Todos ellos poseen en grado máximo la característica de entrar vivamente en materia. Nada más imposible que aplicarles las palabras: «Al grano, al grano…», con que se hostiga a un mal contador verbal. El cuentista que «no dice algo», que nos hace perder el tiempo, que lo pierde él mismo en divagaciones superfluas, puede volverse a uno y otro lado buscando otra vocación. Ese hombre no ha nacido cuentista.
Pero ¿si esas divagaciones, digresiones y ornatos sutiles, poseen en sí mismos elementos de gran belleza? ¿Si ellos solos, mucho más que el cuento sofocado, realizan una excelsa obra de arte?
Enhorabuena, responde la retórica. Pero no constituyen un cuento. Esas divagaciones admirables pueden lucir en un artículo, en una fantasía, en un cuadro, en un ensayo, y con seguridad en una novela. En el cuento no tienen cabida, ni mucho menos pueden constituirlo por sí solas.
Mientras no se cree una nueva retórica, concluye la vieja dama, con nuevas formas de la poesía épica, el cuento es y será lo que todos, grandes y chicos, jóvenes y viejos, muertos y vivos, hemos comprendido por tal. Puede el futuro nuevo género ser superior, por sus caracteres y sus cultores, al viejo y sólido afán de contar que acucia al ser humano. Pero busquémosle otro nombre.
Tal es la cuestión. Queda así evacuada, por boca de la tradición retórica, la consulta que se me ha hecho.
En cuanto a mí, a mi desventajosa manía de entender el relato, creo sinceramente que es tarde ya para perderla. Pero haré cuanto esté en mí para no hacerlo peor.
El arte de escribir, o, de otro modo, la capacidad de suscitar emociones artísticas por medio de la palabra escrita, lleva aparejada consigo la constitución de un mercado literario, cuyas cotizaciones están en razón directa del goce que proporcionan sus valores. Los diarios y revistas, y en menor grado el libro y el teatro, constituyen este mercado.
No es para los escritores ni para el público una novedad cuanto venimos diciendo; pero autores y lectores gustan de ver delineado, una vez más, el campo de acción en que se agitan sus amores.
Debería creerse que el ejercicio de una actividad tan vasta, fuerte y envidiada como la que nos ocupa, permite al escritor de nombre disfrutar de los goces de la vida en proporción de los deleites que hace gustar. No es así, y tampoco esto lo ignora nadie.
Pero hay en el público un límite de conocimientos acerca de lo anterior, que raramente uno que otro profano traspasa. Si en otros tiempos se tuvo por cierto que la proyección espectral del arte es la miseria, y que el crear belleza consume las entrañas como una llaga mortal, desde mediados del siglo pasado se tuvo también la certeza de que el
ananké
inherente a la poesía había por fin arrancado sus brazos de ella, y que el arte de escribir, el don de crear belleza con la pluma, constituye ya, felizmente, una noble, juiciosa y dorada profesión.
De acuerdo con este concepto moderno, la literatura ha pasado a ocupar para el público una audaz posición entre los oficios productores de riqueza.
Sin entrar en apreciaciones sobre la mayor o menor cantidad de arte que reprime o exalta la difusión de un libro, es lo cierto que el público piensa acertadamente, sobre todo si se recuerda que para el filisteo un tomo de versos o de cuentos se escribe en los ratos de ocio.
Cuando las novelas llamadas semanales gozaban entre nosotros de gran auge, pudo comprobarse que la mayoría de las colaboraciones espontáneas de dichos órganos provenían de seres totalmente ajenos a la profesión. En sus ratos de ocio habían escrito una novelita para ganar unos pesos.
Posiblemente, dichas personas habían trabajado más para confeccionar su historieta que lo habían sudado en su tarea habitual. Pero así como para el artista un duro martilleo o la división de una cuenta se tornan un simple descanso, para el oficinista la tarea de meditar historias constituye una simple pérdida de tiempo.
«Ociosidad remunerada»: tal debería ser el lema del arte para el obrero o dependiente que hartó a las casas editoras con el volumen sin cesar creciente de sus novelas.
—Oiga usted —decíanos uno de ellos—. Por mucho que usted se figure, no alcanzará a valorar la tarea que tenemos en la oficina y la suma de esfuerzos que nos exigen las seis horas de la semana. Y ¿para qué? Para ganar una bicoca, justo el pan de cada día. Tengo oído que por cada novelilla abonan a sus autores doscientos pesos. Quien dice menos. Ponga usted cien. ¿Está usted? Cien pesos por unas horas de descanso, y sin más que dejar volar la fantasía. Aquí me tiene usted sin saber qué hacer los domingos, cuando el sol aprieta. Pues, me quedo en casa, fresquito: cojo la pluma, y en la paz del solaz que proporciona esto de meditar cuentecillos, vamos ganando, como quien dice, cien pesos. ¿Está usted?
—¡Figúrate, hermano! —oímos decir a otro—. No sabía de dónde sacar doscientos pesos que me hacen falta, y el negro Urrutia me sale con que a él le van a pagar doscientos pesos por una novelita. ¿Te das cuenta?… Aquí mismo, en la oficina, me puse a escribir un cuento macanudo, y lo acabé en dos sentadas… Esto es tener suerte.
Pero aun así, y sin generalizar ambos casos, por frecuentes que sean, la profesión literaria no es lo que el público ignaro se figura. La novela semanal y su pago tentador fueron una lotería. Infinitos seres que no volverán a escribir se enriquecieron —en la medida de lo posible— con una sola obra. Nunca habían escrito, ni reincidirán. Gozaron un instante de la fortuna, y para ellos, sin duda, la literatura fue una mina de oro.
Pero muy distinta es la posición del hombre que debe dedicarle, no sus horas de ocio, sino las más lúcidas y difíciles de su vida, pues en ellas le van dos cosas capitales: su honra, pues es un artista, y su vida, pues es un profesional.
Para él se yergue el mercado literario; sólo él conoce sus fluctuaciones, sus amarguras y sus goces inesperados.
Entre nosotros creo que apenas se remonta a treinta y tantos años la cotización comercial de los valores literarios. En otros términos: recién hacia 1893 comenzó el escritor a ver retribuido su trabajo. Dudamos de que escritor alguno haya ganado un peso moneda nacional antes de aquella época. Por aquel entonces Darío halla un editor de revista bastante generoso para comprarle en cinco pesos uno de sus más famosos sonetos.
Los valores más cotizados en 1895 fueron Rubén Darío, Roberto Payró y Leopoldo Lugones. Llegó a pagarse quince pesos por cuento o poema, si bien es cierto que la primera vez que Darío fue a cobrar tan fastuosa suma, debió contentarse con sólo cinco pesos, en mérito de las lágrimas con que el editor lloraba su miseria.
¡Quince pesos! Los escritores de hoy, ciudadanos de una edad de oro, pues perciben fácilmente cien pesos por colaboración habitual, ignoran el violento sabor de lucha y conquista que tenían aquellos cinco iniciales pesos con que el escritor exaltaba su derecho a la vida en tan salvaje edad.
Aunque el libro y el teatro no son valores de cotización al día, ellos constituyen la más fuerte renta del trabajo literario. La casa editora de Martínez Zuviría, en 1921, afirmaba que este autor percibía una renta anual de dieciocho a veinte mil pesos por derechos de autor. Como desde entonces ha agregado seis o siete libros a su ya copioso
stock
, es creíble que dicho escritor haya llegado hoy a una renta de veinticinco a treinta mil pesos, renta que irá aumentando, sin duda alguna, hasta un límite que no se puede prever.
No todos los autores, desgraciadamente, ni aun los sonados, pueden ofrecer a la áspera y prosaica vida este triunfal desquite. Dícese de algunos —Gálvez y Larreta entre otros— que han alcanzado los cuarenta mil ejemplares. Es posible; pero la mayoría de los escritores no alcanzan uno con otro a vender dos mil ejemplares de cada obra.
Pero la colaboración constante en diarios y revistas —podrá objetarse— debe proporcionar un desahogo más amplio en la lucha por la vida.
Nuevo error, y que podemos salvar esta vez con datos precisos y generales, pues falta una información detallada sobre la producción y el estipendio de cada autor. Si un caso particular puede ilustrar algo al respecto, va, con ciertos detalles, el mío. No creo ofrezca este caso diferencias sensibles con el que pudieran tender a la curiosidad otros escritores.
Yo comencé a escribir en 1901. En ese año
La Alborada
de Montevideo me pagó tres pesos por una colaboración. Desde ese instante, pues, he pretendido ganarme la vida escribiendo.
Al año siguiente, y ya en Buenos Aires,
El Gladiador
me retribuía con quince pesos un trabajo, para alcanzar con
Caras y Caretas
, en 1906, a veinte pesos.
Si no la edad de piedra, como Lugones, Payró y Darío, yo alcancé a conocer la edad de hierro de nuestra literatura. Y nada nuevo diría al afirmar que aquellos tres pesos con que
La Alborada
valoró mi ingenio, me honraban más que lo que honra hoy a los escritores actuales la fuerte retribución de que gozamos en diarios y en revistas.
Desde entonces, y sin discontinuidad, he sido un valor cotizable en el mercado literario, con las alzas y bajas que todos conocemos perfectamente.
Durante los veintiséis años que corren desde 1901 hasta la fecha, yo he ganado con mi profesión doce mil cuatrocientos pesos. Esta cantidad en tal plazo de tiempo corresponde a un pago o sueldo de treinta y nueve pesos con setenta y cinco centavos por mes.
Vale decir que si yo, escritor dotado de ciertas condiciones y de quien es presumible creer que ha nacido para escribir, por constituir el arte literario su notoria actividad mental —quiere decir entonces que si yo debiera haberme ganado la vida exclusivamente con aquélla, habría muerto a los siete días de iniciarme en mi vocación, con las entrañas roídas.
El arte es, pues, un don del cielo; pero su profesión no lo es. Y ni siquiera la muerte, suprema compensadora, nos da esperanza alguna, pues es sabido que nuestros hijos, naturalmente más pobres que su padre, pierden, a los diez años de muerto aquél, todo derecho a la renta que entonces comienzan a dar las obras de los más afortunados de entre nosotros.
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Cada veinticinco o treinta años el arte sufre un choque revolucionario que la literatura, por su vasta influencia y vulnerabilidad, siente más rudamente que sus colegas. Estas rebeliones, asonadas, motines o como quiera llamárseles, poseen una característica dominante que consiste, para los insurrectos, en la convicción de que han resuelto por fin la fórmula del Arte Supremo.
Tal pasa hoy. El momento actual ha hallado a su verdadero dios, relegando al olvido toda la errada fe de nuestro pasado artístico. De éste, ni las grandes figuras cuentan. Pasaron. Hacia atrás, desde el instante en que se habla, no existe sino una falange anónima de hombres que por error se consideraron poetas. Son los viejos. Frente a ella, viva y coleante, se alza la falange, también anónima, pero poseedora en conjunto y en cada uno de sus individuos, de la única verdad artística. Son los jóvenes, los que han encontrado por fin en este mentido mundo literario el secreto de escribir bien.
Uno de estos días, estoy seguro, debo comparecer ante el tribunal artístico que juzga a los muertos, como acto premonitorio del otro, del final, en que se juzgará a los «vivos» y a los muertos.
De nada me han de servir mis heridas aún frescas de la lucha, cuando batallé contra otro pasado y otros yerros con saña igual a la que se ejerce hoy conmigo. Durante veinticinco años he luchado por conquistar, en la medida de mis fuerzas, cuanto hoy se me niega. Ha sido una ilusión. Hoy debo comparecer a exponer mis culpas, que yo estimé virtudes, y a librar del báratro en que se despeña a mi nombre, un átomo siquiera de mi personalidad.
No creo que el tribunal que ha de juzgarme ignore totalmente mi obra. Algo de lo que he escrito debe de haber llegado a sus oídos. Sólo esto podría bastar para mi defensa (¡cuál mejor, en verdad!), si los jueces actuantes debieran considerar mi expediente aislado. Pero como he tenido el honor de advertirlo, los valores individuales no cuentan. Todo el legajo pasadista será revisado en bloque, y apenas si por gracia especial se reserva para los menos errados la breve exposición de sus descargos.
Mas he aquí que según informes de este mismo instante, yo acabo de merecer esta distinción. ¿Pero qué esperanzas de absolución puedo acariciar, si convaleciente todavía de mi largo batallar contra la retórica, el adocenamiento, la cursilería y la mala fe artísticas, apenas se me concede en esta lotería cuya ganancia se han repartido de antemano los jóvenes, un minúsculo premio por aproximación?
Debo comparecer. En llano modo, cuando llegue la hora, he de exponer ante el fiscal acusador las mismas causales por las que condené a los pasadistas de mi época cuando yo era joven y no el anciano decrépito de hoy. Combatí entonces por que se viera en el arte una tarea seria y no vana, dura y no al alcance del primer desocupado…
—Perfectamente —han de decirme—; pero no generalice. Concrétese a su caso particular.
—Muy bien —responderé entonces—. Luché por que no se confundieran los elementos emocionales del cuento y de la novela; pues si bien idénticos en uno y otro tipo de relato, diferenciábanse esencialmente en la acuidad de la emoción creadora que a modo de la corriente eléctrica, manifestábase por su fuerte tensión en el cuento y por su vasta amplitud en la novela. Por esto los narradores cuya corriente emocional adquiría gran tensión, cerraban su circuito en el cuento, mientras los narradores en quienes predominaba la cantidad, buscaban en la novela la amplitud suficiente. No ignoraban esto los pasadistas de mi tiempo. Pero aporté a la lucha mi propia carne, sin otro resultado, en el mejor de los casos, que el de que se me tildara de «autor de cuentitos», porque eran cortos. Tal es lo que hice, señores jueces, a fin de devolver al arte lo que es del arte, y el resto a la vanidad retórica.
—No basta esto para su descargo —han de objetarme, sin duda.
—Bien —continuaré yo—. Luché por que el cuento (ya que he de concretarme a mi sola actividad), tuviera una sola línea, trazada por una mano sin temblor desde el principio al fin. Ningún obstáculo, adorno o digresión debía acudir a aflojar la tensión de su hilo. El cuento era, para el fin que le es intrínseco, una flecha que, cuidadosamente apuntada, parte del arco para ir a dar directamente en el blanco. Cuantas mariposas trataran de posarse sobre ella para adornar su vuelo, no conseguirían sino entorpecerlo. Esto es lo que me empeñé en demostrar, dando al cuento lo que es del cuento, y al verso su virtud esencial.