Tetrammeron (21 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Relato

BOOK: Tetrammeron
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Una neblina se alzaba desde el horizonte como las arrugas de una sábana que alguien alisara de lejos. Al viejo Tjorn le pareció una mortaja.

—Buen día para acabar con el resto —se dijo.

Se disponía a bajar desde el mirador del faro cuando lo vio surgir, remoto pero con apariencia de acercarse. Sorprendido, cogió los prismáticos.

El galeón, de amplio velamen, flotaba en la neblina. Todo era una fiesta de color allí: proa arcoíris pintada como un rostro de payaso que semejaba reír cada vez que el tajamar acometía una ola, mascarón como dos enormes piernas de madera que se abrían y cerraban con los balanceos, cuatro tallas de doncella de pelo color limón adornando bauprés y roda, mástiles pintados como piruletas de feria, cordajes y estays como guirnaldas de cucaña.

Raro barco era, Tjorn nunca había visto nave igual.

(Soledad mira al señor Formas. «Ese barco me recuerda un poco a él.»)

Pero ya era muy viejo para sorprenderse mucho, y solo dijo:

—Bueno.

Descendió los empinados peldaños de la escalera del faro hasta llegar a la playa. Todo era gris ahora que la neblina había alcanzado la costa, gris hierro o gris paloma, hasta su barca, varada al socaire de unas rocas. Pero el galeón, no. Allí seguía, dueño absoluto del color, archipámpano del móvil paisaje. Tjorn continuó mirándolo mientras arrastraba la barca hacia el agua y la emprendía con los remos, fatigado y ansioso. En cada pausa, jadeando, el mismo pensamiento:

—Nunca llegaré.

Y pensando eso, llegó. El barco, como una broma enorme, escorándose a babor. Al soplar por las troneras de colorines, el viento las convertía en escenarios de títeres donde parecía que fuesen a saltar ogros. Por un instante bote y barco jugaron a hundirse y emerger chorreando barbas de ballena por costados y cuadernas. Rió el viejo Tjorn ante la risotada de la nave, tan satisfecha y tan a punto de irse a pique. Pero luego comprendió que, como farero, su deber era advertirles.

Iba a llamar cuando una hilera de farolillos chinos se encendió por toda la borda y desde ésta fue arrojada una escala de cuerda con dulcamaras entrelazadas. Vaivén de brazos agitándose en lo alto. Tjorn se encogió de hombros.

—Tanto da hundirse allí que aquí —decidió.

Los remos, en su balanceo, parecían darle la razón desde el carel.

Subió como pudo y lo recibió entre gritos un carnaval. Guantes de raso, antifaces, trajes de hopalanda fastuosos, pelucas de talco perfumado. El estallido de risas aturdía. Damas como tartas hacían reverencias junto a caballeros con espadines de oro puro. Hebillas de zapatos ardiendo de gemas. Largas boquillas rojas amenazando la piel desnuda. Vino tragado entre hipidos y carcajadas.

(Esto, en cambio, le recuerda a la señora Lefó.)

Una fiesta como una noria desbocada. El viejo Tjorn se tambaleaba de un invitado a otro mientras trataba de hacerse oír.

—Soy el farero de la costa. Mi deber es advertirles que este barco se está hundiendo.

«Hundiendo» pasó de boca en boca como una canción blasfema. Caballeros poco caballerosos palmearon a Tjorn en la espalda. El olor a vino y los ojos brillantes de las máscaras le hicieron pensar en borrachos o locos. Pero era tanta la alegría que Tjorn los perdonaba. «Y mejor morir así que en soledad», concluyó.

Entonces, una risa distinta a su espalda.

Un adolescente. No, un niño. Moreno en todas y cada una de sus partes, como su completa desnudez probaba. El cabello oscuro lleno de vida con el viento. Atado a la cara, un antifaz de seda blanca bordada como un encaje. Labios de color rosa que esbozaban una sonrisa. Quién era, no lo podía saber Tjorn, pero cuando hizo un gesto, el viejo farero lo siguió.

Colombinas y dominós que jugaban a espadachines con una esgrima torpe llena de desplantes les abrieron paso. Las plumas de un tricornio azotaron a Tjorn al saludar. El niño desnudo se escamoteaba entre el bullicio y él detrás, como podía. En la proa estaban solos. Se escuchaban el campanilleo de los farolillos y el incansable asedio del mar. El sol se ponía: cielo y agua oscuros, un resplandor naranja en medio, en lo alto.

(Oscuro y un punto naranja. Piensa por un momento en el señor Obispo.)

Los tobillos juntos en perfecto equilibrio. La máscara como un pañuelo diciendo adiós. Tjorn no alcanzaba a verle el rostro: solo aquella blancura anónima, el mentón moreno, los labios. Todo en medio del aire y el silencio. «Quítatelo —quiso decirle—, quítate el antifaz.» Pero no se atrevió.

(Y todo eso le recuerda ahora a la señora Güín.)

Lo vio tender la mano derecha. Sobre la palma, cuatro gemas.

No podían ser carbunclos, porque no todos sus colores eran propios de esta piedra, pero al verlas, el viejo Tjorn murmuró:

—Carbunclos.

—Escoge uno —dijo el niño.

Tjorn los miró de nuevo: azul, rojo, negro, blanco. Tomó el azul.

(«¡Qué parecidos a los de los leones y Frances Flesh!»)

Columnas y arcos simétricos perdiéndose en la distancia. Piedras enormes y azules. Más allá, neblina fría. Sin saber dónde se encontraba, Tjorn caminó un rato por aquel corredor impersonal hasta escuchar sonido de botas en su dirección. Uniforme azul, pelo cortado al rape, mirada paralizada. Cuatro soldados marchando a un mismo ritmo, gimnastas alzando los muslos.

Solo cuando se alejaban, Tjorn descubrió que vestía como ellos.

Decidió seguirlos, pero el eco de los pasos marciales se extinguió pronto. Silencio. Había humedad y frío, aunque la chaqueta y los gruesos pantalones abrigaban. Sus botas producían sonidos de cerrojo de fusil al avanzar por el suelo embaldosado. El corredor desapareció en un recodo. Al asomarse, Tjorn halló una puerta de madera y cristal. El ópalo de la niebla proseguía más allá. Las columnas también continuaban, pero ya sin arcos ni capitel. Asió el picaporte.

Un olor acre. Lo reconoció. A muelle, a pescado, a moho, a humo de fábrica. Visitante asiduo de su olfato en la juventud. Por algún motivo le pareció que aquello era el olor de la vieja Europa. De repente supo dónde estaba.

Tras una mesa florecida de papeles, un joven en uniforme azul revisaba documentos. Su cabello estaba tan rapado que parecía tener limaduras de hierro en el cráneo. Las orejas eran grandes y rojas.

—Buenos días.

—Buenos días —contestó el viejo Tjorn.

—Ocúpese de esto en cuanto pueda.

Tjorn cogió el sobre azul que el joven le tendía, pero ni siquiera le echó un vistazo. Por la ventana, detrás del tipo, espirales de humo y neblina entorpecían un sol débil. En su juventud, el mundo que conocía estaba lleno de eso: largas trompas de humo negro, amenazadores cañones apuntando al cielo.

—¿Alguna duda? —preguntó el joven, como enojado.

—Oh, no, ninguna. Es solo que… Ya sé dónde estoy, o creo saberlo. Cuando era joven como usted trabajé en la oficina de una fábrica de los muelles. Conservas de pescado. Olía así. Y en las mesas había tampones y sujetapapeles como esos, y carpetas de cartón cerradas con lazos, y archivadores… Lo que no comprendo son los uniformes.

—Esto es una guerra —dijo el joven mirando a Tjorn como si estuviera loco.

—Yo no he estado en ninguna guerra. Trabajé en una oficina, luego acepté un empleo de farero en la costa…

El joven meneaba la cabeza. Puede que le dijera que no, o que le apenara hablar con un viejo. No considerando necesario discutir, Tjorn salió de la oficina. «Esto debe de ser un sueño —se dijo—. Yo nunca he servido en ningún ejército.» Distinguió la silueta de varios barracones entreverados de niebla. Tambaleándose, se asomó a un ventanuco sin cristales aferrándose al antepecho ennegrecido. Muñecos colgados de las vigas del techo, en fila. Sucios camisones y pantalones a rayas de desvaído color azul. A algunos les faltaban las manos.

Tjorn se dejó caer al quicio del barracón. De repente se sentía muy triste, y empezó a llorar. Las lágrimas partieron la imagen del sobre azul en millares de cristales, y cuando sacó los papeles que contenía ni siquiera pudo leerlos. Se levantó, pero el mundo que veía era una vidriera medieval. Avanzó dando tumbos mientras lloraba. Las botas se hundían hasta la caña en el lodo frío. Dispersos por el barro, grandes y viejos abrigos como pieles de animales cazados. Sobre ellos, cada vez más, alambres de gafas, trozos de periódicos y fotos. El barro haciéndose tan líquido como un pantano. Pedazos de aquella ropa y efectos personales como pecios a la deriva. Sin saber bien por qué, en medio de su angustia, al viejo Tjorn le pareció que sí: había estado en una guerra. En su juventud hubo vencedores y vencidos, supervivientes e ignorados, hambre y esfuerzo, humo y olor acre. ¿Quién podía afirmar no haber estado nunca en una guerra?

—¡Perdón, Dios mío, perdón! —gritó y cayó al barro.

Al alzar la vista, las infantiles piernas frente a él.

Era de noche y el barco subía por la lenta montaña rusa de las olas.

—Escoge uno. —El antifaz de seda se agitaba como una vela. En la pequeña mano, la piedra roja, la negra y la blanca.

—¿Esto es como un juego? —preguntó Tjorn—. ¿Soñaré otra cosa cuando coja otro?

—Escoge uno —repitió el niño.

Fue tomar la piedra roja y oír sonido de campanas. La plaza, elíptica, era colosal, y la soledad la engrandecía aún más. Rodeándola, columnas como antebrazos y capiteles como manos tendidas al cielo. Una basílica con una cúpula rojiza. Anochecía, pero luces rojas orlaban los contornos. El aire arrastraba fragancias femeninas.

El viejo Tjorn cruzó la plaza frente a un obelisco de altura imposible. En el interior sus pasos resonaban. Todo tan majestuoso que apenas podía percibirlo, como un insecto en la casa de un gigante o una fruta al pie de un árbol. Atravesó salones de paredes cargadas de libros de canto rojo. Temas apologéticos. Griego y latín. Su túnica rojiza ondeaba con los pasos. Tenía un claro destino: al fondo, bajo una bóveda, cuatro columnas rojas en un dosel, un baldaquín poderoso. Se detuvo a medir con la mirada el impresionante decorado. En el infinito superior, cuatro pilastras con cuatro titánicas mujeres envueltas en túnicas rojas y libros abiertos sobre el regazo. La altura era tanta que mirar era caer a la inversa, presa de una atracción que vencía la gravedad.

Abajo, tras un altar rojo, sobre un solio de pórfido rojizo, bajo una ordenada confusión de palomas dibujadas en el respaldo con forma de rueda de la fortuna,

(«Como el Ente de Dobbin y Gertrudis, en el primer cuento que escuché».)

ella.

Sotana roja abrochada hasta el cuello, sobrepelliz rojiza, manto color rubí. Al pronto le pareció al viejo Tjorn que también capucha, pero es su largo pelo rojo. Entrelazaba las manos en el regazo, largas, de dedos flacos, muy blancas. La mirada era esa tan triste y permanente de las estatuas.

—Hola, Tjorn.

—Hola.

Detuvo sus pasos frente al altar y se quedó mirándola.

—Hay un pequeño problema —dijo ella con languidez prerrafaelita, la bóveda adornándole la voz—. Quieres morir.

Dicho así, bajo aquel dosel de tesoros, con ese suspiro de obra de arte, sonaba casi ridículo, pero Tjorn lo admitió.

—Sí.

—¿Por qué?

Se encogió de hombros. Nadie le había hecho esa pregunta más veces que él a sí mismo. Y nadie se la haría.

—¿No tienes amigos? ¿Seres a quien amar?

—Soledad.

(Soledad parpadea. ¿La señora Güín la ha llamado? Pero la oye proseguir.)

—¿Soledad? —dijo ella.

—Sí. Soy farero. Amo mi soledad. Para mí, es el ser más querido de todos.

—¿Y por qué quieres abandonarla?

—Porque no lo es todo, pero no conozco nada mejor.

—¿Cuántos años llevas en el faro?

—Doce. ¿Le sorprende?

(«Como mi edad.»)

Ignoraba Tjorn el porqué de esa pregunta, ya que ella no había reaccionado.

—¿Doce años sin ver a nadie?

—Visitas indispensables. Nada más.

—Completamente solo durante doce años…

Sintiendo la necesidad de defenderse, Tjorn alzó la voz.

—¡La soledad es maravillosa! Lo único verdaderamente digno de la vida. Tardamos tanto en conocernos… ¿Por qué conocer a los demás antes que a nosotros mismos? Soledad es inventar. Inventar es vivir. Vivir es conocernos.

—¿Y conocernos es matarnos?

—Esa es una pregunta capciosa —repuso Tjorn—. Me he hartado, eso es todo. Un banquete. He devorado hasta los huesos de mi imaginación. Y no me queda pasado: acabo de visitarlo. Es azul y frío, de burócrata. Lleno de muerte y recuerdos malos. No quiero vivir en él, tampoco en el presente. Y ahora sé que carezco de futuro.

—La soledad no lo ha hecho feliz —dice ella tras un gesto de sus manos blancas, el pelo hacia atrás.

—¿Y qué es ser feliz? Nada he conocido en mi vida que me dé felicidad. Todo lo más, una grata sensación de armonía en el conjunto. Un agradable y hermoso vacío mientras invento. —La mirada del viejo Tjorn se pierde por los alrededores. Rodeando el solio, pilares rojos unidos con cuerdas gruesas como estachas—. Está por ver que haya algo en este mundo que me haga decir: he sido feliz. No creo que lo haya en la vida de nadie. Y total, qué. Siempre he creído que todos vivimos en completa soledad.

Un silencio. Ya no la miraba. Estaba habituado a hablar para sí, lo cual equivalía a hablarle a ese compañero de quien nunca podía prescindir.

—Tengo recuerdos malos, pero ¿quién no los tiene a mi edad? Y los buenos, tan inútiles. Ahí metidos, en la memoria, para decirte lo infeliz que eres… Me queda inventar, eso sí. Pero, qué quiere que le diga, estoy harto.

—Entonces, ¿por qué no compartirlo? —Su tono era de tristeza, de igual manera que un licor podía ser amargo y aun así placentero.

—¿Compartir qué?

—Las invenciones.

Tjorn no recordaba haber avanzado mientras hablaba, pero quizá sí lo había hecho, porque ella seguía en el sitial y él se hallaba más cerca. Podía verle la piel blanca de los pómulos, lo único que no era rojo en ese mundo, además de los ojos esmeralda. Una parte del pelo cayendo sobre su pecho. Oler su perfume tan intenso.

—¿A qué se refiere?

—Tetrammeron. —Una ceja se alzó, un suave vello rojizo en la frente—. El círculo de las salamandras.

(Es la segunda vez que Soledad oye ese nombre. Mira la mesa sobre la que se halla dibujado el círculo de dos lagartos persiguiéndose.)

—Nunca me han propuesto eso. —El viejo Tjorn se hallaba confuso. Conocía el Tetrammeron, lo había leído en uno de sus infinitos libros. La sociedad de cuatro cuentacuentos. El grupo que se reunía a narrar historias, año tras año, para siempre. Siempre cuatro: si uno se iba, su puesto debía ser ocupado. Pocos, muy pocos, eran aceptados. Gente poderosa. A Tjorn le daba miedo. ¿Era eso lo que significaba aquel extraño sueño del galeón? ¿Le ofrecían pertenecer al Tetrammeron?

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