Tengo que matarte otra vez (4 page)

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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Tengo que matarte otra vez
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Una vez había escuchado una conversación entre su hermano y Millie, desde entonces sabía que lo que su cuñada más deseaba en el mundo era ver cómo él se marchaba de la casa. Y no era que antes no lo hubiera tenido claro, Millie no había dejado lugar a dudas de que lo veía como a un entrometido, pero era distinto cuando uno oía hablar de ello con tanta crudeza. Además, lo que no había sabido de antemano era hasta qué punto presionaba a su hermano al respecto.

—Quería llevar una vida de pareja contigo, como cualquier matrimonio normal —había dicho ella—. ¿Y con qué me encuentro? Con una especie de piso compartido.

—No es justo que lo describas de ese modo —había respondido Gavin, incómodo y demostrando el cansancio que se apodera de cualquier persona obligada a lidiar con un tema insondable demasiado a menudo—. Es mi hermano. ¡No es un realquilado cualquiera!

—¡Ojalá lo fuera! Al menos así nos pagaría algo por el alquiler. Pero de este modo…

—Esta casa también es suya, Millie. La heredamos los dos de nuestros padres. Tiene el mismo derecho que nosotros a vivir aquí.

—¡No es una cuestión de derechos!

—¿Entonces?

—Te estoy hablando de discreción. De decencia. Lo que quiero decir es que nosotros estamos casados. Puede que incluso lleguemos a tener hijos y nos convirtamos en una familia de verdad. Él está solo. Es como la quinta rueda de un coche. Cualquier otra persona se habría dado cuenta ya de que molesta y se habría buscado otro lugar para vivir.

—No podemos obligarlo. Si se va, entonces tendría que comprarle su parte y no me lo puedo permitir. O tendríamos que pagarle un alquiler, como mínimo la parte proporcional. ¡Dios, Millie, ya sabes lo que gano! ¡Viviríamos con el agua al cuello!

—Es tu hermano, no tendrías por qué pagarle nada.

—Pero él sí que tendría que pagar algún alquiler. Y está en el paro. ¿Cómo quieres que lo haga?

—Entonces, ¡mudémonos nosotros!

—¿De verdad es eso lo que quieres? Entonces ya puedes ir olvidándote de vivir en una casita con jardín. No tengo nada contra los pisos, pero ¿estás segura de que te sentirías bien viviendo en uno?

Samson, que había estado escuchando y sudando desde el otro lado de la puerta, había reaccionado con una mueca de desdén. Era natural que no llegaran a entenderse. Para Millie lo más importante era el prestigio, incluso más que la posibilidad de librarse de ese cuñado indeseado con el que le tocaba vivir. Procedía de una familia humilde, casarse con el propietario de una casa ubicada en un barrio burgués había supuesto un gran ascenso en su vida, a pesar de que no fuera más que una estrecha casita adosada en una calle demasiado transitada. Le encantaba invitar a sus amigas y alardear del bonito jardín que, de hecho, se encargaba personalmente de mantener arreglado. No estaba dispuesta a abandonar aquel mundo. No, Millie no quería mudarse a otro lugar. Lo que quería era que se marchara Samson.

Ella no había replicado a la última frase que había pronunciado su marido, pero el silencio había sido de lo más elocuente.

Samson intentó alejar de su mente el recuerdo de aquella conversación tan agobiante y emprendió su recorrido por las calles. Para ello seguía un sistema muy bien estipulado y un horario preciso, y ese día llevaba cinco minutos de retraso. En parte porque había pasado demasiado tiempo dudando si sería el momento más adecuado para bajar por la escalera, pero también porque el encuentro con Millie lo había demorado.

Había perdido el empleo en junio. Había estado trabajando como conductor para un servicio a domicilio de alimentos congelados, pero los platos congelados eran caros, la crisis económica estaba haciendo estragos y el número de pedidos había disminuido drásticamente. Al final, la empresa se había visto obligada a reducir la plantilla de conductores. A Samson no le había cogido por sorpresa: era el último empleado al que habían contratado y fue el primero al que echaron.

Caminaba a buen paso. La casa que su hermano Gavin y él habían heredado de sus padres estaba casi al final de una calle que daba a una vía muy transitada. Por consiguiente, era también ruidosa y poco elegante, con casas de fachadas estrechas y jardines raquíticos. En sentido contrario, la misma calle llevaba hasta el club de golf Thorpe Bay, que ofrecía una imagen muy distinta: casas más grandes, decoradas con torretas y salidizos, fincas espaciosas con altos árboles, cuidados setos en la parte de atrás, cercas de forja o preciosos muros bajos de piedra, por no hablar de los imponentes coches que estaban aparcados frente a cada entrada. Allí reinaba una tranquilidad cómoda y apacible.

Southend-on-Sea quedaba a sesenta y cinco kilómetros hacia el este de Londres y se extendía por la orilla norte del Támesis, hasta la desembocadura del gran río en el mar del Norte. La ciudad ofrecía todo lo que uno pudiera desear: lugares para ir de compras, escuelas y guarderías, teatros y cines, el parque de atracciones de rigor en el paseo marítimo, largas playas de arena, clubes de vela y de surf, pubs y elegantes restaurantes. Muchas familias acababan mudándose allí porque Londres les parecía demasiado caro y veían en esa población un lugar a todas luces más sano que la gigantesca metrópoli para criar a sus hijos. Southend constaba de varios barrios entre los que se contaba Thorpe Bay, donde vivía Samson y donde se hallaban también los extensos y ligeramente ondeados prados del club de golf, así como las amplias pistas de tenis que quedaban justo detrás de la playa, todo ello separado solo por una calle. Vivir allí era como estar en medio de un paraje idílico: las calles estaban bordeadas de árboles, los jardines estaban bien cuidados y las casas, en perfecto estado. El viento procedente del río llegaba impregnado del olor a sal del mar.

Samson había crecido allí. No podía imaginar vivir en otro lugar que no fuera ese.

Poco antes de llegar a Thorpe Hall Avenue, se encontró con la joven del gran perro mestizo. Cada día lo sacaba a pasear y a esas horas ya estaba de vuelta. Samson la había seguido varias veces hasta casa y hasta cierto punto estaba seguro de cuál era su situación vital: no tenía marido ni hijos. Lo que no había descubierto era si estaba divorciada o si no había llegado a casarse. Vivía en un pequeño chalé adosado que tenía, sin embargo, un gran jardín. Al parecer trabajaba desde casa, puesto que aparte de hacer la compra y sacar al perro a pasear no salía en todo el día. A menudo recibía envíos de servicios de mensajería. Samson llegó a la conclusión de que era empleada de una empresa que le permitía trabajar desde casa. Tal vez trabajaba transcribiendo textos, o redactando peritajes, o escribía textos para una editorial. Él había constatado que de vez en cuando se marchaba unos días de viaje. Cuando eso ocurría, su casa la ocupaba una amiga que también sacaba el perro a pasear. Al parecer sus jefes también querían verla de vez en cuando.

Un poco más adelante se topó con una mujer mayor que barría la acera delante de su casa. A esa mujer era fácil encontrarla a menudo en la calle. Ese día estaba barriendo las pocas hojas que habían caído del árbol de su jardín y habían superado el límite de la cerca. Barría la calle a menudo, incluso cuando cualquier otra persona hubiera creído que no valía la pena. Samson sabía que vivía sola. No era necesario ser un observador escrupuloso como él para darse cuenta de que lo hacía porque necesitaba estar haciendo algo que la obligara a salir a la calle y tener así la ocasión de saludar a alguien por la mañana. Jamás recibía visitas, por lo que seguramente no tenía hijos o, si los tenía, en cualquier caso no se preocupaban por ella. Tampoco le había parecido que tuviera amistades ni conocidos que acudieran a verla.

—Buenos días —dijo ella sin aliento nada más ver a Samson.

—Buenos días —murmuró Samson. Se había hecho el férreo propósito de no mantener contacto verbal con la gente a la que seguía, puesto que para él era importante no llamar la atención. Pero en el caso de esa mujer no había conseguido pasar de largo sin saludarla; creía que si la ignoraba podría quedar aún más patente en el recuerdo de aquella señora. «Aquel tipo antipático, el que pasa por aquí cada mañana…». De ese modo, como mínimo, ocupaba un lugar positivo en su memoria.

Entretanto había llegado ya a la hilera de casas que se encontraban enfrente de una bonita zona verde que en verano adoptaba un aspecto especialmente frondoso. Una de las casas pertenecía a la familia Ward. Samson sabía más cosas acerca de esa gente que de todos los demás juntos, porque Gavin había recurrido a Thomas Ward para que lo ayudara cuando empezó a tener problemas con los impuestos de sucesión tras la muerte de sus padres. Ward y su esposa trabajaban como consultores económicos y legales en Londres y Ward, en su momento, había aconsejado a un Gavin desesperado acerca de unas condiciones especialmente ventajosas, por lo que este no soportaba que se hablara mal de ellos. A pesar de ello, Thomas Ward ofrecía una imagen que no resultaba especialmente simpática a ninguno de los dos hermanos: un coche bastante grande, trajes exquisitos y corbatas discretas, aunque inequívocamente caras.

—Las personas no deben juzgarse por su aspecto —le decía Gavin cada vez que hablaban de él—. ¡Ward es un buen tipo, es difícil encontrar a personas como él!

Samson sabía que Gillian Ward no acudía a trabajar a su empresa de Londres todos los días. No había conseguido descubrir ningún tipo de regularidad en sus horarios, probablemente no seguían ninguna. Pero por supuesto tenía algo que ver esa hija de doce años de la que tenía que ocuparse, Becky, que a menudo parecía tan terca y tan reservada. Samson tenía la impresión de que Becky podía llegar a ser bastante rebelde. Estaba seguro de que no debía de ponerle las cosas fáciles a su madre.

Se quedó perplejo al ver de repente cómo el coche de Gillian bajaba por la calle, se metía en la entrada de su casa y se detenía. Era francamente curioso. Samson sabía que ella y la madre de una compañera de clase de Becky se turnaban cada semana para llevar a las chicas a la escuela en coche, y esa semana le tocaba a la otra, de eso estaba completamente seguro. Tal vez no hubiera salido para llevar a las niñas a la escuela, pero en ese caso ¿dónde había estado? Todavía era muy temprano.

Samson se detuvo. ¿Y si tenía previsto acudir a la oficina? Iría en coche hasta la estación, ya fuera de la Thorpe Bay o la de Southend Central, y a continuación seguiría en tren hasta Fenchurch Station, en Londres. La había seguido varias veces, por eso conocía su itinerario a la perfección.

Vio cómo ella se metía en casa y se encendía la luz del vestíbulo. Puesto que la bonita puerta pintada de rojo de la casa de los Ward tenía una ventana en forma de rombo en el centro, desde la calle podía verse todo el pasillo hasta llegar a la cocina, que quedaba justo delante, al otro lado. Una vez se había dedicado a observar a través de esa práctica ventana cómo Gillian se había sentado de nuevo por la mañana a la mesa del desayuno cuando su familia ya no estaba en casa, cómo se había servido otra taza de café y se la había tomado en lentos sorbitos hasta vaciarla del todo. Junto a ella había dejado el periódico, pero ni siquiera le había echado un vistazo. Se había limitado a mirar fijamente la pared que tenía delante. Aquella había sido la primera vez que Samson había sospechado que Gillian no era feliz.

Esa idea le había parecido realmente triste porque le había tomado mucho cariño a los Ward. No encajaban para nada en el patrón de personas a las que prefería seguir, es decir, mujeres solteras, y se había preguntado con verdadera inquietud por qué se había apegado tanto a ellos. En una noche de verano que había estado rondando por las calles se había fijado en el jardín de los Ward y tras observar cómo la pequeña familia charlaba y reía mientras disfrutaban de una barbacoa en la terraza, de repente se había dado cuenta de lo que tanto le fascinaba: eran perfectos. Eso le atrajo de un modo mágico. Eran la familia perfecta. El padre atractivo y con unos buenos ingresos, la madre guapa e inteligente, la niña, bonita y vivaz. Un gato negro muy lindo, una casa bonita, un jardín cuidado, dos coches. No nadaban en la abundancia, no hacían ostentación, pero estaban afianzados en la clase media. Un mundo correcto.

El mundo con el que él siempre había soñado.

El mundo que nunca llegaría a conseguir. Sin embargo, se había percatado de que encontraba un cierto consuelo cuando podía participar en él como espectador.

Siguió acercándose a la casa hasta llegar frente a la verja del jardín e intentó echar una ojeada a la cocina. De hecho podía ver a Gillian apoyada en la mesa, se había servido otra taza de café. Sostenía la taza de cerámica entre las manos y bebía de ella con pequeños sorbos y un cierto aire pensativo como ya le había visto hacer alguna vez.

¿Sobre qué pensaba tanto? A menudo parecía completamente ensimismada en sus cavilaciones.

Se apresuró a seguir su camino, no podía permitirse quedarse parado tanto tiempo en un mismo lugar y menos aún en medio de la calle. Le encantaría descubrir qué era lo que tanto preocupaba a Gillian y tenía muy claro por qué: porque esperaba que eso lo tranquilizaría a él. Tenía que ser algo pasajero y esperaba que no fuera nada que tuviera que ver con su matrimonio ni con su familia. Tal vez su padre o su madre estaban enfermos y se preocupaba por ellos, o algo por el estilo.

Bajó por Thorpe Hall Avenue, dejó atrás la gran zona ajardinada y las pistas de tenis de Thorpe Bay Garden, cruzó el paseo marítimo, donde el tráfico frenético de primera hora de la mañana disminuía un poco, y llegó a la playa, que presentaba un aspecto frío, desolado e invernal. No había ni un alma.

Respiró hondo.

Estaba tan agotado como cualquier otra persona después de un largo y duro día de trabajo y sabía por qué: porque había visto a Gillian. Porque había estado a punto de encontrarse con ella frente a frente. Esa circunstancia para la que no había podido prepararse de antemano lo había estresado mentalmente hasta el punto de que, sin darse cuenta, había llegado a la playa a paso de carrera, pensando solo en avanzar, hacia la calma, donde pudiera apaciguar sus nervios.

Vigilaba a muchas personas. Memorizaba lo que hacían durante el día, sus costumbres, intentaba ahondar en los detalles que caracterizaban sus vidas. No habría podido explicar qué era lo que le fascinaba tanto al respecto, pero sentía una especie de magnetismo que se apoderaba de él. Una vez había empezado, le resultaba imposible dejarlo. Había leído sobre los fanáticos de los ordenadores que habían fundado una vida paralela en Second Life y había tenido la impresión de que todo eso tenía mucho que ver con lo que él hacía. Una vida al margen de la existente. Destinos con los que soñar y roles en los que sumergirse. A veces era el afortunado Thomas Ward, con esa bonita casa y ese coche tan caro. Otras era un tipo más guay, que no tartamudeaba ni se sonrojaba, e invitaba a salir a la guapa joven del perro y sin recibir calabazas, por supuesto. Con ello aportaba un poco de esplendor y de alegría a su rutina cotidiana. Presentía que un psicólogo habría encontrado una serie de señales delicadas en su afición y es que cuando la situación se volvía algo arriesgada o rozaba el límite la única posibilidad que le quedaba era vagar por la calle inmerso en la melancolía.

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