Te Daré la Tierra (27 page)

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Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns

BOOK: Te Daré la Tierra
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A los tres días, y al toque de las vísperas, una carreta tirada por un caballo y conducida por Omar, transportaba a la mansión de Bernat Montcusí a la manumitida esclava, que lucía sus mejores galas. El criado portaba una misiva lacrada destinada al dueño de la casa, en la que le agradecía su licencia para obsequiar a su hijastra con el arte de Aixa, y otra, que ésta ocultaba en sus entretelas, destinada a Laia y hurtada a las miradas de su padrastro.

32
Bernat Montcusí

Al atardecer, una de las puertas posteriores de la tapia que rodeaba la mansión del Castellvell se abrió y salió por ella un hombre modestamente vestido, que tras mirar a uno y a otro lado de la calle y después de guardar, en uno de los amplios bolsillos de su ropón, la pesada llave con la que había vuelto a cerrar la balda, se envolvió en su capote, se caló el gorro hasta las cejas y encaminó sus pasos, siguiendo el perímetro de la muralla, hacia una calle famosa por sus tahonas. Después de recorrerla con la mirada baja por miedo a que alguien le reconociera acicalado de aquella guisa, acortó por un pasaje y desembocó en la plaza donde estaba la iglesia de los Sants Just i Pastor. Las campanas repicaban dando el toque de vísperas y las feligresas iban saliendo después del oficio. El embozado aguardó a que la plazoleta se despejara, y cuando consideró que el paso estaba franco, se acercó a la puerta de la iglesia que al ser empujada gimió como un gato al que pisan la cola, y se introdujo en el templo. El olor a cera e incienso aún flotaba en el ambiente.

El visitante esperó a que sus ojos se acostumbraran a aquella penumbra y, cuando estuvo habituado a aquel entorno, fue a situarse en uno de los bancos con reclinatorio que se hallaban próximos a uno de los elaborados confesonarios de madera repujada. El hombre se arrodilló, y por el rabillo del ojo vigiló a que el confesor saliera de la sacristía del fondo y ocupara su lugar. No tuvo que aguardar mucho tiempo. Al cabo de un momento, el roce de unas sandalias le alertó de la proximidad de un clérigo alto y desgarbado de larga barba que abrió la portezuela del confesonario, besó la cruz de una estola que pendía de un gancho y, tras colgársela al cuello, cerró a continuación la portilla. El hombre aguardó un tiempo prudente, y cuando lo consideró oportuno se adelantó hasta el frente del confesonario y esperó a que la cortinilla que cerraba la portezuela se abriera.

Una voz peculiar le saludó desde el interior.

—Ave María Purísima.

—Sin pecado concebida.

—Decidme, hijo mío, qué pecados habéis cometido.

—Muchos, padre.

—Pues comenzad a enumerarlos, que a eso habéis venido; veréis que el hacerlo aliviará vuestra alma.

Bernat Montcusí, que para la ocasión había recurrido a un sacerdote desconocido para no acudir a su habitual confesor, el arcediano de la Pia Almoina Eudald Llobet, comenzó a desgranar el saco de faltas que acarreaba su conciencia.

—He faltado contra el segundo mandamiento, pues he tomado el nombre de Dios en vano; he mentido; he codiciado bienes ajenos; me he valido de mi cargo para acumular bienes.

El religioso escuchaba, inmóvil como una estatua.

—¿Qué más, hijo mío? ¿Has faltado contra el sexto mandamiento?

—Padre, desde que falleció mi esposa he caído en el onanismo en infinidad de ocasiones.

—¿Has ido con mujeres de mala vida frecuentando mancebías? ¿O te has arreglado con alguna esclava?

—Lo primero no, padre: temo a las enfermedades que tales mujeres contagian. En cuanto a lo segundo, no me es grato que dentro de mi casa alguien crea que tiene un derecho adquirido por el hecho de encamarse con el dueño.

—Entonces, hijo mío, tu pecado de masturbación aunque no es grato a los ojos del Señor, es de alguna manera comprensible. De manera que voy a ponerte en penitencia...

—Todavía no, padre.

—¿Queda algún rescoldo que atormente tu conciencia?

—Sí, padre, y es ello lo que me ha hecho esta tarde acudir a vuestro consejo.

—Decidme, hijo mío, os escucho.

Un momento de silencio se estableció entre el confesor y el penitente.

—Veréis. El caso es, como os he dicho, que soy viudo. Mi esposa aportó al matrimonio una hija del suyo anterior, que ahora ha cumplido trece años. Es hermosa como una gacela; sus formas se insinúan bajo su túnica aunque todavía no están definidas, sus senos son dos fresones salvajes...

—No sigáis por ese camino, pero continuad.

La voz de Montcusí prosiguió, con voz ronca y desgarrada.

—El amor filial que sentí por ella mientras vivió su madre se ha convertido en una pasión aniquiladora. Se me subleva la sangre cuando veo que le ha llegado el tiempo de merecer y pienso que puedo matar al que se acerque a su lado y la pretenda.

El sacerdote escuchaba atentamente.

—¿Qué puedo hacer, padre? —preguntó el consejero, cabizbajo.

—Debéis apartarla de vuestro lado. La proximidad de la mujer es tremendamente nociva. Desde que nacen son las grandes tentadoras; ved que Adán fue feliz en el paraíso hasta que el Señor creó a Eva. Tienen el mal en las entrañas y desde niñas gozan de la malignidad de la serpiente. Os aconsejo que la obliguéis a entrar en un convento. Allí moderarán sus ansias de pecado porque, aunque la creáis una criatura inocente, ella conoce muy bien la forma de tentaros, y vos, pobre pecador, estáis inerme ante su descaro.

—Padre —replicó Montcusí, casi sin voz—, no me veo capaz de apartarla de mí.

—Entonces os condenaréis, y si no tenéis un propósito de enmienda no podré daros la absolución.

—Padre, aunque arda en el fuego de los infiernos no soy capaz de vivir sin ella. Mis días transcurrirán grises y monótonos, sin motivo alguno. Si mis ojos no pueden gozar de su presencia, entonces me convertiré en un muerto en vida.

—Hijo querido, luchad contra la tentación que se ha instalado en vuestra vida. No es vuestra la culpa, es que así es la natura. Para el hombre la edad no importa: una niña, en cuanto pesa treinta libras, es una mujer. El Señor, que en nada puede equivocarse, dijo al crear al hombre «creced y multiplicaos». Por tanto, en cuanto a una hembra le llega la flor, es que es tiempo de merecer y por tanto de preñarse. ¿Por qué no la desposáis? Nada como el matrimonio para mitigar los ardores de la pasión carnal.

—No puedo, padre. En su día la prohijé y es sabido que la Santa Iglesia no permite ayuntamiento carnal entre padrino y ahijada.

—Pero existen bulas y licencias; podéis demandar una de ellas.

—Debo deciros que ella jamás consentiría.

—Entonces, hijo mío, mala solución tiene vuestro dilema. Sin embargo, aunque hoy sin vuestro propósito de enmienda no puedo daros la absolución, no dejéis de venir a verme: veremos con el tiempo cómo trampeamos esta contrariedad. Rezad mucho, hijo mío: la oración es el único escudo contra el maligno, que adopta en infinidad de ocasiones el cuerpo de la mujer.

33
Sueños y esperanzas

Laia estaba arrebatada: su nueva esclava colmaba de felicidad sus noches y sus canciones llenaban de alegría sus antes tediosos atardeceres. Aixa, eternamente agradecida a Martí, no perdía ocasión de hablar de él a la doncella en tonos encomiásticos, de manera que en el tierno corazón de Laia fue naciendo un sentimiento hasta aquel momento desconocido y que predisponía su espíritu hacia aquel joven que tan gentilmente había renunciado a Aixa en su beneficio y cuyo rostro había entrevisto en dos ocasiones: la primera en el mercado de esclavos y la segunda la tarde en que se topó con él acompañando a su padrastro a la salida del pasadizo que desembocaba directamente en el jardín sin pasar por la casa.

Hacía tres meses que Aixa había entrado en su vida y jamás hubiera imaginado, ni en sus sueños más peregrinos, que hecho alguno adquiriera la importancia que el regalo de Martí Barbany había representado para ella. La esclava se había ganado su corazón; desde que muriera su madre, a nadie había entregado sus afectos como a aquella adorable criatura.

La carta destinada al consejero del conde era una respetuosa muestra de gratitud agradeciendo su licencia y presentando nuevamente sus respetos. Cuando Bernat Montcusí posó sus ojos sobre la misiva no intuyó las consecuencias que su venia iba a traer a su vida.

Barcelona, 7 de marzo de 1053

Al ilustre Bernat Montcusí, "prohom" de la ciudad e intendente general de mercados, ferias y abastecimientos del condado de Barcelona.

Ilustrísimo señor:

La carta que os envío es para agradeceros de nuevo la venia que me habéis otorgado para ofrecer a vuestra hija el arte de mi Aixa. Como os dije la última vez que tuve el honor de ser vuestro invitado, es una excelente tañedora de cítara amén de cantante de extraordinarios registros, cuyo arte se hubiera desperdiciado en mi ausencia que, como os expliqué, va a ser larga. Partiré, Dios mediante, para lejanas tierras el mes próximo cuando reciba la licencia para la navegación.

Aprovecho la ocasión de reiteraros mi más rendida pleitesía, y sabed que en mi ausencia todos mis negocios quedan cautelados con igual celo que si estuviera yo frente a ellos.

Vuestro seguro servidor,

Martí Barbany

Aixa, por su parte, hasta que tuvo la certeza de que se había ganado la confianza de su nueva ama, guardó la otra carta entre sus enseres y se dedicó con toda el alma a ganarse su voluntad. Poco a poco y verso a verso, el arrullo de su canto fue como un bálsamo que ayudó a cicatrizar la herida que la muerte de su madre había dejado en el corazón de la muchacha. Aquella primavera, las noches en las que la niña, bajo el emparrado de la glorieta, escuchaba las bellas melodías que cantaba la esclava, se fueron convirtiendo para ella en el motivo esencial de su existencia y Aixa, lentamente, se fue transformando en su confidente y amiga.

—Pero ¿es tan gentil como me dices?

—Más aún. Si a mí, que soy menos que nada, me ha tratado tan bien, ¿qué no estará dispuesto a hacer por la dama que ha cautivado su corazón?

—Pero si casi no me conoce.

—Cuando el amor aparece, no tiene en cuenta razas, credos ni alcurnias. Creedme si os digo que esta pócima no necesita de días ni conocimientos: os vio y os amó, así de sencilla es la historia.

—Aixa, ¿cómo puedo yo saber que todo lo que me cuentas no es otra cosa que fantasías?

Aixa se quedó un momento muda, dudando entre si debía o no entregar la misiva.

—¿Por qué no me respondes?

—Señora, tengo una misión acerca de vos que no es precisamente cantar bellas melodías.

Laia no comprendía.

—Veréis, voy a entregaros algo que guardo para vos desde el día que llegué a esta casa, pero, si vuestro padre lo descubre, peligrará mi cabeza.

—Te he dicho mil veces que Bernat no es mi padre: fue el marido de mi madre y he quedado bajo su tutela hasta que cumpla veintiún años. Entonces seré libre, recibiré la herencia de los bienes que fueron de mi verdadero padre y que mi madre recibió en usufructo, y dispondré de mi vida.

—Pero por ahora le pertenecéis en cuerpo y alma, y por ende yo también. Por lo tanto, puede hacer con nosotras lo que le venga en gana.

—Aixa, déjate de circunloquios. Si tienes algo para mí, entrégamelo.

La esclava, sin decir palabra, partió para su tabuco, que estaba en el sótano de la casa.

Al poco regresó, mirando a uno y a otro lado, con la carta de Martí escondida entre sus ropas.

—Tomad, os entrego mi vida, ved lo que hacéis.

Laia saltó del banco y tomando la misiva que le entregaba la esclava, respondió:

—Jamás le he debido tanto a nadie. Me habrán de matar y ni así te traicionaré. Luego te mandaré buscar. Voy a leerla en lugar seguro, no pienso correr ningún riesgo.

Partió la joven hacia sus aposentos y Aixa se fue a las cocinas.

Cuando estuvo encerrada en ellos con la balda echada, rasgó el lacre y leyó:

Para Laia.

Luz de mis ojos, anhelo de mis días. Desde que os vi en el mercado de esclavos no he vivido. El recuerdo de vuestros ojos grises ha presidido mis días y mis noches, y mi vida, sin la esperanza de hablaros, carece de sentido. Soy el ciego que busca a tientas la copa que saciará su sed. Si me dais una esperanza, trabajaré sin fin para merecer la dicha de conquistar vuestro corazón; envidio el aire que respiráis y quisiera ser la suela de vuestros chapines porque, aunque sea en el polvo, os acompañan.

Como sin duda sabéis, parto para un largo viaje. De vos depende que la esperanza guíe mis días o éstos transcurran anodinos y sin sentido. Si me concedéis la dicha de poder hablaros antes de mi partida, seré el más feliz de los mortales. De no ser así, mi vida habrá valido la pena únicamente por el gozo de haberos visto aunque fuera un instante. Hay instantes, sin embargo, que valen por una eternidad. Si me otorgáis el deleite de un encuentro, mi alma os quedará eternamente agradecida. Será cuando dispongáis y donde queráis.

Con vuestro nombre en el pensamiento, en el corazón y en los labios, espero ansioso vuestras noticias.

Martí

Laia apretó la misiva contra su joven pecho y una lágrima hecha de ilusión, de anhelos y de quimeras, asomó al balcón de sus ojos grises nublando su visión.

34
Festejos

Barcelona estallaba de fiestas. Unos meses después de su unión con Almodis, y aprovechando la llegada de la primavera, el conde Ramón Berenguer, con muy buen criterio, había adoptado la estrategia vieja como el mundo que ya empleaban los emperadores de Roma cuando necesitaban distraer a la plebe y predisponerla a su favor, y que se resumía en tres palabras: «Pan y circo». En cuanto el pueblo tenía una ración de más para llevarse a la boca y podía cerrar las contrapuertas de sus negocios para correr a las múltiples distracciones que ofrecía el veguer en nombre de su señor, las buenas gentes se olvidaban de sus problemas cotidianos y se dedicaban al vino, al juego y a los espectáculos. Bernat Montcusí, intendente general del conde, había recibido la orden de suministrar un celemín de trigo, una libra de magro, una ración de carne de vacuno y tres dineros a cada cabeza de familia por cada persona que tuviera a su cargo. Se entregó al clero una generosa suma y las campanas de Santa Eulalia del Camp, Sant Vicenç de Sarrià, Sant Gervasi de Cassoles y Sant Andreu del Palomar mezclaban sus alegres repiques con las de la Seo, que comandaba aquella algarabía de badajos intentando ahuyentar la excomunión que planeaba sobre la pareja condal.

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