Y volvió a entrar en la casa rápidamente. Sandford seguía sentado donde le habían dejado, con la mirada perdida en el vacío.
—He vuelto —le anunció sir Henry— para decirle que yo, personalmente, haré cuanto pueda por ayudarle. No me está permitido revelar el motivo de mi interés por usted, pero debo pedirle que me refiera lo más brevemente posible todo lo que pasó entre usted y esa chica, Rose.
—Era muy bonita —contestó Sandford—, muy bonita y muy provocativa. Y... y me asediaba continuamente. Le juro que es cierto. No me dejaba ni un minuto. Y aquí yo me encontraba muy solo, no le caía simpático a nadie y, como le digo, ella era terriblemente bonita y parecía saber lo que se hacía y... —su voz se apagó—. Y luego ocurrió esto. Quería que me casara con ella y yo ya estoy comprometido con una chica de Londres. Si llegara a enterarse de esto... y se enterará, por supuesto, todo habrá terminado. No lo comprenderá. ¿Cómo podría comprenderlo? Soy un depravado, desde luego. Como le digo, no sabía qué hacer y evitaba en la medida de lo posible a Rose. Pensé que, si regresaba a la capital y veía a mi abogado, podría arreglarlo pasándole algún dinero. ¡Cielos, qué idiota! Y todo está tan claro, todo me acusa, pero se han equivocado. Ella tuvo que suicidarse.
—¿Le amenazó alguna vez con quitarse la vida?
Sandford negó con la cabeza.
—Nunca, y tampoco hubiera dicho que fuese capaz de hacerlo.
—¿Qué sabe de un hombre llamado Joe Ellis?
—¿El carpintero? El típico hombre de pueblo. Muy callado, pero estaba loco por Rose.
—¿Es posible que estuviera celoso? —insinuó sir Henry.
—Supongo que estaba un poco celoso, pero pertenece al tipo bovino, es de los que sufren en silencio.
—Bueno —dijo sir Henry—, debo marcharme.
Y se reunió con los otros.
—¿Sabe, Melchett? Creo que deberíamos ir a ver a ese otro individuo, Ellis, antes de tomar ninguna determinación. Sería una lástima que, después de realizar la detención, resultase ser un error. Al fin y al cabo, los celos siempre fueron un buen móvil para cometer un crimen. Y además bastante corriente.
—Es cierto —replicó el inspector—, pero Joe Ellis no es de esa clase. Es incapaz de hacer daño a una mosca. Nadie le ha visto nunca fuera de sí. No obstante, estoy de acuerdo con usted en que será mejor preguntarle dónde estuvo ayer noche. Ahora debe de estar en su casa. Se hospeda en casa de Mrs. Bartlett, una persona muy decente, que era viuda y se ganaba la vida lavando ropa.
La casa adonde se dirigieron era inmaculadamente pulcra. Les abrió la puerta una mujer robusta de mediana edad, rostro afable y ojos azules.
—Buenos días, Mrs. Bartlett —dijo el inspector—. ¿Está Joe Ellis?
—Ha regresado hará unos diez minutos —respondió Mrs. Bartlett—. Pasen, por favor.
Y secándose las manos en el delantal, les condujo hasta una salita llena de pájaros disecados, perros de porcelana, un sofá y varios muebles inútiles.
Se apresuró a disponer asiento para todos y, apartando una rinconera para que hubiera más espacio, salió de la habitación gritando:
—Joe, hay tres caballeros que quieren verte.
Y una voz le contestó desde la cocina:
—Iré en cuanto termine de lavarme.
Mrs. Bartlett sonrió.
—Vamos, Mrs. Bartlett —dijo el coronel Melchett—. Siéntese.
A Mrs. Bartlett le sorprendió la idea.
—Oh, no señor. Ni pensarlo.
—¿Es buen huésped Joe Ellis? —le preguntó Melchett en tono intrascendente.
—No podría ser mejor, señor. Es un joven muy formal. Nunca bebe ni una gota de vino y se toma muy en serio su trabajo. Siempre se muestra amable y me ayuda cuando hay cosas que reparar en la casa. Fue él quien me puso esos estantes y me ha hecho un nuevo aparador para la cocina. Siempre arregla esas cosillas que hace falta arreglar en las casas. Joe lo hace como cosa natural y ni siquiera quiere que le dé las gracias. ¡Ah! No hay muchos jóvenes como Joe, señor.
—Alguna muchacha será muy afortunada algún día —dijo Melchett—. Estaba bastante enamorado de esa pobre chica, Rose Emmott, ¿no es cierto?
Mrs. Bartlett suspiró.
—Me ponía de mal humor. Él besaba la tierra que pisaba y a ella sin importarle un comino los sentimientos de Joe.
—¿Dónde pasa las tardes, Mrs. Bartlett?
—Generalmente aquí, señor. Algunas veces trabaja en alguna pieza difícil y, además, está estudiando contabilidad por correspondencia.
—¡Ah!, ¿de veras? ¿Estuvo aquí ayer noche?
—Sí, señor.
—¿Está segura, Mrs. Bartlett? —preguntó sir Henry secamente.
Se volvió hacia él para contestar:
—Completamente segura, señor.
—¿Por casualidad no saldría entre las ocho y las ocho y media?
—Oh, no —Mrs. Bartlett se echó a reír—. Estuvo en la cocina casi toda la noche, montando el aparador y yo le ayudé.
Sir Henry miró su rostro sonriente y por primera vez sintió la sombra de una duda.
Un momento después entraba en la habitación el propio Ellis. Era un joven alto, de anchas espaldas y muy atractivo, de estilo rústico. Sus ojos azules eran tímidos y su sonrisa amable. Un gigante joven y agradable.
Melchett inició la conversación, y Mrs. Bartlett se marchó a la cocina.
—Estamos investigando la muerte de Rose Emmott. Usted la conocía, Ellis.
—Sí —vaciló y luego dijo en voz baja—: Esperaba casarme con ella, pobrecilla.
—¿Conocía su estado?
—Sí. —Un relámpago de ira brilló en sus ojos—. Él la dejó tirada, pero fue lo mejor. No hubiera sido feliz casándose con él y confiaba en que cuando eso ocurriera acudiría a mí. Yo hubiera cuidado de ella.
—A pesar de...
—No fue culpa suya. Él la hizo caer con mil promesas. ¡Oh! Ella me lo contó. No tenía que haberse suicidado. Ese tipo no lo valía.
—Ellis, ¿dónde estaba usted ayer noche, alrededor de las ocho y media?
Tal vez fuese producto de la imaginación de sir Henry, pero le pareció detectar una cierta turbación en su rápida, casi demasiado rápida, respuesta.
—Estuve aquí, montando el aparador de Mrs. Bartlett. Pregúnteselo a ella.
“Ha contestado con demasiado presteza —pensó sir Henry—. Y él es un hombre lento. Eso demuestra que tenía preparada de antemano la respuesta.”
Pero se dijo a sí mismo que estaba dejándose llevar por su imaginación. Sí, demasiadas cosas imaginaba, hasta le había parecido ver un destello de aprensión en aquellos ojos azules.
Tras unas cuantas preguntas más, se marcharon. Sir Henry buscó un pretexto para entrar en la cocina, donde encontró a Mrs. Bartlett ocupada en encender el fuego. Al verle le sonrió con simpatía. En la pared había un nuevo armario, todavía sin terminar, y algunas herramientas y pedazos de madera.
—¿En eso estuvo trabajando Ellis anoche? —preguntó sir Henry.
—Sí, señor. Está muy bien, ¿no le parece? Joe es muy buen carpintero.
Ni el menor recelo en su mirada. Pero Ellis... ¿Lo habría imaginado? No, había algo.
“Debo pescarlo”, pensó sir Henry.
Y al volverse para marcharse, tropezó con un cochecito de niño.
—Espero que no habré despertado al niño —dijo.
Mrs. Bartlett lanzó una carcajada.
—Oh, no, señor. Yo no tengo niños, es una pena. En ese cochecito llevo la ropa que he lavado cuando voy a entregarla.
—¡Oh! Ya comprendo...
Hizo una pausa y luego dijo, dejándose llevar por un impulso.
—Mrs. Bartlett, usted conocía a Rose Emmott. Dígame lo que pensaba realmente de ella.
—Pues, creo que era una caprichosa, pero está muerta y no me gusta hablar mal de los muertos.
—Pero yo tengo una razón, una razón poderosa para preguntárselo —su voz era persuasiva.
Ella pareció reflexionar, mientras le observaba con suma atención. Finalmente se decidió.
—Era una mala persona, señor —dijo con calma—. No me atrevería a decirlo delante de Joe. Ella le dominaba. Esa clase de mujeres saben hacerlo, es una pena, pero ya sabe lo que ocurre, señor.
Sí, sir Henry lo sabía. Los Joe Ellis de este mundo son particularmente vulnerables, confían ciegamente. Pero precisamente por eso, el choque de descubrir la verdad es siempre más fuerte.
Abandonó aquella casa confundido y perplejo. Se hallaba ante un muro infranqueable. Joe Ellis había estado trabajando allí durante toda la noche anterior, bajo la vigilancia de Mrs. Bartlett. ¿Cómo era posible soslayar ese obstáculo? No había nada que oponer a eso, como no fuera la sospechosa presteza con que Joe Ellis había contestado, un claro indicio de que podía haber preparado aquella historia de antemano.
—Bueno —dijo Melchett—, esto parece dejar el asunto bastante claro, ¿no les parece?
—Sí, señor —convino el inspector—. Sandford es nuestro hombre. No tiene nada en que apoyar su defensa. Todo está claro como el día. En mi opinión, puesto que la chica y su padre estaban dispuestos a... a hacerle prácticamente víctima de un chantaje, y él no tenía dinero ni quería que el asunto llegara a oídos de su novia, se desesperó y actuó de acuerdo con su desesperación. ¿Qué opina usted de esto, señor? —agregó dirigiéndose a sir Henry con deferencia.
—Eso parece —admitió sir Henry—. Y, sin embargo, no puedo imaginarme a Sandford cometiendo ninguna acción violenta.
Pero sabía que su objeción apenas tendría validez.
El animal más manso, al verse acorralado, es capaz de las acciones más sorprendentes.
—Me gustaría ver a ese niño —dijo de pronto—. El que oyó el grito.
Jimmy Brown resultó ser un niño vivaracho, bastante menudo para su edad y de rostro delgado e inteligente. Estaba deseando ser interrogado y le decepcionó bastante ver que ya sabían lo que había oído en la fatídica noche.
—Tengo entendido que estabas al otro lado del puente —le dijo sir Henry—, al otro lado del río. ¿Viste a alguien por ese lado mientras te acercabas al puente?
—Alguien andaba por el bosque. Creo que era Mr. Sandford, el arquitecto que está construyendo esa casa tan rara.
Los tres hombres intercambiaron una mirada de inteligencia.
—¿Eso fue unos diez minutos antes de que oyeras el grito?
El muchacho asintió.
—¿Viste a alguien más en la orilla del río, del lado del pueblo?
—Un hombre venía por el camino por ese lado. Iba despacio, silbando. Tal vez fuese Joe Ellis.
—Tú no pudiste ver quién era —le dijo el inspector en tono seco—. Era de noche y había niebla.
—Lo digo por lo que silbaba —contestó el chico—. Joe Ellis siempre silba la misma tonadilla, “Quiero ser feliz”, es la única que sabe.
Habló con el desprecio que un vanguardista sentiría por alguien a quien considerara anticuado.
—Cualquiera pudo silbar eso —replicó Melchett—. ¿Iba en dirección al puente?
—No, al revés, hacia el pueblo.
—No creo que debamos preocuparnos por ese desconocido —dijo Melchett—. Tú oíste el grito y un chapuzón y, pocos minutos después, al ver un cuerpo que flotaba aguas abajo, corriste en busca de ayuda, regresaste al puente, lo cruzaste y te fuiste directamente al pueblo. ¿No viste a nadie por allí cerca a quien pedir ayuda?
—Creo que había dos hombres con una carretilla en la orilla del río, pero estaban bastante lejos y no podía distinguir si iban o venían, y como la casa de Mr. Giles estaba más cerca, corrí hacia allí.
—Hiciste muy bien, muchacho —le dijo Melchett—. Actuaste con gran entereza. Tú eres
scout
, ¿verdad?
—Sí, señor.
—Muy bien.
Sir Henry permanecía en silencio, reflexionando. Extrajo un pedazo de papel de su bolsillo y, tras mirarlo, meneó la cabeza. Parecía imposible y sin embargo...
Se decidió a visitar a miss Marple sin dilación.
Le recibió en un saloncito de estilo antiguo, ligeramente recargado.
—He venido a darle cuenta de nuestros progresos —dijo sir Henry—. Me temo que desde su punto de vista las cosas no marchan del todo bien. Van a detener a Sandford. Y debo confesar que, a juzgar por los indicios, con toda justicia.
—Entonces, ¿no ha encontrado nada, digamos, que justifique mi teoría? —parecía perpleja, ansiosa—. Quizás estuviera equivocada, completamente equivocada. Usted tiene tanta experiencia que, de no ser así, lo habría averiguado.
—En primer lugar —dijo sir Henry—, apenas puedo creerlo. Y por otra parte, nos estrellamos contra una coartada infranqueable. Joe Ellis estuvo montando unos estantes de un armario de la cocina toda la noche y Mrs. Bartlett estaba con él.
Miss Marple se inclinó hacia delante presa de una gran agitación.
—Pero eso no es posible —exclamó con firmeza—. Era viernes.
—¿Viernes?
—Sí, fue la noche del viernes. Y los viernes por la noche ella va a entregar la ropa que ha lavado durante la semana.
Sir Henry se reclinó en su asiento. Recordaba la historia de Jimmy Brown sobre el hombre que silbaba y... sí, encajaba.
Se puso en pie, estrechando enérgicamente la mano de miss Marple.
—Creo que ya sé qué debo hacer —le dijo—. O por lo menos lo intentaré.
Cinco minutos después estaba en casa de Mrs. Bartlett, frente a Joe Ellis, en la salita de los perros de porcelana.
—Usted nos mintió, Ellis, con respecto a la noche pasada —le dijo crispado—. Entre las ocho y las ocho y media usted no estuvo en la cocina montando el armario. Le vieron paseando por la orilla del río en dirección al pueblo pocos minutos antes de que Rose Emmott fuese asesinada.
El hombre se quedó atónito.
—No fue asesinada, no fue asesinada. Yo no tengo nada que ver. Ella se arrojó al río. Estaba desesperada. Yo no hubiera podido hacerle el menor daño, no hubiera podido.
—Entonces, ¿por qué nos mintió diciéndonos que estuvo aquí? —preguntó sir Henry con astucia.
El joven alzó los ojos y luego los bajó con gesto nervioso.
—Estaba asustado. Mrs. Bartlett me vio por allí y, cuando supo lo que había ocurrido, pensó que las cosas podían ponerse feas para mí. Quedamos en que yo diría que había estado trabajando aquí y ella se avino a respaldarme. Es una persona muy buena. Siempre fue muy buena conmigo. Sin añadir palabra sir Henry abandonó la estancia para dirigirse a la cocina. Mrs. Bartlett estaba lavando los platos.
—Mrs. Bartlett —le dijo—, lo sé todo. Creo que será mejor que confíese, es decir, a menos que quiera que ahorquen a Joe Ellis por algo que no ha hecho. No, ya veo que no lo desea. Le diré lo que ocurrió. Usted salió a entregar la ropa y se encontró con Rose Emmott. Pensó que dejaba para siempre a Joe para marcharse con el forastero. Ella estaba en un apuro y Joe dispuesto a acudir en su ayuda, a casarse con ella si era preciso, y Rose lo tendría para siempre. Joe lleva cuatro años viviendo en su casa y se ha enamorado de él, lo quiere para usted sola. Odiaba a esa muchacha, no podía soportar la idea de que otra le arrebatara a su hombre. Usted es una mujer fuerte, Mrs. Bartlett. Cogió a la chica por los hombros y la arrojó a la corriente. Pocos minutos después encontró a Joe Ellis. Jimmy les vio juntos a lo lejos, pero con la oscuridad y la niebla imaginó que el cochecito era una carretilla de la que tiraban dos hombres. Y usted convenció a Joe de que podía resultar sospechoso y le propuso establecer una coartada para él, que en realidad lo era para usted. Ahora dígame sinceramente, ¿tengo o no razón?