Submarino (42 page)

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Authors: Lothar-Günther Buchheim

BOOK: Submarino
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El viejo se acomoda; con una pierna sobre la mesa de cartografía, comienza a desabrocharse los botones de su chaqueta. Sus manos desaparecen en los bolsillos de su pantalón de cuero.

Otra vez se oye una detonación. No es cerca de nosotros, pero se alarga en el tiempo más que las otras. En medio del concierto de ruidos se oye la voz del comandante:

—¡Están escupiendo en un lugar equivocado!

Es cierto: el destructor parece no tener ya nuestra posición correcta. Nuevas detonaciones se oyen cada vez más alejadas. Solamente la acústica de cada bomba nos llega, a pesar de que algunas caigan a más de mil metros de nosotros. El enemigo sabe perfectamente cuánto nos puede desmoralizar con una andanada de bombas, aunque ellas caigan lejos de donde nos encontramos.

—¡Escriba, navegante...!

—¡Sí, señor comandante!

—«Veintidós horas cuarenta minutos... voy al ataque...» ¿Estará bien las veintidós y cuarenta, no es cierto? «Voy al ataque... las columnas navegan en formación cerrada...» muy cerrada, sí... cuántas columnas eran no necesitamos decir...

«Destructores, adelante y hacia el lado de la luna, fácilmente reconocibles...» ¿Cómo? ¿Fácilmente reconocibles? ¿Destructores adelante y hacia el lado de la luna fácilmente reconocibles? ¿Hacia adelante también? ¿O sea que había más dé uno? Se me seca la garganta. De eso no había dicho nada el viejo. Al contrario: todo el tiempo hizo como si no hubiese nada que temer de nuestro lado.

—«...fácilmente reconocibles...» ¿Lo tiene? «Nos dirigimos hacia estribor de la segunda columna...»; sí... ¿lo tiene?

—Sí, señor... «co...lum...na».

—«La noche está muy clara, debido a la luna...» —¡Vaya novedad! —agrega el segundo oficial, pero tan bajo que el comandante no puede oírlo.

—«...la luna... aunque muy oscura para un ataque de profundidad...» Debo dejar mi lugar, ya que mucha gente quiere volver a sus respectivos puestos desde la proa, donde aún se encontraban; para no pisar fuerte se balancean al caminar.

El viejo ordena mayor profundidad; durante cinco minutos la mantenemos y también el curso. Al informar el escucha la nueva proximidad del enemigo nos hace descender aún más. Se apoya en la idea de que la gente del destructor no se haya dado cuenta de su maniobra, descendiendo en dos etapas, sino que coloque las próximas bombas a la profundidad que mantuvimos durante tanto tiempo, esperando que los escuchas del barco la captaran.

Nuevo informe de nuestro escucha; no hay duda: el destructor nos pisa los talones.

A pesar del nerviosismo de la voz del escucha, el viejo no ordena nuevos virajes a los timoneles. Lo entiendo: estira el cambio de curso hasta el último momento, a fin de que el destructor no pueda reaccionar ante ello. ¡Somos la liebre, y ellos el perro de caza! Sólo cuando el perro quiere cerrar sus dientes sobre la liebre salta ésta hacia un lado... y el perro pierde terreno: su velocidad no le permite una curva tan cerrada.

Aunque, bien mirado, eso no puede aplicarse a nosotros con total libertad: nuestro ángulo de giro es demasiado grande, nuestra velocidad demasiado pequeña. Incluso es el destructor quien más rápido puede girar de los dos. Pero no cuando navega a toda velocidad; entonces no consigue cerrar la curva; ese montón de lata simplemente no tiene la profundidad necesaria.

—¡Dispararon bastante bien! ¡Muy bien! ¡Lástima que demasiado alto! — comenta el viejo, y ordena—: ¡Todo a estribor! ¡Máquina de babor a toda velocidad hacia adelante!

Hace rato que toda la maquinaria accesoria ha dejado de funcionar. Apenas si me atrevo a respirar. Todo a mi alrededor está inmerso en un absoluto silencio.

Nos tendrían que haber alcanzado ya en su primer embate. Pero el viejo es demasiado vivo: giró hacia estribor, dio la alarma, nos sumergimos y ahora vamos todo a babor. Como un arquero que amaga arrojarse hacia el ángulo izquierdo y se tira luego al derecho.

El viejo se dirige a mí, moviendo la cabeza:

—Aún no nos libramos de éste. Es un tipo duro. No un principiante.

—Ajá —le digo.

—Seguro que ahora están un poco amargados —agrega.

Ordena sumergirnos otro poco más: ciento cincuenta metros. Según lo que dice el escucha, el destructor nos está siguiendo paso a paso. A cada momento puede aumentar su velocidad y atacarnos. ¡Deberíamos tener un submarino más rápido!

El viejo ordena aumentar nuestra marcha. Pero de esa manera corre un gran riesgo, porque a mayor velocidad, mayor es el bochinche que hacen las máquinas. En este momento, los Tommies deben de estar escuchando nuestros motores simplemente con el oído. El comandante parece querer salir a toda costa del radio de acción del destructor.

A media voz, el escucha informa:

—¡Los ruidos del destructor se hacen más audibles!

El comandante ordena bajar nuevamente la velocidad; él mismo habla en un susurro. El intento de escapar fracasó. ¡El enemigo sigue buscándonos! ¡No nos sueltan! Prefieren dejar a sus propios barcos indefensos. Es que un submarino con posición claramente delimitada no se encuentra todos los días...

Un tremendo martillazo da contra el submarino. Casi al mismo tiempo, el viejo grita órdenes para evacuar el agua que se haya filtrado y para volver a aumentar la velocidad. En cuanto se hubo aquietado el tronar de afuera, el viejo ordena parar la bomba de agua. Las máquinas eléctricas retoman otra vez su velocidad mínima.

—Trece... catorce... —cuenta el oficial navegante, mientras hace dos rayas más de tiza en su pizarra. O sea que esta vez cayeron dos bombas. Saco el cálculo: antes cuatro, luego seis. ¿Está bien? Vuelvo a sumar.

Otra vez tres, no, cuatro golpes... tan fuertes que el piso cimbra debajo de nosotros. Siento las detonaciones hasta en el diafragma. Con cuidado vuelvo la cabeza: el oficial navegante hace cuatro rayas.

El viejo no se ha movido un milímetro de su lugar. Así como está puede ver el manómetro de profundidad y al mismo tiempo mantener una de sus orejas contra el auricular.

—¡Voy a creer que nos odian!

Lo dijo el alférez. Increíble, el alférez habló. Ahora mira hacia el suelo. La frase tiene que habérsele escapado. Todos la oyeron. El oficial navegante sonríe, el viejo lo observa. Por un instante hay un dejo de diversión en el rostro del comandante.

¡El pedregullo! Primero sonó como si arrojaran arena contra nuestra pared de babor, pero ahora se trata sin más ni más de pedregullo... Tres o cuatro veces; una detrás de otra. El Asdic nos encontró. Tengo la sensación de estar sobre un escenario, en el cual convergen todas las luces y todas las miradas.

—¡Cerdos! —murmura el marinero de la central. También yo siento odio por unos segundos. ¿Quién es en realidad nuestro contrario? ¿El ruido de las hélices, el pedregullo contra nuestra pared de babor? Todo lo que alcancé a ver de nuestro enemigo es esa sombra gis, apenas más clara que las sombras de los vapores, de angosta silueta... Ya no tiene sentido pensar así, por lo menos no para nosotros. Para nosotros, ver no tiene importancia alguna; ¡sólo escuchar! ¿Por qué no hay más informes de nuestro escucha en jefe? El comandante parpadea, impaciente. Nada.

¿Nada todavía?

El escucha eleva las cejas. Es una señal: pronto volverán a doler nuestros oídos.

Tienen oídos y no oyen. Un salmo de David.

Yo soy todo oreja. Una oreja única, gigante, todos mis nervios apuntan hacia allí. Están envueltos, cual fina cabellera de un hada, alrededor del yunque, del martillo y del estribo...

¿Qué apariencia tendrá todo arriba?

Seguramente hay una iluminación descomunal. Todos los reflectores encendidos, el cielo tapizado de granadas de señalización cayendo con paracaídas, para que el enemigo no se les vaya a escapar. Todos los cañones apuntando hacia la profundidad, para poder disparar inmediatamente, si consiguen hacer impacto en nosotros y reflotarnos.

El escucha informa:

—¡Ruidos del destructor a veinte grados! ¡Aumentan rápidamente! —y agrega en seguida—: ¡Viene hacia aquí!

Dos golpes contra el submarino. El agua afuera se mueve salvajemente. Otros dos golpes se mezclan con los primeros.

Mantengo la boca abierta, como lo hacen los cañoneros, para que los tímpanos no me estallen. Para algo me instruyeron como artillero de marina... La diferencia estriba en que ahora no estoy detrás del arma, sino en medio de los proyectiles.

No hay salida. Aquí no nos podemos arrojar al suelo. Ni enterrarnos. Todas mis fuerzas están dirigidas a dominar el tremendo miedo que me embarga. Ansiedad de irme de aquí.

Bien mirado, he encontrado un buen lugar para mantenerme asegurado. El marco de la compuerta es lo mejor en una situación como ésta. Tampoco podría cambiarlo, ahora.

Me suelto un poco del caño del que me sostengo. Parece que hay un pequeño recreo. Podemos desacalambrarnos, jugar con la mandíbula, soltar el esqueleto, dejar circular la sangre. Ahora me doy cuenta de lo tenso que estaba.

Todo en nosotros se moviliza según nuestro enemigo: hasta nuestra posición corporal está determinada por los Tommies.. Con las cabezas recogidas esperamos la próxima detonación, y apenas si nos estiramos un poco cuando afuera el agua está revuelta. Incluso el viejo cuida que su risa irónica llene el ambiente sólo cuando el agua se conmueve, luego de una detonación.

El escucha abre a medias la boca. Mi respiración se interrumpe de inmediato.

¿Qué pasa? Si yo supiera dónde cayó la última andanada, o cuánto hemos avanzado desde que nos sumergimos... Creo que desde que comenzó la cacería nos hemos movido continuamente en círculo, una vez hacia la derecha, otra hacia la izquierda, una hacia abajo y otra hacia arriba, en forma de moño... Así es: no hemos ganado terreno. El enemigo sorprendió todos y cada uno de nuestros intentos por salir de esto.

El escucha cierra la boca y vuelve a abrirla. Parece un pez, abriendo y cerrando la boca detrás del vidrio de la pileta, en la pescadería.

Nos informa otro avance del destructor.

—¡Asdic! —dice en seguida con voz ronca. La verdad es que Herrmann podría haberse ahorrado esa afirmación. Todos en la central nos hemos dado cuenta de qué significa ese «pink—pink». Y los del habitáculo de proa y los de la sala de máquinas, a popa, también.

El enemigo nos tiene fuertemente aprisionados entre sus tentáculos, gracias a los rayos del Asdic. Ellos se afanan en este momento detrás de pequeñas ruedas de acero, moviéndolas para encontrar el espacio tridimensional con los impulsos «... zirp... zirp... pink... pink...» Recuerdo que el Asdic solamente puede ser usado si el destructor marcha a una velocidad de menos de trece millas marinas. Si navega más rápido, no le es posible situarnos. El Asdic es interferido entonces por los propios ruidos y por el movimiento de las hélices. Es una ventaja para nosotros, porque de esa forma podemos cambiar de posición en el último segundo. Pero es relativo: el comandante de arriba también puede suponer que no somos tontos y qué es lo que vamos a hacer cuando lo oigamos acercarse. Sólo no puede saber hacia dónde nos movemos. Y ahí comienza a jugar con su fantasía.

También es una suerte para nosotros que el contrario no pueda dilucidar a qué profundidad estamos, a pesar de su genial aparatito. La naturaleza es la que nos ayuda: el agua no es igual al agua, sino que entre la superficie y nosotros se forman capas, cuyas características físicas y concentración de sal no son las mismas. Los impulsos del Asdic se quiebran, entonces. Así como es inexacto el informe del Asdic cuando pasamos de una capa de agua más caliente a otra más fría. También una capa con mucho plancton influye en el resultado. Y los de arriba no pueden corregir su idea acerca de nuestra posición, dado que no saben a qué profundidad se encuentran esas irritantes capas.

Herrmann trabaja afanosamente sobre su dial.

—¡Informe! —sisea el viejo en dirección al habitáculo del escucha.

—¡Los ruidos se oyen a trescientos cincuenta grados!

No llegan a pasar más de cinco minutos... ya todos oyen las hélices, solamente con sus oídos.

—«Richipichipichipichi...» —ésa no es una máxima velocidad. El destructor navega a lo máximo que puede, sin dejar de espirar con el aparato. Los impulsos del Asdic se oyen con toda claridad.

Aceleran. Cuatro, cinco detonaciones. Muy cerca. Detrás de mis párpados cerrados se proyectan figuras de fuego en todas sus variantes.

—¡Maniobra! —susurra el viejo.

Yo no lo llamaría así.

El puño de un gigante golpea contra el submarino y lo hace tambalear. De rodillas, noto cómo subimos. El indicador del manómetro se apresura a descender en la escala. Se apaga la luz. Suenan vidrios rotos. Hasta los latidos de los corazones se empequeñecen; por fin aparece la luz de emergencia.

Veo al viejo morderse el labio inferior. Se tiene que decidir: bajar otra vez a profundidad de detonación o subir a cien metros.

El viejo comienza por ordenar un ángulo y en seguida volver a descender. Resbalamos nuevamente hacia abajo. Uno... dos... tres... ¿Dónde? ¿Arriba? ¿Abajo? ¿A la derecha? ¿A la izquierda? La última onda llegó como desde babor. Pero, ¿desde arriba o desde abajo del submarino?

La cosa sigue: el escucha informa.

El golpe me da justo en la tercera vértebra dorsal. Y ¡sac, sac!, otros dos golpes en la nuca y sobre la cabeza.

Al lado de los timones se desprende calor. ¿Puede declararse fuego, además?

¿No habrá cortocircuitos? ¿No se estarán quemando las instalaciones?

¡Hay que tranquilizarse! ¡Nada le puede pasar al submarino! ¡Yo estoy aquí! ¡Y yo soy inmortal!

Ya no hay duda: el tablero de mando está ardiendo. ¡Tranquilidad!

El marinero de la central se ocupa del fuego. Casi desaparece en medio del humo y del fuego. Noto que el submarino se inclina hacia la proa. Oigo:

—¡Bomba de agua rota!

¡Este no puede ser el fin! ¿Por qué no hace el ingeniero que nos inclinemos hacia popa?

El viejo ordena máxima velocidad, a pesar de que el destructor seguramente se halla muy cerca. ¡Claro! Tenemos demasiada agua dentro del submarino. Estáticamente ya no nos es posible mantener la embarcación como queremos. Necesitamos de la fuerza de las hélices y de la presión que ejercen sobre los timones de profundidad para poder inclinar el submarino hacia popa. Si fuera de otro modo, el viejo no mandaría aumentar la velocidad así. Pero con nuestra marcha actual nos hemos colocado una campanilla al cuello. ¡Maldita dualidad: o aceleramos o nos hundimos!

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