Te Daré la Tierra (16 page)

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Authors: Chufo Llorens,Chufo Lloréns

BOOK: Te Daré la Tierra
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—Pues haced por enteraros.

—¿Qué pretendéis?

—Quiero comprarle esa esclava.

17
Roma dixit

Barcelona, mayo de 1052

El obispo Guillem de Balsareny llegó a Barcelona con el ánimo alterado. La doble misión que el Santo Padre le había encomendado era en verdad espinosa. Buen conocedor de las flaquezas humanas era consciente de que si el intentar contradecir a un hombre cuando se encelaba era ardua tarea, se convertía en algo imposible si éste además era un príncipe todopoderoso acostumbrado a hacer su real gana, habituado al halago fácil de los cortesanos y a disponer de honras y haciendas. Su séquito se detuvo a las puertas del Palacio Condal y después de encomendarse a María Santísima se dispuso a afrontar su complicada misión.

Al distinguir la enseña de su carruaje y el inconfundible tiro de las cuatro mulas blancas, el oficial formó la guardia, ante la evidente incomodidad del abad. Al punto apareció en la puerta el camarlengo de cámara que aquel día estaba de servicio. El obispo Guillem descendió al punto del carruaje ayudado por el postillón, que se había precipitado a colocar a sus pies una peana para facilitarle el descenso. Ascendió lentamente la escalinata del palacio viejo apoyado en la cruz abacial y, conducido por un paje, fue introducido en la sala de espera del salón del trono en tanto el camarlengo anunciaba su visita. Salió el hombre al punto excusando la espera.

—Señor obispo, de haber sabido que veníais os hubiéramos recibido de inmediato.

—No importa. Si mi hábito no me inspirara la virtud de la paciencia no sería digno de llevarlo.

—El conde ha ordenado que entréis en cuanto haya despachado con el
Comes Consili.
La sesión está a punto de terminar.

El prelado se acomodó en el tapizado banco de los visitantes distinguidos. Al poco el ujier le vino a buscar. Las puertas se abrieron; una voz anunció su entrada y, con paso lento y solemne, siempre apoyado en su báculo, el obispo Guillem de Balsareny atravesó la estancia y se encontró ante Ramón Berenguer I, conde de Barcelona. Llegado a su altura se inclinó respetuosamente sin asomo de servilismo y aguardó, como dictaba el protocolo, a que el conde le dirigiera la palabra.

Ramón Berenguer se dirigió a él en tono eufórico.

—Bienvenido, Guillem. Tomad asiento y decidme, ¿qué oportuna circunstancia ha motivado que abandonéis vuestro retiro de Vic y os adentréis en esta atareada Barcelona que tan incómoda os resulta? Además, parecéis haber adivinado mis deseos, pues era mi intención convocaros en breve.

El obispo, recogiendo el vuelo de su hábito, tomó asiento en el sitial que un paje había acercado y, aprovechando el pie que le daba el conde, respondió:

—No sabéis cuánto me alegro, conde. Espero que esta coincidencia sea augurio de buen entendimiento.

Un imperceptible alzamiento de cejas avisó al prelado de que Berenguer intuía algo y se colocaba a la defensiva.

—Explicaos, Guillem.

El obispo intentó sondear las intenciones del conde con prudencia.

—Algo me dice que no es casualidad la necesidad de mi presencia y vuestra intención de convocarme.

—Ignoro vuestra finalidad; hablad y os diré después si coinciden los intereses de ambos, o más bien difieren, aunque del mismo asunto se trate.

El obispo Guillem se dispuso a iniciar el diálogo sobre el espinoso asunto que le había traído hasta la corte.

—Como gustéis, conde. Ha llegado a oídos de la Santa Madre Iglesia que estáis a punto de cometer uno de los más grandes dislates que pueda cometer príncipe alguno, cristiano y siervo del Papa.

—¿Cuál es este desafuero al que aludís? —preguntó, displicente, Ramón Berenguer.

—Desde el momento en que no os alarmáis algo me dice que sabéis a qué me refiero.

—Obispo, no nos andemos con subterfugios. Ambos sabemos la historia y mejor será que afrontemos los hechos como hombres de mundo.

—Está bien —dijo el abad, dejando escapar un suspiro—. Era mi intención obrar con prudencia y diplomacia, mas si preferís que vaya directo al grano así lo haré. Se me ha ordenado directamente desde Roma que, como representante del Santo Padre, acuda ante vos y os ruegue que apartéis de vuestra mente la descabellada idea de repudiar a doña Blanca para amancebaros con la esposa actual del conde Ponce de Tolosa.

Pese a que ya esperaba algo semejante, la claridad del prelado sorprendió al conde, que se revolvió colérico.

—¿Qué es lo que induce a Roma a inmiscuirse en asuntos que únicamente a mí me atañen, y más aún hacerlo cuando todavía nada ha sucedido?

La voz del obispo sonó paciente.

—Vos sabéis que sí ha sucedido y que se ha urdido un plan que incluye varias perversiones. Para empezar, el inmerecido repudio de una esposa a la que desposasteis apenas hace un año. Luego, intentar arrebatar la mujer a un conde que tuvo la gentileza de recibiros como huésped en su castillo para terminar amancebándoos con ella, ya que ésta y no otra es la última intención que preside este malhadado asunto.

La voz de Ramón, aunque contenida, tenía un matiz amenazador.

—En primer lugar, debo deciros que creo me corresponde por derecho gobernar por vez primera mi vida en cuanto a mis afectos se refiere. Roma sabe que he sido un súbdito fiel que ha sacrificado gran parte de su juventud en beneficio de la conveniencia política del condado y que ha tenido muy en cuenta los intereses de la Iglesia. He tomado esposa en dos ocasiones a gusto y complacencia de mi abuela, que tan buenos tratos mantiene con Roma. En segundo lugar, Roma no puede conocer mis intenciones por bien informada que esté. Como cualquier príncipe de la cristiandad pretendo que mi matrimonio actual sea anulado, al igual que el de la condesa Almodis, algo que, por cierto, Roma ya ha hecho en su caso en dos ocasiones y que es plato común entre las casas nobles de toda la cristiandad. No creo merecer por parte del Papa un trato menos favorable y discriminatorio.

—Conde, entiendo vuestras razones, pero creo que estáis colocando el carro delante de los bueyes. Respeto que, pese a lo anómalo de la situación, deseéis divorciaros tras tan corto tiempo; nadie sabe lo que acontece tras las paredes de la alcoba nupcial, pero debéis observar las reglas canónicas y aportar al tribunal correspondiente las pruebas o al menos los argumentos para ello. Una vez conseguida la anulación, entendemos que dada vuestra juventud queráis tomar de nuevo esposa; pero entended que el hecho no debe ocasionar menoscabo a la cristiandad dando un ejemplo deleznable e intentando robarle la mujer a otro conde, que por otra parte es fiel súbdito de Roma.

—Mi buen obispo, como buen hombre de Iglesia poco entendéis de pasiones humanas. Podréis tener la teoría de las cosas pero qué poco sabéis del infierno que representa estar enamorado de una mujer y tener que compartir el tálamo con otra.

—Comprendo vuestro problema, pero hace un año no erais precisamente un niño y ante toda la cristiandad aceptasteis un compromiso que implicaba a varias partes. Como hombre y como príncipe no podéis ahora desdeciros del mismo por un capricho que tal vez sea pasajero. Los príncipes gozan de muchos privilegios, pero asimismo adquieren, por serlo, otras responsabilidades de las que carece un hombre del pueblo.

Ramón se engalló.

—¡Roma no se ocupó de mí cuando autorizó mi primer matrimonio siendo yo aún menor de edad! Y, además, ¿qué sabréis vos, Guillem, de caprichos y de pasiones? Me casaron con Elisabet de Barcelona siendo casi púber, hasta el extremo que hasta años después no pude consumar el matrimonio; enviudé, y mi abuela Ermesenda, a la que como sabéis es difícil llevar la contraria, escogió para mí una condesa: Blanca de Ampurias, que jamás me despertó sentimiento alguno. Acepté, más por sus conveniencias políticas que por las mías; a mi abuela le interesaba, como titular regente de Gerona, estar a bien con Ampurias. Yo nada ganaba en el envite y cedí porque nada me importaba, ya que nunca había conocido el verdadero amor. Ahora, y gracias a un bendito viaje del que jamás podré arrepentirme, el dardo de Cupido se me ha clavado en el pecho. Si únicamente hubiera sido yo el herido, tal vez desistiría, pero el caso es que a la condesa de Tolosa y a mí nos asaltó el mismo sentimiento. Os juro que en esta ocasión no voy a renunciar al amor, pese a quien pese.

El obispo mansamente argumentó:

—¿Sois consciente de que os estáis jugando el reino?

—Todos los condados del mundo me jugaría de ser necesario.

—No me refiero a reinos de este mundo, me refiero al reino de los cielos.

—Os voy a decir algo, mi buen Guillem. El señor dijo a Lázaro: «Levántate y anda», ¿no es así? Pues debería haberle dicho: «Levántate y habla». Así nos habríamos podido enterar de dónde está y en qué consiste el reino de los cielos. Los islamitas al menos lo tienen muy claro; a los cristianos no nos han hablado de huríes, ni de prados verdes, y la verdad no me veo sobre una nube entonando salmos. Por el momento he encontrado la gloria junto a la condesa Almodis, y he sabido lo que es el goce supremo en este mundo. Y pese a quien pese, y por inconvenientes y obstáculos que tenga que vencer, decid a quien corresponda que no pienso renunciar a ella —remachó Ramón, consciente de que, mientras mantenían esta entrevista, su fiel caballero Gilbert d'Estruc detallaba a la condesa de Tolosa los planes de su huida.

18
La suerte de los osados

Barcelona, verano de 1052

La actividad de Martí durante aquel período fue incesante. Jamás hubiera imaginado que el hecho de ser rico le ocasionara tal cantidad de problemas. Por supuesto que su riqueza era limitada y relativa, era consciente de que de su esfuerzo y tesón dependería que sus dineros aumentaran o menguaran, pero en comparación a su anterior condición le parecía poseer la fortuna del rey Midas. Continuaba morando en la vivienda del convento que la amabilidad del canónigo Llobet le había proporcionado, pero en su cabeza germinaba la idea de comprar una casa.

De cualquier manera, tras adivinar más que ver el rostro de la muchacha del mercado de esclavos, le costaba infinitamente concentrarse en sus cosas, ya que a cada instante su pensamiento volaba una y otra vez hacia el recuerdo de aquella vaga y apenas intuida presencia. De momento ya conocía su nombre, Laia, y quién era su padre, Bernat Montcusí, uno de los
prohomes
de la ciudad, cuya inmensa fortuna la hacía todavía más inaccesible. Pero eso no era impedimento para que su mente cavilara la manera de poder cruzar unas palabras con ella, y dentro de su cabeza crecía una idea que poco a poco iba tomando cuerpo y que, de ser posible y contando con tener el valor para llevarla a cabo, le acercaría, sin duda, al objeto de sus desvelos. Todo ello le acuciaba a conseguir lo antes posible una casa digna de un hombre que acariciara grandes proyectos y que aspirara a convertirse, mediado el tiempo, en ciudadano de Barcelona.

La urbe progresaba y la laboriosidad de sus habitantes hacía que reventara por las costuras, de manera que el recinto amurallado, al no poder alojar el flujo de gentes que, atraídas por las posibilidades de medro que brindaba el futuro, pretendían instalarse dentro de su perímetro, servía de apoyo a casuchas, barracas y corrales que se apuntalaban en las murallas, de modo que nuevos arrabales se iban arracimando a su vera.

Un vinatero que había enviudado y que no tenía descendencia pretendía vender su casa situada extramuros, en el camino a Sant Pau del Camp. El problema era que el hombre pretendía vender su prensa y asimismo unas viñas de buena tierra que poseía en el término de Magòria, y que más o menos le proveían de la uva indispensable para su negocio. Martí sopesó la circunstancia y dos hechos avalaron y precipitaron su decisión. El primero fue que, atendiendo a una charla de la que fue testigo en La Espiga de Oro, bodegón al que acudía con cierta frecuencia, supo que uno de los molinos situado en los aledaños de las viñas objeto de sus dudas y vacilaciones se vendía a buen precio; y el segundo, el casual descubrimiento de que Omar, el esclavo que había comprado en la Boquería junto a su familia, era un experto en todo lo referente a la traída de aguas y al tema de la canalización y el regadío. Otra sorpresa fue saber que el hombre hablaba varios dialectos del Magreb, así como el latín y una especie de jerga propia de los beduinos del desierto y que asimismo sabía de números y de escritura. Al indagar el motivo de que tales cualidades no se hubieran citado en la subasta, Omar alegó que pensó que mejor convendría así, a fin de lograr que su familia permaneciera unida. El hombre no sabía cómo agradecer el hecho y se esforzaba en el servicio de aquel joven que le atendía como si se tratara de un hombre libre y no un esclavo. Su mujer Naima había parido una hija, de modo que Mohamed, el muchachito que completaba el lote, tenía una hermanita.

La cosa aconteció una mañana en el pórtico de la Pia Almoina, en constantes obras, mientras comentaba con Eudald Llobet sus dudas en tanto que Omar, siempre silencioso, sujetaba a una prudente distancia las bridas de su caballería.

—La cuestión es que la casa me conviene tanto en ubicación como en precio, pero el hombre la quiere vender junto con las viñas, y el motivo no es otro que la tierra. He indagado, y no tiene la suficiente agua para otros cultivos.

—¿Y el molino del que me habéis hablado?

—Dista media legua.

—Perdón,
sayid
—intervino Omar en tono respetuoso—. El agua se puede traer.

Los dos hombres se volvieron hacia el esclavo.

—¿Qué dices? Dista más de media legua y el terreno que separa el molino es de otro propietario.

—Si es por eso, se puede comprar —apuntó Eudald.

—¿Y si el propietario no quiere vender?

—Si el agua se puede traer, se arrienda el uso de paso.

—¿Eso se puede hacer?

—Es completamente legal.

—¿Qué dices tú, Omar? —preguntó Martí.

—Digo,
sayid,
que se puede traer.

Ambos dirigieron la mirada al esclavo.

—Está demasiado lejos. Aun en el supuesto de que comprara el latifundio intermedio, la pérdida por la porosidad del terreno sería excesiva.

—No, si se canaliza debidamente, mi señor. —Omar parecía muy seguro de lo que afirmaba.

—Dejad que se explique, Martí.

El caso fue que Martí Barbany se encontró al mes y medio propietario de una casa junto a la muralla, unas viñas ampliadas por un terreno intermedio de regadío, un molino y una canalización, desde el ingenio a las mismas, hecho con teja árabe curva e invertida y unida con mampostería, a modo de canalillo, y un juego de compuertas manejadas con cadenas, que hacía que a voluntad de Omar, el agua arribara hasta el último rincón del predio.

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