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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, #Policíaco

Tengo que matarte otra vez (44 page)

BOOK: Tengo que matarte otra vez
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—El frío en los pies es peligroso. ¡Y lo último que necesitas ahora mismo es un resfriado!

Había reaccionado con alivio a la llamada de Gillian. Esta había estado debatiéndose un buen rato sobre qué hacer, pero no se le había ocurrido nadie más a quien pudiera llamar para pedirle cobijo. Aparte de John, claro, pero eso habría conllevado más problemas. Pasó unas horas sentada en la cocina con Luke Palm, asustada, casi sumida en el pánico, aunque al mismo tiempo dudaba de si no estaría reaccionando como una histérica a algo que no habían sido más que imaginaciones suyas. Hacia las nueve, Palm le había dicho al fin que tenía que volver a casa, pero que solo podía marcharse si ella se decidía de una vez a no pasar la noche sola. Gillian se había dado cuenta de lo asustada que estaba, de que no podía pasar ni un minuto más en esa casa. Por eso había llamado a Tara. Luke Palm la había llevado en su coche a Londres y la había dejado justo delante del portal del edificio en el que vivía su amiga.

El alivio evidente de Tara había contribuido aún más a agravar el miedo de Gillian. Si él la hubiera tratado como a una neurótica exagerada que se hubiera dejado llevar por disparatadas fantasías, no se lo habría tomado tan a pecho. Pero Palm se había tomado el suceso muy en serio.

Aunque tal vez, pensó, sea normal en un hombre que encontró a una mujer brutalmente asesinada en una casa aislada. La manera de ver la realidad de Luke Palm desde entonces sin duda habría cambiado tras ese suceso.

Tara le había reprochado que no hubiera llamado a la policía enseguida.

—¡Eso habría sido la única decisión sensata que podrías haber tomado! ¡Tienen que saber que ha ocurrido algo así!

—Tara, ni siquiera estoy segura de que haya pasado algo. Creo haber visto una sombra en la cocina, pero también puedo haberme equivocado. El agente inmobiliario me ha ayudado a registrar toda la casa. Y no había nadie.

—Y registrándola seguramente os habéis cargado todas las pistas que un experto de la policía tal vez habría podido encontrar. Eso no ha sido precisamente sensato por tu parte, Gillian.

—Me sentía tan ridícula… —dijo Gillian en voz baja.

Gillian tampoco había querido llamar a la policía posteriormente para informar de lo ocurrido, como Tara le había recomendado.

—No. Me harán los mismos reproches que tú, Tara. Estoy muerta de cansancio, no puedo más. No me apetece tener que hablar con un agente que no pararía de reprocharme cosas. Es que no puedo más, de verdad.

Tara había terminado por ceder. Había llenado la bañera de agua para que su amiga pudiera tomarse un baño caliente, había pedido unas pizzas y había sacado dos cervezas del frigorífico. Gillian le agradecía que hubiera reaccionado de esa forma. En realidad no había habido diferencias entre ellas, pero su idilio con John Burton había generado una disonancia de la que todavía no habían conseguido librarse. Sentadas en el salón, mientras se comían las pizzas, Tara sacó el tema de repente:

—Gillian, he querido decirte esto todo el tiempo: lo siento, siento haber reaccionado de ese modo. Fui demasiado brusca y me entrometí demasiado en tu vida. Simplemente me asusté. La coacción sexual… es un término que asusta y en su momento no entendí cómo pudiste… da igual. ¡Por culpa de eso te marchaste y durante todo este tiempo he querido llamarte para decirte que lo lamentaba!

—Bueno, pues ya me tienes de nuevo aquí —dijo Gillian—. Ya ves que no te has librado de mí, en realidad.

—Gracias a Dios. Siempre tendrás las puertas de esta casa abiertas.

—De repente tuve tanto miedo… Quiero decir que por un lado me sentí muy tonta. Por otra parte, la policía ya me lo había advertido. Sea quien sea el asesino de Tom, podría haberse propuesto matarme a mí y todavía podría intentarlo de nuevo. ¿Crees que es absurdo?

Tara dejó caer de nuevo en la caja la porción de pizza que se disponía a morder.

—No. Ojalá me pareciera absurdo. Me sentiría más cómoda.

—Pero…

Tara apartó el recipiente de cartón y se inclinó hacia delante. Se puso muy seria, tan seria que llegó a inquietar a Gillian.

—Gillian, soy fiscal y estoy mucho más en contacto que tú con este mundo que en este preciso momento te parece tan descabellado. Tú, en cambio, es la primera vez que te enfrentas a un caso de violencia y terror como este y tengo la impresión de que te esfuerzas en intentar desplazar todo esto a un terreno imaginario. Y esto, como ya sabes, no puede funcionar, porque tu marido, al que encontraste muerto de un disparo en tu casa, era absolutamente real. No le quites importancia al asunto, aunque puedo comprender que no lo soportes más. Pero no niegues el peligro, es una imprudencia. No me pareció bien que volvieras a tu casa y siento mucho haber tenido la culpa de ello. No permitiré que vuelvas a hacerlo.

—Ahora sí que me siento segura.

Tara hizo una mueca de desaprobación.

—No lo sé. No sé si estás tan segura, aquí.

—¿Por qué no?

—Gillian, no sabemos quién está detrás de todo esto. Pero una posibilidad sería ese tal Samson Segal y todavía no lo han encontrado. Mejor dicho: la policía al parecer no tiene ni idea de dónde se ha escondido. Es evidente que te estuvo espiando durante varios meses. ¿De verdad crees que no me conoce? ¿Que no sabe que soy tu amiga? ¿Y que no habrá contado con la posibilidad de que hayas optado por esconderte en mi casa?

—No tenemos ni idea de si tiene algo que ver con todo esto —dijo Gillian, aunque ella misma se dio cuenta de que el argumento no sonaba nada convincente. Su situación era arriesgada y perduraba de ese modo precisamente porque nadie tenía ni la más remota idea de nada.

—La otra vez, cuando estuviste aquí con Becky, pude ausentarme del trabajo con relativa facilidad —dijo Tara—, pero ahora no podrá ser. Pasarás todo el día aquí sola mientras yo esté trabajando y eso no me parece una buena idea.

—No le abriré la puerta a nadie.

—¿Y cuánto tiempo crees que resistirás? ¿Aquí sentada, de la mañana a la noche, sin ver a nadie y sin poder salir por el peligro que comportaría?

—Eso suena muy duro —admitió Gillian. El hambre se le pasó de golpe y apartó la caja de pizza. Se dio cuenta de que Tara quería librarse de ella y creyó saber cuál era el motivo: Tara también tenía miedo. Si un asesino había puesto el ojo en Gillian, era evidente que la persona que la ocultara también correría peligro.

Podía comprender a su amiga. Pero seguía sintiéndose desamparada.

—¿Qué me aconsejas que haga? —preguntó.

—Aquí serás bienvenida —respondió Tara—, tanto tiempo como quieras. Pero tienes que ser consciente de que en esta casa no estarás segura. Has mandado a Becky a casa de tus padres y creo que ha sido una decisión muy sensata. Estaría bien si tú también…

—¡No! —exclamó Gillian. Se dio cuenta del sobresalto que provocó en su amiga y comprendió que su negativa había sido demasiado vehemente.

—No —repitió con más calma—, no quiero volver a Norwich. No quiero ir a casa de mis padres. Si tus temores demuestran ser ciertos y el asesino sospecha que estoy en tu casa porque sabe que somos amigas, también sabrá que tengo padres. Incluso puede que sepa que Becky está viviendo allí. No quiero que corra peligro por mi culpa, Tara. No puedo huir para acercar al asesino a mi hija. Es demasiado arriesgado.

—En eso tienes razón —concedió Tara con resignación.

—Ya encontraré algo —aseveró Gillian, aunque en realidad no tenía ni idea de con quién podía contar. Por supuesto, tenía amistades y conocidos en la ciudad a los que podía recurrir. Pero una cosa era encontrarse con alguien de vez en cuando para tomar un café o cenar y otra cosa muy distinta era alojarse en casa de otra familia durante semanas mientras huía de las garras de un asesino.

No tenía ni idea de cómo sortear la situación.

Tara no dejaba de darle vueltas.

—¿Y un hotel? —propuso sin demasiada convicción—. En algún lugar más al norte. O más al sur. En el campo. Una pensión, tal vez.

—Mmm… ¿Y qué haré allí durante todo el día?

—Bueno, para empezar estarías segura. Eso es lo principal.

Gillian reflexionó unos instantes. Un hotel o una pensión, en algún lugar aislado. En Cornwall, tal vez, o en Devon. Se imaginó a sí misma paseando entre peñas nevadas, con la cara enrojecida por el viento helado. Tara tenía razón: lo principal era estar en un lugar seguro.

—No lo sé… Sin duda sería lo más sensato…

Sensato. Pero la idea tampoco es que la volviera loca. No obstante, Gillian se preguntaba si tenía otra elección.

En cualquier caso, solo sería una solución a corto plazo. No quería desaparecer durante varios meses. Aunque tal vez desde allí podría prepararse para su nueva vida en Norwich. Podía llevarse el portátil y buscar trabajo. Sondear el mercado inmobiliario. Eso le daría la sensación de estar avanzando realmente.

—No debemos decirle nada a nadie —dijo ella.

—No —convino Tara.

Menuda pesadilla, pensó Gillian.

Jueves, 14 de enero

1

Llevaba una hora vigilando el edificio de ladrillo rojo de la estación de metro de Hampstead, así como la bifurcación entera entre Hampstead High Street y Heathstreet en la que se encontraba la estación. A pesar del frío y de la nieve, en las tiendas, los pubs y los cafés reinaba un ambiente animado. No resultaría fácil identificar entre tanto transeúnte a la persona que le interesaba: una mujer rubia que estuviera buscando con la vista a su hijo.

Por supuesto, contaba con que ella probablemente se habría preparado para no llamar la atención. Cuando por algún motivo alguien quería pasar desapercibido, lo más normal era que usara una peluca. En ese sentido, el atributo «rubia» no era algo que pudiera esperar encontrar. También podía ser una mujer con el pelo negro, o pelirroja, que estuviera buscando a alguien por allí. Pero no veía a ninguna mujer que simplemente «estuviera por allí». La gente que salía de la estación y los que pasaban por la calle no se detenían. Hacía frío y el tiempo era húmedo. Todo el mundo estaba en constante movimiento.

En ese momento, lo importante era divisar a Finley y descubrir dónde se metía. John tendría más posibilidades si en lugar de tener que estar vigilando dos calles especialmente animadas al mismo tiempo podía concentrarse en un solo edificio y sus alrededores.

Tal vez tuviera suerte.

A su huésped, Samson, no le había contado lo que se proponía hacer. Por la mañana le había dicho que pasaría el día entero en la oficina. Le había pedido a Samson que no saliera del piso y que no le abriera la puerta a nadie. Samson se lo había prometido. Se había limitado a sentarse en el único sillón de ese salón tan vacío y a contemplar cómo John se marchaba.

En mi piso tampoco aguantará mucho tiempo, pensó John.

Cambiaba el peso de un pie al otro y de vez en cuando se echaba el aliento a las manos para calentárselas. Había olvidado los guantes. Lo más probable fuera que no acabara encontrando a Liza Stanford y terminara muriendo de una pulmonía.

Hacia las cuatro y media, cuando ya estaba convencido de que no descubriría nada más que le permitiera avanzar, de repente vio a Finley Stanford caminando por High Street. Debía de haber bajado del autobús más adelante. Cargaba con una mochila en la que seguramente llevaba las partituras de piano. Se movía con lentitud, no parecía tener prisa por llegar a ninguna parte. Era evidente que las lecciones de piano no lo volvían loco, precisamente.

John se espabiló de golpe. La frustración, el cansancio, el frío, todo desapareció en una fracción de segundo. Había llegado el momento. Si Liza Stanford tenía intención de ver a su hijo, ese era el instante más oportuno. Uno o dos minutos más tarde entraría en casa de su profesora de piano y solo le quedaría esperar hasta que volviera a salir. Para entonces, ya habría oscurecido.

Miró a su alrededor. A ambos lados de la calle, detrás de él, encima de él. ¿Había alguien por allí que le pareciera especialmente sospechoso?

La mujer apareció como si hubiera surgido de la nada. Eso ya le llamó la atención. John había mirado en esa dirección pocos segundos antes y no la había visto, ni siquiera por las proximidades. Y de repente, allí estaba, a unos cien metros calle arriba de donde él se encontraba. Iba muy abrigada, no más que el resto de la gente, por otra parte. Solamente hubo algo que a John le pareció extraño y es que no se le veía ni un solo mechón de pelo. Llevaba la cabeza cubierta con un gorro de lana bien calado hasta las orejas. Había escondido completamente el pelo debajo del gorro.

Sin embargo, teniendo en cuenta el tiempo que hacía, lo que más llamaba la atención eran las enormes gafas de sol que llevaba puestas. Eran monstruosas, prácticamente le cubrían todo el rostro. Además llevaba el cuello del abrigo vuelto hacia arriba y una bufanda con la que se cubría la barbilla… Sin duda alguna, esa mujer no quería que la reconocieran.

Se quedó mirando una casa al otro lado de la calle. Una casa de fachada rasa color azul con un anticuario en la planta baja. Justo al lado de la puerta de la tienda se abría un estrecho callejón que permitía acceder al patio interior del edificio y justo por ese callejón es por donde desapareció el pequeño Finley Stanford.

La mujer siguió ávidamente al chico con la mirada.

John ya estaba seguro. Absolutamente seguro. La tenía. Su plan había salido bien. El anhelo de una madre que necesita ver a su hijo. Y la lección de piano, que sin duda debía de haber sido idea de la madre. Ella había querido que aprendiera piano y él había accedido para complacerla. Las tardes de los jueves eran para ellos dos. La madre lo dejaba en aquella casa, salía a hacer un par de compras y volvía unos minutos antes de que terminara para poder escucharlo los diez últimos minutos. Luego tal vez salían a tomar una taza de chocolate caliente juntos; o un helado, en verano.

John lo vio claro. Lo percibió en la pose de la mujer y en el luto de ese rostro que ni siquiera las gafas, la bufanda y la gorra conseguían ocultar del todo.

Decidió ponerse en marcha.

O bien lo hizo con demasiada brusquedad o bien Liza Stanford, como les ocurre a ciertos animales, había desarrollado un sexto sentido para los peligros inminentes. Reaccionó con un sobresalto, miró a su alrededor y emprendió la retirada a toda prisa. Desapareció tan rápido que pareció como si nunca hubiese estado allí.

John echó a correr. Había sido demasiado imprudente, demasiado brusco. Esa mujer vivía sumida en el miedo a que la reconocieran y la descubrieran. Tenía mil antenas invisibles activadas en todas las direcciones. Se había dado cuenta enseguida de que alguien la estaba vigilando.

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