Intentaba imitar a Bobby. Puede que no se llevaran muy bien, pero creo que Miles lo quería. Quien ve morir a su hermano después quiere parecerse a él en algunos aspectos.
Bobby era un capullo, un viva la Virgen. Y Miles, el ángel de la muerte.
Reconozco que hay algo lúgubre en sus dudosas actividades. Pero siempre ha sacado adelante los estudios. Contra viento y marea, siempre se las ha arreglado para sacar buenas notas.
Es un chico inteligente, no te lo discuto. Pero frío, Morris. Está vacío, desesperado. Me da escalofríos pensar en el futuro…
¿Cuántas veces hemos hablado de esto? ¿Cien? ¿Mil veces? Conoces su historia tan bien como yo. El chico no tiene madre. Mary-Lee se largó cuando Miles tenía seis meses. Hasta que tú entraste en la familia, lo crió Edna Smythe, la legendaria y radiante Edna Smythe, que de todos modos no dejaba de ser simplemente una niñera; aquello no era más que un trabajo para ella, lo que significa que después de aquellos primeros seis meses nunca tuvo una madre de verdad. Cuando apareciste tú, probablemente ya era demasiado tarde.
Pero ¿entiendes de lo que estoy hablando?
Pues claro. Siempre lo he entendido.
No pudo seguir escuchando más. Lo estaban diseccionando a conciencia, desmembrándolo con los reposados y eficaces tajos de un patólogo que lleva a cabo una autopsia, hablando de él como si ya estuviera muerto. Volvió a entrar sigilosamente en su habitación y cerró la puerta sin hacer ruido. No tenían ni idea de cuánto los quería. Durante cinco años había ido por ahí con el recuerdo de lo que le había hecho a su hermano en aquella carretera de Massachusetts y, como nunca había contado a sus padres lo del empujón y cuánto lo atormentaba su recuerdo, malinterpretaron la culpa que se había extendido por todo su ser y la tomaron por una especie de enfermedad. Puede que estuviera enfermo, quizá diera la impresión de ser una persona muy cerrada, antipática, pero eso no quería decir que se hubiera puesto en contra de ellos. La nerviosa y compleja Willa, infinitamente generosa; su afable padre, de gran corazón: se odiaba a sí mismo por haberles causado tanto dolor, tanta pena innecesaria. Ahora lo veían como un muerto ambulante, como alguien sin futuro, y mientras permanecía sentado en la cama considerando aquel futuro sin porvenir que se cernía de forma vaga sobre él, se dio cuenta de que le faltaba valor para mirarlos de nuevo a la cara. Lo mejor para todos los implicados quizá fuera que se alejara de ellos, que desapareciese.
Queridos padres, escribió al día siguiente, perdonad esta brusca decisión, pero después de acabar otro año en la universidad, me siento un poco harto de tanto estudiar y creo que me vendría bien descansar un poco. Ya he comunicado al decano que quisiera un permiso de ausencia para el semestre de otoño y, si no fuera suficiente, para el de primavera también. Si os lleváis una decepción, lo siento. Lo bueno del asunto es que no tendréis que preocuparos de pagarme la matrícula durante un tiempo. Ni que decir tiene que no espero que me deis dinero alguno. Tengo trabajo y estoy en condiciones de mantenerme a mí mismo. Mañana me voy a Los Ángeles para pasar un par de semanas con mi madre. Y después, en cuanto me instale en dondequiera que acabe viviendo, os llamaré. Muchos besos a los dos, Miles.
Es cierto que se marchó de Providence a la mañana siguiente, pero no fue a California a ver a su madre. Se quedó en alguna parte del camino. A lo largo de los últimos siete años ha vivido en un montón de sitios diferentes, pero aún no ha llamado.
Es el segundo domingo de noviembre de 2008 y está en la cama con Pilar, hojeando la Enciclopedia del Béisbol en busca de nombres raros y divertidos. Ya lo han hecho un par de veces antes y para él cuenta mucho que Pilar sea capaz de ver el aspecto cómico de esa absurda actividad, de comprender el espíritu dickensiano que encierran las dos mil setecientas páginas de la versión ampliada, revisada y actualizada de la edición de 1985, que compró por dos dólares el mes pasado en una librería de segunda mano. Esta mañana recorre la lista de los lanzadores, porque son lo primero que siempre lo atrae, y no tarda mucho en dar con su primer hallazgo prometedor del día. Boots Poffenberger. Pili frunce el rostro en un esfuerzo por no reírse, luego cierra los ojos, contiene la respiración y no puede resistir más de unos segundos. Expele el aire en un tornado de gritos, alaridos y explosivas carcajadas. Cuando se calma el acceso, le quita el libro de las manos, acusándolo de habérselo inventado. Él afirma: Eso nunca lo haría. Estos juegos no son divertidos a menos que te los tomes en serio.
Y ahí está, en medio de la página 1977: Cletus Elwood Poffenberger, el Botas, nacido el 1 de julio de 1915 en Williamsport, Maryland, un diestro de un metro setenta y ocho de estatura que jugó dos años con los Tigers (1937 y 1938) y una temporada con los Dodgers (1939), y que anotó a lo largo de su carrera dieciséis victorias y doce derrotas.
Continúa con Whammy Douglas, Cy Slapnicka, Noodles Hahn, Wickey McAvoy, Windy McCall y Billy McCool. Al oír ese último nombre, Pili gruñe de placer. Está entusiasmada. Durante el resto de la mañana, él ya no es Miles, sino Billy McCool, su adorable y querido Billy McCool, el as del equipo, el as de bastos, el as de corazones.
El día 11, lee en el periódico que ha muerto Herb Score. Es muy joven para haberlo visto lanzar, pero recuerda la historia que le contó su padre sobre la noche del 7 de mayo de 1957, cuando Gil McDougald, jugador de cuadro de los Yankees, bateó una bola en línea que le dio en la cara, acabando así con una de las carreras más prometedoras de la historia del béisbol. Según su padre, que en aquella época tenía diez años, Score era el mejor zurdo que nadie hubiera visto jamás, posiblemente incluso mejor que Koufax, que por entonces también lanzaba pero que no vio reconocidos sus méritos hasta varios años después. El accidente ocurrió exactamente un mes antes de que Score cumpliera veinticuatro años. Era su tercera temporada con los Indians de Cleveland, después de su hazaña de 1955, su año de novato (16-10, 2,85 de promedio de carreras limpias permitidas, 245 strikeouts) y una actuación aún más impresionante al año siguiente (20-9, 2,53 de promedio de carreras limpias permitidas, 263 strikeouts). Luego llegó el lanzamiento de McDougald de aquella fría noche de primavera en el Municipal Stadium. La pelota derribó a Score «como si le hubieran disparado con un rifle» (palabras de su padre), y mientras su cuerpo inmóvil yacía desmadejado en el campo, no dejaba de manarle sangre de la nariz, la boca y el ojo derecho. Tenía rota la nariz, pero más tremenda era la herida del ojo, en el que padecía una hemorragia tan grave que casi todo el mundo creyó que iba a perderlo o a quedarse ciego de por vida. En los vestuarios, después del partido, McDougald, completamente deshecho, prometió dejar el béisbol «si Herb se quedaba tuerto». Score pasó tres semanas en el hospital y se perdió el resto de la temporada, con visión borrosa y dificultades de percepción, pero el ojo se le acabó curando. Cuando trató de volver a la temporada siguiente, sin embargo, ya no era el mismo lanzador. Le faltaba el aguijón de su bola rápida y se había vuelto errático, incapaz de hacer un solo strike. Siguió a trancas y barrancas durante cinco años, ganando sólo diecisiete juegos en cincuenta y siete aperturas, y luego recogió el petate y se marchó a casa.
Al leer su necrológica en el New York Times se queda pasmado al enterarse de que Score estaba gafado desde el principio, de que el accidente de 1957 sólo fue uno de los descalabros que lo asediaron a lo largo de toda su vida. En palabras del redactor de su obituario, Richard Goldstein: «Cuando tenía tres años lo atropelló la camioneta de una panadería, que le produjo graves lesiones en las piernas. Se perdió un año de instituto al contraer fiebres reumáticas, se rompió un tobillo al resbalar en el suelo mojado de unos vestuarios y se dislocó el hombro izquierdo al escurrirse en el césped húmedo del perímetro del campo cuando jugaba en las ligas menores». Sin mencionar que se lesionó el brazo izquierdo en 1958, el año de su vuelta, resultó gravemente herido en un accidente de coche en 1998 y sufrió un derrame cerebral en 2002, del que nunca se recuperó. No parece posible que un hombre haya tenido tanta mala suerte en el transcurso de una sola vida. Por una vez, Miles se siente tentado de llamar a su padre, de charlar con él de Herbert Jude Score y los imponderables del destino, las rarezas de la vida, las conjeturas sobre si no hubiera pasado esto o lo otro, de todo lo que solían hablar tanto tiempo atrás; pero ahora no es el momento y si la ocasión llega alguna vez no deberá ser con una llamada interurbana, así que vence el impulso y se guarda la historia hasta que vuelve a estar con Pilar por la noche.
Mientras le lee la necrológica, se alarma por la tristeza que inunda el rostro de ella, la honda desdicha que emana de sus ojos, la boca fruncida, la abatida inclinación de sus hombros. No lo sabe, pero se pregunta si no estará pensando en sus padres y su brusca y terrible muerte, la mala suerte que se los arrebató cuando aún era tan joven y tanto los necesitaba todavía, y lamenta haber sacado el tema a colación, se siente avergonzado de haberle causado ese dolor. Para levantarle el ánimo, deja el periódico a un lado y se dispone a relatarle otra historia, otra de las muchas que solía contarle su padre, pero ésa es especial, constituyó una tradición durante años, y espera que eso borre la melancolía de sus ojos. Lohrke el Afortunado, empieza. ¿Ha oído hablar de él? No, claro que no, contesta ella con una sonrisa muy tenue al oír ese nombre. ¿Otro jugador de béisbol? Sí, confirma él, pero no muy destacado. Un jugador de cuadro de los Giants y los Phillies que aparecía en diversas posiciones en los últimos años cuarenta y primeros cincuenta, con 240 puntos en su haber como bateador, sin particular interés salvo por el hecho de que ese individuo, Jack Lohrke, alias El Afortunado, es la mítica encarnación de una teoría de la vida que sostiene que no todo es mala suerte en la vida. Fíjate en esto, le dice. Cuando sirvió en el ejército en la Segunda Guerra Mundial, no sólo sobrevivió a la invasión del día D y la batalla de las Ardenas, sino que una tarde, en lo más reñido del combate, iba con otros cuatro soldados, dos a cada lado, cuando estalló una bomba. Los otros cuatro resultaron muertos en el acto, pero Lohrke salió sin un rasguño. En esto, prosigue, que acaba la guerra y El Afortunado va a coger un avión que lo llevará de vuelta a California. En el último momento, aparece un comandante o coronel y, utilizando su rango, le arrebata el asiento y él se queda sin plaza en el vuelo. El avión despega, se estrella y mueren todos los pasajeros.
¿Es una historia verdadera?, pregunta Pilar.
De cabo a rabo. Si no me crees, míralo en la enciclopedia.
Qué cosas más raras sabes, Miles.
Espera. Aún queda otra cosa. Estamos en mil novecientos cuarenta y seis, y El Afortunado ha vuelto a la Costa Oeste, donde juega en las ligas menores. Su equipo está de gira, viajando en autocar. Paran a comer en algún sitio y el director recibe una llamada en la que le informan de que han ascendido a Lohrke a una liga superior. El jugador debe incorporarse enseguida a su nueva formación, de inmediato, de modo que en vez de volver en el autocar con su antiguo equipo, recoge sus pertenencias y se va a casa en autostop. El autocar prosigue su marcha, tienen un largo viaje por delante, horas y horas de carretera, y ya muy de noche se pone a llover. Circulan a mucha altura, por alguna región montañosa, envueltos en sombras y humedad; el conductor pierde el control del volante, el autocar se precipita dando vuelcos por un barranco y nueve jugadores resultan muertos. Horroroso. Pero nuestro hombrecillo se ha librado otra vez. Fíjate en las posibilidades, Pili. La muerte va tres veces a su encuentro y las tres consigue escapar.
Lohrke el Afortunado, musita ella. ¿Vive todavía?
Me parece que sí. Ya debe de tener ochenta y tantos años, pero sí, creo que sigue en este mundo.
Unos días después, Pilar recibe la nota del examen de selectividad. Son buenas noticias, iguales o mejores de lo que esperaba. Con su ininterrumpida serie de sobresalientes en el instituto y esos resultados del examen, él está convencido de que la admitirán en cualquier universidad a la que se dirija, cualquiera del país. Olvidando su juramento de no ir a comer a restaurantes, a la noche siguiente la lleva a uno para celebrarlo y durante la cena hace esfuerzos para no tocarla en público. Está muy orgulloso de ella, le dice, quiere besar cada centímetro de su cuerpo, comérsela entera. Hablan de las diversas posibilidades que se le abren y él insiste en que considere la posibilidad de marcharse de Florida, de intentarlo con alguna de las universidades más antiguas y respetadas del norte del país, pero Pilar se muestra reacia a considerar tal paso, no se imagina tan lejos de sus hermanas. Nunca se sabe, asegura él, las cosas pueden cambiar para entonces y no cuesta nada intentarlo; sólo para ver si te admiten. Sí, contesta ella, pero las solicitudes son caras y no tiene sentido tirar el dinero para nada. No te preocupes por el dinero, replica Miles. Pagará él. Ella no debe preocuparse por nada.
Al final de la semana siguiente, Pilar está hasta arriba de formularios. No sólo de las universidades estatales de Florida, sino de Barnard, Vassar, Duke, Princeton e incluso de Brown. Los rellena, redacta todos los trabajos (que él lee de cabo a rabo pero no modifica ni corrige, pues no es necesario cambio alguno) y luego vuelven a su vida normal tal como la han conocido hasta entonces, antes de que empezara la locura de la universidad. A finales de ese mes, Miles recibe una carta de un antiguo amigo de Nueva York, un miembro de la pandilla de «chicos desquiciados» con quienes andaba en el instituto. Bing Nathan es la única persona del pasado que le sigue escribiendo, el único que ha estado al tanto de todas sus direcciones a lo largo de los años. Al principio, le desconcertaba esa disposición suya a hacer una excepción con Bing, pero al cabo de los seis u ocho meses de su marcha, comprendió que no podía cortar por completo la comunicación, que necesitaba al menos un vínculo con su antigua vida. No es que Bing y él hubieran estado especialmente unidos. Lo cierto es que lo encontraba un poco desagradable, un tanto repelente a veces, pero Bing lo admira: por motivos desconocidos ha alcanzado la condición de personaje excelso a sus ojos y eso significa que puede confiar en él, contar con él para que le mantenga informado de los cambios que se vayan produciendo en Nueva York. Ése es el asunto. Fue Bing quien le dijo que había muerto su abuela, quien le contó que su padre se había roto una pierna, que habían operado a Willa de un ojo. Su padre ya tiene sesenta y dos años, y Willa, sesenta, y no van a vivir para siempre. Bing se mantiene a la escucha. Si algo les pasa a alguno de los dos, lo llamará por teléfono al instante.