—¿Va a comprarlo? —le pregunté de nuevo a Oswald.
—Necesitamos la madera, señor, para hacer reparaciones —repuso el administrador—, y Wigulf se cobra en tablones.
—¿Y le llevas el árbol en domingo? —Nada tenía que responder a eso—. Dime —proseguí—, si necesitamos planchas para reparaciones, ¿por qué no partimos nosotros el árbol? ¿Es que nos faltan hombres? ¿O cuñas? ¿O mazos?
—Wigulf lo ha hecho siempre —repuso Oswald en tono molesto.
—¿Siempre? —repetí, y Oswald no dijo nada—. ¿No vive Wigulf en Exanmynster? —supuse. Exanmynster quedaba a unos dos kilómetros al norte, y era la aldea más cercana a Oxton.
—Sí, señor —repuso Oswald.
—De modo que, si me acerco ahora Exanmynster —dije—, Wigulf me dirá cuántos árboles parecidos le has llevado en el último año.
Se hizo el silencio, salvo por la lluvia que goteaba de las hojas y el intermitente canto de los pájaros. Acerqué el caballo unos pasos hacia Oswald, que se agarró al mango de su látigo, como preparándose para azotarme.
—¿Cuántos? —exigí, aún más alto.
—Esposo —me gritó Mildrith.
—¡Silencio! —le grité, y Oswald me miró a mí, después a ella y de nuevo a mí—. ¿Y cuánto te ha pagado Wigulf? —le pregunté—. ¿Cuánto se saca de un árbol como éste? ¿Ocho chelines? ¿Nueve?
La ira que tan impetuosamente me había hecho actuar en el servicio de la iglesia se volvió a despertar. Estaba claro que Oswald estaba robando la madera y sacando dinero de ello, y lo que tendría que haber hecho era acusarlo de robo, y hacerlo comparecer ante un tribunal donde un jurado de hombres decidiría sobre su culpabilidad o inocencia, pero no estaba de humor para tanto proceso. Desenvainé a
Hálito-de-Serpiente y
espoleé a mi caballo. Mildrith gritó en protesta, pero yo la ignoré. Oswald echó a correr, y eso fue un error, porque lo atrapé con facilidad, una única estocada de
Hálito-de-Serpiente y
le abrí la nuca, de modo que pude verle los sesos y la sangre al caer. Empezó a retorcerse sobre el lecho de hojas muertas y, tras obligar a mi caballo a dar la vuelta, le hinqué el arma en la garganta.
—¡Eso ha sido un asesinato! —me gritó Mildrith.
—Eso ha sido justicia —le gruñí yo—, algo de lo que Wessex carece —escupí en el cuerpo de Oswald, que seguía retorciéndose—. El muy cabrón ha estado robándonos.
Mildrith espoleó a su caballo y condujo al aya que llevaba a nuestro hijo colina arriba. La dejé marchar.
—Subid el tronco a la casa —ordené a los esclavos que guiaban a los bueyes—. Si es demasiado grande para subirlo, partidlo aquí y llevad arriba los pedazos.
Esa tarde registré la casa de Oswald y encontré cincuenta y tres chelines enterrados en el suelo. Me quedé con la plata, y confisqué los utensilios de cocina, el espetón, los cuchillos, los cubos, y una capa de piel de ciervo; después expulsé a su esposa y a sus tres hijos de mis tierras. Uhtred había vuelto a casa.
Mi ira no se vio aplacada por la muerte de Oswald. La muerte de un administrador deshonesto no era consuelo para lo que yo percibía como una injusticia monstruosa. Por el momento, Wessex estaba a salvo de los daneses, pero sólo porque yo había matado a Ubba Lothbrokson, y mi recompensa había sido la humillación.
No podía dejar de compadecer a Mildrith. Era una mujer apacible e ingenua que no pensaba mal de nadie, y ahora se veía casada con un guerrero resentido y furibundo. Temía la ira de Alfredo, le aterrorizaba que la Iglesia me castigase por perturbar su paz, y le preocupaba que los familiares de Oswald reclamaran un
wergilder a
mí. Y lo harían. Un
wergilder,
el precio en sangre que todo hombre, mujer y niño poseía. Si matabas a un hombre, debías pagar su precio o morir, y sin duda la familia de Oswald acudiría a Odda
el Joven,
que había sido nombrado
ealdorman
de Defnascir porque su padre estaba demasiado malherido para seguir siéndolo; sin duda alguna, Odda daría órdenes al alguacil de la comarca para perseguirme y someterme a juicio, pero a mí no me importaba. Cazaba ciervos y jabalíes, le daba vueltas al asunto y esperaba noticias de las negociaciones de Exanceaster. Esperaba que Alfredo hiciera lo que siempre hacía, es decir, firmar la paz con los daneses y liberarlos; cuando lo hiciera, iría al encuentro de Ragnar.
Mientras esperaba, encontré a mi primer vasallo. Era un esclavo y lo descubrí en Exanmynster un bonito día de primavera. Había una feria de mano de obra en la que los hombres buscaban empleo en los atareados días de la cosecha y la siega, y como en todas las ferias había malabaristas, cuentacuentos, zancudos, músicos y acróbatas. También había un hombre alto, de pelo blanco, con el rostro arrugado y grave, que vendía bolsas de cuero encantadas que convertían el hierro en plata. Nos mostró cómo lo hacía: lo vi colocar dos clavos normales en la bolsa y al instante siguiente eran de plata pura. Dijo que teníamos que meter un crucifijo de plata en la bolsa y dormir una noche con ella colgada al cuello para que la magia funcionara. Le pagué tres chelines de plata por una bolsa, y jamás funcionó. Pasé meses buscando al hombre, pero nunca volví a dar con él. Incluso hoy, cuando me cruzo con hombres y mujeres como aquél, vendiendo cajas o bolsas encantadas, los saco de mis tierras a latigazos; pero entonces tenía sólo veinte años y no creía más que en lo que veían mis ojos. Aquel hombre había atraído a una multitud, pero aún había más gente reunida junto a la puerta de la iglesia, de donde cada cierto tiempo surgían gritos. Me acerqué con el caballo hasta las últimas filas, y los que sabían que había matado a Oswald me miraron mal, pero nadie se atrevió a acusarme de asesinato, dado que iba armado tanto con
Hálito-de-Serpiente
como con
Aguijón-de-Avispa.
Había un joven junto a la puerta de la iglesia. Estaba desnudo de cintura para arriba, descalzo, lo tenían atado por una soga alrededor del cuello, y ésta estaba atada al pilar de la puerta. En la mano llevaba una duela corta y recia. Su pelo era rubio y estaba alborotado, y sus ojos azules expresaban su indómita terquedad; estaba manchado de sangre por todo el pecho, vientre y brazos. Tres hombres lo vigilaban. También ellos eran rubios y de ojos azules, y gritaban con un acento extraño.
—¡Venid, venid a pelear con el pagano! ¡Tres peniques por hacer sangrar a este cabrón! ¡Venid y pelead!
—¿Quién es? —pregunté.
—Un danés, señor, un danés pagano. —El hombre se quitó el sombrero para hablar conmigo, después regresó a la multitud.
—¡Venid y pelead con él! ¡Vengaos! ¡Haced sangrar a un danés! ¡Sed buenos cristianos! ¡Hacedle daño a un pagano!
Los tres hombres eran frisios. Sospeché que habían estado en el ejército de Alfredo, y ahora que negociaba con los daneses en lugar de pelear con ellos, los tres habrían desertado. Los frisios venían del otro lado del mar y lo hacían sólo por un motivo: dinero; y aquel trío había conseguido capturar al joven danés y se estaban aprovechando de él mientras durase. Y por lo visto, eso podía llevar un tiempo, pues era bueno. Un joven y fuerte sajón pagó tres peniques y recibió una espada. Se abalanzó con fiereza contra el prisionero, pero el danés paró todos los golpes, las astillas salían despedidas de su duela, y cuando vio un hueco, le asestó un golpe en la cabeza a su oponente con suficiente fuerza como para hacerle sangrar un oído. El sajón se apartó tambaleándose, y el danés arremetió con la duela contra su estómago y, mientras el sajón se doblaba en dos para coger aliento, la duela silbó en el aire en un movimiento que le habría abierto la cabeza como un huevo, de no ser porque los frisios tiraron de la cuerda, de modo que el danés cayó de espaldas.
—¿Tenemos algún otro héroe? —gritó uno de los frisios mientras ayudaban al sajón a levantarse—. ¡Venga, chicos! ¡Demostrad vuestra fuerza! ¡Reducid a pulpa a un danés!
—Yo lo reduzco —dije. Desmonté y me abrí paso entre la multitud. Le entregué las riendas de mi caballo a un chico, y desenvainé a
Hálito-de-Serpiente—.
¿Tres peniques? —pregunté a los frisios.
—No, señor —contestó uno de ellos.
—¿Por qué no?
—Porque no queremos un danés muerto, ¿verdad que no? —respondió el hombre.
—¡Sí lo queremos! —jaleó alguien desde la multitud. No gustaba demasiado a las gentes del valle del Uisc, pero los daneses aún les gustaban menos, y se relamían ante la perspectiva de ver masacrar a un prisionero.
—Sólo podéis herirle, señor —prosiguió el frisio—. Y debéis usar nuestra espada. —Me tendió el arma. Le eché un vistazo, vi el filo romo y escupí.
—¿Debo? —pregunté.
El frisio no quería discutir.
—Sólo podéis hacerle sangrar, señor —repuso.
El danés se apartó el pelo de la cara y me miró de arriba abajo. Mantenía la duela baja. Estaba tenso, pero no había miedo en sus ojos. Se había enfrentado probablemente a más de cien batallas desde que los frisios lo capturaran, pero aquellos puños sólo habían peleado contra hombres que no eran soldados, y debía de saber, por mis dos espadas, que yo era un guerrero. Tenía la piel amoratada, surcada de sangre y cicatrices, y seguro que esperaba recibir otra herida de
Hálito-de-serpiente,
pero estaba decidido a darme guerra.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté en danés.
Parpadeó sorprendido.
—Tu nombre, chico —dije. Le llamé «chico», aunque no era mucho más joven que yo.
—Haesten —repuso.
—¿Haesten de quién?
—Haesten Storrison —contestó dándome el nombre de su padre.
—¡Deja de hablar con él, pelea! —gritó una voz desde la multitud.
Me volví para ver al hombre que había gritado y fue incapaz de sostener mi mirada, después me di la vuelta rápido, muy rápido, y golpeé con
Hálito-de-Serpiente en
un barrido rápido que Haesten paró instintivamente, de modo que la espada partió la duela como si estuviera podrida. A Haesten le quedó un pedazo de madera en la mano, el resto de su arma, un metro de grueso fresno, quedó en el suelo.
—¡Mátalo! —gritó alguien.
—Hacedlo sangrar sólo, señor —pidió el frisio—, por favor, señor. No es un mal chico, para ser danés. Hacedlo sangrar y os pagaremos.
Le di una patada a la vara de fresno para apartarla de Haesten.
—Recógela —le dije.
Me miró nervioso. Para recogerla tendría que llegar al límite de su cuerda y agacharse, y en ese momento expondría la espalda a
Hálito-de-Serpiente.
Me observó, con la mirada cargada de amargura bajo el flequillo sucio, después pareció convencerse de que no le atacaría mientras se agachaba. Se acercó a la vara y, al inclinarse, le di una patada que la separó unos palmos más.
—Recógela —repetí.
Aún sostenía el pedazo de fresno en la mano y, al dar otro paso, forzando la cuerda, se dio la vuelta repentinamente e intentó golpearme con él en el estómago. Fue rápido, pero yo medio esperaba el movimiento, y le agarré la muñeca con la mano izquierda. Apreté fuerte, hasta hacerle daño.
—Recógela —repetí por tercera vez.
Esta vez obedeció, se esforzó por llegar a ella y en el movimiento, tensó la cuerda al máximo. Yo le metí un tajo con
Hálito-de-Serpiente y
la corté, de modo que Haesten, que se estaba inclinando hacia delante para alcanzar la vara, cayó de bruces al suelo. Le puse el pie izquierdo en la espalda y dejé que la punta de
Hálito-de-Serpiente
descansara sobre su columna.
—Alfredo —le dije a los frisios— ha ordenado que todos los prisioneros daneses sean llevados ante él.
Los tres se me quedaron mirando, sin decir nada.
—Así que, ¿por qué motivo no habéis llevado a este hombre al rey? —les exigí.
—No lo sabíamos, señor —dijo uno de ellos—. Nadie nos lo dijo. —Cosa nada sorprendente, dado que Alfredo no había dado esa orden.
—Lo llevaremos ante el rey ahora mismo, señor —me aseguró otro.
—Os evitaré la molestia —repuse. Levanté el pie de encima de Haesten—. Levántate —le dije en danés. Le lancé una moneda al chico que sostenía mi caballo y monté. Desde arriba, le ofrecí una mano a Haesten—. Sube detrás de mí —le ordené.
Los frisios protestaron y se acercaron a mí con las espadas desenvainadas, así que desnudé a
Aguijón
y se la tendí a Haesten, que aún no había montado. Entonces volví el caballo hacia los frisios y les sonreí.
—Esta gente —y señalé con
Hálito-de-Serpiente
a la multitud— ya me considera un asesino. También soy el hombre que se enfrentó a Ubba Lothbrokson junto al mar y lo mató allí mismo. Os lo cuento para que podáis fanfarronear de que matasteis a Uhtred de Bebbanburg.
Bajé la espada, de modo que apuntaba con ella al hombre más cercano, y él retrocedió. Los otros, con tan pocas ganas de luchar como el primero, se unieron a él. Haesten subió conmigo y yo espoleé a mi caballo entre la multitud, que se apartó de mala gana. En cuanto estuvimos lo suficientemente lejos, le dije a Haesten que desmontara y me devolviera a
Aguijón-de-Avispa.
—¿Cómo te capturaron? —le pregunté.
Me contó que iba en uno de los barcos de Guthrum que se vieron sorprendidos por la tormenta, que se había hundido, aunque consiguió agarrarse a un resto del naufragio y llegó hasta la orilla, donde los frisios lo encontraron.
—Éramos dos, señor —me dijo—, pero mi compañero murió.
—Ahora eres un hombre libre —le respondí.
—¿Libre?
—Eres mi hombre —le dije—, me prestarás juramento y yo te daré una espada.
—¿Por qué? —quiso saber.
—Porque en cierta ocasión un danés me salvó la vida —le contesté—, y me gustan los daneses.
También quería a Haesten porque necesitaba hombres. No confiaba en Odda
el Joven,
y temía a Steapa
Snotor,
el guerrero de Odda, así que tendría espadas en Oxton. Mildrith, por supuesto, no quería daneses armados en casa. Quería agricultores y campesinos, muchachas para ordeñar y sirvientes, pero yo le dije que era un señor, y un señor debe tener espadas a su servicio.
Soy, de hecho, un señor, un señor de Northumbria. Soy Uhtred de Bebbanburg. Mis ancestros, cuyo linaje se remonta al dios Woden, el Odín danés, fueron antaño reyes en el norte de Inglaterra, y si mi tío no me hubiese arrebatado Bebbanburg cuando no tenía más que diez años de edad, aún viviría allí como señor de Northumbria, seguro en la inexpugnable fortaleza bañada por el mar. Los daneses habían capturado Northumbria, y su rey pelele, Ricsig, gobernaba en Eoferwic, pero Bebbanburg era demasiado fuerte para los daneses y mi tío y Ælfric gobernaba aquellas tierras, llamándose así mismo
ealdorman Ælfric,
de modo que los daneses lo dejaban tranquilo mientras no diera problemas. A menudo soñaba con regresar a Northumbria para reclamar mi derecho de nacimiento. ¿Pero cómo? Para capturar Bebbanburg necesitaría un ejército, y lo único que tenía era un joven danés llamado Haesten.