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Authors: Federico Moccia

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Tengo ganas de ti (56 page)

BOOK: Tengo ganas de ti
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Ochenta

Algunos días después, no sé cuántos. Ese dolor que experimentas, que no consigues entender de dónde puede llegar, que no te da explicaciones, que te hunde como una gran ola que no habías visto, que te ha cogido por sorpresa, que te revuelca, te quita la respiración, te hace rodar sobre la arena mojada, sobre esos pasos que te parecían tan ciertos en tu vida. Y en cambio, no. No lo son. Ya no. Hace días que paso por delante de su portal. Hace días que la veo salir de distintas formas. De la única forma como es ella. Guapa. Guapísima. Desordenada, confusa, elegante, con el pelo recogido, con el pelo suelto, lacio, loco, rebelde. Con dos coletas, con un vestido de flores, con un peto medio caído, con un traje de chaqueta perfecto, con una camisa azul y con el cuello levantado y una falda azul marino debajo. Con unos vaqueros claros, con unos pantalones pirata, con unos vaqueros rotos con costuras, que destacan, que se hacen notar. Con toda su ropa de Yoox. Los accesorios. Los colores. La fantasía de saber reinventarse a diario. Así, tal como es ella. Sale siempre de ese mismo portal y siempre de manera distinta. Pero he visto algo que es siempre igual: sus ojos, su cara. Arrastran las señales lejanas de un disgusto vivido. Como un sueño precioso interrumpido por una persiana subida con demasiada furia. Como el sonido insistente de un móvil que alguien ha olvidado apagar y que hace sonar otro que se ha equivocado de número o, aún peor, alguien que no tiene nada que decir. Como una alarma hecha saltar por un ladrón torpe que ya ha huido en la noche. Una vida distraída ha golpeado con el codo su felicidad. Y he sido yo. Y no puedo esconderme, no puedo justificarme. Tan sólo puedo esperar hacerme perdonar de algún modo. Ahí está. La veo salir, la veo pasar. Está en su coche. Y por primera vez después de tantos días escondido en la sombra, doy un paso adelante y me cruzo con su mirada. Detengo sus ojos. Los hago míos por un instante. Y por ellos tiernamente turbado, sonrío. Hablo y explico y cuento e intento que no se marchen. Todo con una mirada. Y sus ojos parecen escuchar en silencio, asentir, entender, aceptar eso que espero que estén diciendo los míos. Después, ese silencio hecho de mil palabras, más intenso que nunca, es interrumpido. Gin baja la mirada en busca de algo, de un poco de fuerza, de una sonrisa, de alguna palabra pronunciada en voz alta. Pero no encuentra nada, nada. Entonces vuelve a mirarme y sacude ligeramente la cabeza. Su mejilla hace una pequeña mueca, un esbozo de una media sonrisa, quizá una sombra de posibilidad, como diciendo: «No, aún no, es demasiado pronto.» Al menos eso es lo que yo quiero leer. Y se aleja así, directa hacia donde no me es dado saber, hacia la vida que le espera, quizá hacia un nuevo sueño, seguramente mejor que el que yo le he robado. Y tiene razón. Y se lo merece. Así es como me quedo allí en silencio. Enciendo un cigarrillo. Doy un par de caladas y lo arrojo al suelo. No me apetece nada. Después entiendo que no es verdad. Entonces saco algo del maletero.

Lejos, muy lejos, en esa misma ciudad. Coches en movimiento, bocinas, guardias atareados, ayudantes inexpertos entrenados sólo en maldad. Rina, la asistenta de los Gervasi, sale del edificio de los Stellari. Saluda al portero con su habitual sonrisa de vello excesivo y sigue decidida hasta el contenedor de basura, acompañada por un perfume barato que a duras penas esconde el trabajo de toda la jornada. Abre el contenedor empujando con fuerza la barra de hierro con un pie decidido. Lanza la bolsa de la basura describiendo un arco perfecto, mejor que una jugadora de voleibol. El contenedor se vuelve a cerrar, como una guillotina soltada por un verdugo distraído. Pero no puede acabar su recorrido. Por una esquina asoma un póster enrollado. Es la foto ampliada de ese chico y esa chica montados sobre una moto que «hace un caballito». El grito rebelde de ese momento de felicidad…, de ese amor ya disuelto en el tiempo. Todo ha pasado. Y ahora, como sucede a menudo, ha acabado en la basura.

Pallina sale corriendo de su portal. Alegre y decidida, elegante como no lo ha estado nunca.

Sube al coche y lo besa riendo. Quiere volver a coger las riendas de su vida.

—Bueno, ¿adónde vamos?

—Adonde quieras.

Pallina lo mira y sonríe. Ha decidido intentarlo otra vez. Y él es la persona adecuada.

—Decide tú: vayamos sin rumbo por una noche.

Y Dema no se hace de rogar. Esperaba este momento desde hace años. Mete la marcha suavemente y se pierde ligero entre el tráfico. Luego sube un poco el volumen del aparato de música y sonríe.

Eva, la azafata, acaba de llegar a Roma. Deja la maleta en la habitación del hotel y en seguida intenta llamarlo. Nada, tiene el móvil apagado. Lástima, le hubiera apetecido mucho verlo. No pasa nada. Piensa un poco. Después sonríe y marca otro número. Alguien que viaja tanto siempre tiene otro número.

Daniela está sentada en su habitación. Acaba de saber que será niño. Hojea el libro de nombres, indecisa: Alessandro, Francesco, Giovanni… Busca los orígenes y el significado de cada uno. Tiene que ser un nombre importante, de un caudillo, o bien uno de esos raros, especiales, que no se olvidan. Y sonríe feliz para sus adentros. Al menos esto puedo decidirlo sola. Luego se preocupa: ¿Y si el nombre que elijo es el mismo que el de su padre? Por eso se queda perpleja y abandona ese «Fabio» que le parecía tan adecuado. Quiere ir sobre seguro…, y no sabe lo inútil que es esa duda suya. Seguro que ese niño nunca sabrá el nombre de su padre.

Babi está en su habitación. Repasa feliz la lista de los invitados. Ya falta poco. Caray con mamá, ha querido invitar también a los Pentesi, que yo no soporto, y a unos primos que no hemos visto nunca. Mamá y sus reglas. Después, por un instante, piensa que esa idea le gustaría muchísimo. Sí, sería una idea preciosa. Invitar a Step a su boda. Sería una pasada. Y no se percata de lo mucho que se parece ella a su madre. Mejor dicho, no, es mucho peor.

Dos señoras miran a su alrededor. Quieren estar seguras de que no hay nadie cerca.

Después, tranquilas, mironas conspiradoras del cotilleo inútil, pueden desfogarse finalmente.

—Te lo aseguro, lo he visto con una chica joven, muy morena…

—No me lo creo… Pero ¿lo has visto tú personalmente?

—No, pero una persona de mucha confianza me lo ha contado.

—Creo que ya sé quién te lo ha dicho: me lo contó también a mí, pero me dijo que no se lo dijera a nadie. ¡De todos modos, no está morena, es de color! ¡Es brasileña!

—¿En serio? Qué raro, nunca me hubiera esperado eso de él.

—¿Por qué no? ¡Ella es insoportable!

Las dos mujeres se ríen. Después se quedan un poco disgustadas por esas risas. Quizá se lo están preguntando: ¿Cómo somos nosotras con nuestros maridos? Acaban entonces por sentirse culpables, por no saber darse una respuesta. Quizá, al fin y al cabo, no son tan distintas de ella. Raffaella está al fondo de la sala. Ambas la miran. Ella cruza su mirada y sonríe desde lejos. Ellas también sonríen, cómplices y un poco torpes. Después se miran otra vez. ¿Nos habrá descubierto? ¿Habrá entendido que hablábamos de ella? Y cada una se queda con su duda, mientras Raffaella ya no las sopesa. Dedica ahora toda su atención a su contrincante.


Et voilà
…, se ha acabado la segunda baraja. Y mira… ¡He hecho también un burraco!

Empieza a contar de prisa los puntos, contenta, sin perderse en charlas inútiles.

—¡Pero arbitro, si no era!

Claudio se pone en pie, con su gorra de visera que casi se le vuela, tanto es el ímpetu de su entusiasmo, de su felicidad. Vuelve a acomodarse la gorra y se sienta de nuevo junto a Francesca.

—Tú también lo has visto, Fra, ¿no era, no?

Y ella asiente con la cabeza, aunque no entiende demasiado de fútbol.

—¡No hay nada que hacer, siempre lo mismo! ¡Quieren que gane el Aniene y siempre acaba así aquí, en el Canottieri Lazio! Y todo porque tienen más socios.

Claudio, satisfecho de su genial intuición, abraza a Francesca dándole incluso un beso en los labios, sin importarle nada ni nadie. ¿Quién lo conoce?, ¿quién podría verlo?, ¿quién podría juzgar?, ¿quién podría decir: «¡Pero cómo puede ser, si tiene veinte años menos que tú!»? Después Claudio, volviendo a mirar el partido, se da cuenta de que algo más allá están ni más ni menos que Filippo Accado y su mujer. Lo han oído gritar y ahora lo están mirando. Él los saluda con una gran sonrisa, casi gesticulando:

—Hola Filippo, hola, Marina —y abraza otra vez a Francesca, queriendo confirmar a todos los efectos y definitivamente esa excelente elección suya. También porque, para ser exactos, tiene veinticuatro años menos que él.

Los Accado esbozan una sonrisa, preocupados por haberse convertido en inocentes testigos de lo que, al menos para ellos, hasta ese momento habían sido sólo habladurías. Claudio lo sabe. Y está contento de haberlo confirmado del todo. Después mira a Francesca. Guapa, dulce, naturalmente bronceada, joven y, sobre todo, ¡en absoluto tocapelotas! Y le sonríe.

—¡La verdad es que si yo me llamara Paolo…, seríamos los Paolo y Francesca del tercer milenio!

Y ella, que no entiende nada de fútbol ni de muchas otras cosas, asiente también esta vez.

Claudio comprende que pide demasiado. Es verdad, no se puede tener todo.

Y entonces, para reafirmar lo acertado de su elección, saca un cigarrillo. Está a punto de encenderlo, pero esta vez Francesca sí sabe qué decir:

—Claudio, pero si acabas de fumarte uno…

—Tienes razón, querida.

Sonríe, mete de nuevo el cigarrillo en el paquete y luego vuelve a mirar el partido. Por el rabillo del ojo, observa a Francesca sin que ella se dé cuenta. Ella masca un chicle con la boca abierta, canturreando una extraña canción brasileña. Tiene la mirada un poco alelada, perdida en quién sabe qué pensamiento. ¿He hecho bien? ¿Es realmente esto lo que quería? Claudio siente un instante de pánico. Bueno…, sí, creo que sí. Al menos hasta que dure. Después vuelve a pensar en su gran decisión. En el gran salto que ha dado hace apenas una semana. En el fondo, ha sido Francesca la que me ha convencido de todo. Sí, ella es la mujer que esperaba. Se lo debo todo a ella. Es mérito suyo que el Z4 azul cielo esté ahora aparcado fuera del campo. Entonces Claudio se dispone otra vez a mirar el partido, entusiasta y feliz.

—¡Animo, chicos! ¡Empatad! ¡Meted un buen gol! —Y no sabe que precisamente en ese momento un hortera de la Garbatella se ha llevado su Z4. Con un simple cúter de un euro se ha llevado cuarenta y dos mil… Euro arriba, euro abajo.

Paolo y mi padre han decidido ir al chino de via Valadier, ese adonde van todos y de donde todos salen apestando a fritanga. Están sentados a una mesa. Se ríen y bromean en compañía de sus novias. Han pedido un montón de comida. Desde algas fritas hasta los inevitables rollitos de primavera, desde cerdo agridulce hasta pato pequinés, pasando por la sopa de aleta de tiburón, el cerdo crujiente, los ravioli al vapor y otros a la plancha, el plato novedad. Lo han probado todo. Se han dado un atracón probando los diversos tipos de salsas en esa extraña plataforma giratoria que los chinos ponen en el centro de la mesa para que te sientas un perfecto oriental. Pero cuando te llega la cuenta, aunque esté escrito en chino y haya una extraña línea final que indica un pseudodescuento, deberías entender que para ellos serás siempre y sólo un occidental. Paolo y mi padre se pelean por la cuenta. Los chinos se quedan allí delante, se divierten y sonríen mientras los miran. A ellos qué les importa… Después de la ridícula pantomima de siempre, acabe como acabe, uno de los dos pagará la cuenta.

Martina y Thomas están sentados en la escalera del bloque. Comen un pedazo de pizza. De tomate.

—Qué rica… ¿Dónde la has comprado?

—Aquí al lado. ¿Te gusta?

—Mucho.

—¿Sabes?, hace tiempo que quería invitarte, pero no sabía si te apetecía.

—¡Pues claro que me apetece! Es más, quizá mañana la compre yo y volvamos a merendar aquí. Se está bien, sentado en los escalones. ¿Qué te parece?

—Súper.

Después, Thomas, limpiándose como puede la boca con la camiseta, decide contárselo.

—¿Sabes, Marti?, hace unos días estaba paseando por la plaza cuando me pasó una cosa muy rara.

—¿El qué?

—Fue precisamente aquí. Estaba esperando a Marco, que debía devolverme el balón, y de pronto se paró un tipo con una Honda azul. Uno mayor, de al menos veinte años. Bajó, me dio un bofetón y luego, ¿sabes qué me dijo?

—No, ¿qué?

—«Deja en paz a Michela.» Volvió a subir a la moto y se marchó. ¿Te das cuenta? ¡Michela sale con un tipo de veinte años!

Es un instante. Martina sonríe sin que su amigo se dé cuenta. No puede creerlo: Step. Ese tío está loco. Es uno de esos que no se encuentran a menudo en la vida. Pero si sucede, no queda más que alegrarse. Pero Thomas no para.

—¿Y sabes a quién se parecía? ¿Te acuerdas de ese tipo con el que hablabas hace algún tiempo? Sí, cuando yo estaba sentado en la cadena y te saludé, y vosotros estabais hablando delante del quiosco… ¿Sabes quién te digo?

—Sí, ya sé quién dices, pero te equivocas. No es ese tío. Además, ¿a ti te parece que alguien así puede salir con Michela? Con Michela sale alguien como tú.

—¿Yo? Pero ¿estás loca? Yo voy detrás de ella porque se ha agenciado mi CD de Simple Plan, ¿sabes?,
Still Not Getting Any
. Hace un mes que se lo presté. Pero al parecer, cuando le dije «Se llama Pietrito y vuelve solito», ¡ella entendió que el CD volvía solo!

Martina sonríe. No tanto por el intento fracasado de broma, sino porque empieza a entender cómo están las cosas.

—De todos modos, si es ese tipo, díselo: a mí Michela no me importa nada.

—Claro, tienes miedo…

—¡Cómo que miedo! Si pillo a ése lo pongo morado. Bueno, quiero decir, quizá dentro de unos años… Te juro que me apuntaré al gimnasio. Es más, no, aún más, me apuntaré al cursillo de
wrestling
: quiero ser como John Cena. Quizá hasta componga un rap. Es un tipo fortísimo, ¿sabes quién es?

—No.

—¡Pero no conoces a nadie! —Thomas se encoge de hombros y da otro buen mordisco a la pizza—. Hum, qué rica…

Al final sonríe él también, olvidándose de esa historia. Y hace bien. En la vida siempre buscamos explicaciones. Perdemos el tiempo buscando un porqué. Pero a veces no existe. Y por triste que parezca, ésa es precisamente la explicación. Thomas habla con Martina, se ríen y bromean sobre otras cosas. Después se miran. Ella, igual que siempre. Él, quizá como nunca lo había hecho. Y sonríe. Tal vez porque ella lo ha tranquilizado sobre esa bofetada. Tal vez simplemente porque esa chiquilla no está tan mal. No lo sabe. No importa. Mientras tanto, se acaba la pizza. Y algo empieza.

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