Read Soldados de Salamina Online
Authors: Javier Cercas
Aguirre continuó hablando de la guerra; se detuvo con detalle en sus últimos días, cuando, inoperantes desde hacía meses los ayuntamientos y la Generalitat, reinaba en la comarca un desorden de estampida: carreteras invadidas por interminables caravanas de fugitivos, soldados con uniformes de todas las graduaciones vagando por los campos y entregados a la desesperación y la rapiña, montones ingentes de armas y pertrechos abandonados en las cunetas... Aguirre explicó que en aquel momento había recluidos en el Collell, que desde el principio de la guerra había sido convertido en cárcel, cerca de mil presos, y que todos o casi todos procedían de Barcelona: habían sido trasladados hasta allí, ante el avance imparable de las tropas rebeldes, por tratarse de los más peligrosos o los más implicados con la causa franquista. A diferencia de Ferlosio, Aguirre pensaba que los republicanos sí sabían a quién estaban fusilando, porque los cincuenta que eligieron eran presos muy significados, gente que estaba destinada a desempeñar cargos de relevancia social y política después de la guerra: el jefe provincial de Falange en Barcelona, dirigentes de grupos quintacolumnistas, financieros, abogados, sacerdotes, la mayoría de los cuales había padecido cautiverio en las checas de Barcelona y más tarde en barcos—prisión como el Argentina y el Uruguay.
Trajeron el entrecot y el conejo y se llevaron los platos (el de Aguirre tan limpio que relucía). Pregunté:
—¿Quién dio la orden?
—¿Qué orden? —preguntó a su vez Aguirre, examinando con avidez su enorme entrecot, con el cuchillo de carnicero y el tenedor en ristre, listo para atacarlo.
—La de fusilarlos.
Aguirre me miró como si por un momento hubiera olvidado que estaba ante él. Se encogió de hombros y aspiró, honda y ruidosamente.
—No lo sé —contestó, espirando mientras cortaba un trozo de carne—. Creo que Pascual insinúa que la dio un tal Monroy, un tipo joven y duro que quizá dirigía la cárcel, porque en Barcelona había dirigido también checas y campos de trabajo, en otros testimonios de la época se habla también de él... En todo caso, si fue Monroy lo más probable es que no actuase por su cuenta, sino obedeciendo órdenes del SIM.
—¿El SIM?
—El Servicio de Inteligencia Militar —aclaró Aguirre—. Uno de los pocos organismos del ejército que a esas alturas todavía funcionaba como es debido. —Fugazmente dejó de masticar; luego siguió comiendo mientras hablaba—: Es una hipótesis razonable: el momento era desesperado, y desde luego los del SIM no se andaban con chiquitas. Pero hay otras.
—¿Por ejemplo?
—Líster. Estuvo por allí. Mi padre lo vio.
—¿En el Collell?
—En Sant Miquel de Campmajor, un pueblo que queda muy cerca. Mi padre era entonces un niño y estaba refugiado en una masía del pueblo. Me ha contado muchas veces que un día irrumpieron en la masía un puñado de hombres, entre los que estaba Líster, exigieron que les dieran de comer y de dormir y se pasaron la noche discutiendo en el comedor. Durante mucho tiempo creí que esta historia era un invento de mi padre, sobre todo cuando comprobé que la mayoría de los viejos que estaban vivos entonces decían haber visto a Líster, un personaje casi legendario desde que se puso al mando del Quinto Regimiento; pero con los años he ido atando cabos y he llegado a la conclusión de que quizá sea verdad. Verás —me preparó Aguirre, empapando golosamente un trozo de pan en el charco de salsa en que nadaba el entrecot. Imaginé que se había recuperado de la resaca, y me pregunté si estaba disfrutando más de la comida que de la exhibición de sus conocimientos de guerra—. A Líster acababan de nombrarle coronel a finales de enero del 39. Lo habían puesto al mando del V Cuerpo del Ejército del Ebro, o, mejor dicho, de lo que quedaba del V Cuerpo: un puñado de unidades deshechas que se retiraban sin presentar apenas batalla en dirección a la frontera francesa. Durante varias semanas los hombres de Líster estuvieron por la comarca y es seguro que algunos de ellos se instalaron en el Collell. Pero a lo que iba. ¿Has leído las memorias de Líster?
Dije que no.
—Bueno, no son exactamente unas memorias —continuó Aguirre—. Se titulan Nuestra guerra, y están muy bien, aunque dicen una cantidad tremenda de mentiras, como todas las memorias. El caso es que allí cuenta que la noche del 3 al 4 de febrero del 39 (o sea: tres días después del fusilamiento del Collell) se celebró en una masía de un pueblo cercano una reunión del Buró Político del partido comunista, a la que, entre otros jefes y comisarios, asistieron él mismo y Togliatti, que por entonces era delegado de la Internacional Comunista. Si no recuerdo mal, en la reunión se discutió la posibilidad de organizar una última resistencia al enemigo en Cataluña, pero da lo mismo: lo que cuenta es que esa masía bien pudo ser la masía donde estaba refugiado mi padre; por lo menos los protagonistas, las fechas y los lugares coinciden, así que...
Insensiblemente, Aguirre se me enredó entonces en una abstrusa digresión filial. Recuerdo que en aquel momento pensé en mi padre, y que el hecho me extrañó, porque hacía mucho tiempo que no pensaba en él; sin saber por qué, sentí un peso en la garganta, como una sombra de culpa.
—¿Entonces fue Líster quien dio la orden de que los fusilaran? —atajé a Aguirre.
—Pudo serlo —dijo, recobrando sin dificultad el hilo perdido, mientras rebañaba su plato—. Pero también pudo no serlo. En Nuestra guerra dice que él no fue, ni él ni sus hombres. Qué va a decir. Pero, la verdad, yo le creo: no era su estilo, era un tipo demasiado obsesionado por continuar como fuese una guerra que tenía perdida. Además, la mitad de las cosas que se atribuyen a Líster es pura leyenda, y la otra mitad..., bueno, supongo que la otra mitad es verdad. En fin, quién sabe. Lo que a mí me parece indudable es que quienquiera que dio la orden sabía perfectamente a quién estaba fusilando y, desde luego, quién era Sánchez Mazas. Mmmmm —gimió, rebañando la salsa roquefort con un pedazo de miga—, ¡qué hambre tenía! ¿Quieres un poquito más de vino?
Se llevaron los platos (el mío con restos abundantes de conejo; el de Aguirre tan limpio que relucía). Pidió otro frasco de vino, un pedazo de tarta de chocolate y café; pedí café. Pregunté a Aguirre qué sabía acerca de Sánchez Mazas y de su estancia en el Collell.
—Poco —contestó—. Su nombre aparece un par de veces en la Causa General, pero siempre en relación al juicio que le formaron en Barcelona, cuando le detuvieron al escapar de Madrid. Pascual también cuenta alguna cosa. Que yo sepa, el único que puede saber algo más es Trapiello, Andrés Trapiello. El escritor. Ha editado a Sánchez Mazas y ha escrito cosas muy buenas sobre él; además, en sus diarios siempre está hablando de la familia de Sánchez Mazas, de manera que debe de estar en contacto con ella. Me suena incluso que en algún libro suyo he leído la historia del fusilamiento... Es una historia que corrió mucho después de la guerra, todo el que conoció por entonces a Sánchez Mazas la cuenta, supongo que porque él se la contaba a todo el mundo. ¿Sabías que mucha gente pensó que era mentira? Y en realidad todavía hay quien 1o piensa.
—No me extraña.
—¿Por qué?
—Porque es una historia muy novelesca.
—Todas las guerras están llenas de historias novelescas.
—Sí, pero ¿no te sigue pareciendo increíble que un hombre que ya no era joven, porque tenía cuarenta y cinco años, y que además era miope...?
—Claro. Y que encima estaría en unas condiciones de lástima.
—Exacto. ¿No te parece increíble que un tipo como él consiguiera escapar de una situación así?
—¿Por qué increíble? —La llegada del vino y la tarta de chocolate y los cafés no interrumpió su razonamiento—. Asombroso sí. Pero no increíble. ¡Pero si eso lo contabas muy bien en tu artículo! Recuerda que fue un fusilamiento en masa. Recuerda al soldado que tenía que delatarle y no lo delató. Recuerda, además, que estamos hablando del Collell. ¿Has estado allí alguna vez?
Dije que no, y Aguirre evocó entonces una enorme mole de piedra asediada por bosques espesísimos de pinos y tierra caliza, un territorio montañoso, agreste y muy extenso, sembrado de masías y pueblecitos aislados (El Torn, Sant Miquel de Campmajor, Fares, Sant Ferriol, Mieres) en los que, durante los tres años de guerra, operaron numerosas redes de evasión que, a cambio de dinero (a veces también por amistad o incluso por afinidades políticas), ayudaban a cruzar la frontera a víctimas potenciales de la represión revolucionaria, así como a jóvenes en edad militar que deseaban eludir el reclutamiento forzoso ordenado por la República. Según Aguirre, en la zona abundaban también los emboscados, gente que, porque no podía costearse los gastos de la huida o no acertaba a entrar en contacto con las redes de evasión, permaneció oculta en el bosque durante meses o años.
—De modo que era un lugar ideal para esconderse —arguyó—. A esas alturas de la guerra los campesinos estaban más que acostumbrados a tratar con fugitivos, y a echarles una mano. ¿Te habló Ferlosio de «Los amigos del bosque»?
Mi artículo concluía en el momento en que el miliciano no delataba á Sánchez Mazas; para nada se mencionaba en él a «Los amigos del bosque». Me atraganté con el café.
—¿Conoces la historia? —inquirí.
—Conozco al hijo de uno de ellos.
—No jodas.
—No jodo. Se llama Jaume Figueras, vive aquí al lado. En Cornellá de Terri.
—Ferlosio me dijo que los muchachos que ayudaron a Sánchez Mazas eran de Cornellá de Terri.
Aguirre se encogió de hombros mientras recogía con los dedos las últimas migas del pastel de chocolate.
—Hasta ahí no llego —admitió—. Figueras me contó la historia muy por encima; tampoco me interesaba demasiado. Pero si quieres puedo darte su número de teléfono y le pides a él que te la cuente.
Aguirre acabó de beberse su café y pagamos. Nos despedimos en la Rambla, frente al puente de Les Peixeteries Velles. Aguirre repitió que me llamaría al día siguiente, para darme el número de teléfono de Figueras y, mientras le estrechaba la mano, advertí que una mancha de chocolate oscurecía las comisuras de sus labios.
—¿Qué piensas hacer con esto? —preguntó.
A punto estuve de decirle que se limpiara los labios.
—¿Con qué? —dije, sin embargo.
—Con la historia de Sánchez Mazas.
Yo no pensaba hacer nada (simplemente sentía curiosidad por ella), así que dije la verdad.
—¿Nada? —Aguirre me miró con sus ojos pequeños, nerviosos, inteligentes—. Creía que estabas pensando escribir una novela.
—Yo ya no escribo novelas —dije—. Además, esto no es una novela, sino una historia real.
—También lo era el artículo —dijo Aguirre—. ¿Te dije que me gustó mucho? Me gustó porque era como un relato concentrado, sólo que con personajes y situaciones reales... Como un relato real.
Al día siguiente Aguirre me llamó y me dio el número de teléfono de Jaume Figueras. Era el número de un móvil. No me contestó Figueras, sino la voz de Figueras, invitándome a grabar un recado; lo grabé: dije mi nombre, mi profesión, que conocía a Aguirre, que estaba interesado en hablar con él acerca de su padre, de Sánchez Mazas y de «Los amigos del bosque»; también le dejé mi teléfono y le pedí que me llamara.
Durante los días que siguieron estuve esperando con impaciencia una llamada de Figueras, que no se produjo. Volví a llamarle yo, volví a dejar otro recado, volví a esperar. Mientras tanto leí Yo fui asesinado por los rojos, el libro de Pascual Aguilar. Era un recordatorio truculento de los horrores vividos en la retaguardia republicana, uno más de los muchos que aparecieron en España al término de la guerra, sólo que éste se había publicado en septiembre de 1981. La fecha, me temo, no es casual, pues cabe leer el relato como una suerte de justificación de los golpistas de opereta del 23 de febrero de ese año (Pascual anota varias veces una frase reveladora que José Antonio Primo de Rivera repetía como si fuera suya: «A última hora siempre ha sido un pelotón de soldados el que ha salvado la civilización») y como un aviso de las catástrofes que se avecinaban con el ascenso inminente del partido socialista al poder y el final simbólico de la Transición; el libro, sorprendentemente, es muy bueno. Pascual, a quien ni el tiempo ni los cambios operados en España habían erosionado ni una sola de sus convicciones de camisa vieja falangista, refiere con soltura su peripecia de la guerra, desde el momento en que la sublevación militar le sorprende de vacaciones en un pueblo de Teruel, que cae en zona republicana, hasta pocos días después del fusilamiento del Collell —un hecho al que dedica muchas páginas de encarnizado detallismo, así como a los días que lo precedieron y lo siguieron—, cuando es liberado por el ejército de Franco después de haber llevado durante la guerra una vida mezclada de Pimpinela Escarlata y Enrique de Lagardére, primero como miembro activo y luego como dirigente de un grupo de la quinta columna barcelonesa, y de haber padecido más tarde una temporada de reclusión en la checa de Vallmajor. El libro de Pascual era una edición de autor; en él se menciona varias veces a Sánchez Mazas, con quien Pascual pasó las horas previas al fusilamiento. Siguiendo la sugerencia de Aguirre, leí asimismo a Trapiello, y en uno de sus libros descubrí que él también contaba la historia del fusilamiento de Sánchez Mazas, y casi exactamente en los mismos términos en que yo se la había oído contar a Ferlosio, salvo por el hecho de que, igual que había hecho yo en mi artículo o relato real, él tampoco mencionaba a «Los amigos del bosque». La similitud puntualísima entre el relato de Trapiello y el mío me sorprendió. Pensé que Trapiello se lo habría oído contar al propio Ferlosio (o a alguno de los demás hijos de Sánchez Mazas, o a su mujer) e imaginé que, de tanto contar la historia Sánchez Mazas en su casa, ésta había adquirido para la familia un carácter casi formulario, como esos chistes perfectos de los que no se puede omitir una sola palabra sin aniquilar su gracia.
Conseguí el número de teléfono de Trapiello y le llamé a Madrid. En cuanto le expuse el motivo de mi llamada, estuvo amabilísimo y, aunque según dijo hacía años que no se ocupaba de Sánchez Mazas, se mostró encantado de que alguien se interesara por él, a quien yo sospecho que no consideraba un buen escritor, sino un gran escritor. Conversamos durante más de una hora. Trapiello me aseguró que de lo ocurrido en el Collell no conocía más que la historia que había contado en su libro y confirmó que, sobre todo inmediatamente después de la guerra, la había contado mucha gente.