Sobre el amor y la muerte (2 page)

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Authors: Patrick Süskind

Tags: #Ensayo, Filosofía

BOOK: Sobre el amor y la muerte
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Ella parecía tener una opinión muy distinta. Sólo brevemente interrumpía el jugueteo para avanzar hacia el semáforo cuando éste cambiaba a verde. Luego otra vez no tenía ojos más que para él, recomenzaba el juego de la paloma y el palomo, y se arrimaba para dejarse besar y achuchar. Peor aún: le cogía la mano derecha y se iba metiendo aquellos dedos de salchicha, uno tras otro, entre los inmaculados dientes, para mordisquearlos y chuparlos, mientras él sumergía su garra izquierda en el esplendor del cabello castaño de ella, enredando allí, y sin duda hacía presión también, hasta que la chica, obedeciendo a la presión o a su propio deseo, quién sabe, bajaba la cabeza y desaparecía de mi campo visual, deslizándose lateralmente hacia las rodillas del chico, en donde seguía ocupándose, lo que el granuja acusaba echando el cráneo hacia atrás y agitando la pierna que le colgaba por la ventanilla, en cuyo pie llevaba una zapatilla de deporte sucia.

Entretanto el semáforo había vuelto a ponerse en verde, y detrás de mí empezaron a tocar la bocina. Finalmente emergió la pequeña, desmelenada y con el rostro radiante, se sentó derecha en el asiento, y él, como tocaron la bocina de nuevo, giró sobre sí mismo, volvió hacia mí, que no había tocado la bocina, su rostro masticador de chicle torcido en una mueca burlona, y me hizo con el dedo, que acaba de revolver el hermoso cabello de ella, el gesto más obsceno del mundo. La chica pisó el acelerador y salió disparada con chirrido de neumáticos, justo antes de que el semáforo se pusiera en rojo y obligara al resto de la fila a detenerse.

«Marido y mujer y mujer y marido tienden a la divinidad», se dice en
La flauta mágica
. Cantan ese himno al amor de Pamina y Papageno. Al final de la ópera, Pamina, gracias al Eros, llega con su amado Tamino al Templo de la Sabiduría; Papageno, cuyas ambiciones son más tradicionales y que de su amada Papagena, aparte del placer físico, espera todo lo más un poco de «compañía divertida», participará sin embargo en la felicidad divina y la inmortalidad, gracias a todo un tropel de jovencitos. Todo eso está muy bien, y está totalmente de acuerdo con Platón. ¿Pero cómo —me preguntaba mientras, esperando con el semáforo en rojo, seguía con la vista el cruce de la acelerada pareja—, cómo se las arreglará el Eros para inducir a
esos dos
a engendrar y alumbrar
en lo bello
?

Bueno, pensé, todavía son jóvenes, muy jóvenes, no tienen veinte años y, en consecuencia, son eróticamente estúpidos.
Él
, de todas formas, un dechado de estupidez. Pero también ella, la pequeñita, es corta de luces, tal como se demuestra de cuando en cuando. Y los necios, según Platón, no ansían lo bello y bueno, ni la felicidad divina, porque están contentos de sí mismos. Y tampoco los sabios lo ansían, porque lo tienen ya todo. Sólo los que están en medio, en el centro entre necios y sabios, tú y yo por lo tanto y todos los demás que están en este atasco y esperan pacientemente la próxima luz verde, se muestran receptivos a las flechas del Eros. Y, en el caso de lo que acaba de ocurrir en el Opel Omega de color café con leche, no se trata por lo tanto de amor ni tiene que ver lo más mínimo con él, sino de una insignificancia repulsiva.

Unos días más tarde estaba invitado a una cena bastante numerosa en una casa burguesa. En esas ocasiones suele haber un invitado de honor, por el que se va a la cena y al que se tiene oportunidad de conocer, lo que está bien, y es bonito y encomiable. En aquella ocasión la invitada de honor era una pareja recién casada: ella, una mecenas de unos setenta años, rubia y rellenita; él, de cincuenta y pocos, un coreógrafo rumano, en otro tiempo bailarín de fama internacional, de pelo negro como la pez y columna vertebral admirablemente recta. Sobre los dos se había podido leer ya esto o aquello en las columnas de cotilleo de los periódicos, en donde se hablaba principalmente, en tono sarcástico, del dinero de ella y la carrera de él, de los antiguos maridos de ella (5) y las mujeres de él (3), de la diferencia de edad que los separaba (17 años), etc. Sin embargo, quien podía verlos ahora en persona quedaba inmediatamente convencido de que, en la relación entre aquella pareja insólita, los cálculos sociales o financieros no habían desempeñado ningún papel decisivo, y sí, en cambio, lo había desempeñado el Eros. Durante toda la velada, los dos no sólo no se perdían de vista, sino que tampoco se soltaban de la mano. Dependían el uno del otro como dos monitos jóvenes, y parecían estar unidos como Filemón y Baucis. No daban la mano a los demás invitados para saludar, porque se mantenían cogidos de ambas manos. En el aperitivo de la veranda se sentaron juntos en un sillón de mimbre, bebieron zumo de naranja del mismo vaso y mordisquearon un mismo palito salado. No se podía hablar con ninguno de ellos porque sólo hablaban entre sí, mejor dicho, cuchicheaban en un galimatías de francés, español y alemán, incomprensible para los extraños. Cuando se pasó a la mesa los invadió una gran inquietud, revolotearon excitados hacia la señora de la casa y le rogaron que cambiara la disposición de los comensales, que preveía la separación de las parejas. Se atendió su ruego y se los sentó juntos. Aproximaron tanto sus sillas que se sentaron y comieron como sobre una banqueta, ella con la derecha, él con la izquierda, porque necesitaban la otra mano para tocarse y sujetarse mutuamente. Sus miradas se entristecían cuando, forzosamente, tenían que apartarse un momento y dirigirse al plato; dos platos separados, de los que tenía que comer cada uno totalmente solo, cuando hubieran preferido mucho más comer juntos de un platito… si es que comían, porque comían muy poco. Evidentemente, comer les parecía una torturadora pérdida de tiempo y una distracción superflua que les impedía saborear los ojos del otro y saciarse con su vista. Antes de los postres llamaron un taxi, se levantaron enseguida, enviaron colectivamente un rápido saludo a la redonda y se fueron flotando confundidos, dejando en los invitados una sensación de perplejidad y, sin duda también, de alivio.

¿Es
eso
el verdadero amor? Una especie de embriaguez, sin duda. Una locura, con toda seguridad. Sin embargo, ¿es la embriaguez más noble que existe? ¿Una locura que, inspirada por lo divino, lleva a lo divino? No resulta fácil de creer…

En el verano de 1950, un hombre de setenta y cinco años, acompañado de su mujer y de su hija mayor, pasa tres semanas en el Grand Hotel Dolder de Zurich. Está casado desde hace cuarenta y cinco años, es padre de seis hijos y un escritor mundialmente conocido. Unos días antes se ha celebrado su cumpleaños con gran pompa y participación pública; tiene que pronunciar discursos, escribir artículos, hacer frente a una enorme correspondencia, terminar una novela, recibir invitados, dar entrevistas. El estado de la política mundial le preocupa, la guerra de Corea que acaba de declararse, la situación cada vez más difícil en los Estados Unidos, en donde vive en exilio; su mujer tiene que someterse a una operación no exenta de riesgos, su hija toma morfina contra sus molestias biliares, él mismo se ve afligido por malestares de poca importancia, desde otitis a insomnio; en pocas palabras: es un hombre que tiene un montón de problemas y preocupaciones, y sin duda ni la menor intención de dejarse arrastrar, y mucho menos a su edad, a aventuras eróticas.

Sin embargo: una tarde, a la hora del té, en el jardín del hotel, es servido por un ayudante de camarero de diecinueve años, de ondulado cabello castaño, ojos castaños, manos finas, un cuello regordete y un rostro que «de perfil no merece ser cantado» pero, de frente «gana infinitamente». El joven se llama Franzl, procede de una familia de posaderos de las orillas del lago Tegern, está recibiendo en el Dolder su formación básica y, cuarenta años más tarde, terminará su carrera como
maítre
de banquetes en Nueva York. No sospecha ni en sueños la conmoción que su figura, su aspecto y su voz «suave, blanda», coloreada por el dialecto bávaro, provoca en el viejo escritor. Éste está abrumado. «Otra vez esto —escribe en su diario—, otra vez el amor, verse conmovido por un ser humano, por el profundo deseo de él… desde hacía veinticinco años no había aparecido y tenía que ocurrirme otra vez.» Su propia fama mundial le parece de repente sin ningún peso, la preocupación por su mujer enferma pasa a segundo plano, la política mundial y la guerra de Corea no desempeñan ya ningún papel. En cambio, es de extraordinaria importancia si, a la cena, será el jefe de comedor italiano o bien ese Franzl quien servirá la sopa de tomate; un momento de felicidad cuando puede cambiar con él unas palabras, cuando le da fuego o puede deslizarle cinco francos de propina «por haberlo servido ayer tan amablemente» y recibe a cambio una amistosa sonrisa. No ocurre más entre los dos, pero desde la mañana a la noche y todavía en sueños, los pensamientos del escritor giran en torno a aquel «amor», al que —muy en el sentido de Platón— llama también el «excitador» o el «cautivador». Se despierta a medianoche y le sobreviene, como observa a un tiempo con vergüenza y orgullo, un «poderoso apoderamiento y provocación». Se vuelve cada vez más nervioso, pierde la concentración, es incapaz de trabajar, duerme todavía peor que habitualmente, tiene que tomar valeriana y, «como tranquilizante», leer a Adorno, lo que no le sirve de nada, porque para él todo está «empapado y ensombrecido […] por una nostálgica tristeza por el excitador, dolor, amor, esperanza nerviosa, ensueños, distracción y sufrimiento a todas horas».

Entretanto su esposa ha sanado y dejan el hotel Dolder para reponerse unas semanas más en Engadin. Sin embargo el aguijón del Eros está profundamente clavado, y el anciano no puede olvidar al mozalbete. El dolor que le causa «se ha hecho más profundo y fuerte, convirtiéndose en una tristeza general por mi vida y mi amor», escribe en su diario, y: «Estoy próximo al deseo de morir, porque no soporto más […] la añoranza de ese divino muchacho.» Trata de distraerse, observando desde la ventana de su habitación del hotel a otros jóvenes, sobre todo a un jugador de tenis, cuyas «piernas de Hermes» admira… No le sirve de nada. Desesperado, aguarda una carta del ayudante de camarero Franzl. Le ha escrito con el pretexto de serle quizá de ayuda en su desarrollo profesional, y le ha dado su dirección. Cuando finalmente llega la carta —un texto de agradecimiento de la mayor sencillez y convencionalismo, con «pequeñas faltas gramaticales», que culmina en una frase de trivialidad difícil de superar: «Me ha alegrado mucho realmente que se haya acordado de mí»—, el escritor mundialmente famoso, que figura entre los más grandes estilistas de la lengua alemana, se siente profundamente conmovido y feliz. La carta le causa una «alegría continua», la conservará como una reliquia, sobre todo esa frase «Me ha alegrado mucho realmente…» le ha encantado, todavía meses más tarde, mucho después de haber vuelto a los Estados Unidos, deleitará con ella y no olvidará ya hasta el fin de sus días al joven que se la escribió sin pretender ni sospechar nada. «Ha sido acogido en mi galería», anota, lo que quiere decir: en su panteón imaginario, en el que se encuentran otros cuatro mozalbetes a los que debe las experiencias sentimentales centrales de su vida y a todos los cuales, de una forma o de otra, ha levantado un monumento en su obra y mediante ella.

También el camarero tendrá uno de esos monumentos o, mejor dicho: se convertirá en el excitador artístico de la última obra del escritor. Excitador sexual sigue siéndolo de todos modos hasta el fin. Un año más tarde, el anciano constata afligido que no es capaz ya de una masturbación en regla; con ello, su vida sexual ha terminado. Otra vez sueña con su amado y se despide de él en sueños con un beso, que en la vida real nunca se hubiera atrevido a darle y que él nunca recibió.

Esos tres ejemplos de amor y enamoramiento ilustran el análisis de Platón de forma muy distinta. Platón hubiera relegado sin duda el comportamiento de los jóvenes del Opel Omega a la esfera de lo animal, cuyo lugar de culto, en el mejor de los casos, podría ser la Casa de las Hetairas, pero nunca el Templo de Afrodita. En el caso de la extraña pareja invitada a cenar, cabría temer que el Eros se agotara por completo en lo demencial. El amor del escritor por el ayudante de camarero, en cambio, cumple en múltiples aspectos los criterios de lo que era el Eros. Es como una embriaguez, ve —y llama— en la belleza del amado lo divino, tiende á la longue a lo creador, y busca y encuentra la inmortalidad, concretamente en la obra del escritor. Y, sin embargo, tenemos la sensación de que tampoco puede ser así. Falta algo esencial si pensamos en lo que imaginamos, por vago e impreciso que sea, con el concepto de «amor». No se trata de lo homoerótico del caso… Franzl hubiera podido ser igualmente Franziska, si las preferencias del escritor hubieran sido otras (en el caso del Goethe anciano fue una Ulrike). No, es la completa unilateralidad de ese amor y la renuncia muy consciente del escritor a hacer siquiera el intento de convertirlo en recíproco. Y es que sabe muy bien que en tal caso —tuviera o no éxito su intento— se revelaría como una bagatela, una nada vacía (Franzl no es precisamente un Alcibíades) y, lo que es más importante, inservible para lo que real y únicamente importa al escritor: él mismo y su obra. Por mucho que sufra el anciano por la falta de realización de su amor, se resuelve rápida y decididamente a instrumentalizarlo, sea de una forma manual narcisista, sea por la vía de la sublimación, de forma que casi surge la sospecha de que, durante toda su vida, únicamente se expuso a las tentaciones del Eros porque sólo así su rechazo desesperado podía dar alas a sus verdaderas pasiones. A ello, naturalmente, no hay nada que oponer, sobre todo porque se trata de un escritor al que debemos lo más conmovedor que se puede leer en la prosa alemana sobre el tema del Eros. Lo mismo que un prestidigitador no es necesariamente el más indicado para enseñarnos cómo cazar un conejo blanco, aunque sepa mostrarlo muy bien, la historia del escritor y el camarero no es la mejor para aprender qué cosa es el amor.

Sin embargo, algo más podemos deducir de ella, lo mismo que de los otros dos ejemplos. En el enamoramiento y en el amor se manifiesta una buena porción de estupidez. A este respecto, recomiendo leer las cartas de amor de uno mismo, con un alejamiento en el tiempo de unos veinte o treinta años. Se le subirán los colores ante ese documentado desierto de necedad, soberbia, prepotencia y ceguedad: un contenido trivial, un estilo penoso. A uno le parece casi incomprensible que un ser humano, aunque sólo sea medianamente inteligente, haya podido estar nunca en condiciones de sentir, pensar y escribir semejantes tonterías. Evidentemente, si se es amable, es algo que se puede llamar infantil, digno de compasión e incluso conmovedor. Y, sin embargo, parece adecuado hablar de una estupidificación temporal del ser humano por el amor. Sabido es que no se puede sostener una conversación normal con un enamorado, y mucho menos sobre el objeto de su amor. Las advertencias mejor intencionadas, argumentos irrefutables y observaciones evidentemente ciertas rebotan en un gran «pero»: «¡Pero es que yo la quiero (o lo quiero)!», o bien, peor aún, se consideran actos hostiles, inspirados por la envidia, y se corresponden en consecuencia. Por eso no es raro que amistades de muchos años o relaciones consolidadas se rompan. Al que ama le da igual. Está dispuesto a renunciar a todo, salvo a la adoración de lo amado, a la que a toda costa tiene que someterse también su entorno. Una mirada a la mirada de alguien que mira al amado basta para comprobarlo: esa mirada está vacía; como se dice con razón, entregada. Todo lo que en otro tiempo había en ella de ingenio, inteligencia, viveza, curiosidad y cuidado ha desaparecido. Lo que ha quedado es —como en la mirada del transfigurado, que cree contemplar la divinidad— expresión de la necedad más pura. Ese fenómeno del entontecimiento por el amor no se limita por lo demás, en modo alguno, a la variante sexualmente teñida. Lo encontramos con la misma frecuencia en el amor perruno de los padres a sus hijos descarriados, en el amor espiritual de las monjas a su esposo celestial… por no hablar del amor de culto de los súbditos a la patria o al amado
Führer
. El amor se paga siempre con la pérdida de la sensatez, con el autosacrificio y la minoría de edad resultante. El resultado es, en los casos inofensivos, la ridiculez; en el peor, una catástrofe política mundial.

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