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Authors: Dean Devlin & Roland Emmerich

Tags: #Ciencia ficción

Stargate (45 page)

BOOK: Stargate
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Ra sonrió y se acercó a la máquina. Pasó la mano por encima, fascinado al ver la ansiedad en el rostro de Daniel. La tapa del ataúd se abrió y dejó ver a Sha’uri, que dormía plácidamente. La costra de la frente, resto de la herida que le habían hecho los soldados de Ra durante la invasión de Nagada, estaba casi curada.


Hana’i hana’e
—musitó Ra. Era una expresión que Daniel no conocía y que venía a significar «qué romántico». Metió la mano en el sarcófago y con sus dedos dorados recorrió los delicados rasgos de la chica—. Muy, muy astuto —dijo. Parecía verdaderamente impresionado—. Ahora podréis morir juntos.

El instinto de O’Neil tomó la iniciativa. Antes de que su contrincante pudiera reaccionar, el coronel le había encajado el largo fusil en el cuello del casco, haciéndolo retroceder. Golpeó al hombrón contra la pared del estrecho corredor y luego lo zarandeó con el fusil. Pero Anubis era demasiado fuerte. El arma se negaba a moverse y un segundo después el guante de hierro del chacal se estrelló en la mejilla de O’Neil con fuerza suficiente para derribarlo.

Pero antes de tocar el suelo, el coronel se apartó para esquivar el disparo del fusil que sabía le iba a llegar, rodando bruscamente y cambiando de dirección. El lugar donde había caído saltó por los aires. La estrechez del corredor le permitió apoyar las manos en la pared a modo de palanca y descargar una patada en la cabeza de Anubis. El golpe propulsó al monstruoso combatiente al interior de la Puerta, pero no llegó a abatirlo. Anubis recuperó el equilibrio y apuntó, dispuesto a disparar otra vez contra O’Neil.

Cuando el coronel se dio cuenta de la situación, giró rápidamente por la esquina y entró en la Gran Galería. El disparo se estrelló en las losas del arco de la entrada y se perdió en las sombras. Entonces O’Neil hizo la única cosa sensata que podía hacer: huir.

La Gran Galería que tenía detrás estaba más negra que la tinta y esperaba que esta circunstancia le permitiera echarse encima de Anubis. Corrió lo más deprisa que pudo al interior de aquel vacío antes de empezar a perder el equilibrio. Se dio la vuelta y vio que el gran guerrero entraba tranquilamente en la sala de la Puerta de las Estrellas.

Anubis no tardó en ir en busca de O’Neil, aunque no con la premura que el coronel deseaba. Agazapado en el interior de aquel lago oscuro, vio la gran cabeza de chacal asomando en la penumbra. Después de avanzar unos pasos, el cazador se llevó la mano al collarín del casco, hizo algún ajuste y penetró en la sala. Antes de perderlo de vista, O’Neil vio que el casco se replegaba.

El roce, apenas audible, de metal contra metal le llegó un poco más cerca y cesó. El coronel intentaba controlar la respiración, aguzando el oído como nunca lo había hecho. De repente, un roce continuo invadió el lugar. Cuando O’Neil llegó a darse cuenta de lo que estaba pasando, ya era demasiado tarde. El cañón del fusil pulsátil se aproximó rozando el suelo como un bastón de invidente y tocó la pierna del coronel.

O’Neil retrocedió unos pasos escuchando, esperando. Sin previo aviso, el extremo romo del fusil le dio en la boca, partiéndole el labio. Siguió retrocediendo, moviendo frenéticamente las manos en círculo para detener el siguiente golpe invisible. Un silbido le hizo echar atrás la cabeza. El arma pasó por delante de su cara como un hacha a toda velocidad y mientras Anubis segaba el aire con el arma, O’Neil se adelantó y le asestó un codazo en la nariz.

Oyó que el arma caía al suelo y se abalanzó sobre el punto de donde había partido el ruido. Tentando por todas partes, echó una mano al arma justo en el instante en que Anubis se disponía a recogerla. O’Neil intentó apartarla de un manotazo, pero el guerrero tenía demasiada fuerza.

Sabiendo que el primero que se hiciera con el fusil mataría al otro, empezaron a darse patadas y puñetazos como en un combate de gladiadores. O’Neil puso en práctica todos los trucos que conocía, pero seguían empatados. Finalmente llegó a la conclusión de que el juego era demasiado peligroso y lento, así que esperó el momento apropiado para soltar repentinamente el arma y salir corriendo hacia la luz de la sala de la Puerta. Al huir, oyó la culada que se pegaba Anubis.

05:20, 05:19, 05:18, 05:17

Uno de los planeadores salió zumbando por un lateral de la pirámide, a unos quinientos metros, e inició un ataque en picado. Kawalsky hizo que todos se concentraran en él y empezó lentamente la cuenta atrás, comenzando por el 5.

Nadie se fijó en que llegaba otro volando a ras de las dunas. A la orden de «ya», todos empezaron a disparar. Pero aunque las órdenes de Kawalsky eran claras como el agua, algunos muchachos se alejaron del refugio. De pronto, el primer avión se alejó y los dejó a tiro para el rápido ataque del segundo.

La lluvia de blancos destellos mató en el acto a cinco muchachos. Otro murió por accidente, cuando uno de los chicos se giraba mientras disparaba al azar, abatiendo al muchacho que tenía delante. Al ver lo que había hecho, cayó de rodillas mientras las descargas seguían sembrando el pánico a su alrededor. Feretti tuvo que salir a rastras para cogerlo y llevarlo adentro. Sólo faltaba eso: un chiquillo llorando histéricamente.

Minutos después, las aeronaves intentaron el mismo truco, sólo que esta vez no había un señuelo, sino dos. El segundo avión sobrevolaría las dunas como el anterior, aceleraría al estar encima de las carretas y viraría a la derecha para evitar la pirámide.

La situación debajo de las carretas era tan caótica que Kawalsky no consiguió comunicarse con sus soldados, que volvieron a caer en la misma trampa.

Sin embargo, Feretti entendió lo que estaba pasando. Esperó a que el primer avión virara para ponerse a salvo y salió de repente de debajo de la carreta apuntando ya con el lanzagranadas. El segundo piloto, concentrado en el brusco giro que tenía que dar, no efectuó ni un solo disparo y aceleró por encima de las carretas en el preciso instante en que Feretti lanzaba el último proyectil que quedaba y que penetró por la cola del avión, destrozando su fuselaje como si fuera de plástico.

—¡Abajo, vamos! ¡Todos abajo! —gritó Kawalsky, poniéndolos a salvo antes de que la tercera nave cayera en picado sobre ellos.

El planeador tocado continuó avanzando hacia la pirámide, pero en el último segundo inició un ascenso vertical, evitando por muy poco la impresionante mole de piedra. Sin embargo, chocó con el saliente de la nave espacial estacionada en la cúspide, desintegrándose con un espantoso rugido de fuego y luces azules.

Cuando la llameante chatarra cayó por el lateral de la pirámide, los chicos volvieron a salir gritando como locos a la bola de fuego y disparando hasta quedarse sin munición.

O’Neil corrió como el rayo en busca del contenido de la mesa volcada y entre la maraña de pertrechos confiscados se puso a buscar por todas partes la tarjeta de acceso. Miró la bomba:
04:39, 04:38
.

Desde la puerta le llegó el inconfundible chasquido metálico que produce un arma cuando se monta. Estaba sin protección, no tenía donde esconderse; ni siquiera tenía tiempo para girarse y mirar. En cuanto oyó el disparo, O’Neil levantó la bandeja de plata y se la puso de escudo. La superficie reflectante desvió el proyectil y lo lanzó en la dirección por la que había llegado. O’Neil se quedó de pie y lanzó la bandeja hacia la puerta como si fuera una cuchilla voladora. Anubis se refugió detrás de la puerta, pero cuando salió para efectuar un segundo disparo se encontró con las dos botas del coronel que le propinaron un soberbio golpe en el pecho.

El chacal cayó de vientre. Intentó ponerse de pie, pero dos rodillas aterrizaron de golpe en sus omóplatos obligándole a permanecer en posición horizontal. Notó que le retorcían violentamente el pico del casco. O’Neil quería partirle el cuello sin darse cuenta de que lo impedía la base del casco, que era de cuarzo.

El coronel vio el largo fusil tirado allí cerca y tomó una decisión inmediata. Sin abandonar la espalda de Anubis, estiró la pierna y lanzó el arma a las oscuras profundidades de la Gran Galería. Desactivaría la bomba y después le ajustaría cuentas a aquel cretino. Y desapareció con la misma velocidad con que había atacado. Anubis se levantó con el cuello dolorido y se giró para enfrentarse a O’Neil, pero éste había desaparecido ya en la sala de la Puerta. Sin embargo, antes de ir tras él, el chacal ajustó el escarabajo que llevaba en el dorso de la muñequera. Cuatro garras afiladas salieron de ella, siguiendo la curva natural de la mano. Al igual que el casco, los cuchillos estaban fabricados con polvo de cuarzo que se adaptaba formando una tenue membrana. Anubis giró la muñequera para centrar las garras y avanzó hacia la Puerta, donde O’Neil estaba a cuatro patas.

Los dos levantaron la vista cuando oyeron la explosión.

Ra intentaba convencer a Daniel de que se acercara al sarcófago, prometiendo no hacer daño a Sha’uri si se aproximaba un poco más. El juego se vio interrumpido por la estridente explosión del planeador al chocar con un lateral de la nave nodriza.

Todos los que estaban en el interior se sobresaltaron, pero ninguno más que Ra. Se agachó tras el sarcófago chillando y temblando de miedo, y estuvo unos instantes con la cabeza entre las manos. Cuando por fin dejó de gritar, miró a Daniel extrañado. Su expresión parecía suplicar que le comprendiera, como si aquel terrible ataque a su fortaleza debiera ser motivo natural de preocupación para todos.

Cuando se apartó del ataúd, Daniel saltó al otro lado de la sala, pero Ra ya no estaba interesado por él. No era ninguna amenaza, por lo que podía ocuparse de él más tarde.

Daniel vio al extraño ser de oro subir corriendo las escaleras y perderse por la puerta situada detrás del trono. Aprovechando el momento, se acercó al sarcófago en el que Sha’uri empezaba a moverse. El cofre la había recuperado en buena medida, pero no había completado su obra. Daniel la tomó en sus brazos y corrió a zancadas hacia el salón del trono.

Desde su ventana, Ra observaba tanto el accidente de la nave como las diminutas figuras exultantes que había entre los obeliscos, y mientras las veía celebrar su victoria, comprendió que estaba obligado a pasar mucho más tiempo del que deseaba en aquel desolado e insignificante rincón de su imperio. Habría que exterminar a toda la población y trasladar a otra. Miró el ondulante desierto y recordó por qué odiaba tanto aquella colonia, la primera. Le recordaba demasiado su lugar de origen.

Cuando se aseguró de que los pilotos tenían la situación controlada, dio media vuelta y fue a buscar a Daniel para matarlo.

Kawalsky y compañía se habían quedado sin munición y los pilotos lo sabían. Acechaban desde el cielo, invitando descaradamente a abrir fuego antiaéreo, pero la única resistencia que encontraron fueron los gritos enfurecidos de los muchachos.

Dispuestos en formación, los
udajit
se alejaron sobrevolando el desierto vacío, pero cuando ya parecía que se marchaban, aterrizaron suavemente en la entrada del inmenso anfiteatro de arena que rodeaba a la pirámide. Un instante después se abrieron las dos compuertas y descendieron los dos Horus, fusil en mano, marchando decididamente hacia los obeliscos.

O’Neil escuchó los pasos y supo que Anubis le había seguido hasta la sala, pero siguió trabajando. Haciendo una increíble manifestación de temple, o tal vez de imprudencia suicida, acababa de introducir la orden de cancelación cuando levantó la vista y vio la garra mortal de Anubis a punto de caer sobre él.

El corte que dejó fue profundo, pero no en el coronel, sino en la edición de 1931 del Aegypticus de Sir A.E. Wallis Budge, propiedad de Daniel.

Anubis miró el libro hecho trizas y también vio sus garras enterradas en sus aburridos e insoportables capítulos. Pero O’Neil no le dio tiempo a que se aburriera leyéndolos. Con una violenta contorsión, obligó al chacal a girarse y le bloqueó el brazo por detrás. Cuando estaba a punto de romperle los huesos, se inclinó y le susurró al oído:

—Perro malo.

Se escuchó un chasquido hueco y húmedo cuando el hueso se salió de la articulación. Aullando de dolor, Anubis sintió la patada de O’Neil en la espalda, girando bruscamente para tragarse un puño lleno de gruesos nudillos. Como un feroz boxeador de peso pesado, el coronel hizo retroceder a Anubis con una rápida descarga de puñetazos, sacudiéndole la cabeza y llevándolo a golpes hasta la sala del medallón.

Tambaleándose, Anubis intentó zafarse, pero el coronel lo dobló y le largó un rodillazo en la ya aturdida cabeza, y con una patada por la espalda lo lanzó violentamente al suelo.

Después se abalanzó sobre él y lo inmovilizó, manteniendo la mitad del cuerpo del chacal dentro y la otra mitad fuera del medallón.

Daniel llevaba a Sha’uri a hombros mientras se encaminaba al medallón de palacio. La depositó suavemente sobre el círculo y empezó a buscar frenéticamente alguna forma de activarlo. Pasó los dedos por la siniestra estatua de Khnum en busca de algún panel oculto, un botón, cualquier cosa, pero nada.

Contrariado, se volvió para mirar a los niños que le habían seguido por curiosidad, para ver lo que iba a hacer el raro visitante.

—Ayudadnos —les dijo, con el terror reflejado en los ojos. Los niños se limitaron a mirarlo como a una atracción de circo y se apartaron—. No tengáis miedo —añadió, bajando de la plataforma y acercándose con expresión amable—.
Semmoun
—continuó, señalándose a sí mismo—.
Semmoun
, amigo.

BOOK: Stargate
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