oh belleza, eternidad, lujuria! ¡Oh diosa vencedora del tiempo! ¡Oh lasciva! Cuenta, cuenta. Abre tu corazón y explica.. ¿Has firmado un pacto con el demonio?
—¡Jesús! —gritó asustada—. ¿Qué estás diciendo? —y reprimió (casi involuntariamente) una voluntad (casi inconsciente) de hacer la señal de la cruz conjuradora de blasfemias.
—Cuando se ríe tengo que mirar para otro lado —informó Pedro.
—Reír es sano —replicó la vieja.
—¿Tú puedes mirarla cara a cara?
—La amo. La amo. Quiero poseerla —aseguró Matías y tropezando en el vigor de su impulso hacia el cuerpo desvencijado, cayó al suelo envuelto en las nubes de su borrachera, sobre las cáscaras de naranja que misteriosos visitantes habían consumido previamente en una época geológica no lejana. No intentó levantarse sino que siguió accionando con la única mano que le quedaba libre, estando la otra oprimida en extraña posición pero totalmente anestésica bajo su propio cuerpo.
—Para qué beberéis tanto —insistió lúgubremente como si adivinara océanos de delicias de los que se veía privada por el triste estado físico de los arrullados mancebos—. Para qué beberéis tanto. Luego no podéis hacer nada.
Oído lo cual, Matías se sumió en una inextinguible carcajada.
—¿Qué harías tú, erudito, si no hubieras bebido? —preguntó entre dos hipidos.
—Sí; a ti te hablo.
—¡Déjala! ¡No te rías de ella!
—Yo la deseo. Estoy dispuesto a todo.
—Ven, chato —dijo la anciana—. ¿Para qué habrás bebido tanto?
—Llama, llama a la guardesa. Dile que nos reserven la mejor alcoba de la casa. Voy contigo y que me maten si no he de ser yo el más feliz esta noche cuando ya todos hayan quedado fatigados… ¡Flojos! —e hizo un gesto de amenaza con su largo brazo—. ¡Flojos! ¿No sabéis acaso que la existencia es breve, que no ocupa sino el tiempo de la rosa entre dos equidistancias de los astros? ¿Qué hacéis con vuestro tiempo? ¡Postume, Postume labuntur anni! ¿No sabéis que el cuerpo muere y que el. Alma va a la eternidad?
La mujer se inclinó sobre el caído, se sentó sobre la mullida moqueta de naranjas y colocó la cabeza sobre el muslo inmortal al que los años no habían logrado hacer perder su carácter propio de consistencia y elasticidad. Rodeó con su brazo —más ajado— la cabeza y acarició los pelos revueltos que, como ala de cuervo, caían sobre la frente verdosa del borracho. Por un momento se olvidó de Pedro, que miraba entre atónito y ausente, y dijo:
—¿Es verdad que vamos de dormida? —con voz acariciadora inevitablemente ronca.
—Sí, maga —confirmó el doncel enamorado.
Ya se acercaba entonces, dispuesta a hacer tertulia, doña Luisa la mujer-esclusa concluidas sus funciones circulatorias, una vez que la puerta de la casa había sido cerrada a cal y canto y que los funcionarios municipales disolvían los-grupos restantes de Erustrados con gestos despectivos y palabras broncas. Al introducirse en la esfera mágica en que los —tres habían estado viajando, vino a restablecer un equilibrio, el reino de la razón entró en competencia con el de la pasión desatada y ya en el modo de sentarse en el banco metálico se adivinaba que —a despecho de toda su comprensión y su savoir vivre— iba a romper la atmósfera mística que hasta entonces habían compartido.
—Buenas noches. ¿Cómo están ustedes? —a lo que el estupor les impidió dar contestación alguna—. ¡Vaya nochecita! No debían ustedes venir en noches como ésta. ¡Claro! Las chicas están todas ocupadas. Y todo va de prisa. El sábado está bien para los albañiles, digo yo. Pero ustedes no debían. Claro que siempre se les ve bien por esta casa. No sé ni cómo he podido aguantarlo, porque cada día hay menos educación. ¡Claro! Si fueran todos como ustedes. Pero no pueden ustedes imaginarse qué personal ha pasado esta noche por esos pasillos. Qué insolencia, qué lengua Dios mío, qué lengua. Todos borrachos… claro que hasta en eso se nota. Hay que saber beber. Ustedes ya me comprenden. Pero ya no está una para muchos trotes como éstos. Jesús, estoy toda sudada. ¡Anda, Charo, hija, tráeme una gaseosa de la cocina!
—¡Enseguidita, doña Luisa! —dijo la desfallecida amante incorporándose del suelo y dejando golpear la augusta cabeza abandonada—. Enseguidita se la traigo —mostrando en el sobresalto el temor que doña Luisa conseguía infundir en su ganado en edad ya de emprender la retirada.
—¿Marchó el consuelo de mi vejez? ¿Se alejó el báculo de mis pasos vacilantes? ¿Podré ver la luz del sol ya nunca, ay de mí, triste Edipo? Electra, hija mía, no abandones a tu anciano padre —con lo que intentaba mostrar a la coriácea doña Luisa la profundidad de su estado sonambúlico.
—Estarán ya todas acostadas —dijo Pedro por decir algo.
—Sí; todas se han ido, menos las de dormida y esta pobre —explicó amable doña Luisa—. La pobre tan gastada pero tiene afición —siguió diciendo—. Sí, se pirra por los hombres.
—Sí, ya se ve…
—No como otras. Como esa jovencita que habrá usted visto antes, esa alta y delgada, la rubita, que se le ven los huesos. ¿No sabe? Ésa está aquí y es como si no estuviera. Para todo hay que servir.
—Le falta vocación.
—Ésa, yo creo que ni para monja. Pero la Charo ha valido mucho.
—Su gaseosa —dijo la Charo, aduladoramente, He cogido la que estaba al ladito del hielo.
—¿Ustedes gustan? —preguntó doña Luisa. Y comenzó a ingurgitar la espiritual bebida al compás de la oscilante nuez.
—Por nosotros no se preocupe usted —acertó a replicar el triste Edipo—. Yo no siento ni conozco.
—¿Por qué beben ustedes tanto? —insistió la patrona.
—Es la juventud —dijo Pedro.
—Sí, claro, se comprende…
—¿Cómo quiere usted que, sin estar bebido, yo fuera de dormida con esta celeste criatura?
—Calla, tonto —dijo la anciana, volviendo a tomar posesión de su yacente caballero.
—Bueno; digo yo que tendrán que irse ustedes —siguió doña Luisa volviéndose hacia el no menos beodo, pero menos literario Pedro—. Vaya, si no se quedan, tendrán que irse, porque son las cuatro. ¿No quiere usted, de verdad? —y le alargaba el resto de la botella de gaseosa con todo el borde lleno de su saliva bríllame—. Hace tanto calor a estas horas.
—¡Vámonos, Matías! —dijo Pedro enderezándose.
—Dieu et mon Droit —contestó éste a guisa de negativa.
—Tendremos que irnos.
—Vamos, no se violenten. Pueden irse en cuanto ustedes quieran. Habiendo educación no hay más que hablar.
—Yo soy el que soy.
—Si fuera por mí, pero ya saben, tenemos nuestras ordenanzas.
En cuyo momento (llegada la hora de las restricciones eléctricas) se hizo la más profunda de las tinieblas en el pequeño antro recolector.
—Ya está. La restricción —dijo doña Luisa—. Voy por luz. —Y se oyó el ruido almohadillado de sus pies calzados con babuchas y el repicar de sus nudillos en las paredes buscando orientación.
Cuando la luz se hubo extinguido, aquel modesto espacio, oloroso a vómito y a naranja, recuperó sus ideales condiciones oníricas favorecidas por la desaparición de la ogresa.
—¡Ya lo sabia yo! ¡Los dioses preparaban mi castigo! —exclamó enérgicamente Matías—. Llegó la hora de mi cruel ceguera.
—¿Qué dices, cariño? —mientras buscaba con la suya su boca, la ardorosa Chavo.
—¡Triste Edipo, ya nunca veré más la luz del sol! He aquí que me he arrancado ambos ojos, el derecho con las uñas de mi mano derecha y el izquierdo con las uñas de mi mano izquierda y los siento en mis manos todavía calientes aunque ya no me sirven para ver. ¡Electra, Electra, ven a mí!
—Aunque la llames no viene hasta las seis. Pero doña Luisa traerá un candil —tranquilizó la hija amante—. ¿Qué importa? Tenemos tiempo para lo que queremos hacer.
Pedro aprovechó la plenitud de su éxtasis para deslizarse fuera. Un leve resquicio luminoso le indicó dónde estaba la puerta. Tanteando por el pasillo pudo acertar con la escalera. En diversos pisos se veían cuadros vivos iluminados por llamas temblorosas. Cada poseída guiaba hasta la calle a su galán de una hora, llevando la mano izquierda todavía apoyada en la cintura masculina y la derecha un poco en alto para que el halo de la luz llegara más lejos y para que su pie no tropezase. Envueltas en sus saltos de cama, ruborosas y humildes, se despedían cortésmente, mientras que ellos, hoscos y huraños, con las orejas enrojecidas y abrigados en las rozadas gabardinas, huían en silencio sin volverse a mirarlas, como si una maldición los persiguiera y sólo la negra y fresca noche pudiera limpiarles del mismo modo que limpia el océano.
Pedro volvía con las piernas blandas. Asustado de lo que podía quedar atrás. Violentado por una náusea contenida. Intentando dar olvido a lo que de absurdo tiene la vida. Repitiendo: Es interesante. Repitiendo: Todo tiene un sentido. Repitiendo: No estoy borracho. Pensando: Estoy solo. Pensando: Soy un cobarde. Pensando: Mañana estaré peor. Sintiendo: Hace frío. Sintiendo: Estoy cansado. Sintiendo: Tengo seca la lengua. Deseando: Haber vivido algo, haber encontrado una mujer, haber sido capaz de abandonarse como otros se abandonan. Deseando: No estar solo, estar en un calor humano, ceñido de una carne aterciopelada, deseado por un espíritu próximo. Temiendo: Mañana será un día vacío y estaré pensando, ¿por qué he bebido tanto? Temiendo: Nunca llegaré a saber vivir, siempre me quedaré al margen. Afirmando: A pesar de toda no es; a pesar de todo yo quizá; a pesar de todo quién puede desear con una así. Afirmando: La culpa no es mía. Afirmando: Algo está anal, algo no sólo yo. Armando: El mal está ahí. Interrogando: ¿Quién explica el mal? Reflexivo-recordarte: Aquella mujer que estaba allí y no tenia que estar allí porque era como si no estuviera porque no servia. Incisivo-perdonador: No tiene nada de ángel porque además de no tener alas parece que lo único a que aspira es a la aniquilación. El ángel puede volverse contra su dios, pero este medioángel no se vuelve más que contra su madre. Acusador-disoluto: Era una vieja horrible, sólo una vieja horrible. Conclusivo: Soy un pobre hombre.