Se puso a dormir y antes de conciliar el sueño se acordó de ponerse de costado para no tener la cara contra la almohada. Por mucho sueño que tuviera, se acordó de lo malo que es para la cara el dormir en esa postura.
En el puerto había otros dos yates, pero también estaban dormidos todos a bordo de ellos cuando la lancha guardacostas, con la Queen Conch de Freddy Wallace a remolque, entró en el oscuro fondeadero y amarró en el embarcadero.
Harry Morgan no se enteró de nada cuando alargaron desde el embarcadero una camilla y, mientras dos hombres la sostenían en la cubierta del cúter pintado de gris y a la luz de un reflector delante de la cabina del capitán, otros dos hombres lo levantaron a él de la litera y caminaron penosamente para tenderlo en la camilla. Había estado inconsciente desde primera hora del anochecer. Su corpachón hundió mucho la lona de la camilla cuando los cuatro hombres la levantaron para dirigirse al embarcadero.
—Arriba.
—Agárrale las piernas. Que no resbale.
Subieron la camilla al embarcadero.
—¿Qué tal está, doctor? —preguntó el juez de paz cuando los hombres metieron la camilla en la ambulancia.
—Vivo. Es lo único que se puede decir.
—Desde que lo hemos recogido ha estado delirando o inconsciente —dijo el contramaestre que mandaba la lancha guardacosta, hombre pequeño y rechoncho cuyas gafas brillaban al reflector. Tenía barba atrasada—. Los fiambres de los cubanos están en la otra lancha. Lo hemos dejado todo como estaba. No hemos tocado nada. A dos los hemos puesto en el suelo para que no cayeran al agua. Todo está como estaba. El dinero y las armas. Todo.
—Bueno —dijo el juez de paz—. ¿Pueden ustedes alumbrarla con un reflector?
—Diré que enchufen uno en el muelle —dijo el jefe de puerto, y salió a procurarse el reflector y el cordón.
—Vamos —dijo el juez de paz. Pasaron a popa alumbrándose con lámparas de bolsillo—. Quiero que me digan ustedes exactamente cómo los encontraron. ¿Dónde está el dinero?
—En esas dos bolsas.
—¿Cuánto hay?
—No lo sé. Abrí una, vi que contenía dinero y la cerré. No quise tocarlo.
—Bien —replicó el juez de paz—. Perfectamente.
—Todo está como estaba, salvo que dos de los fiambres los bajamos de los tanques y los pusimos en el sollado para que no rodaran al agua y en el que al buey de Harry lo trajimos a mi litera. Yo creí que se iba a morir antes de que lo dejáramos. Está muy mal.
—¿Ha estado inconsciente todo el tiempo?
—Al principio deliró —dijo el patrón del guardacostas—. Pero no se le podía entender. Le oímos muchas de las cosas que decía, pero no tenían sentido. Después perdió el conocimiento. Ya lo sabe usted todo. Ese achocolatado tendido de costado está donde estaba Harry. Lo encontramos sobre el tanque de estribor colgando sobre la escotilla; el otro moreno que está a su lado estaba en el otro asiento, a babor, encogido de bruces. ¡Cuidado! No encienda fósforos. Hay mucha gasolina.
—Debería haber otro cadáver —dijo el juez de paz.
—No había más. El dinero está en esas bolsas. Las armas están donde estaban.
—Es preferible que venga alguien del banco para abrir las bolsas —dijo el juez de paz.
—Me parece bien —dijo el patrón—. Es buena idea.
—Podemos llevarlas a mi oficina y sellarlas.
—Buena idea —replicó el patrón.
A la luz del reflector, el verde y el blanco de la lancha tenían un aspecto nuevo y brillante. Lo producía el rocío que había sobre cubierta y en el techo de la caseta. En la pintura blanca destacaban los agujeros. A popa, el agua era verde a la luz del reflector. Alrededor de los pilotes se veían pececillos.
Las hinchadas caras de los cadáveres brillaban a la luz. Los coágulos de sangre ponían en ellas unas manchas de laca marrón. En torno a los cadáveres se veían cartuchos del 45 vacíos. El fusil Thompson yacía donde lo había dejado Harry a popa. Las dos bolsas de cuero en que los asaltantes habían llevado el dinero a bordo estaban apoyadas contra los tanques de gasolina.
—Primero pensé que era mejor llevarme a mi lancha las bolsas de dinero mientras traíamos la otra a remolque —dijo el patrón—. Pero después me pareció mejor dejarlas donde estaban mientras el tiempo fuera bueno.
—Hizo usted bien en dejarlas —dijo el juez de paz—. ¿Qué ha sido del otro, del pescador Albert Tracy?
—No lo sé. Nosotros no hicimos más que mover a esos dos —contestó el patrón—. Todos, menos el que está de espaldas bajo el volante, están acribillados a balazos. Aquél tiene un tiro en la nuca. La bala le salió por la frente. Vea usted.
—Es el que parecía un chico —dijo el juez de paz.
—Ahora no parece nada —replicó el patrón.
—El grandote es el del fusil que mató al abogado Robert Simmons —dijo el juez—. ¿Qué cree usted que pasó? ¿Cómo diablos están todos muertos, menos Harry?
—Se pelearían entre ellos —replicó el patrón—. Se disputarían sobre el reparto del dinero.
—Los cubriremos hasta mañana. Yo me llevo las bolsas.
Mientras estaban conversando en el sollado apareció en el muelle una mujer corriendo. La seguía una muchedumbre. La mujer era delgada y mayorcita. Iba descubierta, el viento le había deshecho el peinado y el pelo le colgaba por el cuello aunque lo tenía atado en el extremo. Al ver los cadáveres en el sollado se puso a gritar y se le vio echar la cabeza atrás mientras otras dos mujeres la sujetaban de los brazos. La multitud que la había seguido la rodeó y se apretujó para mirar la lancha.
—¡Maldita sea! —dijo el juez de paz—. ¿Quién ha dejado el portón abierto? Busquen algo, mantas, sábanas, cualquier cosa, para cubrir esos cadáveres y echaremos a esa gente de ahí.
La mujer dejó de gritar, miró a la lancha, echó atrás la cabeza y. rompió otra vez a gritar.
—¿Dónde lo hirieron? —preguntó la mujer que estaba cerca de ella.
—¿Dónde está Albert?
La mujer que gritaba se calló, miró otra vez hacia la lancha y dijo:
—No está ahí. Oiga, Roger Johnson —gritó al juez de paz—, ¿dónde está Albert? ¿Dónde está Albert?
—No está a bordo —contestó el juez. La mujer echó atrás la cabeza y gritó otra vez, marcando las venas en su descarnado cuello, crispados los puños, al aire el pelo revuelto.
Los que estaban en la última fila se esforzaban en acercarse a codazos al borde del muelle.
—También nosotros queremos ver.
—Van a cubrirlos.
Alguien dijo en castellano:
—Déjenme pasar. Déjenme mirar. Hay cuatro muertos. Todos están muertos. Déjenme ver.
La mujer de antes volvió a gritar:
—¡Albert! ¡Albert! Dios mío, ¿dónde está Albert?
Detrás de la muchedumbre, dos jóvenes cubanos que acababan de llegar y no lograban penetrar, se atrasaron, tomaron carrerilla y embistieron juntos. Los que estaban en primera fila se apartaron y, entre gritos, Mrs. Tracy y las dos que la sostenían trastrabillaron y, mientras se esforzaban por no perder el equilibrio, Mrs. Tracy, sin cesar de gritar, cayó al agua verde y el grito se convirtió en un chapuzón y en una burbuja.
Dos guardacostas se zambulleron mientras Mrs. Tracy manoteaba a la luz del reflector. El juez de paz se inclinó sobre la popa de la lancha, le echó uno de los bicheros y, ayudado desde abajo por los guardacostas, consiguió subirla. Nadie, en la multitud, había hecho el menor movimiento para ayudarla. Mrs. Tracy, chorreando agua, los miró, les amenazó con los puños y gritó: «¡Cochinos! ¡Zorras!» Después miró al sollado y gimió: «¡Albert! ¿Dónde está Albert?»
—No está a bordo, Mrs. Tracy —le dijo el juez envolviéndola con una manta—. Cálmese. Hay que tener valor.
—¡Mis dientes! —exclamó Mrs. Tracy—. He perdido los dientes.
—Ya los sacaremos por la mañana —le dijo el patrón de la lancha—. Ya los encontraremos.
Los guardacostas habían subido a popa y chorreaban agua:
—Vámonos —dijo uno de ellos—. Tengo frío.
—¿Está usted bien, Mrs. Tracy? —le preguntó el juez.
Mrs. Tracy apretó los puños y echó la cabeza hacia atrás para gritar de veras: «¿Si estoy bien?» No podía dominar su dolor.
La muchedumbre la oyó y mantuvo un respetuoso silencio. Mrs. Tracy proporcionaba los necesarios efectos sonoros dignos de la vista de los bandidos muertos a quienes el juez de paz y uno de sus funcionarios cubrían con mantas de los guardacostas, velando así el espectáculo más grande que el pueblo había visto desde que años antes lincharon al Isleño en la carretera y lo colgaron de un poste de teléfonos para que se columpiara a la luz de los faros de los automóviles que fueron a ver.
La muchedumbre se desilusionó cuando los cadáveres quedaron cubiertos, pero la formaban los únicos del pueblo que los habían visto. Habían visto caer al agua a Mrs. Tracy, y, antes de llegar, habían visto que a Harry Morgan se lo llevaban en una camilla al Marine Hospital. Cuando el juez de paz les ordenó que se fueran de allí se alejaron en silencio y contentos. Comprendían lo privilegiados que habían sido.
Entretanto, Marie, la mujer de Harry Morgan, y sus tres hijas, esperaban sentadas en un banco de la sala de entrada del Marine Hospital. Las tres chicas lloraban. Marie mordía un pañuelo. No había podido llorar desde el mediodía.
—Papá tiene un balazo en el estómago —dijo una de las chicas a una hermana.
—Es terrible —replicó su hermana.
—Callad —dijo la mayorcita—. Estoy rezando por él y no me interrumpáis.
Marie no decía nada. Se limitaba a estar sentada retorciendo el pañuelo y mordiéndose el labio inferior.
Al cabo de un rato salió un médico y meneó la cabeza cuando le miró Marie.
—¿Puedo entrar? —le preguntó Marie.
—Todavía no —contestó el médico.
Marie se le acercó:
—¿Ha muerto?
—Me temo que sí, Mrs. Morgan.
—¿Puedo entrar y verle?
—Todavía no. Está en la sala de operaciones.
—¡Cristo! ¡Cristo! —exclamó Marie—. Voy a llevar a las chicas a casa y volveré. Vamos, chicas.
Las tres chicas la siguieron hasta el viejo automóvil. Marie se sentó al volante y puso en marcha el motor.
—¿Cómo está papá? —preguntó una de las chicas.
Marie no contestó.
—¿Cómo está papá?
—No me habléis —dijo Marie—. Callad y rezad por él.
Las chicas se echaron a llorar.
—¡Maldita sea! —exclamó Marie—. No lloréis. He dicho que recéis por él.
Cuando torcieron para entrar a rodar sobre el desgastado coral blanco de la Rocky Road, los faros del automóvil alumbraron a un hombre que avanzaba a paso poco firme" en la misma dirección. «Algún pobre borracho —pensó Marie—. Algún pobre borracho.» Lo pasaron. El hombre tenía ensangrentada la cara y siguió caminando torpemente en la oscuridad cuando las luces de los faros se alejaron. Era Richard Gordon, que volvía a casa.
Marie detuvo el automóvil a la puerta de casa.
—Id a la cama, chicas. A la cama en seguida.
—¿Y papá? —preguntó una de las chicas.
—No me hables, por Dios. No me hables. Dio la vuelta y se dirigió otra vez al hospital.
Subió la escalera a toda prisa. El doctor se tropezó con ella en el porche en el momento que salía. Estaba cansado y se iba a casa:
—Ha muerto, Mrs. Morgan.
—¿Ha muerto?
—Sí, en la mesa de operaciones.
—¿Puedo verlo?
—Sí. Ha tenido una muerte tranquila. No ha sufrido.
A Marie le rodaron unas lágrimas por las mejillas:
—Oh, Dios. ¡Oh! ¡Oh!
El doctor le puso una mano en el hombro.
—No me toque —dijo Marie. Después añadió—: Quiero verlo.
—Venga conmigo.
Por el pasillo la acompañó a la sala blanca donde Harry Morgan, cubierto su corpachón por una sábana, yacía en una mesa con ruedas. La luz era muy viva y no hacía sombras. Marie, aterrorizada por aquella luz, se detuvo en el umbral.
—No ha sufrido absolutamente nada, Mrs. Morgan —dijo el médico.
Marie no parecía oírle.
—¡Cristo! —exclamó—. Miren esa cara simpática.
«No sé —pensaba Marie Morgan—, a veces aguanto un día y otras una noche de un tirón, y es posible que me vaya pareciendo distinto. Lo terrible son las noches. Si me importaran las chicas sería diferente. Pero no me importan nada. Así y todo no tengo más remedio que ocuparme de ellas. Tengo que empezar algo. Me figuro que esto de estar muerta por dentro, pasa. No importa aunque no pase. Pero tengo que empezar a hacer algo. Hoy hace una semana. Me temo que si pienso en él con un propósito acabaré por no poder recordar la cara que tenía. Eso me pasó cuando me asusté en el hospital. Me sienta como me sienta, tengo que empezar a hacer algo. Si hubiera dejado dinero o hubiese habido recompensas habría sido mejor, pero no me sentiría mejor. Lo primero que tengo que hacer es procurar vender la casa. ¡Los canallas que lo mataron! ¡Qué cochinos! Eso es lo único que siento, odio y un vacío. Estoy vacía como una casa vacía. Bueno, tengo que empezar a hacer algo. Debía haber ido al entierro y no pude. Pero ahora tengo que empezar a hacer algo. ¿No vuelve nadie de los que mueren?
»Era fuerte, ágil, valiente, como un animal caro. Sólo con verlo moverse me excitaba. ¡Qué suerte tuve mientras vivió! Donde primero le vino a él la mala suerte fue en Cuba, y cada vez la tuvo peor hasta que lo mató un cubano.
»Los cubanos traen mala suerte a los de Cayo Hueso. Los cubanos le traen mala suerte a cualquiera. También allí hay demasiados negros. Me acuerdo cuando me llevó a La Habana, cuando ganaba mucho dinero. Íbamos de paseo en un parque y un negro me dijo algo y Harry le dio un puñetazo, recogió del suelo el sombrero de paja que se le cayó, lo tiró a media manzana de distancia y se lo aplastó un automóvil. Me reí tanto que me dolían las tripas.
»Fue la primera vez que me teñí el pelo en un salón del Prado. Les llevó toda la tarde. Lo tenía tan oscuro que se resistieron a empezar y yo tuve miedo de que quedaría terrible, pero insistía en que probaran si podían aclarármelo un poco y el peluquero siguió manipulando con un peine y un palito de naranjo con algodón en la punta, empapándolo en el cacharro lleno de un líquido que echaba una especie de humo; me abría raya con la punta del palito y con el peine, teñía y lo dejaba secar. Yo tenía un miedo espantoso de lo que me había atrevido a hacer y lo único que se me ocurría decir era que procurara aclarármelo un poco.