No tiene derecho a culpar a Miles por nada de lo que ha hecho, le falló por ser una madre tan inconstante e incompetente, y sabe que en eso ha fracasado de manera más horrorosa que en ningún otro aspecto de su vida, incluyendo todos sus errores y maldades, pero no estaba capacitada para ser madre cuando Miles nació, con veintiséis años pero sin preparar todavía, demasiado angustiada para concentrarse, inquieta por el salto del teatro al cine, indignada con Morris por haberla convencido, y pese a todos sus esfuerzos por cumplir con sus obligaciones durante aquellos seis meses, vio que se aburría con el niño, no resultaba muy agradable atenderlo y ni siquiera el placer de darle el pecho la resarcía, como tampoco el hecho de mirarlo a los ojos y ver cómo le devolvía la sonrisa llegaba a compensar el tedio asfixiante que sentía por todo aquello: el llanto incesante, la mierda húmeda y amarillenta en los pañales, la leche vomitada, los berridos en plena noche, el mal dormir, la tediosa regularidad, y entonces vino El soñador inocente y se largó sin pensarlo dos veces. Considerando ahora su comportamiento en retrospectiva, lo encuentra imperdonable, y aunque quiso al niño más tarde, después del divorcio, cuando empezó a crecer, tampoco estuvo a la altura y volvió a fallarle, ni siquiera se acordó de asistir a la puñetera ceremonia de entrega de títulos en el instituto, por amor de Dios, pero ése fue el momento decisivo, la imperdonable falta de no estar donde debía haber estado, y de entonces en adelante se volvió más escrupulosa, intentó enmendarse de todas las faltas cometidas a lo largo de los años (el maravilloso fin de semana en Providence con Simon, los tres juntos como si fueran una familia, qué feliz se sintió allí, qué orgullosa de su hijo), y entonces, seis meses después, el muchacho desapareció. La madre se larga, el hijo se marcha. De ahí sus lágrimas de ayer por teléfono. Le gritó por Morris, pero el llanto era por ella misma y las lágrimas decían la verdad. Miles ya tiene veintiocho años, es mayor que ella cuando lo trajo al mundo, pero sigue siendo su hijo y quiere recuperarlo, quiere que todo vuelva a empezar.
Compasión por la pobre hipopótama, dice para sus adentros. Demasiado gorda, buena señora, demasiados kilos de más sobre los viejos huesos. ¿Por qué tiene que ser Winnie ahora y no una mujer diferente, algo más estilizada, con más gracia? La esbelta Salomé, por ejemplo. Porque es demasiado vieja para hacer de Salomé, y Tony Gilbert le ha propuesto que haga de Winnie. «Eso es lo que me parece tan maravilloso. (Pausa). Ojos en mis ojos». Se ha cambiado tres veces desde que ha vuelto al ático, pero sigue sin estar satisfecha con el resultado. La hora se acerca rápidamente, sin embargo, y ya es tarde para considerar una cuarta posibilidad. Pantalones de seda azul claro, blusa blanca de seda y una chaqueta de gasa, amplia y diáfana, que le llega hasta las rodillas para ocultar la gordura. Pulseras en cada muñeca, pero sin pendientes. Zapatillas chinas. El pelo corto de Winnie, eso no tiene remedio. ¿Demasiado maquillaje o muy poco? Un poco discordante tanto carmín, quizá; quítate un poco. ¿Perfume o no? Nada de perfume. Y las manos, las reveladoras manos con esos dedos tan gordezuelos, tampoco pueden remediarse. Un collar tal vez sea demasiado, y además, no se vería bajo la gasa. ¿Qué más? Esmalte de uñas. La de Winnie, tampoco puede hacerse nada. Nervios, nervios, el familiar nudo en el estómago antes de que el termes empiece a reptar y la fornique. «Tus ojos en mis ojos». Va al cuarto de baño a echarse una última mirada en el espejo. ¿La Vieja Madre Hubbard o Alicia en el País de la Maternidad? Entre medias, quizá. «Se busca chico espabilado». Va a la cocina y se sirve una copa de vino. Hora de beber un sorbo, hora de un segundo sorbo, y entonces suena el timbre.
Tantas cosas que asimilar a la vez, tantos detalles que la asaltan en el instante en que se abre la puerta, el joven alto y moreno con las cejas de su padre, los ojos azul grisáceos de su madre, tan entero ya, la obra de crecimiento terminada al fin, un rostro más severo que antes, le parece, aunque de facciones más suaves, ojos más generosos, ojos que la miran a los ojos, y el violento abrazo que él le da antes de que cualquiera de los dos pueda decir una palabra; siente la gran fuerza de sus hombros y sus brazos a través de la chaqueta de cuero y otra vez se pone estúpida sin querer, se desmorona y rompe a llorar mientras se aferra a él como si le fuera la vida en ello, y le dice entre sollozos lo mucho que lamenta todos los malentendidos y agravios que lo impulsaron a marcharse, pero él afirma que todo eso no tiene nada que ver con ella, que está enteramente libre de culpa, que el culpable es sólo él y él es quien lo siente.
Ya no bebe. Ésa es la novedad que averigua cuando se enjuga los ojos y lo conduce al salón. No bebe, pero no es maniático con la comida, lo mismo tomará el bistec que la lasaña, lo que ella prefiera. ¿Por qué se siente tan nerviosa en su presencia, tan compungida? Ya se ha disculpado y él también, es hora de abordar cuestiones más importantes, hora de empezar a hablar, pero entonces hace justo lo que ha jurado no hacer, menciona la obra, explica que por eso está ahora tan gorda, es Winnie a quien tiene delante, no a Mary-Lee, una ilusión, un personaje imaginario, y el chico que ya no es ningún chico le sonríe y dice que tiene un aspecto imponente, «imponente», repite ella para sí, qué palabra tan curiosa, qué manera tan anticuada de expresarlo, ya nadie dice «imponente», a menos que se refiera a su volumen, claro está, a su rotundidad recientemente provocada, pero no, parece que le está haciendo un cumplido, y sí, añade él, ha leído algo sobre la obra y está deseando verla. Ella se da cuenta de que no para de juguetear con la pulsera, siente opresión en los pulmones, no puede estarse quieta. Voy por el vino, dice, pero ¿qué vas a beber tú? ¿Agua, zumo, gaseosa? Cuando echa a andar por el amplio espacio abierto del ático, Miles se pone en pie y la sigue, diciendo que ha cambiado de opinión, que tomará un poco de vino después de todo, quiere celebrarlo, ¿y quién sabe si lo dice en serio o es que se muere de ganas por una copa porque sencillamente está tan nervioso como ella?
Chocan las copas y mientras brindan ella se dice que ha de tener cuidado, recordar que no debe mencionar a Bing Nathan, que Miles no debe descubrir cuán de cerca le han seguido el rastro, los diferentes trabajos de los años pasados en todos esos sitios, Chicago, New Hampshire, Arizona, California, Florida, los restaurantes, los hoteles, los almacenes, lanzador del equipo de béisbol, las mujeres que aparecieron y se esfumaron, la chica cubana que acaba de estar con él en Nueva York, todo lo que saben de él debe quedar al margen y tiene que aparentar ignorancia siempre que él revele algo, pero ella está en condiciones de hacerlo, a eso se dedica precisamente, es capaz de lograrlo incluso cuando ha bebido mucho, y por la forma en que Miles se ha bebido el primer trago de Pouilly Fumé parece que esta noche va a consumirse bastante vino.
¿Y qué me dices de tu padre?, le pregunta. ¿Te has puesto en contacto con él?
Lo he llamado dos veces, contesta él. La primera estaba en Inglaterra. Me dijeron que volviera a llamar el día 5, pero cuando intenté hablar con él ayer, me dijeron que había vuelto a Inglaterra. Un asunto urgente.
Qué raro, dice ella. Cené con Morris el sábado por la noche, y no me dijo nada de que volvía a marcharse. Debió de irse el domingo. Muy extraño.
Espero que no le pase nada a Willa.
Willa. ¿Por qué piensas que está en Inglaterra?
Sé que está en Inglaterra. Me entero de cosas, tengo mis fuentes.
Creía que nos habías vuelto la espalda. ¿No has rechistado en todo este tiempo y ahora me dices que sabes lo que hemos estado haciendo?
Más o menos.
Si te seguíamos importando, ¿por qué desapareciste, en primer lugar?
Ésa es la gran pregunta, ¿no? (Pausa. Otro trago de vino). Porque pensé que estaríais mejor sin mí; todos vosotros.
O tú mejor sin nosotros.
Puede ser.
Entonces, ¿por qué volver ahora?
Porque las circunstancias me han traído a Nueva York, y una vez que llegué aquí, comprendí que la partida había terminado. Ya estaba bien.
Pero ¿por qué tanto tiempo? Cuando desapareciste, al principio pensé que sería cuestión de semanas, unos meses. Ya sabes: joven confuso se larga a recorrer mundo, lucha con sus demonios en tierra de nadie, se hace más fuerte, mejor persona, y vuelve. Pero han sido siete años, Miles, la cuarta parte de tu vida. Ya ves la locura que ha sido todo esto, ¿no?
Quería hacerme mejor persona. De eso se trataba. Ser mejor, más fuerte; todo muy loable, supongo, pero también un poco vago. ¿Cómo sabes cuándo te has hecho mejor? No es como ir cuatro años a la universidad y que te den un diploma para demostrar que has aprobado todas las asignaturas. No hay modo de medir los progresos. De manera que persistí en el intento, sin saber si me hacía mejor o no, desconociendo si era más fuerte o no, y al cabo de un tiempo dejé de pensar en el objetivo para centrarme en el experimento. (Pausa. Otro trago de vino). ¿Tiene eso sentido para ti? Me convertí en adicto de la lucha. Perdí la pista de mí mismo. Seguí insistiendo, pero ya no sabía por qué lo hacía.
Tu padre cree que te marchaste por una conversación que escuchaste a escondidas.
¿Llegó a adivinarlo? Qué impresionante. Pero aquella conversación fue sólo el punto de partida, el primer impulso. No voy a negar lo tremendo que fue oírlos hablar así de mí, pero después de marcharme, comprendí que tenían razón, que no les faltaban motivos para estar preocupados por mí, que acertaban en su análisis de mi perturbada psique, y por eso me mantuve alejado: porque no quería seguir siendo esa persona y era consciente de que tardaría mucho tiempo en ponerme bien.
¿Y ya estás bien?
(Risas). Lo dudo. (Pausa). Pero no estoy tan mal como entonces. Han cambiado muchas cosas, sobre todo en los últimos seis meses.
¿Otra copa, Miles?
Sí, por favor. (Pausa). No debería beber. No tengo práctica, ¿sabes? Pero es un vino extraordinariamente bueno y estoy muy, pero que muy nervioso.
(Rellenando las copas). Yo también, cariño.
Tú nunca tuviste nada que ver, espero que lo entiendas. Pero cuando rompí con mi padre y con Willa, también tenía que romper contigo y con Simon.
Todo ha sido por lo de Bobby, ¿verdad?
(Asiente con la cabeza).
Tienes que olvidarte de eso.
No puedo.
Debes hacerlo.
(Niega con la cabeza). Demasiados malos recuerdos.
Tú no lo atropellaste. Fue un accidente.
Estábamos discutiendo. Le di un empujón y cayó en medio de la carretera, y entonces apareció el coche: a mucha velocidad, de repente.
Déjalo, Miles. Fue un accidente.
(Ojos llenándose de lágrimas. Silencio, cuatro segundos. Entonces suena el timbre del portal).
Debe de ser la cena. (Se levanta, se acerca a Miles, le da un beso en la frente y luego se aleja para abrir al repartidor del restaurante. Por encima del hombro, pregunta a Miles). ¿Cuál crees que será? ¿El menú vegetariano o el carnívoro?
(Larga pausa. Una sonrisa forzada). ¡Los dos!
Botellero ha estado en Inglaterra y ha vuelto, y la experiencia que ha vivido allí ha cambiado el color del mundo. Desde que volvió a Nueva York el 25 de enero, ha dejado las latas y botellas para dedicarse a una vida de pura contemplación. Botellero casi se muere en Inglaterra. Contrajo neumonía y pasó dos semanas en un hospital, y la mujer a quien fue a salvar del derrumbe mental y de un suicidio potencial acabó salvándolo a él de una muerte casi segura y al mismo tiempo salvándose a sí misma de venirse mentalmente abajo y posiblemente salvando también su matrimonio. Botellero se alegra de estar con vida. Sabe que tiene los días contados, y por tanto ha dejado la búsqueda de botellas y latas a fin de asimilar los días a medida que van pasando, uno tras otro, cada uno más rápidamente que el anterior. Entre las numerosas observaciones que ha escrito en su cuaderno de notas están las siguientes:
25 de enero. No nos hacemos más fuertes con el paso de los años. La acumulación de penas y sufrimientos va mermando nuestra capacidad de soportar el dolor, y como el padecimiento y la tristeza son inevitables, incluso un pequeño revés en la edad tardía puede repercutir con la misma fuerza que una gran tragedia cuando éramos jóvenes. La gota que hace rebosar el vaso. Meter tu pene de tarado en la vagina de otra mujer, por ejemplo. Willa ya estaba al borde del colapso nervioso antes de que ocurriera esa ignominiosa aventura. Ha pasado mucho en la vida, ha soportado más penas de las que le correspondían, y por muy fuerte que haya tenido que ser, no es ni la mitad de dura de lo que ella cree. Un marido muerto, un hijo muerto, un hijastro desaparecido y un segundo marido infiel; un segundo marido casi muerto. ¿Y si hubieras tomado la iniciativa años antes, la primera vez que la viste en aquel seminario de la facultad de Filosofía de Columbia, la inteligente chica de Barnard a quien permitieron asistir al curso de estudiantes de doctorado, aquella de facciones bonitas y delicadas y manos esbeltas? Hubo una fuerte atracción entonces, hace tanto tiempo, mucho antes de Karl y Mary-Lee, y por jóvenes que fuerais los dos por entonces, veintidós o veintitrés años, ¿qué habría pasado si hubieras insistido un poco más con ella, si tu pequeño coqueteo hubiera conducido al matrimonio? Resultado: ni marido muerto, ni hijo muerto ni hijastro. Otras penas y sufrimientos, desde luego, pero no ésos. Ahora te ha resucitado de entre los muertos, evitando el eclipse definitivo de toda esperanza, y tu cuerpo que aún respira debe considerarse su mayor triunfo. La esperanza perdura, pues, pero no la certidumbre. Ha habido una tregua, la declaración de un deseo de paz, pero no está claro si ha sido fruto de un verdadero consenso. El muchacho sigue siendo un obstáculo. Ella no puede olvidar y perdonar. Ni siquiera después de que su madre y él llamaran desde Nueva York para saber cómo estabas, ni siquiera después de que el chico siguiera llamando todos los días durante dos semanas para enterarse de las últimas noticias sobre tu estado. Ella se quedará en Inglaterra durante las vacaciones de Pascua y tú no volverás más. Ya has perdido demasiado tiempo y haces falta en la oficina, el capitán de un barco a punto de hundirse no debe abandonar a su tripulación. Quizá cambie de opinión a medida que pasen los meses. Puede que acabe cediendo. Pero no puedes renunciar al muchacho por ella. Ni renunciar a ella por el chico. Los quieres a los dos, has de tenerlos a los dos, de una forma u otra, los tendrás, aunque ellos no se tengan el uno al otro.