Superviviente (23 page)

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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Relato

BOOK: Superviviente
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La gente me pregunta si sé lo que es un quiropráctico.

La gente cree que la santidad es algo que te sucede. Ojalá todo el proceso fuese tan fácil. Como si te pasase lo que a Lana Turner, que la descubrieron trabajando en un bar. Puede que en el siglo
XI
pudieses ser tan pasivo. Hoy en día hay que someterse a cirugía láser para eliminar las líneas de alrededor de la boca antes de grabar el especial de Navidad. Luego toca descamación química. Dermabrasión. Juana de Arco lo tuvo muy fácil.

Hoy en día, la gente me pregunta si he oído hablar de las cuentas de cheques.

La gente no deja de preguntarme por qué no me he casado. ¿Tengo pensamientos impuros? ¿Creo en Dios? ¿Practico tocamientos?

¿Sé lo que hace un destructor de documentos?

No lo sé. No lo sé. Tengo dudas. No pienso decirlo. Y tengo a mi agente al lado para decirme qué es un destructor de documentos.

Más o menos a esta altura de la historia llega por correo un ejemplar de
Manual de diagnóstico y estadística de las enfermedades mentales
. Algún oficinista de recepción de correo lo dirige a un director asistente de comunicación, quien se lo da a un publicista de nivel inferior, quien a su vez lo hace llegar al programador de actividades diarias, que lo incluye en la bandeja del desayuno que recibo en mi suite del hotel. Junto a mis cuatrocientos treinta gramos matinales de carbohidratos y los seiscientos gramos de albúmina proteínica aparece el desaparecido MDE de la asistente social.

El correo llega de diez en diez sacas. Tengo un código postal propio.

Ayúdame. Sáname. Sálvame. Aliméntame, dicen las cartas.

Mesías. Salvador. Líder, me llaman en ellas.

Hereje. Blasfemo. Anticristo. Diablo, me llaman en ellas.

A lo que iba, que estoy sentado en la cama, con la bandeja del desayuno en el regazo, y voy leyendo el manual. No hay remitente en el paquete en que llegó, pero dentro, en la solapa, está la firma de la asistente social. Es extraño cómo los nombres sobreviven a las personas, el significante al significado. El símbolo a lo que representa. Igual que sucedía en el mausoleo Columbia, sólo queda el nombre de la asistente social.

Nos sentimos muy superiores a los muertos.

Por ejemplo, si Miguel Ángel era tan listo, ¿por qué se murió?

Mientras leo el MDE se me ocurre que seguramente soy un monigote gordo y tonto, pero al menos estoy vivo.

La asistente social está muerta, y ésta es la prueba de que todo aquello que estudió y creyó en vida estaba equivocado. Al final de esta edición del MDE hay un apéndice con las revisiones de la edición anterior. Las reglas ya han cambiado.

Éstas son las nuevas definiciones de lo que es aceptable, de lo que es normal, de lo que es cuerdo.

La inhibición del orgasmo masculino es ahora una disfunción orgásmica masculina.

Lo que antes era amnesia psicogénica es ahora amnesia disociativa.

La disfunción de ansiedades en el sueño es ahora la disfunción de pesadillas.

Los síntomas van cambiando edición a edición. Los cuerdos pasan a ser enfermos según el nuevo patrón. Gente que antes estaba loca es ahora la imagen misma de la cordura.

Sin ni siquiera llamar, mi agente entra con la prensa de la mañana y me pilla leyendo en la cama. Le digo que eche un vistazo a lo que ha llegado con el correo, y él me arranca el libro de las manos y me pregunta si sé lo que son pruebas incriminatorias.

Mi agente lee el nombre de la asistente en la solapa y me pregunta:

—¿Sabes lo que es asesinato en primer grado?

El agente sostiene el libro en una mano y lo va palmeando con la otra.

—¿Sabes la gracia que va a tener sentarse en la silla eléctrica?

Palmada.

—¿Eres consciente de lo que le puede hacer a la venta de entradas para tus futuras actuaciones una condena por asesinato?

Palmada.

—¿Nunca has oído la expresión «la defensa presenta la prueba A»?

No tengo ni idea de lo que está diciendo.

El ruido de las aspiradoras en el pasillo me hace sentir un holgazán. Es casi mediodía y aún estoy en la cama.

—Te estoy hablando de esto —dice mi agente, y me planta el libro en la cara cogido entre sus manos—. Este libro es lo que la policía llamaría un recuerdo del lugar del crimen.

Mi agente me cuenta que cada día habla con detectives de la policía que quieren hablar conmigo sobre la muerte de mi asistente social. El FBI le pregunta a mi agente cada día qué se ha hecho del MDE que desapareció junto con los archivos completos una semana antes de que se asfixiase con vapores de cloro. Al gobierno no le hace gracia que huyese del lugar de los hechos. Mi agente me pregunta:

—¿Sabes lo cerca que estás de que se publique tu orden de arresto?

¿Sé lo que es un principal sospechoso de asesinato?

¿Soy consciente de lo que puedo parecer por tener este libro?

Sigo sentado en la cama, comiéndome una tostada sin mantequilla y copos de avena sin azúcar. Me desperezo y le digo que lo olvide. Que no se preocupe. El libro llegó con el correo.

El agente me dice que eso es demasiado conveniente.

Tal como él lo ve, es posible que yo me mandase el libro a mí mismo. El MDE es un buen recordatorio de mi antigua vida. Por muy dura que me pueda parecer mi vida, con todo lo de las drogas y los horarios y la pérdida de toda integridad personal, sigue siendo mejor que estar limpiando retretes sin parar. Y no es como si antes no hubiese robado. Otro buen sistema para robar en tiendas es coger un artículo y arrancarle la etiqueta. Esto funciona mejor en grandes almacenes con demasiadas secciones y dependientes, porque no hay nadie que lo sepa todo. Coge un sombrero, o unos guantes, o un paraguas, arráncales la etiqueta y entrégalos en la oficina de objetos perdidos. Ni siquiera tienes que salir de la tienda con ellos.

Si la tienda descubre que el artículo es suyo, lo devuelven a su planta correspondiente. La mayoría de veces acaba en la caja de objetos perdidos, y si nadie lo reclama en treinta días, es tuyo.

Y como nadie lo ha perdido, nadie puede reclamarlo.

En ninguna tienda ponen a un genio al frente de la oficina de objetos perdidos.

Mi agente me pregunta:

—¿Sabes lo que es el blanqueo de dinero? Pues esto podría ser un chanchullo parecido.

Como si hubiese matado a la asistente social y luego me hubiese enviado el libro a mí mismo. Por decirlo así, ya estaría blanqueado. Como si me lo hubiese enviado a mí mismo, para poder estar ahora aquí con aspecto inocente, recostado sobre almohadones de lino egipcio, regodeándome en mi asesinato, desayunando a mediodía.

Lo del lavado de dinero me hace añorar el ruido que hace la ropa con cremalleras mientras da vueltas en la secadora.

Aquí, en mi suite de hotel, no hace falta ir muy lejos para descubrir un motivo. La ficha que tenía mi asistente detallaba cómo me había ido curando, a mí, el exhibicionista, el pedófilo, el cleptómano.

El agente me pregunta si sé cómo es un interrogatorio del FBI.

Me pregunta si de verdad creo que la policía es así de idiota.

—Demos por supuesto que tú no eres el asesino —me dice mi agente—. ¿Sabes quién ha enviado el libro? ¿Quién querría intentar meterte en esa trampa?

Puede. Seguramente sí, sí lo sé.

Mi agente cree que es alguien de una religión rival, un envidioso católico, baptista, taoísta, judío o anglicano.

Es mi hermano, le digo. Tengo un hermano mayor que puede que todavía siga vivo, y es fácil imaginar a Adam Branson asesinando a los supervivientes de manera que la policía piense que se trataba de un suicidio. Mi asistente social hacía mi trabajo por mí. Es fácil imaginar que cayó en una trampa preparada para mí, una botella de amoníaco mezclado con blanqueador, a la espera sólo de que la destapase y cayese muerto.

El libro se escapa de la mano de mi agente y cae abierto sobre la alfombra. Con la otra mano, mi agente se mesa los cabellos.

—Madre de Dios —dice—. Más te vale no decirme que tienes un hermano aún vivo.

Puede, le digo. Es probable que sí que lo tenga. Le vi una vez en el autobús. Fue unas dos semanas antes de que muriese la asistente social.

El agente clava sus ojos en mí, tal como estoy, tirado en la cama y cubierto de migas, y dice:

—No lo viste. Nunca has visto a nadie.

Se llama Adam Branson.

El agente niega con la cabeza.

—No.

Adam me llamó a casa y amenazó con matarme. Mi agente dice:

—Nadie ha amenazado con matarte.

Pues sí. Adam Branson anda suelto, va matando supervivientes para llevarnos a todos al cielo, o bien para demostrar la unidad de la gente del Credo. O para vengarse de quien diese el chivatazo sobre el asunto de los misioneros del trabajo; no lo sé.

El agente me pregunta:

—¿Entiendes la expresión «corriente adversa»?

El agente me pregunta:

—¿Sabes lo poco que valdrá tu carrera si la gente descubre que no eres el único superviviente de la legendaria secta asesina del Credo?

El agente me pregunta:

—¿Qué pasaría si arrestan a ese hermano tuyo y cuenta la verdad sobre la secta? Mandará a hacer gárgaras todo lo que el equipo de redacción le ha contado al mundo de tu infancia.

El agente me pregunta:

—¿Qué pasaría entonces?

No lo sé.

—Que no serías nada —me dice.

—Que no serías más que otro mentiroso consumado —me dice.

—Que todo el mundo te odiará —me dice.

Me empieza a gritar:

—¿Sabes cuáles son las directrices generales en la aplicación de las leyes de falsedad pública? ¿De dolo? ¿De publicidad engañosa? ¿De difamación?

Se me acerca lo suficiente para susurrar:

—¿Tengo que recordarte que la cárcel hace que Sodoma y Gomorra parezcan Minneapolis y Saint Paul en comparación?

Mi agente me dice que él me va a decir lo que sé. Recoge el MDE del suelo y lo envuelve en el periódico del día. Me dice que no tengo hermano. Me dice que no he visto el MDE. Nunca he visto a ningún hermano. Lamento la muerte de la asistente. Echo de menos a toda mi familia difunta. Amaba sinceramente a mi asistente social. Siempre le estaré agradecido por su ayuda y su guía, y ruego a cada minuto por que mi difunta familia no esté ardiendo en el infierno. Me dice que lamento profundamente que la policía no cese en sus ataques porque no quiere tomarse la molestia de localizar al verdadero asesino de la asistente. Me dice que sólo quiero que todo este trágico asunto de las muertes quede cerrado de una vez por todas. Me dice que sólo quiero seguir adelante con mi vida.

Me dice que respeto y admiro los consejos que recibo cada día de mi maravilloso agente. Me dice que le estoy profundamente agradecido.

Antes de que entre la camarera a retirar el desayuno, me dice, va a coger el MDE y lo va a meter directo en el destructor de documentos.

Me dice:

—Y ahora sal de la puta cama, culogordo de los cojones, y recuerda lo que te acabo de decir, porque algún día tendrás que contárselo a la policía.

17

De los cubículos contiguos al mío en los retretes salen gemidos y suspiros. No sabría decir si es sexo o actividad intestinal. El cubículo en el que estoy tiene agujeros en las dos particiones, pero no miro por ninguno.

No sé si Fertility está ya aquí.

Si Fertility está aquí ya, sentada junto a mí, callada hasta que estemos solos, le pediré de rodillas mi gran milagro.

Junto al agujero de mi derecha está escrito: «Me siento aquí con tal denuedo, que he de cagar y sólo hay pedo».

Al lado alguien ha escrito: «La historia de mi vida».

Junto al agujero de mi izquierda está escrito: «Inserte rabo para trabajo manual».

Al lado alguien ha escrito: «Bésame el culo».

Al lado alguien ha escrito: «Con mucho gusto».

Estoy en el aeropuerto de Nueva Orleans, que es el más cercano al Superdome, donde mañana se celebrará la Super Bowl, donde me casaré en el intermedio.

Y se me acaba el tiempo.

Fuera, en el pasillo, mi camarilla y mi prometida llevan dos horas esperándome. Y, mientras, yo llevo tanto tiempo aquí sentado que tengo las tripas a punto de salírseme por el culo. Tengo los pantalones arrugados en torno a los tobillos. La cubierta higiénica de papel de la taza está chupando agua y me moja la piel. Cada vez que respiro huele, y mucho, a cuestiones ya resueltas por otros.

Una tras otra van sonando las cadenas, pero cada vez que se va alguien entra otro.

En la pared han escrito: «Todos sabemos cómo acaban la vida y las películas porno. La diferencia es que la vida
empieza
con el orgasmo».

Al lado han escrito: «Lo interesante es ir acercándose al final».

Al lado han escrito: «Qué trascendental».

Al lado han escrito: «Aquí huele a mierda».

Suena la última cadena. El último se lava las manos. El último sale ya por la puerta.

Por el agujero de mi izquierda susurro: ¿Fertility? ¿Estás ahí?

Por el agujero de mi derecha susurro: ¿Fertility? ¿Eres tú?

No hay nada, excepto mi miedo a que entre otro tipo a leer el periódico y dar rienda suelta a una espectacular evacuación de una comida de seis platos.

Entonces se oye al agujero de mi derecha decir:

—Me jodio mucho que me llamases meretriz por televisión.

Le susurro que lo siento. Que estaba leyendo el guión que me dieron.

—Ya lo sé.

Ya sé que ella lo sabe.

La boca roja del agujero dice:

—Llamé a sabiendas de que me traicionarías. No hay libre albedrío que valga. Era igual que lo de Jesús y Judas. Eres casi un peón para mí.

Gracias, le digo.

Suenan pasos que entran en el servicio y quienquiera que sea se instala en el cubículo de mi izquierda.

Susurro en el agujero de mi derecha: no podemos hablar ahora. Hay alguien.

—No pasa nada —dice la boca roja—. Sólo es el gran hermano.

¿Gran hermano?

La boca dice:

—Tu hermano, Adam Branson.

Y del agujero de la izquierda sale el cañón de una pistola.

Y una voz, una voz de hombre, dice:

—Hola, hermanito.

La pistola que sale del agujero va apuntando a ciegas a mis pies, a mi pecho, a mi cabeza, a la puerta, a la taza.

Junto al cañón alguien ha escrito: «Chúpala».

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