—Ah.
Me ha dejado K.O. Estoy indignada pero, aunque no quiero, mi pulso se acelera. Durante su monólogo, me ha estado mirando fijamente a los ojos. Sabe perfectamente el efecto que tiene sobre mí.
—Pero, si no le interesa. Le pido disculpas.
Saca un periódico de su bolsa y lo desdobla lentamente para leerlo. No me veo diciéndole que he cambiado de opinión. No cabe duda de que ha conseguido que mi cuerpo vuelva a sentir escalofríos pero no me convence demasiado la forma. ¿Un azote? ¿De verdad?
Un coche nos espera en nuestro destino.
—¡Signor Delmonte!
El acento no deja albergar duda alguna, estamos en Italia. ¡No podría haber imaginado un destino más romántico! El coche nos lleva hasta una placita encantadora. No sé donde estamos. Parece una película con un decorado de casas de colores.
Ante nosotros, un pequeño puerto pesquero. Son las 17:00, los barcos vuelven a tierra lentamente. Detrás de nosotros, se extienden unas terrazas, la mayoría vacías.
—Emma, bienvenida a Portofino, el secreto mejor guardado de la jet-set —mi mirada revela mi ignorancia.
—Francia tiene Saint-Tropez; los italianos, Portofino. En estación alta, es un poco de locura. El puerto está repleto de yates. Algunos incluso esperan varios días para atracar aquí. Pero yo prefiero venir en octubre. El tiempo es igual de bueno pero ya no hay turistas. La vida real reconquista el terreno usurpado en el verano. Por supuesto, sigue habiendo sitios para satisfacer los caprichos más extravagantes pero también puede conformarse con una pizza…
—Tiene razón, es precioso. Pero, ¿por qué la jet-set ha elegido este lugar y no otro?
—¿Ve esas rocas escarpadas? ¿Esas casas ocultas entre los árboles? Portofino es el lugar perfecto para una vida tranquila, lejos de la agitación de la ciudad. Además, si quiere buscar una discoteca, no encontrará ninguna. Es difícil llegar a la ciudad por carretera. Generalmente, se accede a este paraíso por el mar. Portofino es un privilegio que…
No puede terminar la frase. Un tipo enorme y moreno le da un caluroso abrazo. Después, hablan en italiano. Entiendo algunas palabras, sobre todo que Charles aquí es Carlo y que el tipo enorme se llama Giovanni. Parecen muy contentos de volver a verse. Pensándolo bien, nunca he visto a Charles tan relajado con nadie. Bueno, nunca fuera de la cama, claro. Me presenta a su amigo, que suelta un silbidito tan poco discreto como adulador. Charles me mira de reojo para asegurarse de que no me lo tomo mal. Me echo a reír a carcajadas. Esta espontaneidad me hace olvidar el lujo de estos días, François du Tertre y las hermanas Petrovska. Me alegra saber que Charles también frecuenta a personas como Giovanni. Unos minutos más tarde, nos hace una señal para que le sigamos al puerto. Nos espera en una minúscula embarcación en la que apenas cabemos los tres. No tengo ni idea de qué estamos haciendo ahí. Charles y yo nos sentamos en un verduguillo mientras Giovanni pone en marcha el motor entonando una asombrosa versión del
O Sole mio
y guiñándome el ojo. Charles hace como que se enfada. Es encantador. En un momento, llegamos a nuestro destino: un magnífico velero cuyo casco de madera recuerda un poco a los juncos asiáticos. Aunque la embarcación es pequeña, el camarote parece bastante grande. Además, es muy luminoso. Bajamos tres escalones y nos encontramos con una auténtica mamma. Continúan saludándose efusivamente y un aroma delicioso inunda la caseta del timón. ¿El barco es de Giovanni? No entiendo nada de lo que dicen. Parece que Charles quiere que cenemos juntos.
La mamma no quiere, prefiere dejarle solo con la ragazza (o sea, yo). Finalmente, la mamma y Giovanni se montan en el barco y zarpan hacia Portofino y nosotros nos quedamos en el velero que, según acabo de entender, es de Charles.
—Esta noche nos hemos librado pero ya puede ir preparando el estómago para mañana, comeremos en casa de Maria con toda la famiglia…
—¿Maria y Giovanni son familiares suyos?
—No. Pero, sí. De hecho, ya habrá adivinado por mi apellido que soy de origen italiano. Mis bisabuelos eran italianos. Mis abuelos se instalaron en París, donde hicieron fortuna, y mi padre siguió con el negocio familiar. En casa, nunca hablábamos de la familia italiana. Creo que mi padre se avergonzaba un poco de que mi bisabuelo fuera un pescador. Prefería centrarse en la familia de mi madre, que trabajaba en la banca probablemente desde que se inventó… Bueno, hasta hace muy poco, Delmonte sólo había sido para mí un apellido exótico que llevaba por casualidad —habla mientras remueve la salsa que la mamma ha dejado en el fuego. Nunca le había visto tan relajado. Nos sirve un vaso de vino y sigue hablando.
—Montepulciano d'Abruzzo, ¡seguro que le gusta! Bueno, la cuestión es que vivía sin plantearme mis orígenes transalpinos. Y, hace cuatro años, cuando… Hace cuatro años pasé por una época muy difícil. Mi vida había dejado de tener sentido, tanto que no sabía si me apetecía seguir viviendo… En ese momento, Élisabeth me animó a salir de París e irme de vacaciones. Conocía un poco Portofino, había pasado por aquí en verano. Y volví casi por despecho. Pero era septiembre y no tenía ni idea de qué hacer aquí. La estación de los cócteles había terminado. Me pegaba el día paseando sin rumbo fijo por las callejuelas coloridas y, un día, entré en un pequeño museo de la ciudad. La primera sala estaba dedicada a la pesca. Había barcas de madera, redes y también fotos antiguas. Y ahí estaba mi bisabuelo. Sabía que procedíamos de esta región pero, cuando vi ese rostro surcado de arrugas, clavadito a mí, supe a ciencia cierta que era familiar de Salvatore Delmonte. En tres meses, fue lo primero que consiguió despertar mi curiosidad. Después, me puse a investigar por toda la ciudad. Desgraciadamente, descubrí que yo era el último Delmonte. Pero, mientras buscaba, conocí a Giovanni que dice ser mi primo. Sí, se puede decir que lo somos, pero es tan lejano que a veces me pregunto si no se lo ha inventado. Ese otoño, gracias a Giovanni recuperé las ganas de vivir. Me llevaba a pescar y me presentaba en todas partes como su primo. Para su madre, yo era uno más de la familia. Me quedé aquí tres meses. Cuando me marché, era otro hombre. A mi llegada a París me prometí no perder nunca la relación que me unía a esta nueva familia. Compré un barco que Giovanni y su familia utilizan cuando no estoy aquí. Yo suelo venir de vez en cuando.
Mientras habla, ha puesto agua a calentar y ha echado pasta a cocer. Estoy impresionada. No es que me extrañe que un hombre sepa cocinar pasta, es sólo que el Charles que voy descubriendo poco a poco no se parece en nada al que imaginaba cuando me instalé en su habitación de servicio. Cada vez me gusta más.
—¡Cómaselo antes de que se enfríe!
Es delicioso. El vino, la salsa, la pasta… Una cena romántica en un comedor en pleno Mediterráneo… Creo que estoy soñando. Casi ni recuerdo el sórdido momento de ayer. Pero, por mucho que lo intento, no consigo reprimir los bostezos.
—Debe de estar agotada. Tiene suerte, Maria no le ha preparado nada de pastelería para el postre ni estamos en ningún cóctel que requiera su presencia. Puede ir a acostarse.
Me toma por la mano para llevarme a la parte delantera del barco. Hay una cama, nada más. Con sábanas de lino blanco y una manta de lana. Me desviste con suavidad y me acuesta.
—¿Y usted?
—Tengo que terminar algunas cosillas. Ahora mismo vengo.
Me río al darme cuenta de que esas cosillas son limpiar los platos y recoger el salón. Y, después, sin darme cuenta, caigo en un profundo sueño.
Me he despertado por el calor de un rayo de sol sobre mi mejilla. Y, después, por el ruido de una zambullida. Abro los ojos con suspicacia. A mi lado la cama está vacía pero sigue caliente. Charles ha dormido conmigo. Pero ya no está aquí. Decido echar un vistazo por el puente. Cuando salgo del camarote, el sol me deslumbra. Estamos en octubre y hay 25 grados. ¡Qué gusto! Cierro los ojos.
—¡Buenos días!
Charles está en el agua, nadando. Se nota que se siente a gusto. Me da la impresión de que está desnudo, pero creo que es sólo una sensación, por culpa del sol.
—¿Viene conmigo?
Me gustaría tener valor para saltar así al agua, pero no puedo. Todavía no estoy despierta del todo. Además, el agua debe de estar helada.
—Si quiere despertarse con más calma, tiene café en la mesa del camarote.
—Una idea perfecta, gracias.
Cuando salgo del camarote con mi taza caliente, Charles ya ha salido del agua. Está tumbado sobre el puente, tomando el sol. Y, efectivamente, desnudo. Es la primera vez que veo su cuerpo en conjunto. Pecho musculoso y piernas delgadas. He pasado de una zona de su cuerpo a la otra sin detenerme, como si el pudor me lo impidiera. Debería madurar un poco. Si tengo ganas de mirar, ¿qué me lo impide? ¿Él? Imagino que no le importa. Si no, se habría puesto bañador. Tengo que dejar de ser tan remilgada. Voy a mirarlo durante diez segundos, a ver si dejo de ser tan tontina.
—¡Emma! ¿Le importaría compartir conmigo un poco de café?
Se levanta apoyado sobre los codos y me mira divertido. ¿Cuánto tiempo lleva ahí? ¿Me ha visto mirarle la entrepierna? Estoy roja como un tomate, seguro. Le paso la taza clavando la mirada en su pelo. Espero que no me diga nada. Me moriría de vergüenza.
—Gracias. Siéntese aquí conmigo.
Le hago caso, obediente, como en la Primera Comunión.
—Debería quitarse la camiseta, disfrutar un poco del sol…
—No, no tengo tanto calor.
Miento. Y, por la sonrisita que me lanza, creo que se me nota. Me provoca. Ya empezó ayer con esa historia de los azotes. Le gusta ver cómo me debato entre mi inexperiencia y mis principios. Sin embargo, su cuerpo me turba, de eso no hay duda. Estar ahí sentada a su lado me pone a mil. Y, a la vista de la reacción de su cuerpo, es recíproco. Nunca he visto antes nada así. Y no me atrevo a mirarlo. Soy ridícula.
—Lo siento si se siente incómoda, Emma, pero me resulta difícil disimular cómo me excita.
—¡No estoy incómoda!
Y, para demostrar lo que digo, empiezo a besarle el cuello. Ya es algo. Bajo rápidamente a su gran pecho caliente. Sus manos me acarician ligeramente el pelo y la espalda. Quiero saborearlo. Lamo su pecho y emite un gemido. Tiene la piel salada, me gusta. Sigo bajando, electrizada por su escalofrío y el aumento de la temperatura de sus manos. Nunca he hecho esto antes. Pero me apetece. Comienzo con pequeños lametones. Suspiro. Le miro con el rabillo del ojo, me da miedo hacerle daño. Aparentemente, le gusta. Decido recorrer todo su miembro con la lengua. El contacto es agradable, salado, suave y muy firme. Sus manos transmiten mejor su estado que sus ojos. La que estaba en mi espalda, baja suavemente buscando mis bragas. Mi culo se tensa instintivamente bajo esta caricia y continúo explorándole con la boca. Cojo el glande entre los labios y deslizo la lengua alrededor. Retira la mano hasta colocármela sobre la cabeza. Recuerdo el efecto de este contacto en mi cuerpo y le invito a acompañar mis movimientos con la mano. Me empuja la cabeza suavemente y, al mismo tiempo, levanta las caderas. Siento como su miembro me palpita en la boca y mi culo responde a la caricia de una mano que se aventura entre mis muslos. El tejido de la braga no engaña, estoy mojada y mis caderas comienzan a moverse sobre su mano en un vaivén acompasado con los movimientos de mi boca. Acaricio suavemente los testículos con las manos y decido repetir la caricia que le ha hecho estremecer. Me gustaría quitarme de una vez esta braga que separa su mano de mi cuerpo. Pero sus caricias me están volviendo loca y acelero el ritmo de la boca, bajo y subo al ritmo que me imponen sus caderas y su mano. De repente, siento como la tela de mi braga se aparta e introduce sus dedos en mí. Aunque lo intento, no puedo evitar gemir de placer y apretar los dientes. Bruscamente, aparta las manos de mi cuerpo.
—Emma, no podemos seguir…
—¿No? —estoy escandalizada, no va a volver a montarme el numerito del restaurante otra vez…
—Ahora no hay nadie en la zona pero los barcos pesqueros no tardarán en llegar. Vamos dentro.
No he bajado ni tres escalones cuando me arranca la camiseta. Corro hasta la cama y me siento. Muy rápido, me quita las bragas y me coloca boca abajo. Se acuesta sobre mí y me penetra brutalmente. Grito. Me muerde ligeramente el cuello. Habla, murmura. No entiendo nada, debe de ser ruso o italiano. No pienso intentar huir…
—¡Arriba! Vamos, ¡es la hora de la pasta!
Me hubiera encantado pasar el día bajo las sábanas pero había olvidado que Maria nos espera y, además, ¡tengo hambre! Me visto deprisa y corriendo, unos vaqueros y una camiseta y, de repente, veo a Charles poniéndose un traje.
—Es una comida familiar. Aquí es algo importante, sabe. Metí un vestido en su maleta.
Sí, efectivamente, me había cogido un vestido. Un vestido viejo que guardo para ponérmelo con los profesores y las personas mayores. Él, impecable como siempre, parece haberse esforzado por encontrar mi ropa más hortera.
—No iba a coger su vestido negro, sería demasiado emperifollado para aquí. Sólo es para demostrar que ha escogido algo especial. Recójase el pelo. Ya está. Perfecta.
Poco después llega Giovanni, también con ropa de domingo. Al igual que el día anterior, se muestra muy cordial y alegre. Y, esta vez, yo también me veo honrada con un afectuosísimo abrazo. Volvemos a tierra y vamos hasta casa de Maria andando. Es una casita de planta baja con la cocina abierta al exterior. De hecho, todo el mundo está fuera. Maria y Giovanni han sacado una mesa fuera con grandes fuentes de pasta para que cada uno se sirva. Debemos de ser unas veinticinco personas de varias generaciones. Los niños corren y gritan mientras las ancianas chismorrean bajo un árbol con el plato caliente sobre las rodillas. Terminamos la pasta en un plis plas y Maria saca bandejas con pasteles, café y grappa.
En un momento dado, nos piden que guardemos silencio. El joven Mario, embutido en su traje de comunión, que le viene ya demasiado corto, iba a enseñarnos cómo tocaba el violín. Para empezar, toca una canción melancólica que todos parecen conocer y hace derramar algunas lágrimas a los mayores. Después, Giovanni pide que toque una tarantella y el ritmo se acelera. La alegría deja paso a la euforia y acabamos marcando todos el ritmo con los pies y con las manos mientras los pescadores cantan en su dialecto. De repente, Giovanni me toma de la mano y me guía en un baile totalmente alocado mientras Charles me mira sonriendo. Al momento, saca a bailar también a Maria y todo el mundo acaba uniéndose a nosotros. Me río, llevada por la alegría y el ritmo. Charles me roba a Giovanni y ahora doy vueltas en sus brazos. Creo que nunca he sido tan feliz.