Sostiene Pereira (2 page)

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Authors: Antonio Tabucchi

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Sostiene Pereira
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Se dirigió al Café Orquídea, que estaba allí a dos pasos, pasada la carnicería judía, y se sentó a una mesa, pero dentro del local, porque por lo menos tenían ventiladores, visto que fuera no se podía ni estar a causa del bochorno. Pidió una limonada, fue al servicio, se mojó la cara y las manos, hizo que le trajeran un cigarro, pidió el periódico de la tarde y Manuel, el camarero, le trajo precisamente el
Lisboa.
No había visto las pruebas aquel día, por lo que lo hojeó como si fuera un periódico desconocido. Leyó en la primera página: «Hoy ha salido de Nueva York el yate más lujoso del mundo.» Pereira se quedó mirando durante un rato el titular, después miró la fotografía. Era una imagen que retrataba a un grupo de personas en camisa y canotié, que descorchaban botellas de champán. Pereira comenzó a sudar, sostiene, y pensó de nuevo en la resurrección de la carne. ¿Cómo?, pensó, si resucito, ¿tendré que encontrarme a gente como ésta con sus canotiés? Pensó que se iba a encontrar de verdad con aquella gente del velero en un puerto impreciso de la eternidad. Y la eternidad le pareció un lugar insoportable, sofocado por una cortina nebulosa de bochorno, con gente que hablaba en inglés y que brindaba exclamando: ¡Oh, oh! Pereira hizo que le trajeran otra limonada. Pensó si debería irse a casa para tomar un baño fresco o si no debería ir a buscar a su amigo párroco, don António, de la Iglesia das Mercês, con quien se había confesado algunos años antes, cuando murió su mujer, y al que iba a ver una vez al mes. Pensó que lo mejor era ir a ver a don Antonio, quizá le sentara bien.

Y eso es lo que hizo. Sostiene Pereira que aquella vez se olvidó de pagar. Se levantó despreocupadamente, o más bien sin pensárselo, y se marchó, sencillamente, y sobre la mesa dejó el periódico y su sombrero, quizá porque con aquel bochorno no tenía ganas de ponérselo en la cabeza, o porque así era él, de esos que se olvidan las cosas.

El padre António estaba agotado, sostiene Pereira. Tenía unas ojeras que le llegaban hasta las mejillas y parecía extenuado, como si no hubiera dormido. Pereira le preguntó qué le había ocurrido y el padre António le dijo: Pero cómo, ¿no lo sabes?, han asesinado a un alentejano en su carreta, hay huelgas, aquí en la ciudad y en otras partes, pero ¿en qué mundo vives, tú, que trabajas en un periódico?, mira, Pereira, ve a informarte, anda.

Pereira sostiene que salió turbado de aquel breve coloquio y de la manera en que había sido despedido. Se preguntó: ¿En qué mundo vivo? Y se le ocurrió la extravagante idea de que él, quizá, no vivía, sino que era como si estuviese ya muerto. Desde que había muerto su mujer, él vivía como si estuviera muerto. O, más bien, no hacía nada más que pensar en la muerte, en la resurrección de la carne, en la que no creía, y en tonterías de esa clase, la suya era sólo una supervivencia, una ficción de vida. Y se sintió exhausto, sostiene Pereira. Consiguió arrastrarse hasta la parada más cercana del tranvía y cogió uno que lo llevó hasta Terreiro do Paço. Y mientras tanto, por la ventanilla, veía desfilar lentamente su Lisboa, miraba la Avenida da Liberdade, con sus hermosos edificios, y después la Praça do Rossio, de estilo inglés; y en Terreiro do Paço se bajó y tomó el tranvía que subía hasta el castillo. Bajó a la altura de la catedral, porque él vivía allí cerca, en Rua da Saudade. Subió fatigosamente la rampa de la calle que le conducía hasta su casa. Llamó a la portera porque no tenía ganas de buscar las llaves del portal y la portera, que le hacía también de asistenta, fue a abrirle. Señor Pereira, dijo la portera, le he preparado una chuleta frita para cenar. Pereira le dio las gracias y subió lentamente la escalera, cogió la llave de casa de debajo del felpudo, donde la guardaba siempre, y entró. En el recibidor se detuvo delante de la estantería, donde estaba el retrato de su esposa. Aquella fotografía se la había hecho él, en mil novecientos veintisiete, había sido durante un viaje a Madrid y al fondo se veía el perfil macizo de El Escorial. Perdona si llego con un poco de retraso, dijo Pereira.

Sostiene Pereira que desde hacía tiempo había cogido la costumbre de hablar con el retrato de su esposa. Le contaba lo que había hecho durante el día, le confiaba sus pensamientos, le pedía consejos. No sé en qué mundo vivo, dijo Pereira al retrato, me lo ha dicho incluso el padre Antonio, el problema es que no hago otra cosa que pensar en la muerte, me parece que todo el mundo está muerto o a punto de morirse. Y después Pereira pensó en el hijo que no habían tenido. Él sí lo hubiera querido, pero no podía pedírselo a aquella mujer frágil y enfermiza que pasaba las noches insomne y largos periodos en sanatorios. Y lo lamentó. Porque si hubiera tenido un hijo, un hijo mayor con el que sentarse ahora a la mesa y hablar, no habría necesitado hablar con aquel retrato que se remontaba a un viaje lejano del que ya casi no se acordaba. Y dijo: En fin, qué le vamos a hacer, que era su manera de despedirse del retrato de su esposa. Después entró en la cocina, se sentó a la mesa y retiró la tapadera que cubría la sartén con la chuleta frita. La chuleta estaba fría, pero no tenía ganas de calentarla. Se la comía siempre así, como se la había dejado la portera: fría. Comió rápidamente, entró en el baño, se lavó las axilas, se cambió de camisa, se puso una corbata negra y se echó un poco del perfume español que había quedado en un frasco comprado en mil novecientos veintisiete en Madrid. Después se puso una chaqueta gris y salió para ir a la Praça da Alegría, porque eran ya las nueve de la noche, sostiene Pereira.

3

Pereira sostiene que la ciudad parecía estar tomada por la policía, aquella tarde. Estaban por todas partes. Cogió un taxi hasta Terreiro do Paço y bajo los pórticos había camionetas y agentes con mosquetes. Tal vez temieran manifestaciones o concentraciones callejeras, y por eso vigilaban los puntos estratégicos de la ciudad. Hubiera querido continuar a pie, porque el cardiólogo le había dicho que le hacía falta ejercicio, pero no tuvo valor para pasar por delante de aquellos soldados siniestros, de modo que cogió el tranvía que recorría Rua dos Franqueiros y que terminaba en Praça da Figueira. Allí se bajó, sostiene, y se topó con más policías. Esta vez tuvo que pasar por delante de los pelotones y eso le produjo un ligero malestar. Al pasar, escuchó cómo un oficial decía a los soldados: Y recordad, muchachos, que los subversivos están siempre al acecho, conviene estar con los ojos bien abiertos.

Pereira miró a su alrededor, como si el consejo hubiera sido dirigido a él, y no le pareció que hubiera necesidad de estar con los ojos tan abiertos. La Avenida da Liberdade estaba tranquila, el quiosco de los helados estaba abierto y había algunas personas sentadas a las mesas tomando el fresco. Él se puso a pasear tranquilamente por la acera central y en ese momento, sostiene, comenzó a oír la música. Era una música dulce y melancólica, de guitarras de Coimbra, y encontró extraña aquella conjunción de música y policía. Pensó que venía de la Praça da Alegria, y efectivamente así era, porque, a medida que se acercaba, la música aumentaba de volumen.

La verdad es que no parecía la plaza de una ciudad en estado de sitio, sostiene Pereira, porque no se veía a la policía, es más, sólo vio a un vigilante nocturno que le pareció borracho y que dormitaba sobre un banco. La plaza estaba adornada con guirnaldas de papel, con farolillos coloreados, amarillos y verdes, que colgaban de alambres tendidos de una ventana a otra. Había algunas mesas al aire libre y algunas parejas que bailaban. Después vio una pancarta de tela colgando de dos árboles de la plaza con un enorme letrero:
Viva Francisco Franco
. Y debajo, en caracteres más pequeños:
Vivan los soldados portugueses en España
.

Sostiene Pereira que sólo en aquel momento comprendió que aquélla era una fiesta salazarista y que por eso no tenía necesidad de ser vigilada por la policía. Y sólo entonces se dio cuenta de que muchas personas llevaban la camisa verde y el pañuelo al cuello. Se detuvo horrorizado y pensó durante un instante en varias cosas distintas. Pensó que tal vez Monteiro Rossi fuera uno de ellos, pensó en el carretero alentejano que había manchado de sangre sus melones, pensó en lo que diría el padre António si le viera en aquel lugar. Pensó en todo ello y se sentó en el banco donde dormitaba el vigilante nocturno, y se dejó llevar por sus pensamientos. O, mejor dicho, se dejó llevar por la música, porque la música, pese a todo, le gustaba. Había dos viejecitos tocando, uno la viola y el otro la guitarra, y tocaban conmovedoras melodías de la Coimbra de su juventud, de cuando él era un estudiante universitario y pensaba en la vida como en un porvenir radiante. Y en aquel tiempo él también tocaba la viola en las fiestas estudiantiles, y era delgado y ágil, y enamoraba a las chicas. Cuántas hermosas muchachas estaban locas por él. Y él, en cambio, se había apasionado por una muchachita frágil y pálida, que escribía poesías y que a menudo tenía dolores de cabeza. Y después pensó en otras cosas de su vida, pero éstas Pereira no quiere referirlas, porque sostiene que son suyas y solamente suyas y que no añaden nada ni a aquella noche ni a aquella fiesta a la que había ido a parar sin proponérselo. Y después, sostiene Pereira, en un determinado momento vio cómo un joven alto y delgado y con una camisa clara se levantaba de una de las mesas y se colocaba entre los dos ancianos músicos. Y, quién sabe por qué, sintió una punzada en el corazón, quizá porque le pareció reconocerse en aquel joven, le pareció que se reencontraba a sí mismo en los tiempos de Coimbra, porque de algún modo se le parecía, no en los rasgos, sino en la manera de moverse y un poco en el pelo, que le caía a mechones sobre la frente. Y el joven comenzó a cantar una canción italiana:
O sole mio
, cuya letra Pereira no entendía, pero que era una canción llena de fuerza y de vida, hermosa y límpida, y él entendía sólo las palabras «o sole mio» y no entendía nada más, y mientras el joven cantaba, se había levantado de nuevo un poco de brisa atlántica y la velada era fresca, y todo le pareció hermoso, su vida pasada de la que no quiere hablar, Lisboa, la cúpula del cielo que se veía sobre los farolillos coloreados, y sintió una gran nostalgia, pero no quiere decir por qué, Pereira. Fuera como fuera, comprendió que aquel joven que cantaba era la persona con la que había hablado por teléfono aquella tarde, por ello, cuando éste hubo acabado de cantar, Pereira se levantó del banco, porque la curiosidad era más fuerte que sus reservas, se dirigió a la mesa y dijo al joven: El señor Monteiro Rossi, supongo. Monteiro Rossi hizo ademán de levantarse, chocó contra la mesa, la jarra de cerveza que tenía delante se cayó y él se manchó completamente sus bonitos pantalones blancos. Le pido perdón, farfulló Pereira. Es culpa mía, soy un desastre, dijo el joven, me sucede a menudo, usted es el señor Pereira del
Lisboa,
supongo, siéntese, se lo ruego. Y le tendió la mano.

Sostiene Pereira que se sentó a la mesa con sensación de desasosiego. Pensó que aquél no era un lugar para él, que era absurdo encontrarse con un desconocido en una fiesta nacionalista, que el padre António no hubiera aprobado su conducta, y deseó estar ya de regreso en su casa y hablar con el retrato de su esposa para pedirle perdón. Y fueron todos esos pensamientos los que le dieron el coraje para hacer una pregunta directa, aunque no fuera más que para iniciar la conversación, y, sin pensárselo mucho, preguntó a Monteiro Rossi: Ésta es una fiesta de las juventudes salazaristas, ¿pertenece usted a las juventudes salazaristas?

Monteiro Rossi se echó hacia atrás el mechón de pelo que le caía sobre la frente y respondió: Soy licenciado en filosofía, me intereso por la filosofía y la literatura, pero ¿qué tiene que ver eso con el
Lisboa?
Tiene que ver, sostiene haber dicho Pereira, porque nosotros hacemos un periódico libre e independiente y no queremos meternos en política.

Mientras tanto, los dos viejecitos habían empezado de nuevo a tocar, de sus cuerdas melancólicas salía una canción franquista, pero Pereira, a pesar de su desazón, comprendió en aquel momento que ya había entrado en el juego y que tenía que jugar. Y extrañamente comprendió que podía hacerlo, que tenía en sus manos la situación, porque él era el señor Pereira, del
Lisboa,
y el jovenzuelo que se hallaba delante de él estaba pendiente de sus labios. De modo que dijo: He leído su artículo sobre la muerte, me ha parecido muy interesante. He escrito una tesina sobre la muerte, respondió Monteiro Rossi, pero déjeme que le diga que no es todo harina de mi costal, el trozo que ha publicado la revista lo he copiado, se lo confieso, en parte de Feuerbach y en parte de un espiritualista francés, y ni siquiera mi profesor se ha dado cuenta de ello, ¿sabe?, los profesores son más ignorantes de lo que se cree. Pereira sostiene que lo pensó dos veces antes de hacer la pregunta que se había preparado durante toda la tarde, pero al final se decidió, y antes pidió una bebida al joven camarero con camisa verde que les atendía. Perdóneme, dijo a Monteiro Rossi, pero yo no bebo alcohol, bebo sólo limonada, tomaré una limonada. Y saboreando su limonada preguntó en voz baja, como si alguien pudiera oírlo y censurarlo: Pero a usted, perdone, a ver, quisiera preguntárselo, ¿a usted le interesa la muerte?

Monteiro Rossi esbozó una ancha sonrisa, y eso le incomodó, sostiene Pereira. Pero ¿qué dice, señor Pereira?, exclamó Monteiro Rossi en
voz
alta, a mí me interesa la vida. Y después continuó en voz más baja: Mire, señor Pereira, de la muerte estoy bastante harto, hace dos años murió mi madre, que era portuguesa y trabajaba de profesora; murió de un día para otro, por un aneurisma en el cerebro, una palabra complicada para decir que estalla una vena, en fin, de repente; el año pasado murió mi padre, que era italiano y trabajaba como ingeniero naval en las dársenas del puerto de Lisboa, me dejó algo, pero ese algo se ha terminado ya, me queda una abuela que vive en Italia, pero no la he visto desde que tenía doce años y no tengo ganas de ir a Italia, me parece que la situación allí es incluso peor que la nuestra, de la muerte estoy harto, señor Pereira, perdóneme si soy sincero con usted, pero, además, ¿a qué viene esa pregunta?

Pereira bebió un trago de su limonada, se secó los labios con el dorso de la mano y dijo: Sencillamente porque en un periódico hay que escribir los elogios fúnebres de los escritores o una necrológica cada vez que muere un escritor importante, y las necrológicas no se pueden improvisar de un día para otro, hay que tenerlas ya preparadas, y yo estoy buscando a alguien que escriba necrológicas anticipadas para los grandes escritores de nuestra época, imagínese usted, si mañana se muriera Mauriac, a ver, ¿cómo resolvería yo la papeleta?

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