Suspira de nuevo el fraile pintor; dice:
—El Cronista no está en palacio. Cometió una indiscreción y fue enviado a galeras. Si lo deseáis, puedo contaros su historia. Así, no sentiréis el paso del tiempo mientras termino de ejecutar la pintura.
Y ésta es la historia que narró el fraile Julián, mientras entraban los criados y disponían el cocido que habríamos de cenar esta noche.
Calenturiento y enfermo, no cesó de escribir toda la noche; reducido a un pequeño espacio en las profundidades de la proa del bergantín de reserva, escuchó el crujir del esqueleto de la nave, mantuvo a duras penas el tintero sobre una rodilla y el papel sobre la otra, se mareó con el vaivén de la pequeña bujía de cera que se columpiaba ante sus ojos; pero persistió en su desvelada tarea.
El bergantín se movía, junto con toda la flota, hacia la entrada del anchuroso golfo, deslizándose entre las islas. Y él desconocía el orden de las maniobras que, aprovechando el manto de la noche, ejecutaba la escuadra a fin de amanecer ocupando la entrada del golfo, cerrando así la salida a la flota turca que se formaba rigurosamente al fondo de él. Pero imaginaba que cualquiera que fuese la estrategia convenida, al día siguiente habría lucha feroz, espantosa mortandad y escasa compasión para un simple remero como él, retirado esa tarde de la galera en virtud de su estado febril e inservible; mañana, se echaría mano de todos los brazos, enfermos o no, para combatir a la formidable escuadra del Islam, fuerte de ciento veinte mil hombres entre gente de guerra y chusma de las galeras.
Una noche, pensó, una sola noche, acaso la última, noche. Escribía con rapidez, la fiebre de la imaginación añadiéndose a la del cuerpo, mareado por ese cabo de vela que bailaba suspendido frente a su mirada y goteaba la cera sobre el arrugado pergamino: alma de cera, eso soy yo, alma de cera, imprímase en ella el continuo movimiento del mundo, añadiendo imaginaciones a imaginaciones. Pues lo único inmutable es el cambio mismo y no, como quisieran mis muy altos Señores, la fijeza que, en un medallón, un soneto o un palacio, les consuele y haga creer que, pensado de una vez por todas, el mundo culminará con ellos, el mundo no se mueve, el mundo respetará lo que es sin preocuparse por lo que puede ser.
Y así, simultáneamente, recordaba, imaginaba, pensaba y escribía, bendiciendo la gracia que le fuera, acordada esa noche en remisión de su pena. El descanso otorgado a su fiebre no era, sin embargo, gratuito:
—No, les dijo a los galeotes el maestro de campo, sino demostración declarada de que los remeros que se porten bien en este encuentro serán liberados de la cadena. Los capitanes de la escuadra cristiana sabemos, en cambio, que la falta de parecida magnanimidad entre los infieles asegurará que muchos galeotes de la armada contraria aprovecharán la confusión del combate para huir y la tizarse a nado hacia las costas.
De todos modos, él no asociaba su noche de gracia a estas maniobras y cálculos, ni distinguía su particular condición, excepcional aunque fugaz, en esta hora, de su destino mayor. Pesada piedra había cargado la fortuna sobre sus débiles hombros; y a la pregunta incierta que se formulaba mientras escribía —¿es posible que se extreme en perseguirme la fortuna airada?— la respuesta, por desgracia, era tan cierta como afirmativa. De su familia sólo recordaba yugos y endeudamientos; de su oficio, incomprensión y desvelos; de sus amos, injusticia y ceguera. De todos, carencias. Abundancias, sólo de su imaginación; pero tan sutiles que jamás cuchara las llevó a la boca ni cuchillo las rebanó. En esta hora nocturna, escribiendo, murmuraba entre dientes la conseja del fraile Mostén: «Tú lo quisiste, tú te lo ten»: pues en vez de limitarse a dedicar sus tabulaciones, con las loas y proemios acostumbrados, a los muy altos Señores que le favorecían, fabricó en su imaginación un montón de cosas y de la fabricación pasó a la certificación de los hechos que veía y del mundo que habitaba, llegando el momento en que no supo diferenciar lo que imaginaba de lo que veía y así, añadiendo imaginaciones a verdades y verdades a imaginaciones, creyendo él que todo en este mundo, al pasar de los ojos y la cabeza a la pluma y el papel, fábula era, acabó por convencer a sus Señores, que sólo quimeras deseaban de su pluma, de que las quimeras verdades eran, sin que las verdades fuesen jamás otra cosa que verdades. Mirad así el misterio de cuanto queda escrito o pintado, que mientras más imaginario es, por más verdadero se le tiene.
Muy otro, sin embargo, era su proyecto y esta noche lo estaba poniendo en práctica con febril premura; la fugacidad de las horas, derritiéndose con el pequeño cabo de cera, anunciaba la fatal batalla del siguiente día. Fatal para él, cualquiera que fuese el desenlace, pues muerto en combate, cautivo de los turcos o liberado de las galeras (aunque desconfiaba de esta promesa, ya que su crimen no era común, sino delito de la imaginación, más severamente penado por los poderes que el hurto de una faltriquera) su destino no sería ni encomiable ni envidiable; sombra de la muerte, sombra del cautiverio o sombra de la pobreza. Y ésta, lo había dicho y escrito siempre, era peor que la realidad misma de la pobreza, situación explícita, sin engaños, real y espaciosa como la Plaza de San Salvador en Sevilla, donde la legión de los picaros podía librarse al latrocinio, al contrabando y a la burla sin pagar alcabalas, con el más ancho sentimiento de ser la canalla más ruin que tiene el suelo. Realidad de la pobreza, no su sombra.
Se dijo: eso es ser alguien, como algo son también el campesino y el mendigo. En cambio, sólo está, y no es, el hidalgo empobrecido, hijo de cirujano sin fortuna, hijastro fugaz de las aulas de Salamanca, heredero de mohosos volúmenes donde se cuentan las maravillas de la caballería andante, huérfano de las imposibles hazañas de Roldán y el Cid Rodrigo y por ello doblemente desgraciado, pues conociendo lo que es, no se le puede poseer y sólo se está, con la cabeza llena de espejismos y el plato ayuno de alubias, sólo se está y nunca se es, manteniendo la apariencia del hidalgo aunque con las polainas raídas. Sólo se está: heredero sin peculio, huérfano, hijastro, a la sombra: un insecto… Pobreza: aquel te loa que jamás te mira. Escarabajo, insecto de hilachas, echado sobre el duro caparazón de la espalda, agitando las innumerables patas…
Otro proyecto, para dejar de estar y empezar a ser; otro proyecto: papel y pluma. Pensó esto mientras escribía una novela ejemplar que todo y nada tenía que ver con lo que pensaba: papel y pluma para ser a cualquier precio, para imponer nada más y nada menos que la realidad de la fábula. Fábula incomparable y solitaria, pues a nada se parece y a nada corresponde como no sea a los trazos de la pluma sobre el papel; realidad sin precedentes, sin semejantes, destinada a extinguirse con los papeles donde sólo existe. Y sin embargo, porque esta realidad ficticia es la única posibilidad de ser, dejando de estar, habrá que luchar con denuedo, hasta el sacrificio, hasta la muerte, como luchan los grandes héroes y los imposibles caballeros errantes, para hacer creer en ella, para decirle al mundo: he aquí mi realidad, que es la realidad verdadera y única, pues otra no tienen mis palabras y las creaciones de mis palabras.
¿Cómo iba a entender esto la gente que primero le delató, en seguida le juzgó y finalmente le condenó? Recordaba, mientras escribía un cuento para ios tiempos venideros, en lo hondo de la proa del bergantín, una no tan vieja mañana en que se había paseado entre los montones de heno, tejas y pizarras del palacio en construcción, deplorando, como sabía que lo deploraban los antiguos pastores del lugar, la devastación impuesta al viejo vergel castellano por el misticismo necrófilo del Señor. El Cronista, aquella mañana no tan lejana, se paseaba tratando, precisamente, de imaginar un poema bucólico que agradase a sus Señores; nada original, la enésima versión de los amores de Filis y Belardo; sonreía, paseándose, mientras en su cabeza trataba de encontrar rimas fáciles: florido, perdido, rimaba, hallaba, desechaba… y se preguntaba si sus amos, al convocarle para una nueva y deleitosa lectura de temas reconfortantes por sabidos, aceptarían la convergencia de la forma pastoral con una singular nostalgia, compartida por los habitantes de este lugar destruido, nostalgia que el Cronista, por ello, consideraba una tentación más que una burla; o si, en verdad, lo que de él esperaban era nada menos que esa nostalgia, jamás aceptada por ellos como tal, sino como fiel descripción de una Arcadia inmutable. ¿No tenían, entonces, estos Señores ojos para ver, eran por completo ajenos a la destrucción que sus manos obraban mientras sus mentes seguían deleitándose con imágenes de claros y mansos ríos, hojosas parras y el pendiente racimo del sarmiento? ¿Confundían de tal manera lo año— rabie con lo certificable, y esto con lo exigible? Quizás (apuntó el Cronista) eran concientes de sus culpas y las aplazaban mediante una secreta promesa: pasado el tiempo de la ceremonia, de la muerte, de la inaplazable construcción para la muerte, reconstruiremos el jardín; el polvo florecerá, volverán a correr los secos arroyuelos, Arcadia será otra vez nuestra.
El escéptico Cronista meneaba la cabeza y repetía en voz baja:
—No habrá tiempo, no habrá tiempo… Una flor cortada de su tallo jamás resucita, antes se seca rápidamente; y si se la quiere conservar, no hay mejor remedio que prensarla entre las páginas de un libro y tratar de oler, de vez en cuando, lo que allí queda de su aroma marchito. Las tangibles Arcadias están en el futuro y habrá que saber ganarlas. No habrá tiempo, pero ellos no quieren darse cuenta. Zapatero…
…A tus zapatos: volvió a rimar quedamente, y lo florido se ayuntaba con lo perdido, cuando vio pasar, so los portales de las cocinas, a un joven de una belleza mal avenida con el tizne y el sudor que eran las marcas de los demás hombres que aquí trabajaban. Este joven no; pulcro, dorado, comía una naranja y en su cuerpo había la libertad extrema de movimiento que sólo la posesión del lujo, siendo rico, o la imaginación del mal, siendo pobre, procuran; un suficiente deleite de sí mismo, capaz de fructificar así en la soledad silvestre como en la compañía de alguien que, esperándolo y aun teniéndolo todo, sabría, al conocer a este muchacho, que ciertas cosas jamás podrán poseerse a menos que se compartan plenamente. Con regocijo, el Cronista creyó reconocer en ese muchacho que mordía la naranja la imagen de lo que su estéril pluma requería: la visión pastoril reclamada por sus amos, la figura del zagal coronado, como los antiguos ríos de la Arcadia, por la salvia y la verbena: el héroe.
El muchacho pasó fugazmente; había alegría, malicia y dolo en su mirada: pasó limpiándose los labios, quizás porque comía una jugosa naranja de encendidas entrañas, pero quizás, también, porque acababa de besar al ser amado; tal era la secreta satisfacción de su semblante, tal el templado y vibrante calor de su cuerpo. El Cronista pudo, en el acto, inscribir unas palabras en la memoria, imaginar a un joven peregrino que pasaba por este palacio, templo y tumba de los Príncipes, con un soplo juvenil de vida, desenfado andariego y esa mezcla de permanente asombro y delicado desencanto que dan el conocimiento de otros mares, otros hombres, otros hogares: pudo confundir en la veloz métrica de ese instante la aparición del sol y la de este niño, desnudo y solo. El muchacho desapareció entre los humos de las cocinas palaciegas; el Cronista regresó a su cubículo junto a los establos y se sentó a escribir.
Era un jueves: el sábado leyó su composición ante los Señores, Guzmán, yo. yo mismo, yo el fraile pintor que tantas tardes he pasado en la dulce, amarga, amable y quietamente desesperada compañía del Cronista, escuchando sus quejas y adivinando sus sueños: yo, Julián, gentil ladrón de las palabras de mi amigo. Y al escucharle aquel sábado, no sabía si mirar con asombro a mi perdido amigo mientras leía el poema a los amos o, más bien, atender la creciente súplica de silencio y advertencia de castigo en los ojos de la Señora, donde los hielos del temor y los fuegos de la cólera se sucedían sin tregua, aquéllos derritiendo a éstos y éstos inflamando a aquéllos y ambos naciendo del helado ardor en los pechos convulsos de mi ama, los mismos que un día yo pinté de azul con mis pinceles pequeños, siguiendo el trazado de la red de las venas a fin de hacer resaltar la blancura de sus carnes: comed. Altísima Dama, atiborráos de chorizo, mi damisela Barbarica, chupad las costillas de puerco, príncipe supuesto; ya sé que hace tiempo, entregados a vuestra gula, ni siquiera me escucháis y que hablo sólo para mí; así ha sido siempre; ustedes siempre están comiendo mientras sucede lo principal, y no se enteran. Admiré la inocencia de mi pobre amigo, pero comprendo que su candor podría ser mi ruina, pues una vez tomado el hilo suelto, toda la malla acabaría por destejerse. Alma de cera, mi candoroso amigo había impreso en su poema más, mucho más de lo que imaginaba; había convertido la fugaz visión de aquel muchacho, al que vio comiendo una naranja antes de perderse en el humo de las cocinas, en el cimiento de su imaginación y sobre ella había levantado el edificio de la verdad: escucho de nuevo la voz del Cronista, tan bien timbrada a fuerza de convicción, aquietados en la lectura los habituales tonos de la desesperación.
Esa voz describía al hermoso zagal con más exactitud que mis propias pinturas; no cabía duda de que era él, el joven peregrino nacido con el sol y al sol semejante, tan familiarmente español con su naranja en la mano, tan lejano, ausente y extranjero en su mirada de desencantado asombro: un héroe de aquí y de allá, nuestro y ajeno, pariente y forastero, casi, se diría, un hijo pródigo; el Cronista le hacía cantar arábigos oasis, hebraicos desiertos, fenicios mares, helénicos templos, fortalezas de Cartago, caminos de Roma, húmedos bosques celtas, bárbaras cabalgatas germánicas; ni pastor idealizado ni épico guerrero, ni Belardo ni Roldán, no el héroe de la pureza, sino el de la impureza, héroe de todas las sangres, héroe de todos los horizontes, héroe de todas las creencias, llegado en su peregrinar al carrusel bucólico de una Señora en un palacio sin alegría, dueño de los sentidos prístinos que sólo la naturaleza, aunque todas las historias, habían tocado, y escogido por esa Señora que, al serlas todas, sólo podía ser la nuestra. Escogido para el placer de la Señora, llevado a una lujosa recámara y allí colmado de amor y otras delicias, a cambio de su libertad errante; y optando, al final del verso, por regresar a los caminos: abandonando a la Señora al tiempo y al olvido.