Tiempo de arena (25 page)

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Authors: Inma Chacón

BOOK: Tiempo de arena
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A Xisca se le vino a la mente la imagen de Jaime ante la estatua de la reina Leonor, bañado en lágrimas, y las palabras de don Ramón: «Dios acaba de perdonarte todos sus pecados. ¿Acaso vas a ser tú más implacable que él? ¿No le llamarías a eso soberbia?»

Pero no era soberbia, era miedo y asco lo que Jaime le producía. Ella podría perdonarle y aceptar que se arrepentía de lo sucedido, pero ni el arrepentimiento ni el perdón conseguirían borrar el recuerdo de aquella noche. Tampoco las rosas que él se empeñaba en enviarle.

El beso de su madre le provocó escalofríos. Estaba claro que no era para ella —nunca se los daba—, sino para sus hermanas, quienes contemplaron atónitas aquella manifestación de cariño tan poco usual en Mariana. María Francisca se volvió hacia su madre obligándola a retirarse hacia atrás.

—Espero que cumplas tu promesa.

Y Mariana percibió tan nítidamente la amenaza que, si no hubiera pensado que aún le quedaban muchas piezas por mover, habría creído que todo estaba perdido.

María Francisca se levantó y le dio un beso en la mejilla igual de falso que el de ella. Después se excusó ante sus tías y salió del comedor sin haberse acercado a las rosas.

Las tres hermanas se quedaron de pie, unas frente a otras. Mariana parecía consternada —se restregaba las manos como cuando estaba a punto de perder los nervios—, y Alejandra y Munda se miraban sin saber qué pensar.

—¿Vas a explicarnos qué está pasando? —dijo Munda por fin, dirigiéndose a la marquesa—. Es evidente que ella no quiere a ese joven, sea quien sea, que a ti te gusta tanto.

En cualquier otra circunstancia, Mariana y Munda se habrían enfrascado en una discusión, pero, para sorpresa de Munda, su hermana bajó la cabeza y contestó:

—No es a mí a quien tiene que gustarle, aunque no puedo negarlo: me agrada mucho para ella. Pero mi hija es libre de decidir; si no le ha dicho todavía que no, será porque contempla la posibilidad de aceptarlo.

Munda miró a su hermana sin poder creerla. Tendría que haber cambiado demasiado para dejar que Xisca tomase por sí sola una decisión de la que dependía el futuro de su adorado marquesado.

—¿Y no será porque tú la estás presionando?

Mariana recobró la compostura para seguir con el juego que había iniciado nada más recibir la noticia de la llegada del ramo.

—Habla con ella y averígualo por ti misma. No voy a tratar de convencerte, pero ten por seguro que sólo se concertará el compromiso si ella acepta.

Hacía ocho años de la última conversación que habían mantenido las dos hermanas, cuando habían librado una batalla que ambas creían haber ganado —la una consiguiendo que María Francisca abandonase el Colegio de Doncellas Nobles, y la otra trasladándose al palacio que desde entonces le pertenecía por pleno derecho—. Eran ocho años en los que habían pasado muchas cosas, pero no el resentimiento recíproco que sentían ni su mutua desconfianza. Y aquella tarde, cuando volvieron a mirarse a los ojos después de tanto tiempo, Mariana contaba con que aquellas susceptibilidades jugarían a su favor en el tema de Jaime. Su hija no se había equivocado en sus predicciones: la marquesa sabía que Xisca nunca le confesaría a Munda el motivo de sus dudas; lo único que podría decirle era que se debatía en ellas y, precisamente por eso, Munda se mantendría al margen, porque jamás trataría de interferir en la decisión de su sobrina. Ella, que enarbolaba la bandera de la libertad, no podía perder la coherencia por la que había abandonado Toledo hacía ya doce años.

Con respecto a Alejandra, apenas tendría que hacer nada. En cuanto conociera la identidad del pretendiente de Xisca, se entusiasmaría con la idea y le transmitiría a ella su entusiasmo.

El problema seguía siendo María Francisca, que apenas si se había movido un milímetro de su postura inicial. La única baza que Mariana podía jugar consistía en seguir alimentando sus dudas. No podía obligarla a casarse porque, tal y como había reaccionado, era capaz de llevar su negativa hasta sus últimas consecuencias.

34

La semana que tenía por delante en el cigarral iba a ser decisiva para Mariana. Debía calibrar muy bien sus jugadas, de lo contrario, el trato que había hecho con Jaime se vendría abajo como un castillo de naipes y sus hermanas no tardarían en averiguar la razón por la que había decidido casar a la heredera del marquesado con un advenedizo, en lugar de buscarle un esposo a la altura de sus títulos, entre la nobleza toledana. Si conseguía su propósito, nadie tendría que saber nunca por qué había invitado a los hermanos Sánchez Mas a participar en un juego en el que todos saldrían ganando.

Pero si el peón más importante del tablero fallaba y se mantenía inamovible en su casilla, la partida se perdería y todo aquello por lo que había luchado desde que asumiera la jefatura de la casa de Sotoñal se hundiría sin remedio, a pesar de sus esfuerzos por mantenerlo a flote.

Lo que no podía imaginar Mariana era que sus estrategias iban a fallarle desde la base. Era cierto que Xisca no les contaría a sus tías el bochornoso episodio del jardín; jamás se lo contó a nadie, ni siquiera a don Ramón, quien lo había sabido por su madre, ni a Shishipao, que durante mucho tiempo trató de sonsacarla mientras lloraba entre sus brazos, hasta que dejó de preguntar cuando se convenció de que nunca obtendría respuestas. También era cierto que Munda no tomaría partido y que Alejandra, nada más conocer el nombre del pretendiente, se ilusionaría con la idea de ser cuñada de su sobrina.

Sin embargo, lo que nunca habría sospechado Mariana era que ella misma se encargaría de abortar la boda de Alejandra y provocaría que se desplomara la estructura que tan meticulosamente había levantado con sus calculadas maniobras.

Durante toda la semana se mantuvo el secreto sobre la identidad del que enviaba las flores, que seguían llegando cada mañana, siempre rojas y acompañadas por una tarjeta que Xisca dejaba sin abrir encima de la mesa. Munda y Alejandra habían hablado con ella a solas en varias ocasiones y, en todas, la joven se había mostrado inflexible en su mutismo.

—Os lo ruego, no quiero hablar de esto.

De manera que acordaron no volver a tratar el asunto.

Cuando Mariana trataba de sacar la conversación, se encontraba con un muro tras el que se parapetaban las tres, una barrera imposible de derribar. La única alternativa que le quedaba a la marquesa era seguir apelando a la sensibilidad de su hija con respecto al embarazo.

Aquellos días fueron como los había soñado Alejandra. Excepto por algunos momentos en que Xisca parecía apesadumbrada, el resto fue un remanso de paz.

Munda y Mariana se esforzaron por no volver a discutir ni tocar temas que pudieran enfrentarlas. Sólo se hablaba de la boda, de los regalos que no paraban de llegar, de la luna de miel —que llevaría a Alejandra de vuelta a Manila, donde trataría de encontrarse con Manuel para entregarle una carta de Munda— y de su futura carrera como letrada.

Después de la siesta, salían al porche y disfrutaban de las vistas de Toledo, dorado y mágico a aquellas horas, con su cielo inmenso cayendo sobre las piedras centenarias.

—¿Te imaginas al niño correteando por aquí? —le decía a veces Mariana a su hija cuando se encontraban a solas—. ¡Estoy deseando conocer a mi nieto!

Y Xisca se tocaba la tripa disimuladamente, se le iluminaba el semblante y caía en las redes de su madre.

—Va a ser una niña.

—¡Pues a mi nieta! ¡Ojalá Alejandra se quede enseguida en estado! Los niños serían de la misma edad. ¿Te das cuenta? ¡Incluso podrían parecerse, serían parientes por partida doble!

Y a continuación, cuando Mariana comprendía que el camino estaba abonado, le hablaba del arrepentimiento de Jaime.

—El pobre está tan pesaroso que quién nos dice que, al fin y al cabo, no haya sido todo una bendición de Dios. Estoy segura de que sería un padre maravilloso. Como dice don Ramón, los caminos del señor son insondables.

Y otra vez aparecían los sentimientos contradictorios de María Francisca: el perdón, el arrepentimiento, la ira, la soberbia, el padrenuestro que estás en los cielos, el canto de los grillos taladrándole el cerebro, las lágrimas de Jaime en la capilla de la reina Leonor. Don Ramón. Jesucristo poniendo la otra mejilla. El olvido imposible. El bebé, que debería nacer en una familia bendecida por Dios. La posibilidad de que Jaime la quisiera de verdad. La rabia, la culpa y el deseo de que todo aquello acabase.

Quizá ella debería haberse negado con más determinación. Quizá no dijese que no con suficiente convencimiento.

Hasta que llegó el día de la boda y Jaime apareció en el cigarral con su flamante chaqué y su sombrero de copa para darle el brazo a su cuñada y llevarla al altar. La ceremonia estaba prevista para las doce del mediodía. Toda la casa se había despertado al alba. El vestido de novia, regalo de Mariana, colgaba de la lámpara de la habitación de Alejandra, inmaculado, dispuesto a albergar los sueños de una joven que quería luchar por un mundo mejor, más justo, igualitario y feliz.

Las criadas corrían de una habitación a otra para ayudar a la novia, a sus hermanas y a su sobrina.

Había que bañarse, peinarse, vestirse y colocarse bien los tocados.

Los criados ultimaban los preparativos de la carroza, el tiro, las riendas, los caballos, los penachos, los terciopelos de los asientos, las libreas de los pajes y los dorados del carruaje.

En el salón lucían expuestos los regalos que habían ido llegando desde que se había anunciado la boda: bandejas de plata, juegos de café, mantelerías de Holanda, portarretratos, cuadros, espejos, jarrones, cuberterías, vajillas de porcelana, cristalerías y un sinfín de objetos repetidos.

Y en el palacio de Sotoñal, un regimiento de criados y doncellas se afanaban en comprobar hasta el último detalle de las mesas dispuestas en el salón de baile. Milímetro a milímetro, midieron la distancia entre cada copa, cada plato y cada cubierto. Las sillas perfectamente alineadas, los centros de flores, los candelabros, el mantel sin la menor sombra de arruga, las servilletas y la emoción que a todos les embargaba.

Alejandra siempre había sido un fogonazo de luz en aquel caserón en el que parecían reinar únicamente las órdenes tajantes de la marquesa, el trabajo desde la mañana a la noche, la inquietud por si se cometía algún fallo y el miedo al castigo correspondiente.

Por mucho tiempo que hubiera transcurrido, nadie había olvidado los meses que pasó la doncella que rompió la lámpara de araña del cigarral en el convento de las Madres Reparadoras. Ni los gritos de la pobre señorita María Francisca, encerrada en las cuadras por haber mojado la cama. Ni el llanto de Shishipao cuando la marquesa la encerró en su habitación durante dos semanas y le prohibió que tuviera contacto con nadie, ni siquiera con su marido, por haberle enseñado las cartas de la niña a la señorita Esclaramunda. Tampoco habían olvidado los años que se sucedieron después en el palacio de Sotoñal, donde la marquesa se había ido endureciendo y se mostraba cada día aún más taciturna e irascible.

En el palacio reinaba un miedo constante. Las órdenes de la marquesa se cumplían antes de que hubiera terminado de darlas. La limpieza de cada objeto, considerado como un tesoro irreemplazable, se había convertido en un riesgo que colocaba a las criadas en una situación de tensión permanente que no tenían más remedio que soportar, porque su única alternativa era volver a los campos de los que habían salido, angustiadas por las bocas que no podían alimentar.

Afortunadamente, para el bien de todos, la boda de la señorita Alejandra había vuelto la casa del revés. Había más trabajo que nunca, desde luego, pero desde el día que se supo que la joven contraería matrimonio, parecía que el sol había vuelto a brillar con fuerza, contagiado de la alegría que había inundado el palacio.

Jaime llegó a las once de la mañana al cigarral. Alejandra ya estaba vestida, a falta del velo, y, en el momento en que el joven entró al salón, estaba ayudando a Xisca a colocarse las flores que le adornaban el tocado. El rostro de su sobrina se transformó al verle.

A Alejandra sólo le hizo falta mirarlos a los dos para comprender quién enviaba los ramos. En un segundo, la expresión de Xisca pasó del brillo al gris, y otra vez al brillo y al gris, mientras Jaime las miraba de arriba abajo exagerando un gesto de admiración.

—Nunca he visto novias más delicadas.

Xisca trató de disimular los nervios que la habían mantenido despierta toda la noche, a la espera del momento en que tendría que volver a mirarle a los ojos.

—Yo no soy ninguna novia.

—Lo sé, pero nadie lo diría viéndote así —repuso él quitándose el sombrero de copa e inclinando levemente la cabeza—. ¡Afortunado el que consiga esperarte en el altar!

Alejandra cogió a su sobrina del brazo y se la llevó al fondo de la sala. No podía ocultar su excitación.

—¿Por qué no me lo habías dicho?

—No me lo preguntes, Nana, por favor.

—Pero ¡si es perfecto! ¡No te imaginas cómo habla su hermano de él! ¡Ah, qué boba soy! ¿Cómo no me lo habré imaginado? ¡Si Jorge no para de hablar de lo enamorado que está su hermano de una joven que no termina de decidirse!

—Nana, no sigas, por favor.

—¿Qué es lo que te hace dudar?

—No es tan sencillo..., prefiero pensarlo más tiempo. Por favor, no me hagas...

Alejandra la interrumpió al darse cuenta de que se había dejado llevar por la emoción, olvidándose del acuerdo de no volver a tocar el asunto.

—Lo siento, pequeña, tienes toda la razón; estas cosas requieren su tiempo. No me hagas caso. No basta con que él te quiera a ti, lo importante es que tú también le quieras a él.

Unos minutos más tarde, el cortejo nupcial ya estaba formado en el patio delantero de la finca.

Faltaban unos segundos para que Alejandra bajase las escaleras, se mirase al espejo para el último retoque y escuchase el tintineo de las copas que la expulsarían del futuro que había soñado.

35

En sus orígenes, la playa de La Malvarrosa se encontraba en una extensión de terreno, cubierta de huertas y barracas de pescadores, donde abundaban las malvas. La zona comenzó a rehabilitarse a mediados del siglo XIX, cuando el jardinero mayor del Jardín Botánico abrió un vivero especializado en el cultivo de ese tipo de flores y más tarde una fábrica de perfumes. Con el tiempo, aquella franja del litoral que solía utilizarse para el desembarco de la pesca y el intercambio comercial comenzó a poblarse de residencias de verano de personajes ilustres y familias adineradas de Valencia.

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