La tercera y más poderosa razón que hay para restringir la intervención del gobierno reside en el grave mal que resulta de aumentar su poderío innecesariamente. Toda función añadida a las que ya ejerce el gobierno es causa de que se extienda mucho su influencia sobre toda clase de temores y esperanzas, y transforme, cada vez más, la parte activa y ambiciosa del público en algo dependiente del gobierno, o de cualquier partido que tienda a convertirse en gobierno. Si las carreteras, los ferrocarriles, los bancos, las compañías de seguros, las grandes compañías por acciones, las universidades y los establecimientos de beneficencia fueran otras tantas ramas del Estado; si, además, las corporaciones municipales y los Consejos locales, con todas sus atribuciones, llegaran a convertirse en otros tantos departamentos de la administración central; si los empleados de todas esas diversas empresas fueran nombrados y pagados por el gobierno y sólo de él esperasen las mejoras a que aspiran, ni la más completa libertad de prensa, ni la más popular constitución de la legislatura podrían impedir que Inglaterra o cualquier país libre lo fuesen más que en el nombre. Y cuanto mejor y de manera más eficaz fuese construido el mecanismo administrativo, y cuanto más ingeniosas fuesen las disposiciones para procurarse las manos y las cabezas más capaces de hacerlo marchar..., mayor mal resultaría. En Inglaterra, se ha propuesto últimamente que todos los miembros del servicio civil del gobierno sean seleccionados por medio de un concurso, a fin de obtener las personas más inteligentes y más instruidas para esos empleos; y se ha dicho y escrito mucho en contra de esta propuesta. Uno de los argumentos en que más han insistido sus adversarios es que ser empleado del Estado por toda la vida no ofrece una perspectiva de emolumentos y de importancia suficiente para atraerse a los más esclarecidos talentos, los cuales siempre podrán desarrollar más brillante carrera, dentro de sus profesiones, al servicio de compañías o de otros cuerpos públicos. No sería sorprendente que este argumento fuera empleado por los partidarios de la propuesta como respuesta a su dificultad principal. Es bastante extraño que proceda de los adversarios. Pues lo que se presenta como una objeción es, en realidad, la válvula de seguridad del sistema en cuestión. Verdaderamente, si el gobierno
pudiera
atraer a su servicio a todos los talentos extraordinarios del país, una propuesta que tendiera a ese resultado sería suficiente para inspirar inquietud. Si toda labor de la sociedad que exige una organización concentrada, y puntos de vista amplios y comprensivos, estuviera en manos del gobierno, y si todos los empleos del gobierno estuvieran ocupados por los hombres más capaces, toda la cultura y toda la inteligencia práctica del país (excepto la parte puramente especulativa) estaría concentrada en una burocracia numerosa y el resto de la comunidad esperaría todo de esta burocracia: la multitud, la dirección y aleccionamiento de cuanto tuviera que hacer; el hábil y ambicioso, su avance personal. Los únicos objetos de ambición serían entrar en el escalafón de la burocracia, y, una vez admitido, progresar dentro de ella. Bajo tal
regime,
el público exterior no sólo está mal cualificado, por falta de experiencia práctica, para criticar o moderar la actuación de la burocracia, sino que, si los accidentes de las instituciones despóticas o la obra natural de las instituciones populares encumbraran ocasionalmente a un gobernante, o gobernantes, de inclinaciones reformadoras, no se podría llevar a cabo ninguna reforma que fuera contraria a los intereses de la burocracia. Tal es la triste situación del imperio ruso, como se muestra en los relatos de los que han tenido oportunidad de observarlo. El zar mismo carece de poder contra el cuerpo burocrático; puede enviar a sus miembros a Siberia, pero no puede gobernar sin ellos ni contra su voluntad, ya que, sobre todos los decretos del zar, poseen un veto tácito que pueden aplicar, absteniéndose sencillamente de ejecutarlos. En los países de civilización más avanzada y de espíritu más insurreccional, el público, acostumbrado a esperar que el Estado lo haga todo por él, o al menos acostumbrado a no hacer nada sin que el Estado haya, no solamente dado su permiso, sino indicado los procedimientos, ese público considera al Estado como el responsable de todo lo malo que le ocurra, y, si un día se le acaba la paciencia, se subleva contra el gobierno y hace lo que se llama una revolución; de lo que resulta que alguien, con o sin legítima autoridad de la nación, se apodera del trono, da sus órdenes a la burocracia y todo marcha más o menos como marchaba antes, sin que la burocracia cambie y sin que nadie sea
capaz
de ocupar su lugar. Muy diferente es el espectáculo que se contempla en un pueblo acostumbrado a resolver por sí mismo sus propios asuntos. En Francia, por haber servido en el ejército la mayor parte de la gente, hasta alcanzar muchos el grado de suboficial, siempre hay, en toda insurrección popular, personas competentes para asumir los mandos e improvisar algún plan de acción que sea tolerable. Los americanos son en toda clase de asuntos civiles como los franceses en las cosas militares. Si se les privara de gobierno, veríamos a los americanos organizar uno inmediatamente, y conducir tal o cual asunto público con un grado suficiente de inteligencia, de orden, y de decisión. Así es como debiera ser todo pueblo libre, y un pueblo capaz de obrar así está seguro de ser libre; jamás se dejará esclavizar por ningún hombre ni por ningún cuerpo que lleguen a alzarse y a empuñar las riendas de la administración central. Ninguna burocracia podrá esperar imponerse a un pueblo como éste o hacerle sufrir aquello que no le plazca. Pero donde la burocracia lo hace todo, nada se podrá hacer, en absoluto, de aquello a que la burocracia sea hostil. La constitución de estos países es una organización de la experiencia y de la habilidad práctica de la nación en un cuerpo disciplinado destinado a gobernar al resto de la comunidad; y cuanto más perfecta sea esta organización en sí misma, y más éxito tenga en atraerse, y en formar para ella, a todos los talentos de la nación, más completa será la servidumbre de todos, incluidos los miembros de la burocracia. Pues los gobernantes son tan esclavos de su organización y disciplina como los gobernados lo son de los gobernantes. Tan esclavo y tan instrumento del despotismo es un mandarín chino como el más humilde de los cultivadores. Individualmente, un jesuíta es también esclavo de su orden, en toda la extensión de la palabra, aunque la orden exista para el poder e importancia colectivos de sus miembros.
No debemos olvidar, tampoco, que la absorción de todos los grandes talentos del país por el cuerpo gobernante resulta, tarde o temprano, fatal a la actividad y al progreso intelectual de dicho cuerpo. Inseparable en todas sus partes, y siguiendo un sistema que, como todos los sistemas, procede casi siempre por reglas determinadas, el cuerpo oficial se ve tentado constantemente a debilitarse en una indolente rutina; o bien, en el supuesto de que alguna vez abandone este girar de noria, se sentirá apasionado por cualquier idea, apenas esbozada por alguno de sus miembros importantes; la única limitación a estas tendencias, que tan de cerca se relacionan (si bien parecen oponerse), el único estímulo que puede mantener y elevar a una cierta altura la capacidad del cuerpo, es la sujeción a una crítica exterior, vigilante y capaz. Por esto resulta indispensable que haya medios, fuera del Estado, de formar esa capacidad, que faciliten las oportunidades y experiencia necesarias para juzgar con claro juicio los grandes problemas prácticos. Si queremos poseer permanentemente un cuerpo adiestrado y eficaz de funcionarios, un cuerpo capaz, sobre todo, de crear mejoras y dispuesto a adoptarlas, si no queremos que nuestra burocracia degenere en "pedantocracia", este cuerpo no deberá absorber todas las ocupaciones que forman y cultivan las facultades necesarias para el gobierno de la humanidad.
Determinar dónde comienzan esos males tan peligrosos para la libertad y el progreso humano, o, mejor dicho, cuándo comienzan a predominar sobre los beneficios que pueden esperarse de la aplicación colectiva de las fuerzas de la sociedad, bajo sus jefes reconocidos, para destruir los obstáculos que se oponen al bienestar; asegurar las ventajas posibles de la centralización del poder y de la inteligencia, sin hacer desembocar en las vías oficiales una cantidad demasiado grande de la actividad general, es una de las cuestiones más difíciles y complicadas del arte de gobernar. Se trata, en gran parte, de una cuestión de detalle, en la que hay que tener en cuenta muchas y muy diversas consideraciones, sin que quepa establecer ninguna regla absoluta. Pero creo que el principio práctico en que estriba la seguridad, el ideal que no se debe perder de vista, el criterio según el cual se deberán juzgar todos los acuerdos 'propuestos para vencer esta dificultad, puede expresarse así; la mayor diseminación del poder compatible con la eficacia; la mayor centralización posible de información, y su difusión desde el centro.
Así, en la administración municipal, debería haber, como en los Estados de Nueva Inglaterra, una cuidadosa división, entre funcionarios diferentes, elegidos por las localidades, de todos los asuntos que no es bueno queden encomendados a personas interesadas en ellos directamente; pero, además de esto, debería haber, en cada departamento de los asuntos locales, una superintendencia central, dependiente del gobierno general. El órgano de esta superintendencia concentraría, como en un foco, toda la variedad de información y de experiencia obtenida de la dirección de esta rama de los asuntos públicos en todas las localidades, así como de lo que análogamente ocurre en los países extranjeros, y de los principios generales de la ciencia política. Este órgano central tendría derecho a saber todo lo que se hiciera, y su deber especial sería hacer asequibles a los demás el saber adquirido. El parecer de este órgano, que estaría por en cima de los puntos de vista estrechos y de los mezquinos prejuicios locales, tendría, naturalmente, una gran autoridad, a causa de su oposición elevada y de su amplia esfera de observación; pero su poder real, como institución permanente, debería, en mi opinión, limitarse a obligar a los funcionarios locales a seguir las leyes establecidas para guía suya. En relación a todo lo que no estuviera previsto por las reglas generales, estos funcionarios deberían conducirse según su propio juicio y bajo responsabilidad ante sus constituyentes. Serían responsables ante la ley por lo que se refiere a la violación de las reglas, y dichas reglas serían establecidas por la legislatura; la autoridad central administrativa no haría más que velar por su ejecución; y si no fueran cumplidas, se apelaría, según la naturaleza del caso, a un tribunal que impusiera la ley, o a un cuerpo superior que destituiría a los funcionarios que no hubieran ejecutado la ley debidamente. Tal es, en conjunto, la superintendencia central que el Consejo de Beneficencia
(Poor Law Board)
está destinado a ejercer sobre los administradores de los impuestos de los pobres en todo el país. Cualesquiera que sean las usurpaciones de poder que este Consejo haya cometido, fueron justas y necesarias en este caso particular, para curar arraigados hábitos de mala administración en materias que afectan profundamente no sólo a las localidades, sino a la comunidad entera, ya que ninguna localidad tiene derecho moral a transformarse por su mala actuación en un nido de pauperismo, que necesariamente se ha de propagar a otras localidades, empeorando la situación moral y física de toda la comunidad laboriosa. Los poderes de coacción administrativa y de legislación subordinada que posee el Consejo de Beneficencia, (que, a causa del estado de la opinión sobre este asunto, se ejercen rara vez), aunque perfectamente justificables en un caso de interés nacional de primer orden, quedarían totalmente desplazados en la superintendencia o inspección de intereses meramente locales. Pero un órgano central de información y de instrucción para todas las localidades sería igualmente valioso para todos los departamentos de la administración. Nunca será excesiva la actividad que un gobierno despliegue en este sentido, pues, en lugar de impedir, ayudará y estimulará los esfuerzos y el desenvolvimiento individual. El mal comienza cuando, en lugar de estimular la actividad y las facultades de los individuos, y de las instituciones, los sustituye con su propia actividad; cuando, en lugar de informar, y aconsejar, y si es preciso, denunciar, él los somete, los encadena al trabajo o les ordena que desaparezcan, actuando por ellos. El valor de un Estado, a la larga, es el valor de los individuos que le componen; y un Estado que pospone los intereses de la expansión y elevación intelectual de sus miembros en favor de un ligero aumento de la habilidad administrativa, en detalles insignificantes; un Estado que empequeñece a los hombres, a fin de que sean, en sus manos, dóciles instrumentos (incluso para asuntos de carácter benéfico), llegará a darse cuenta de que, con hombres pequeños, ninguna cosa grande podrá ser realizada; y que la perfección del mecanismo al que ha sacrificado todo acabará por no servir de nada, por carecer del poder vital que, con el fin de que el mecanismo pudiese funcionar más fácilmente, ha preferido proscribir.
[1]
Recién salidas de la pluma estas palabras, sobrevino, en 1858, como a contradecirlas enfáticamente, la persecución gubernamental de la prensa. Sin embargo, esta inadecuada intervención en la libertad de discusión pública no me ha movido a cambiar ni una sola palabra del texto, ni ha debilitado, en absoluto, mi convicción de que, si exceptuamos los momentos de pánico, la era de las represiones y penalidades por discusión política, en nuestro país, ha pasado ya. Pues, en primer lugar, las persecuciones no se mantuvieron por mucho tiempo; y, en segundo lugar, nunca fueron propiamente, persecuciones políticas. No se la acusaba de criticar las instituciones, o los actos y las personas, de los gobernantes, sino de poner en circulación una doctrina considerada inmoral, la legitimidad del tiranicidio.
Si los argumentos de este capítulo tienen algún valor, debería existir completa libertad de profesar y discutir, como materia de convicción ética, cualquier doctrina, aunque esté considerada inmoral. Sería pues, irrelevante y fuera de lugar, examinar aquí si la doctrina del tiranicidio merece esa calificación. Únicamente diré que este asunto ha sido, en todos los tiempos, una de las cuestiones morales en debate; que el acto de un ciudadano particular al derribar a un criminal, que, por haberse situado encima de la ley, se ha colocado fuera del alcance del control o del castigo legal, se ha tenido en todas las naciones, y por algunos de los hombres mejores y más sabios, no por un crimen, sino por un acto de exaltada virtud; y que justo o injusto, su naturaleza no es de asesinato, sino de guerra civil. Como tal, sostengo que la instigación a él, en un caso específico, puede ser materia de castigo, pero sólo cuando es seguido por un acto manifiesto, y cuando, al menos, se establezca una conexión probable entre el acto y la instigación. Aún entonces, no ha de ser un gobierno extranjero, sino el mismo gobierno atacado, el que en defensa propia podrá castigar legítimamente los ataques dirigidos contra su existencia.