Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns
El consejero fue despojado de todos sus cargos y fueron embargadas todas sus posesiones, respondiendo juntamente con Baruj del reembolso de los maravedíes. Y por haber faltado al honor y haber intentado inculpar a los cambistas, fue desterrado fuera de los condados de Barcelona, Gerona y Osona, durante un tiempo no inferior a cinco años.
Los nobles celebraron el veredicto, ya que al no pertenecer a una de las grandes familias no era persona grata; la Iglesia se abstuvo de todo comentario y los ciudadanos de Barcelona a los que había perjudicado y esquilmado en infinidad de ocasiones se alegraron del fin del influyente personaje. El pueblo llano, que vio que por una vez el ser poderoso no era obstáculo para ser castigado, sintió que su señor trataba por igual a todos sus súbditos, y lo comentaron festivamente en figones y posadas.
Las campanas de las iglesias de Barcelona comenzaron a voltear enloquecidas en medio de la tarde. Ruth, que estaba velando a Martí, se asomó a las galerías del patio central buscando a alguien que le explicara el motivo de aquel desusado y alborotado concierto que podía importunar a su enfermo. Apenas lo hubo hecho cuando a vista de pájaro observó que la puerta principal se abría y entraba en el patio de caballos un alterado Omar que intentaba explicar al mayordomo algo que desde la altura no alcanzaba a oír.
Desde la balconada de madera, Ruth interrogó al administrador.
—¿Qué ocurre, Omar?
—Señora, ya subo.
Cuando la muchacha vio cómo el hombre se precipitaba en tromba hacia la escalera, se dirigió a la embocadura de la misma en la sala central del primer piso.
Omar llegaba sin resuello subiendo los peldaños de dos en dos.
—Pero ¿qué ocurre?
—Fuego, señora, un fuego terrible. Si os asomáis al balcón que da a poniente veréis las columnas de humo subiendo al cielo.
—Pero ¿dónde es?
—Dicen que hacia la puerta del Castellvell, y en estas circunstancias las consecuencias pueden ser terribles.
—Y ¿qué hemos de hacer?
—Se ha convocado a la gente de a pie ante la iglesia de Sant Jaume, para que acudan armados con hachas, azadones, picos y cuantas herramientas grandes tengan a su alcance; y se ha dado orden de que se requisen todos los carros, galeras y carretas tiradas por mulas y caballos que se puedan encontrar en el perímetro de la ciudad y en los arrabales, y que todos se dirijan a la puerta del Castellvell, cargados con barriles, botas, cubas, toneles... En fin, todo aquel recipiente que pueda cargar agua.
A la misma hora, en el salón de plenos del Palacio Condal, Ramón Berenguer había reunido alrededor de la gran mesa a los componentes de la
Curia Comitis
junto con el veguer de la ciudad, Olderich de Pellicer, y con el senescal, Gualbert Amat.
—Informad, Olderich, de lo que ocurre.
Todas las cabezas de los presentes se dirigieron al lugar que ocupaba el veguer.
—Veréis, señor, esta tarde se ha presentado en mi despacho el jefe de alguaciles que estaba hoy de guardia y me ha comunicado que la casa del consejero... perdón, de Bernat Montcusí ardía por los cuatro costados.
Ramón Berenguer dio un respingo.
—¿Cómo es posible que una casa de piedra y recostada en la muralla esté ardiendo?
—Intuyo, mi señor, que el fuego ha sido provocado.
—Y ¿a qué se debe vuestra deducción?
—Mi señor, según parece ha comenzado por tres sitios a la vez y el humo es de una espesura y tan negro que semeja talmente fuego del infierno.
Gualbert Amat intervino.
—¿Qué medidas se han tomado?
Olderich, dirigiéndose al conde, replicó:
—He convocado a los hombres ante la iglesia de Sant Jaume provistos de todo aquello que sirva para atajar el fuego y a todos los que posean carros o galeras, en fin, cualquier medio de acarrear botas, toneles o recipientes grandes que puedan llenarse de agua para que se reúnan en la puerta del Castellvell. Allí mis hombres les ordenarán ir a cargar agua al mar, o al Rec Comtal, o al Besós, o al Llobregat, donde lo vean más procedente. Los que no tuvieren vasijas para el agua, que carguen sus carros de arena de la playa, y que una vez cargados, se dirijan hacia la puerta del Castellvell.
Toda la ciudadanía se puso a la tarea de acabar con el incendio. Vano intento; los expertos llegaron a la conclusión de que aquella hoguera estaba alimentada por el mismísimo Satanás y que las llamas eran un trasunto del infierno. La ciudad, construida en gran parte de madera, estaba en peligro. Mientras los hombres luchaban por apagar las llamas, las mujeres se dirigían a las iglesias de la ciudad y, dirigidas por sus sacerdotes, hacían rogativas manteniendo el Santísimo presente día y noche. Los carromatos que traían agua se sucedían al pie de la muralla y sus bocoyes eran subidos con poleas para lanzar su líquido cargamento sobre el centro de las llamas y sobre las paredes de las casas vecinas. Desde el otro lado del camino de ronda se arrojaban sacos de arena húmeda... Todo en vano. El encargado de los fuegos de la ciudad dio la orden de desguazar las vigas de las casas cercanas y de retirar cualquier objeto que pudiera arder para impedir que las llamas pudieran seguir mordiendo. Al cabo de nueve días con sus noches, el incendio fue sofocado. El aspecto de todo el perímetro era desolador. El fuego había sido provocado y había comenzado simultáneamente por tres sitios casi a la vez, pero el foco principal fue hallado en el sótano donde el consejero había almacenado las vasijas de aceite negro. Del hombre no quedó ni rastro, y por más que el conde dio la orden de buscarlo entre los restos del desastre, nadie dio con su voluminoso cuerpo. En cambio, varios servidores de su casa perecieron carbonizados, sobre todo en las caballerizas donde se almacenaba la paja que ardió como yesca, en un vano esfuerzo por liberar a los animales.
Ramón, en la intimidad del dormitorio, hablaba con Almodis.
—Nada ha quedado en pie; parece una maldición.
—Lo que demuestra es que vuestro consejero ha preferido entregar sus riquezas al fuego antes que a su señor. ¿Y decís que no ha sido hallado entre los restos?
—He ordenado remover todo, es como si se lo hubiera tragado el infierno.
—Imagino que es el lugar que le correspondía. De cualquier manera nos ha proporcionado gran quebranto, ya que la casa requisada tenía gran valor.
—Es mucho más lo que poseía allende los muros: he ordenado un inventario a mis contadores y me ha sorprendido la cantidad de fincas, de predios en arriendo y molinos que poseía fuera de la ciudad.
—Y vos regalándole fortalezas en Terrassa y Sallent... A veces, señor, cuando os encapricháis con alguien, convertís vuestra generosidad en dispendio, en tanto a mí me regateáis unas monedas para mis obras pías.
Martí había salido del mal paso. El tiempo, su fortaleza y los cuidados de Ruth habían obrado el milagro. Pero sobre todo debía su recuperación a esa emoción incontenible que le embargaba. El haber podido reconocer su amor por Ruth ante sí mismo, ante la joven y todo su entorno, le había dado alas. Volvió a revivir el momento mágico de la noche anterior, cuando rebullía inquieto en su cama sin conseguir conciliar el sueño. De pronto las dos hojas de la puerta de su cámara que daba a la terraza, apenas cubiertas por un sutil visillo que permitía que la brisa fresca entrara en su cuarto, se abrieron; una sombra apartó las cortinillas y la luz de la luna perfiló de plata el cuerpo desnudo de una Ruth desconocida hasta aquel momento, que llegaba junto al lecho. Martí quedó hechizado. Jamás hubiera imaginado, cubierto por mil refajos, que el cuerpo de la muchacha fuera el que ahora contemplaban sus ojos. La negra melena sobre los hombros, la cintura breve, las cadenas rotundas, las largas piernas y los altivos senos, todo el conjunto recordaba la silueta de una esbelta cítara.
La muchacha retiró la manta que cubría el cuerpo de Martí y temblorosa, se acostó a su lado.
—«Y desde donde esté os enviaré mi bendición.» ¿Recordáis? Los hechos valen más que las palabras. Sois vos, Martí, el único valedor del honor de mi padre. Ahora creo que es hora de que nos entreguemos a nuestros sentimientos. Quiero sentiros carne adentro y que los dos seamos uno. Así se cumplirá lo que estaba escrito en las estrellas, desde el primer día que mis ojos tuvieron la dicha de veros.
Luego, la muchacha le ofreció sus labios entreabiertos; un latigazo de vida recorrió el cuerpo de Martí y ya no pudo sujetar sus sentimientos tantas veces contenidos y, a la luz de la luna, se desbordó en ella.
Cuando aquella mañana Llobet le puso al corriente de la sentencia y de las circunstancias del incendio de la casa del intendente, una idea comenzó a germinar en la cabeza de Martí.
—Entonces decís que el hecho ha causado grave quebranto a las arcas condales.
—Evidentemente. La casa era parte del pago que debía entregar a la ciudad para cumplir con el veredicto y ahora ha quedado hecha un solar; más aún: el fuego destruyó un cinturón de viviendas que se vieron afectadas y que las arcas municipales deberán sufragar a sus poseedores.
—¿Veis a la condesa últimamente?
—Con frecuencia. ¿Por qué?
—Se me está ocurriendo algo.
—Miedo me dais.
—Dejadme que lo consulte con Ruth y mañana os diré algo.
—¿Y decís, mi buen Eudald, que el ciudadano Barbany está dispuesto a comprar lo que había sido la casa del consejero a fin de hacer un jardín que además regalará a la ciudad para que los niños puedan jugar en él? —preguntó, asombrada, la condesa.
—Eso he dicho. Una única condición ha puesto.
—¿Y cuál es esa condición?
—Deberá llamarse Jardín de Laia y en el centro deberá instalarse un crucero que la recuerde.
—Tendré que consultarlo con mi esposo, pero dadlo por hecho.
—Existe otra condición. Se le deberá otorgar una licencia para entrar en el perímetro de la ciudad toda clase de arbustos, árboles, plantas, animales y pájaros de todo el mundo sin pagar cánones y asimismo la traída de aguas para su regadío. Él tiene al experto para desarrollar el trabajo y a sus barcos para importar de tierras lejanas cuantas especies hagan falta.
—¿Le parecerá bien al señor Barbany que en algún lugar se recuerde que el Jardín de Laia se debió a la intercesión de la condesa Almodis?
—Estará orgulloso de ello, señora.
Barcelona presumía del Jardín de Laia. El resultado había sorprendido al propio Martí, que jamás hubiera imaginado que el trabajo de Omar alcanzara tanta belleza. Lo que había sido la residencia de Bernat Montcusí se había convertido en un lugar único. Se habían trasplantado árboles y arbustos ya crecidos, tapices de hierba; un regato, como un pequeño riachuelo, lo recorría de punta a punta. Estaba todo él cercado por una reja de hierro fabricada en las forjas de las atarazanas, regalo de sus operarios. Apenas hacía un mes lo había inaugurado la condesa Almodis acompañada de las altas jerarquías de la ciudad a cuyo frente estaba su veguer, Olderich de Pellicer.
Aquella mañana, una espléndida Ruth, a la que la maternidad había embellecido, caminaba llevando un rebujo, dentro del que iba una hermosa niña. Acompañaba a Martí, que no entendía el interés de su esposa, pues ya había visitado el jardín en varias ocasiones. «Hoy es un día especial», había dicho Ruth.
—Ya tienes que dar de comer a Marta y aquí no puedes —protestaba un Martí, padre reciente, enamorado de su hijita.
—No te preocupes de esta pedigüeña, que ya exige más que la condesa.
—Pero ¿adónde me llevas?
—Ya lo verás.
Recorrieron un sendero que serpenteaba entre los sicómoros y llegaron a la altura del crucero de mármol gris y basalto, levantado justamente donde años antes se había consumado la tragedia.
Martí se acercó curioso, porque en su base divisó algo que en su anterior visita no estaba. La lápida la había encargado Ruth al mejor cantero de Montjuïc. En letras de bronce encastadas, pudo leer:
Desde aquí voló al cielo Laia,
que siempre vivirá en el recuerdo
de quienes la conocieron.
Los ángeles deben estar con los ángeles.
Una lágrima asomó en los ojos de Martí. Él, que tantas vicisitudes y peligros había corrido, no podía dejar de emocionarse ante la muestra de generosidad de Ruth.
—¿Qué puedo hacer por ti para corresponder a tanto amor y a tanta grandeza de espíritu?
Ruth lo miró enamorada y luego dirigió su mirada a la pequeña que, ignorante de la situación, pataleaba alegremente.
—Dame una tierra, amor mío, en la que cualquier hombre pueda vivir libre, practicando su religión, y en la que no haya ni amos ni siervos. Una tierra en la que todos los ciudadanos sean iguales ante la ley y donde nadie pueda esclavizar a nadie, para que en ella puedan crecer libres y felices los hijos que el Dios que rige nuestros destinos quiera enviarnos.
—No lo dudes, esposa mía. Te daré esa tierra.
El siglo XI catalán es tan absolutamente novelesco que al lector de este libro le podrá parecer que lo que fue historia es novela y lo que es novela fue historia.
El protagonista de una novela histórica acostumbra a ser fruto de la imaginación del autor. En este caso no es así: el personaje de Martí Barbany está inspirado en la vida de Ricard Guillem, caballero estudiado por el catedrático medievalista José Enrique Ruiz-Doménec, cuya importancia fue tal que el poderoso
Call,
cuando lo nombra en sus escritos, lo llama Ricardus Barcinonensis (Ricardo de Barcelona). Un resto del muro de su mansión en la actual plaza de Sant Miquel se conserva todavía en el sótano del bar El Paraigües, junto al ayuntamiento.
La Barcelona del siglo XI rondaba los dos mil quinientos habitantes; el mayor de los logros en aquella sociedad era conseguir la categoría de «ciudadano», para lo cual, además de poseer una casa, se necesitaba el respeto de los vecinos avalado por una trayectoria intachable. El poseedor del título gozaba de una serie de privilegios, de manera que a los tres estamentos característicos —la nobleza, el clero y el rey, o el conde en Cataluña— se añadía el de ciudadano.
Nuestro protagonista, Martí Barbany, llega a Barcelona dispuesto a conquistar un lugar en la sociedad y lo hace en unas circunstancias apasionantes caracterizadas por las luchas terribles entre dos mujeres singulares, Ermesenda de Carcasona, dos veces regente del condado y abuela de Ramón Berenguer I, y la concubina y posterior esposa de éste, Almodis de la Marca (las tumbas de ambos están una frente a la otra a media altura en el muro derecho de la catedral de Barcelona), por la que el conde sintió un amor fulminante y a la que raptó del castillo de su marido, el conde Ponce de Tolosa. Los esfuerzos del joven, sus retos, sus viajes, sus trabajos, sus logros y sus amores, obstaculizados por un enemigo encarnizado, padrastro de su amada, así como las costumbres de la época, la navegación, los negocios de los hebreos y las intrigas palaciegas, llenan las páginas de este libro.