Read The Unknown University Online
Authors: Roberto Bolaño
Tags: #Poetry, #General, #Caribbean & Latin American
Luego, dos o tres veces en la misma tarde, volvían y la rutina era la misma.
Laura,
si estaba de humor, les abría, si no ni siquiera se molestaba en decirles a través
de la puerta que no jodieran.
Las relaciones, salvo uno o dos altercados aislados,
fueron en todo momento armoniosas.
A veces creo que ellos apreciaban a Laura mucho
antes de conocerla.
Una noche, el viejo que los llevaba (aquella vez eran tres, un
viejo y dos muchachos) nos ofreció una función.
Nunca habíamos visto una.
¿Cuánto
cuesta?, dije.
Nada.
Laura dijo que pasaran.
El cuarto del vapor estaba frío.
Laura
se quitó la toalla y giró la llave de entrada: el vapor comenzó a salir desde el
suelo.
Tuve la sensación de que estábamos en un baño nazi y que nos iban a gasear;
la sensación se acentuó al ver entrar a los dos muchachos, muy flacos y morenos, y
cerrando la marcha el viejo alcahuete cubierto sólo con unos calzoncillos
indescriptiblemente sucios.
Laura se rió.
Los muchachos la miraron, un poco
cohibidos, de pie en medio del cuarto.
Luego también se rieron.
Entre Laura y yo, y
sin quitarse su horrorosa prenda íntima, se sentó el viejo.
¿Quieren mirar, no más,
o mirar y participar?
Mirar, dije.
Ya veremos, dijo Laura, muy dada a estos albures.
Los muchachos, entonces, como si hubieran escuchado una voz de mando, se
arrodillaron y comenzaron a enjabonarse mutuamente los sexos.
En sus gestos,
aprendidos y mecánicos, se traslucía el cansancio y una serie de temblores que era
fácil relacionar con la presencia de Laura.
Pasó el tiempo.
El cuarto recobró su
espesura de vapor.
Los actores, inmóviles en la postura inicial, parecían, no
obstante, helados: arrodillados frente a frente, pero arrodillados de una manera
grotescamente artística, con la mano izquierda se masturbaban mientras con la
derecha mantenían el equilibrio.
Semejaban pájaros.
Pájaros de láminas de metal.
Deben estar cansados, no se les levanta, dijo el viejo.
En efecto, las vergas
enjabonadas sólo tímidamente apuntaban hacia arriba.
Chavos, no la amuelen, dijo el
viejo.
Laura volvió a reírse.
¿Cómo quieres que nos concentremos si te estás riendo
a cada rato?, dijo uno de los muchachos.
Laura se levantó, pasó junto a ellos y se
apoyó en la pared.
Ahora, entre ella y yo estaban los cansados ejecutantes.
Sentí
que el tiempo, dentro de mí, se rajaba.
El viejo murmuró algo.
Lo miré.
Tenía los
ojos cerrados y parecía dormido.
Desde hace un montón de tiempo no dormimos, dijo
uno de los muchachos soltando el pene de su compañero.
Laura le sonrió.
A mi lado el
viejo empezó a roncar.
Los muchachos sonrieron aliviados y adoptaron una postura más
cómoda.
Oí cómo les crujían los huesos.
Laura se dejó resbalar por la pared hasta
dar con las nalgas en las baldosas.
Estás muy flaco, le dijo a uno.
¿Yo?
Éste
también, y tú, respondió el muchacho.
En realidad todos estábamos flacos.
El silbido
del vapor, en ocasiones, hacía difícil distinguir las voces, demasiado bajas.
El
cuerpo de Laura, la espalda apoyada en la pared, las rodillas levantadas, estaba
cubierto de transpiración: las gotas resbalaban por su nariz, por su cuello, se
acanalaban entre sus senos e incluso colgaban de los pelos del pubis antes de caer
sobre las baldosas calientes.
Nos estamos derritiendo, murmuré, y de inmediato me
sentí triste.
Laura asintió con la cabeza.
Qué dulce pareció en aquel instante.
¿En
dónde estamos?, pensé.
Con el dorso me limpié las gotitas que resbalaban de las
cejas a los ojos y no me dejaban ver.
Uno de los muchachos suspiró.
Qué sueño, dijo.
Duerme, aconsejó Laura.
Era extraño: creí que las luces decrecían, perdían
intensidad; temí desmayarme; luego supuse que sería el excesivo vapor el causante
del cambio de colores y tonos, ahora mucho más oscuros.
Como si estuviéramos viendo
el atardecer, aquí, encerrados, sin ventanas, pensé.
Whisky y maría no son buena
compañía.
Laura, como si leyera mi pensamiento, dijo no te preocupes, todo está
bien.
Y luego volvió a sonreír, no una sonrisa burlona, no como si se divirtiera,
sino una sonrisa terminal, una sonrisa anudada entre una sensación de belleza y
miseria, pero ni siquiera belleza y miseria tal cual, sino Pequeña Belleza y Pequeña
Miseria, enanas paradójicas, enanas caminantes e inaprehensibles.
Tranquilo, sólo es
vapor, dijo Laura.
Los muchachos, dispuestos a considerar irrebatible todo lo que
Laura dijera, asintieron repetidas veces.
Luego uno de ellos se dejó caer sobre las
baldosas, la cabeza apoyada en un brazo, y se durmió.
Me levanté, cuidando no
despertar al viejo, y me acerqué a Laura; en cuclillas junto a ella hundí la cara en
su cabellera húmeda y olorosa.
Sentí los dedos de Laura que me acariciaban el
hombro.
Al poco rato me di cuenta de que Laura jugaba, muy suavemente, pero era un
juego: el meñique tomaba el sol sobre mi hombro, luego pasaba el anular y se
saludaban con un beso, luego aparecía el pulgar y ambos, meñique y anular, huían
brazo abajo.
El pulgar quedaba dueño del hombro y se ponía a dormir, incluso, me
parece a mí, comía alguna verdura que crecía por allí pues la uña se clavaba en mi
carne, hasta que retornaban el meñique y el anular acompañados por el dedo medio y
el dedo índice y entre todos espantaban al pulgar que se escondía detrás de una
oreja y desde allí espiaba a los otros dedos, sin comprender por qué lo habían
echado, mientras los otros bailaban en el hombro, y bebían, y hacían el amor, y
perdían, de puro borrachos, el equilibrio, despeñándose espalda abajo, accidente que
Laura aprovechó para abrazarme y tocar apenas mis labios con sus labios, en tanto
los cuatro dedos, magulladísimos, volvían a subir agarrados de mis vértebras, y el
pulgar los observaba sin ocurrírsele en ningún momento dejar su oreja.
Te brilla la
cara, susurré.
Los ojos.
La punta de los pezones.
Tú también, dijo Laura, un poco
pálido tal vez, pero brillas.
Es el vapor mezclado con el sudor.
Uno de los
muchachos nos observaba en silencio.
¿Lo quieres de verdad?, le preguntó a Laura.
Sus ojos eran enormes y negros.
Me senté en el suelo.
Sí, dijo Laura.
Él te debe
querer con frenesí, dijo el muchacho.
Laura se rió como un ama de casa.
Sí, dije yo.
No es para menos, dijo el muchacho.
No, no es para menos, dije yo.
¿Sabes qué gusto
tiene el vapor mezclado con el sudor?
Depende del sabor particular de cada uno.
El
muchacho se recostó junto a su compañero, de lado, la sien apoyada directamente
sobre la baldosa, sin cerrar los ojos.
Su verga, ahora, estaba dura.
Con las
rodillas tocaba las piernas de Laura.
Parpadeó un par de veces antes de hablar.
Cojamos un poco, dijo.
Laura no contestó.
El muchacho parecía hablar para sí mismo.
¿Sabes a qué sabe el vaporcete mezclado con sudorcete?
¿A qué sabrá, realmente?
¿Cuál será su gusto?
El calor nos estaba adormeciendo.
El viejo resbaló hasta quedar
acostado del todo sobre la banca.
El cuerpo del muchacho dormido se había ovillado y
uno de sus brazos pasaba por encima de la cintura del que estaba despierto.
Laura se
levantó y nos contempló largamente desde arriba.
Pensé que iba a abrir la ducha con
resultados funestos para los que dormían.
Hace calor, dijo.
Hace un calor
insoportable.
Si no estuvieran aquí (se refería al trío) pediría que me trajeran un
refresco del bar.
Puedes hacerlo, dije yo, nadie se va a meter hasta aquí.
No, dijo
Laura, no es eso.
¿Corto el vapor?
No, dijo Laura.
El muchacho, la cabeza ladeada,
miraba fijamente mis pies.
Tal vez quiera hacer el amor contigo, dijo Laura.
Antes
que pudiera responder el muchacho, casi sin mover los labios, pronunció un lacónico
no.
Bromeaba, dijo Laura.
Luego se arrodilló junto a él y con una mano le acarició
las nalgas.
Vi, fue una visión fugaz y perturbadora, cómo las gotas de sudor del
muchacho pasaban al cuerpo de Laura y viceversa.
Los largos dedos de la mano de mi
amiga y las nalgas del muchacho brillaban húmedas e idénticas.
Debes estar cansado,
dijo Laura, ese viejo está loco, cómo podía pretender que se pusieran a coger aquí.
Su mano resbalaba por las nalgas del muchacho.
No es culpa suya, susurró éste, el
pobre ya ha olvidado lo que es una cama.
Y lo que es ponerse calzoncillos limpios,
añadió Laura.
Más le valiera no llevar nada.
Sí, dije, es más cómodo.
Menos
comprometido, dijo el muchacho, pero qué maravilla ponerse calzoncillos limpios y
blancos.
Y estrechos, pero que no aprieten.
Laura y yo nos reímos.
El muchacho nos
reprendió con suavidad: no se rían, es algo serio.
Sus ojos parecían borrados, ojos
grises como de cemento bajo la lluvia.
Laura cogió su verga con las dos manos y la
estiró.
Me escuché diciendo ¿corto el vapor?, pero la voz era débil y lejana.
¿Dónde
chingados duerme tu mánager?, dijo Laura.
El muchacho se encogió de hombros; me
haces un poco de daño, susurró.
Sujeté a Laura de un tobillo, con la otra mano
limpié el sudor que se me metía en los ojos.
El muchacho se irguió hasta quedar
sentado, con gestos medidos, evitando despertar a su compañero, y besó a Laura.
Incliné la cabeza para verlos mejor: los labios del muchacho, gruesos, succionaron
los labios de Laura, cerrados, en donde se insinuaba, apenas, una sonrisa.
Entrecerré los ojos.
Nunca la había visto sonreír tan pacíficamente.
De pronto el
vapor la ocultó.
Sentí una especie de terror ajeno, ¿miedo a que el vapor matara a
Laura?
Cuando los labios se separaron, el muchacho dijo que no sabía dónde dormía el
viejo.
Se llevó una mano al cuello e hizo el gesto de rebanarlo.
Luego acarició el
cuello de Laura y la atrajo aún más.
El cuerpo de Laura, elástico, se adaptó a la
nueva postura.
Su mirada estaba fija en la pared, en lo que el vapor permitía ver de
la pared, el torso hacia adelante, los senos rozando el pecho del muchacho o
presionándolo con una suave firmeza.
El vapor, por momentos, los hacía invisibles, o
los cubría a medias, o los plateaba, o los hundía en algo parecido a un sueño.
Finalmente me fue imposible verla.
Primero una sombra encima de otra sombra.
Luego
nada.
La cámara parecía a punto de estallar.
Esperé unos segundos pero nada cambió,
al contrario, tuve la impresión de que cada vez se espesaba más el vapor.
Extendí
una mano y toqué la espalda de Laura, arqueada encima de lo que supuse era el cuerpo
del muchacho.
Me levanté y di dos pasos siguiendo la pared.
Sentí que Laura me
llamaba.
Una Laura con la boca llena.
¿Qué quieres?, dije.
Me estoy ahogando.
Retrocedí, con menos precaución que al avanzar, y me incliné tanteando en el sitio
donde supuse que debía estar.
Sólo toqué las baldosas calientes.
Pensé que estaba
soñando o volviéndome loco.
Me mordí una mano para no gritar.
¿Laura?, gemí.
Junto a
mí sonó como un trueno lejano la voz del muchacho: según quién, el sabor del vapor
mezclado con el sudor es distinto.
Volví a levantarme, esta vez dispuesto a tirar
patadas a ciegas, pero me contuve.
Detén el vapor, dijo Laura desde alguna parte.
A
tropezones pude llegar hasta la banqueta.
Al agacharme para buscar las llaves de
paso, casi pegado a mi oreja, oí los ronquidos del viejo.
Aún vive, pensé, y apagué
el vapor.
Al principio no ocurrió nada.
Luego, antes de que las siluetas recobraran
su visibilidad, alguien abrió la puerta y abandonó la cámara de vapor.
Esperé,
quienquiera que fuese estaba en el otro cuarto y hacía bastante ruido.
Laura, llamé
muy bajito.
Nadie respondió.
Por fin pude ver al viejo que seguía durmiendo.
En el
suelo, uno en posición fetal y el otro extendido, los dos actores.
El insomne
parecía dormir de verdad.
Salté por encima de ellos.
En el cuarto del diván Laura ya
estaba vestida.
Me tiró las ropas sin decir una palabra.