Tartarín de Tarascón (7 page)

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Authors: Alphonse Daudet

BOOK: Tartarín de Tarascón
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—¡Cógenos!…

El ómnibus se paró. Estaban en la Plaza del Teatro, a la entrada de la calle de Bab-Azún. Las moras bajaron una tras otra, trabadas en sus anchos pantalones y pretujándose en los velos con gracia salvaje. La vecina de Tartarín fue la última que se levantó, y al levantarse, su rostro pasó tan cerca de la cara del héroe, que lo rozó con su aliento, verdadero aroma de juventud, de jazmín, de almizcle y de golosinas.

El tarasconés no pudo resistir. Ebrio de amor y dispuesto a todo, se lanzó detrás de la mora… Al ruido de su correaje, la mora se volvió, llevose un dedo a la máscara, como para decirle: «¡Chitón!», y con la otra mano le arrojó vivamente un rosarito perfumado, hecho de jazmines. Tartarín de Tarascón se bajó a recogerlo; pero como nuestro héroe estaba un poco pesado e iba muy cargado con su armamento, la operación fue bastante larga…

Cuando se levantó, con el rosario de jazmines junto al corazón, la mora había desaparecido.

8. ¡Dormid, leones del Atlas!

¡Dormid, leones del Atlas! Dormid tranquilos en el fondo de vuestros cubiles, entre áloes y cactos silvestres… Tartarín de Tarascón no os degollará en unos días. Por ahora, todos sus arreos de guerra —cajas de armas, botiquín, tienda de campaña, conservas alimenticias— descansan apaciblemente, embalados, en el hotel de Europa, en un rincón del cuarto número 36.

¡Dormid sin miedo, grandes leones rojos! El tarasconés anda en busca de su mora. Desde la aventura del ómnibus, el desdichado cree sentir perpetuamente en el pie, en aquel ancho pie de cazador de pieles, los correteos del ratoncito; y la brisa del mar, cuando le roza suavemente los labios, se perfuma —haga él lo que haga— de amoroso olor de pasteles y anís.

¡Echa de menos a su mogrebina!

Pero… ¡ahí es nada! Encontrar en una ciudad de cien mil almas una persona de las que tan sólo se conoce el aliento, las babuchas y el color de los ojos… Sólo un tarasconés enamorado sería capaz de intentar semejante aventura.

Lo terrible es que, bajo sus grandes máscaras blancas, todas las moras se parecen; además, esas señoras salen muy poco, y para verlas, hay que subir a la ciudad alta, la ciudad árabe, la ciudad de los
teurs
.

Aquello es un lugar de muerte. Callejuelas negras, muy angostas, que suben a pico entre dos filas de casas misteriosas, cuyos aleros se juntan formando túnel. Puertas bajas, ventanas pequeñitas, mudas, tristes, enrejadas. Y luego, a derecha e izquierda, tenderetes sombríos, en donde los
teurs
, de caras de piratas, ojos blancos y dientes brillantes, fuman largas pipas y se hablan en voz baja, como para concertar fechorías.

Decir que nuestro Tartarín atravesaba sin emoción aquella ciudad formidable sería mentir. Por el contrario, estaba muy conmovido, y en aquellas oscuras callejuelas, poco más anchas que su barriga, el hombre avanzaba con todo género de precauciones, ojo avizor y el dedo en el gatillo del revólver. Lo mismo que en Tarascón cuando iba al casino. A cada paso esperaba recibir por la espalda un asalto de eunucos y jenízaros; pero el deseo de ver a su dama le daba una audacia y una fuerza de gigante.

El intrépido Tartarín no salió de la ciudad alta en ocho días. Ora se le veía hacer el oso delante de los baños moros, esperando la hora en que aquellas damas salen a bandadas, temblorosas y con la fragancia del baño; ora se agachaba a la puerta de las mezquitas, sudando y bufando para quitarse las botazas antes de entrar en el santuario… A veces, a la caída de la tarde, cuando regresaba, afligido por no haber descubierto nada ni en el baño ni en la mezquita, el tarasconés, al pasar ante las casas moras, oía cantos monótonos, sordo rasguear de guitarra, tañidos de panderetas y risas de mujer que le hacían latir el corazón.

«¿Estará ahí?», se decía.

Entonces, si la calle estaba desierta, se acercaba a una de aquellas casas, levantaba el pesado aldabón del postigo bajo y llamaba tímidamente… Cantos y risas cesaban en el acto, y detrás de la pared tan sólo se oían vagos cuchicheos, como en una pajarera dormida.

«¡Pongámonos en guardia! —pensaba el héroe—. ¡Aquí me va a suceder algo!»

Y lo que le solía ocurrir era que le echasen un jarro de agua fría o unas cáscaras de naranjas y de higos chumbos…

Nunca le sucedió percance más serio. ¡Dormid, leones del Atlas!

9. El príncipe Gregory de Montenegro

Dos semanas cumplidas llevaba el infortunado Tartarin en busca de su dama argelina, y es probable que aún estuviera buscándola si la providencia de los enamorados no hubiese acudido en socorro suyo en figura de cierto hidalgo montenegrino. Véase cómo:

En invierno, el teatro principal de Argel da todos los sábados por la noche un baile de máscaras; como en la ópera, ni más ni menos. El eterno e insípido baile de máscaras provinciano. Poca gente en la sala, náufragos del Bullier o del Casino, vírgenes locas que siguen al ejército, bellezas marchitas, trajes derrotados y cinco o seis lavanderitas mahonesas echadas a perder que conservan un vago perfume de ajo y de salsas azafranadas en memoria de sus tiempos de virtud… El verdadero golpe de vista no está allí. Está en el
foyer
, convertido para el caso en sala de juego… Una multitud febril y abigarrada se atropella alrededor de los largos tapetes verdes; turcos con licencia, que se juegan los cuartos pedidos a rédito; mercaderes moros de la ciudad alta; negros, malteses, colonos del interior que han recorrido 40 leguas para aventurar en un as el dinero de un arado o de una yunta de bueyes…, todos trémulos, pálidos, con los dientes apretados, mirada singular de jugador, turbia, en bisel, y bizca a fuerza de fijarse en la misma carta.

Más allá, tribus de argelinos juegan en familia. Los hombres, con el traje oriental, horrorosamente accidentado por unas medias azules y unas gorras de terciopelo. Las mujeres, infladas y descoloridas, muy tiesas, con sus ajustados petos de oro… Agrupada alrededor de las mesas, toda la tribu chilla, se concierta, cuenta con los dedos y juega poco. Sólo de tarde en tarde, después de largos cabildeos, un viejo patriarca, de barbas de Padre Eterno, se desprende del grupo y va a arriesgar el duro familiar… Entonces, mientras dura la partida, hay un centelleo de ojos hebraicos vueltos hacia la mesa, ojos terribles de imán negro, que hacen estremecerse en el tapete a las monedas de oro y acaban por atraerlas suavemente como con un hilo…

Después, riñas, batallas, juramentos de todos los países, gritos locos en todas las lenguas, puñales desenvainados, la guardia que sube, dinero que falta…

En medio de aquellas saturnales fue a caer el gran Tartarín una noche en busca del olvido y la paz del corazón.

Iba solo el héroe entre la multitud, pensando en su mora, cuando de pronto, en una mesa de juego, entre gritos y el ruido del oro, se levantaron dos voces irritadas:

—Le digo a usted que me faltan veinte francos, caballero…

—¡Caballero!…

—¿Qué hay?…

—Que sepa con quién habla.

—No deseo otra cosa…

—Soy el príncipe Gregory de Montenegro, caballero.

Al oír este nombre, Tartarín, conmovido, se abrió paso por entre la multitud y fue a ponerse en primera fila, gozoso y ufano de haber vuelto a encontrar a su príncipe, aquel príncipe montenegrino tan elegante y fino con quien trabara conocimiento en el vapor…

Desgraciadamente, el título de alteza, que tanto había ofuscado al buen tarasconés, no produjo la menor impresión en el oficial de cazadores con quien el príncipe tenía el altercado.

—No me dice gran cosa… —respondió el militar burlonamente.

Y volviéndose hacia la galería, exclamó:

—¡Gregory de Montenegro!… ¿Hay alguno que conozca tal nombre?… ¡Nadie!

Tartarín, indignado, dio un paso adelante.

—Dispense usted… ¡Yo conozco al príncipe! —dijo con voz firme y con su más puro acento tarasconés.

El oficial de cazadores le miró un momento cara a cara, y después, encogiéndose de hombros, dijo:

—Bueno; pues, repártanse los veinte francos que faltan, y asunto concluido.

Y dicho esto, volvió la espalda y se perdió entre la multitud.

El fogoso Tartarín quiso lanzarse detrás de él; pero el príncipe se lo impidió.

—Déjele…, ya me las entenderé yo con él.

Y cogiendo al tarasconés del brazo, le sacó de allí rápidamente.

En cuanto estuvieron fuera, el príncipe Gregory de Montenegro se descubrió, tendió la mano a nuestro héroe y, recordando vagamente su nombre, empezó a decir con voz vibrante:

—Señor Barbarín…

—Tartarín —insinuó el otro tímidamente.

—Tartarín o Barbarín…, ¡qué más da!… Entre nosotros, amistad hasta la muerte.

Y el noble montenegrino le sacudió la mano con feroz energía… Figuraos lo orgulloso que estaría el tarasconés.

—¡Príncipe!… ¡Príncipe!… —repetía, ebrio de satisfacción.

Un cuarto de hora después, los dos caballeros estaban instalados en el restaurante Los Plátanos, agradable establecimiento nocturno con terrazas al mar, y allí, ante una fuerte ensalada rusa, rociada con rico vino de Crescia, resellaron la amistad.

No es posible imaginar nada más seductor que aquel príncipe montenegrino. Delgado, fino, crespos cabellos rizados a tenadilla, rasurado con piedra pómez, constelado de raras condecoraciones, de astuto mirar, gesto zalamero y acento vagamente italiano, que le daba cierto aire de Mazarino sin bigote; además, muy ducho en lenguas latinas, pues a cada paso citaba a Tácito, a Horacio y los
Comentarios
.

De antigua raza hereditaria, parece ser que sus hermanos le habían condenado a destierro desde los diez años, a causa de sus opiniones liberales, y desde entonces iba corriendo mundo para instruirse y por placer; es decir, en calidad de alteza filósofo… ¡Coincidencia singular! El príncipe había pasado tres años en Tarascón; y como Tartarín se admirase de no haberle visto jamás en el Casino ni en la Explanada: «Salía poco de casa…», respondió su alteza en tono evasivo. Y el tarasconés, por discreción, no se atrevió a preguntarle más. ¡Todas las grandes existencias tienen aspectos tan misteriosos!

En suma: que el tal Gregory era un buen príncipe. Saboreando el rosado vino de Crescia, escuchó pacientemente a Tartarín, que le habló de su mora, y aun llegó a asegurarle que la encontraría pronto, puesto que él conocía a todas aquellas damas.

Bebieron de firme, mucho tiempo… Brindaron «por las mujeres de Argel, por Montenegro libre…».

Fuera, al pie de la terraza, el mar rugía, y las olas, en la sombra, batían la playa con un ruido como si estuviesen sacudiendo trapos mojados. El aire estaba caldeado y el cielo llenó se estrellas.

En Los Plátanos cantaba un ruiseñor…

Tartarín pagó la cuenta.

10. Dime el nombre de tu padre, y te diré el nombre de esta flor

Háblame de los príncipes montenegrinos, y al punto levantaré la codorniz.

A la mañana siguiente de aquella velada en Los Plátanos, el príncipe Gregory se presentó en el cuarto del tarasconés, casi con el alba.

—¡Hala!…, ¡deprisa!…, ¡vístase! Ya está encontrada la mora… Se llama Baya… Veinte años; linda como un corazón y ya viuda…

—¡Viuda! ¡Qué suerte! —exclamó con alegría el valeroso Tartarín, que no fiaba mucho en los maridos de Oriente.

—Sí; pero muy vigilada por su hermano.

—¡Ah! ¡Diantre!…

—Un moro feroz, que vende pipas en el bazar de Orleáns…

Un rato de silencio.

—No importa —continuó el príncipe—. Usted no es hombre que se asuste por tan poca cosa. Además, quizá podamos arreglarlo comprándole algunas pipas… ¡Hala!…, ¡deprisa!…; ¡vístase, calavera!… ¡Vaya una suerte!…

Pálido, conmovido, lleno el pecho de amor, Tartarín se tiró de la cama y, abrochándose a toda prisa el ancho calzón de franela, dijo:

—Y yo, ¿qué he de hacer?

—Escribir a la dama pidiéndole una cita; nada más.

—¿Ya sabe francés?… —preguntó, un poco desilusionado, el cándido Tartarín, que soñaba con un puro Oriente.

—No sabe una palabra —respondió el príncipe imperturbablemente—; pero usted me dicta la carta y yo iré traduciéndola.

—¡Oh, príncipe! ¡Cuántas bondades!

Y el tarasconés se puso a recorrer a grandes pasos la estancia, silencioso y concentrándose en sí mismo.

Ya comprenderéis que no es lo mismo escribir a una mora de Argel que a una modistilla de Beaucaire. Mas, por suerte, nuestro héroe poseía numerosas lecturas y amalgamando la retórica apache de los indios de Gustavo Aimard con el
Viaje a Oriente
de Lamartine, y algunas ligeras reminiscencias del
Cantar de los Cantares
, pudo componer la carta más oriental que puede verse. Empezaba así:

«Como el avestruz en las arenas…»

Y acababa de este modo:

«Dime el nombre de tu padre, y te diré el nombre de esta flor…»

El romántico Tartarín hubiera querido agregar a la misiva un ramo de flores emblemáticas, conforme a la moda oriental; pero el príncipe Gregory pensó que sería mejor comprar algunas pipas en la tienda del hermano, lo cual no dejaría de suavizar el humor salvaje del señorito; al mismo tiempo, la dama se pondría muy contenta, porque fumaba mucho.

—¡Pues vamos a comprar pipas inmediatamente! —dijo Tartarín lleno de ardor.

—No, no… Permítame usted que vaya solo, porque las compraré más baratas…

—¡Cómo!… ¡Usted!… ¡Oh, príncipe!… ¡Príncipe!…

Y el buen hombre, enteramente confuso, ofreció su bolsa al servicial montenegrino, recomendándole que no ahorrase nada para que la dama quedase contenta.

Desgraciadamente, el asunto, aunque iba por buen camino, no fue tan deprisa como hubiera podido esperarse. La mora, muy conmovida, al parecer, por la elocuencia de Tartarín, sin contar con que ya estaba casi seducida de antemano, no hubiera puesto reparo en recibirle; pero el hermano sentía escrúpulos, y para vencerlos hubo que comprar pipas a docenas, a gruesas, cargamentos…

«¿Qué diantres hará Baya con todas esas pipas?», preguntábase a veces el pobre Tartarín. Pero pagaba sin regatear.

Por fin, después de haber comprado montañas de pipas y derrochado oleadas de poesía oriental, logró una cita.

No necesitaré deciros con qué emoción hubo de prepararse el tarasconés; con qué esmero se cortó, lustró y perfumó la ruda barba de cazador de gorras, sin que se le olvidara —porque todo hay que preverlo— echarse al bolsillo una llave inglesa de puntas y dos o tres revólveres.

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