Superviviente (9 page)

Read Superviviente Online

Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Relato

BOOK: Superviviente
11.19Mb size Format: txt, pdf, ePub

Esto se llama agresión pasiva en acción.

La idea es hacer que mi fealdad juegue a mi favor. Hay que sentar unos comienzos muy discretos frente a los que resaltar más adelante. El antes y el después. La rana y el príncipe.

Son las dos de la tarde del miércoles. Según mi agenda, estoy girando la alfombra oriental de la salita rosa para evitar que se desgaste sólo por un lado. Hay que llevar todos los muebles a otra habitación, piano incluido. Enrollar la alfombra. Enrollar el soporte de la alfombra. Pasar la aspiradora. Fregar el suelo. La alfombra mide cuatro por cinco metros. Luego hay que girar el soporte y desenrollarlo. Se gira la alfombra y se desenrolla. Y vuelta a meter todos los muebles.

Según mi agenda, eso no debería llevarme más de media hora.

En vez de eso, ahueco las marcas de paso de la alfombra y desato el nudo que la gente para la que trabajo ha atado en uno de los flecos. Luego hago otro nudo en un fleco del lado opuesto, de manera que parece que la haya girado. Muevo un poco el mobiliario y pongo hielos en las marcas que han dejado sobre la alfombra. A medida que el hielo se derrite, la pelusa chafada se afelpará hasta su posición normal.

Borro el brillo de mis zapatos. En el espejo del tocador de la mujer para la que trabajo, me unto dentro de la nariz con su rímel hasta que el pelo de la nariz parece espeso y grueso. Luego cojo el autobús.

Otra cosa que tiene el Programa de Retención de Supervivientes es que te dan una tarjeta para el autobús cada mes. En el reverso de la tarjeta han puesto con un sello «Propiedad del Departamento de Recursos Humanos».

Intransferible.

De camino al mausoleo, me digo a mí mismo que me la trae floja si Fertility se presenta o no.

Varias oraciones semiolvidadas de la Iglesia se recitan solas en mi cabeza. Toda mi cabeza es un batiburrillo de viejas oraciones y respuestas.

Así sea siempre de completa asistencia.

Quiera Dios que en mis trabajos esté la gracia.

En mis tareas hallaré la salvación.

Así mi esfuerzo no sea en vano.

Así suceda que mi esfuerzo salve al mundo.

En realidad estoy pensando: por favor, por favor, por favor, estáte allí esta tarde, Fertility Hollis. Una vez cruzada la puerta del mausoleo, salta la típica imitación barata de auténtica música hermosa para que no te sientas tan solo. Son las mismas diez canciones, pero sólo la melodía, sin voz que cante. No la ponen más que determinados días. A algunas de las galerías más antiguas en las alas Sinceridad y Nueva Esperanza no llega nunca la música. No la oyes en absoluto a menos que escuches con atención.

Esto es como un empapelado de música: sirve a un determinado fin, es como el Xanax o el Prozac para controlar tus sentimientos. Esta música es como ambientador en aerosol.

Paseo por el ala Serenidad y no veo a Fertility. Paso por Fe, Alegría y Tranquilidad, y tampoco está. Levanto unas rosas de plástico de la cripta de algún difunto para no presentarme con las manos vacías.

Voy camino del odio, la rabia, el miedo y la resignación, y frente a mí, de pie junto a la cripta 678 de Resignación, están Fertility Hollis y su pelo rojo. Espera hasta doscientos cuarenta segundos después de haberme acercado a ella y entonces se gira y saluda.

No puede ser la misma persona que me chillaba su orgasmo por teléfono. Le digo:

—Hola.

Lleva en sus manos un ramito de capullos de naranjo bastante bonitos, pero yo no me molestaría en robarlos. El vestido de hoy es del mismo brocado con que se hacen las cortinas, con estampados blancos sobre fondo blanco. Parece rígido e ignífugo. Resistente a las manchas. Antiarrugas. Modesta como la madre de la novia, con su falda plisada y sus mangas largas, me dice:

—¿Tú también le echas de menos?

Yo pregunto:

—¿A quién?

—A Trevor —dice ella. Está descalza sobre el suelo de piedra. Hombre, sí. Trevor, me digo. Mi amante sodomita secreto. Se me olvidaba. Le digo:

—Sí, claro, también le echo de menos. Parece que hayan segado su pelo y lo tenga puesto a secar en la cabeza.

—¿Nunca te conté lo del crucero al que me llevó?

No.

—Fue del todo ilegal.

Levanta la vista desde la cripta 678 hasta el techo, donde junto a unos angelotes pintados están los altavoces de los que sale la música.

—Primero me hizo asistir con él a clases de baile. Aprendimos todos los bailes de salón, el cha-cha-cha y el foxtrot. La rumba y el swing. El vals. El vals era fácil.

Los ángeles tocan su música en lo alto por un minuto, como diciéndole algo, y Fertility Hollis escucha.

—Ven —me dice, y se vuelve hacia mí. Coge mis flores y las suyas y las apoya contra la pared. Me pregunta:

—Sabes bailar el vals, ¿no?

Pues no.

—No me creo que conocieses a Trevor y no supieses bailar el vals —dice, y menea la cabeza.

En su cabeza se mueve la imagen de Trevor y yo bailando juntos. Riendo juntos. Practicando el sexo anal. Ésa es la desventaja a la que me enfrento, ésa y la idea de que yo maté a su hermano.

Me dice:

—Abre los brazos.

Y lo hago.

Se me arrima cara a cara y me coge la nuca con una mano. Con la otra coge la mía y la estira lejos de nosotros. Me dice:

—Pon tu otra mano sobre mi sujetador.

Y lo hago.

—¡En la espalda! —dice, y se retuerce—. Pon la mano sobre mi sujetador, donde se cruza con mi columna.

Y lo hago.

Luego me enseña cómo avanzar con el pie izquierdo y luego con el derecho para después juntarlos mientras ella hace lo mismo en sentido opuesto.

Esto se llama
box step
—me dice—. Ahora escucha la música.

Se pone a contar.

—Un, dos, tres.

La música hace un, dos, tres.

Contamos y contamos, y a cada paso contamos y bailamos. Las flores que adornan cada cripta se inclinan hacia nosotros.

El mármol se deshace bajo nuestros pies. Bailamos. La luz entra por las vidrieras de colores. Las estatuas están esculpidas en sus nichos. La música sale débil de los altavoces y retumba en la piedra hasta que va y viene en las corrientes de aire, y las notas y acordes nos envuelven. Y bailamos.

—Lo que más recuerdo del crucero —dice Fertility, y su brazo descansa a lo largo del mío—, lo que más recuerdo son las caras de los últimos pasajeros a medida que arriaban los botes salvavidas junto a las ventanas del salón de baile. Los chalecos salvavidas naranja enmarcaban sus cabezas, y parecía que les hubiesen cortado las cabezas y las hubiesen puesto sobre almohadones naranja, y sólo sabían mirarnos con ojos desorbitados de pez a Trevor y a mí, que seguíamos dentro del salón, mientras el barco empezaba a hundirse.

¿Estuviste en un barco naufragado?

—En un crucero —dice Fertility—. Se llamaba el
Ocean Excursión
. A que no eres capaz de decirlo tres veces deprisa.

¿Y se hundía?

—Fue precioso —me dice—. La agente de viajes nos dijo que luego no le fuésemos con reclamaciones. Era uno de los viejos transatlánticos franceses, nos advirtió, pero ahora era propiedad de alguna compañía sudamericana. Era muy
art decó
. Estaba hecho polvo. Era como si el edificio Chrysler flotase de lado y recorriese la costa atlántica de Suramérica de norte a sur repleto de gentes de la clase media argentina con la mujer y los niños. Argentinos. Los apliques de las paredes eran todos de vidrio rosa y estaban tallados en forma de diamante elíptico. La luz rosa lo cubría todo en el barco, y las alfombras tenían grandes manchas y áreas repeladas.

Bailamos sobre el mismo punto, y luego giramos.

El un, dos, tres. El avanzar y retroceder en un paso indeciso. El alzar el talón en perfecta demostración del paso cubano; doy vueltas con Fertility Hollis doblada sobre el arco de mi brazo. Damos vueltas y vueltas, y vueltas y más vueltas, vueltas, vueltas.

Y Fertility me explica cómo desaparecieron todos los botes salvavidas. No quedaba ni un bote salvavidas, y el barco arrastraba las poleas de los botes por la apacible tarde del Caribe.

Los botes se alejaron hacia la puesta de sol, y la gente empezaba ya a gritar y a llorar pensando en sus joyas y medicaciones. La gente hacía el gesto ese de la cruz.

Fertility y yo, un, dos tres; vals, dos, tres, a lo largo de la galería de mármol.

Siguiendo con su historia, Fertility y Trevor fueron bailando por el parqué inclinado de caoba; todo el salón Versalles se inclinaba a medida que se iba hundiendo la proa, y en la popa salían al aire vespertino los tréboles de cuatro hojas de las hélices. Una bandada de sillas doradas del salón se deslizó junto a ellos y fue a arracimarse bajo la estatua de la diosa aquella de la luna griega, Diana. Las cortinas de brocado de oro colgaban torcidas frente a los ventanales. Eran los últimos pasajeros a bordo del
Ocean Excursión
.

La corriente funcionaba aún porque los candelabros rosas («idénticos a candelabros normales —dice Fertility—, pero en un transatlántico cuelgan rígidos como estalactitas»), los candelabros del salón de baile Versalles brillaban aún, y del sistema de altavoces salía una música que inundaba el barco, un vals de ascensor tras otro, confundiéndose mientras Trevor y Fertility giraban y giraban y giraban.

Igual que Fertility y yo giramos y giramos al compás, y nos deslizamos pie con pie por el mausoleo.

Bajo cubierta, el Caribe entraba ya en el comedor Trianon y alzaba los pliegues de cien manteles de lino.

El barco iba a la deriva con los motores parados.

El agua azul y cálida se extendía hacia el horizonte en todas direcciones.

Incluso bajo poca agua, la cuadrícula de caoba y avellano del suelo parecía ya perdida y lejos del alcance. Era un último vistazo al continente de Atlantis; el agua salada se alzaba sobre las estatuas y las columnas de mármol a medida que Trevor y Fertility bailaban a través de la leyenda de una civilización perdida, repleta de tallas doradas y mesas repujadas de estilo francés. El nivel del agua se alzaba en diagonal sobre retratos de tamaño natural de reinas portadoras de coronas a medida que el barco se escoraba y los floreros derramaban sus flores: rosas y orquídeas y tallos de jengibre caídos al agua, en la que ya flotaban las botellas de champán, y Trevor y Fertility proseguían su chapaleo.

El esqueleto metálico del barco y los mamparos ocultos tras los revestimientos de madera y tela se estremecían y gemían. Le pregunté:

¿te ibas a ahogar?

—No seas bobo —dice Fertility; su cabeza contra mi pecho percibe mi olor a veneno—. Trevor no se equivocaba nunca. Ese era su problema.

¿No se equivocaba en qué?

Trevor Hollis tenía sueños, me dijo. Soñaba por ejemplo que un avión iba a estrellarse. Trevor llamaba a la compañía aérea y nadie le creía. Entonces, el avión se estrellaba y el FBI le detenía para interrogarle. Era siempre más fácil creer que era un terrorista que alguien con poderes psíquicos. Los sueños llegaron a tal punto que ya no podía dormir. No se atrevía a leer el periódico ni a ver la tele, porque entonces veía la noticia de doscientas víctimas en un accidente de aviación que él sabía que iba a suceder pero no podía evitar. No podía salvar a nadie.

—Nuestra madre se suicidó porque tenía también el mismo tipo de sueños —dice Fertility—. El suicidio tiene larga tradición en mi familia.

Seguimos bailando y pienso para mí que al menos tenemos algo en común.

—Él sabía que el barco sólo se hundiría a medias. Una válvula o algo por el estilo iba a fallar y el agua inundaría la sala de máquinas y algunos recintos comunes de las cubiertas inferiores —dice Fertility—. Por sus sueños sabía que tendríamos el barco para nosotros solos durante horas. Todo el vino y la comida serían nuestros. Luego ya vendría alguien a rescatarnos.

Seguimos bailando, y le pregunto si es por eso por lo que se suicidó.

La música es la única respuesta que obtengo durante un minuto.

—No puedes imaginarte lo bonito que era todo, los salones inundados con pianos submarinos y el mobiliario de filigrana flotando por ahí —dice Fertility contra mi pecho—. Es mi mejor recuerdo.

Pasamos bailando frente a estatuas de religiones de otra gente. Para mí no son más que cachos de piedra con forma de don nadies glorificados.

—El agua del Atlántico era tan clara... Bajaba en cascada por la escalinata principal —me dice—. No tuvimos más que quitarnos los zapatos y seguir bailando.

Mientras seguimos bailando y contando un, dos, tres, le pregunto si ella tiene también ese tipo de sueños.

—Un poco —dice—. No mucho. Cada vez más. Más de lo que me gustaría.

Le pregunto si se va a suicidar igual que su hermano.

—No —dice Fertility. Alza la vista y me sonríe.

Bailamos, un, dos, tres.

Me dice:

—Ni loca me pegaría un tiro. Seguramente sería con pastillas.

Tengo en casa un botín de antidepresivos, narcóticos, sedantes inhibidores mao en el tarrito de los caramelos de al lado de mi pez sobre la nevera.

Bailamos, un, dos, tres.

Me dice:

—Es broma.

Bailamos.

Recuesta la cabeza contra mi pecho y dice:

—Depende de lo terribles que se vuelvan mis sueños.

37

Esa misma noche vuelvo a responder al teléfono. Sucede después de que me entre tal calentón que tengo que bajar al centro y buscar algo que robar. No lo hago por el dinero, sino por salir de casa. No está mal. La asistente dice que no pasa nada. Es una descarga sexual, me dice. Es de lo más natural. Encuentras lo que buscas. Lo acosas. Lo coges y lo haces tuyo. Una vez lo has poseído, ya puedes tirarlo.

Fue la asistente social la que primero me empujó a robar en las tiendas.

La asistente me dijo que el mío era un caso clarísimo de cleptomanía. Mencionó algunos estudios. Mis hurtos, me dijo, se producían para impedir que alguien me robase el pene (Fenichel, 1945). El hurto era un impulso irrefrenable (Goldman, 1991). Robaba por culpa de un desorden anímico (McElroy
et al
., 1991). No importaba lo que fuese: unos zapatos, cinta aislante, una raqueta de tenis...

El único problema que tengo es que ya ni siquiera robar me da el subidón de antes.

Quizá sea porque he conocido a Fertility.

O puede que haya conocido a Fertility porque me aburro ya de la vida sexual y criminal que llevo.

Other books

A Distant Father by Antonio Skarmeta
Gone to Texas by Don Worcester
Storm Surge by R. J. Blain
Jackie Brown by Elmore Leonard
Time for Silence by Philippa Carr
This Calder Range by Janet Dailey
Under the Harrow: by Flynn Berry