—Bueno, teniendo en cuenta tu grado de colaboración, Eddie, serán al menos cuarenta. No sé, digamos cuarenta y cinco.
Hice un pausa y esperé a que continuara, porque no estaba seguro de qué pretendía decirme. Pero no añadió nada más y siguió leyendo.
—¿Mil? —aventuré.
Van Loon me miró, frunciendo el ceño.
—Millones, Eddie. Cuarenta y cinco millones.
No me esperaba ganar semejante cifra con tal rapidez, ni imaginaba que el acuerdo entre MCL y Abraxas fuese tan lucrativo para Van Loon & Associates. Pero cuando pensé en ello y me fijé en otros acuerdos y en cómo se estructuraban, me di cuenta de que no tenía nada de raro. El valor total de las dos empresas rondaría los 200.000 millones de dólares. A partir de ahí, nuestros honorarios como intermediarios serían… elevados.
Podía hacer muchas cosas con esa cantidad. Elucubré un buen rato, pero me entristecía no disponer de ese dinero al instante, y de inmediato pedí a Van Loon un anticipo.
Cuando dejó a un lado la carpeta y me prestó atención, le conté que llevaba seis años viviendo en la Calle 10 con la Avenida A, pero que creía que había llegado el momento de cambiar. Van Loon esbozó una sonrisa incómoda, como si le hubiese contado que vivía en la Luna, pero se animó mucho cuando le dije que había estado viendo un piso en el Edificio Celestial, en el West Side.
—Bien. Eso suena mejor. Sin ofender, Eddie, pero ¿por qué la Avenida A?
—Por mis ingresos, Carl, por eso. Nunca he tenido dinero suficiente para vivir en otro sitio.
Van Loon, que obviamente creía haberme puesto en una situación delicada, farfulló algo y mostró cierta inquietud. Le conté que me gustaba vivir allí, y que era un barrio fantástico, lleno de bares viejos y personajes peculiares. Sin embargo, cinco minutos después me estaba diciendo que no me preocupara, que lo arreglaría todo para que pudiera comprar el piso en el Celestial. Sería un préstamo de empresa rutinario que podría satisfacer más adelante, cuando fuese. Claro, pensé yo, nueve millones y medio de dólares. Un préstamo rutinario.
A la mañana siguiente telefoneé a Alison Botnick, de Sullivan y Draskell, los agentes inmobiliarios de Madison Avenue.
—Señor Spinola, ¿cómo está?
—Bien.
Le dije que lamentaba haberme ido corriendo aquel día, y bromeé sobre el asunto. Ella respondió que no hacía falta ni mencionarlo. Entonces le pregunté si el piso seguía estando en el mercado. Lo estaba, dijo, y ya habían terminado las obras. Me interesaba verlo otra vez, aquel mismo día si era posible, y hacerle una oferta.
Van Loon también dijo que me escribiría una carta de recomendación, lo cual ahorraría a Sullivan y Draskell evaluar mi declaración de la renta y mi historial crediticio, y significaría, si todo iba bien, que podría firmar los contratos y mudarme de inmediato.
Aquello se había convertido en la dinámica que regía mi vida: inmediatez, aceleración y rapidez. Saltaba presto de una escena a otra, de una localización a otra, sin ser muy consciente de los nexos de unión. Por ejemplo, tenía que ver a varias personas aquella mañana, y en lugares distintos: la oficina de la Calle 48, un hotel al norte de la ciudad y un banco de Vesey Street. Luego me había citado con Dan Bloom en Le Cirque. Me las arreglé para programar una visita al piso después de comer. Alison Botnick me esperaba cuando llegué a la planta 68, como si no se hubiese ido desde mi última visita y hubiese aguardado pacientemente mi regreso. Al principio le costó reconocerme, pero al cabo de cinco minutos, tal vez menos, le había ofrecido una pequeña pero estratégica cantidad y había regresado a la Calle 48 para reunirme con Carl, Hank y Jim, y tomar después unos cocteles en el Orpheus Room.
Cuando esta última reunión tocaba a su fin, Van Loon recibió una llamada. Estábamos a punto de anunciar el acuerdo y todo el mundo se mostraba animado. La reunión había ido bien, y aunque lo más duro estaba por llegar —la aprobación del Congreso, la FCC y la FTC—, en la sala reinaba una sensación de triunfo colectivo.
Hank Atwood se levantó de la silla y se dirigió hacia mí. Tenía sesenta y pocos años, pero era esbelto y atildado, y estaba en forma. Aunque era de baja estatura, su presencia resultaba imponente, casi amenazadora. Propinándome un suave puñetazo en el hombro, dijo:
—Eddie, ¿cómo lo haces?
—¿El qué?
—Esa memoria extraordinaria que tienes. Cómo lo procesas todo mentalmente. Casi puedo ver cómo trabaja tu cerebro. —Me encogí de hombros—. Estás llevando esto de una manera que me parece casi… —empezaba a incomodarme—, casi… Llevo cuarenta años en el mundo de los negocios, Eddie. He dirigido una empresa de alimentación y bebidas, y un estudio de cine. Lo he visto todo, hasta el último truco, hasta el último acuerdo existente, todas las tipologías humanas que te puedas imaginar… —Ahora me miraba fijamente a los ojos—. Pero creo que nunca he conocido a nadie como tú…
No sabía a ciencia cierta si aquello era una declaración de amor o una acusación, pero justo entonces Van Loon se puso en pie y dijo:
—Hank… Hay alguien que quiere saludarte.
Atwood se dio la vuelta.
Van Loon se alejó de su mesa y fue hacia la puerta. Yo me levanté de la silla y seguí a Atwood. Jim Heche se encontraba en mitad de la sala y sacó el teléfono móvil.
Me volví hacia la puerta.
Van Loon la abrió e hizo un gesto a la persona que esperaba entrar. Oí voces que llegaban del exterior, pero no lo que decían. Hablaron un momento, se echaron a reír, y unos segundos después, Ginny Van Loon hizo aparición en la sala.
Se me aceleró el pulso.
Dio un beso a su padre en la mejilla. Luego Hank Atwood levantó los brazos.
—Ginny.
La joven fue hacia él y se fundieron en un abrazo.
—¿Te lo has pasado bien?
Ginny asintió, con una amplia sonrisa.
—Genial.
¿Dónde había estado?
—¿Probaste esa
osteria
de la que te hablé?
Italia.
—Sí, es fantástica. Me encantó esa cosa. ¿Cómo se llama?
¿Baccalá?
Nordeste.
Siguieron charlando un minuto, y Ginny puso todos sus sentidos en Atwood. Mientras esperaba que terminara su conversación y me viera, la observé atentamente, y me di cuenta de algo que no había advertido antes.
Estaba enamorado de ella.
—…y me encanta que bauticen las calles con una fecha.
Llevaba una minifalda gris, una chaqueta azul grisáceo, una camiseta a juego y zapatos negros de piel, prendas que tal vez se había comprado en Milán a su regreso de Vicenza o Venecia, o de dondequiera que hubiese estado. Ahora no llevaba el pelo puntiagudo, sino liso. El flequillo le tapaba un poco los ojos y no dejaba de echárselo hacia atrás.
—… Calle Veinte de Septiembre, calle Cuatro de Noviembre, no se te olvida.
Entonces pareció sorprenderse al verme.
—Supongo que para ellos la historia es muy importante —intervino Van Loon.
—Ah, ¿y qué somos nosotros? —respondió Ginny, volviéndose de pronto hacia su padre—. ¿Una de esas alegres naciones que no tienen historia?
—Yo no he dicho…
—Sólo hacemos cosas y esperamos que nadie se dé cuenta.
—A lo que…
—O nos lo inventamos para que se ajuste a lo que la gente sí ha visto.
—¿Y eso mismo no sucede en Europa? —terció Hank Atwood—. ¿Es lo que pretendes decirnos?
—No, pero… Bueno, no lo sé. Por ejemplo, mira lo que está pasando con México ahora mismo. Allí la gente no puede creerse que estemos hablando de una invasión.
—Mira, Ginny —dijo Van Loon—, es una situación complicada. Estamos hablando de un narcoestado…
Continuó exponiendo lo que había aparecido recientemente en una docena de editoriales y artículos de opinión: un vasto y enardecido mural de inestabilidad, desorden y catástrofe inminente.
Jim Heche, que había estado escuchando con atención, dijo:
—No sólo nos conviene a nosotros, Ginny. También a ellos.
—Oh, ¿invadir el país para salvarlo? —dijo Ginny con exasperación—. No me puedo creer lo que estoy oyendo.
—A veces es…
—¿Y qué hay de la resolución aprobada en 1970 por la ONU? —espetó—. Según esto, ningún estado tiene derecho a intervenir, directa o indirectamente, por ninguna razón, en los asuntos internos de otro.
Ahora se hallaba en el centro de la sala, dispuesta a repeler los ataques que le llegaran desde cualquier flanco.
—Ginny, escúchame —dijo Van Loon con paciencia—. El comercio con Centroamérica y Sudamérica siempre ha sido crucial para…
—Dios mío, papá, esa es una visión sesgada de las cosas.
Cuando se vio arrinconado, Van Loon alzó las manos.
—¿Quieres saber qué opino? —continuó.
Van Loon vaciló, pero Hank Atwood y Jim Heche mostraron interés y esperaban que Ginny continuara con su exposición. Yo había retrocedido hasta el panel de roble y observaba la escena con sentimientos encontrados: diversión, deseo y confusión.
—Aquí no hay un plan maestro —dijo—, ni estrategia económica, ni conspiración. No se lo han planteado de ese modo. De hecho, es sólo otra manifestación irracional de… no exuberancia exactamente, sino…
—¿Qué significa eso? —repuso Van Loon, que empezaba a impacientarse.
—Creo que Caleb Hale llevaba un par de copas de más aquella noche, o quizá mezcló alcohol con Triburbazina o lo que sea y ha perdido el norte. Ahora intentan restar importancia a sus palabras, tapar sus huellas y fingir que esto es una política real. Pero lo que están haciendo es absolutamente irracional…
—Eso es ridículo, Ginny.
—Hace un momento estábamos hablando de historia. Creo que así es como funciona casi siempre la historia, papá. La gente que ostenta el poder se la inventa sobre la marcha. Es chapucero, accidental y humano…
El motivo por el que me sentí tan confuso durante esos instantes, mientras contemplaba a Ginny, era que, pese a todo, pese a lo distintas que eran, podría haber estado contemplando a Melissa.
—Ginny empezará a ir a la universidad en otoño —explicó Van Loon a los demás—. Estudios internacionales. ¿O era estudios irracionales? Así que no le hagan ni caso, está calentando motores.
Realizando un rápido paso de baile con sus zapatos nuevos, Ginny espetó:
—Que le den, señor Van Loon.
Entonces se dio la vuelta y acudió a mi lado. Hank Atwood y Jim Heche se encontraron de nuevo y uno de ellos se puso a hablar con Van Loon, que estaba sentado de nuevo a su mesa.
Ginny hizo un gesto desdeñoso, y cuando estuvo delante de mí, me dio un suave golpecito en la barriga.
—Mírate.
—¿Qué?
—¿Adónde han ido esos kilos?
—Ya te dije que fluctúa.
—¿Eres bulímico…?
—No, ya te dije…
Hice una pausa.
—¿… o esquizofrénico, tal vez?
—¿De qué va esto? —dije, riéndome—. Porque no irás a la Facultad de Medicina, ¿no? Me encuentro bien. Me pillaste en un mal día.
—¿Un mal día?
—Sí.
—Hummm.
—Lo era.
—¿Y hoy?
—Hoy es un buen día.
Sentí el impulso de añadir un comentario ñoño del tipo «y todavía es mejor ahora que estás aquí», pero mantuve la boca cerrada.
Durante unos instantes nos limitamos a mirarnos el uno al otro, sin decir nada.
Entonces alguien me llamó desde el otro extremo de la sala.
—¿Sí? —Era Van Loon—. ¿De qué estábamos hablando antes? De cable de cobre y… ¿AD qué?
Me incliné ligeramente a la izquierda para poder ver a Van Loon.
—ADSL —respondí—. Línea Digital Asimétrica de Abonado.
—¿Y…?
—Permite transmitir una única señal de video comprimido de alta velocidad a una velocidad de 1,5 megabytes por segundo, además de una conversación telefónica normal.
—Bien.
Van Loon se volvió hacia Hank Atwood y Jim Heche y siguió hablando.
Ginny me miró y arqueó las cejas.
—Perdona.
—Salgamos de aquí y vayamos a tomar una copa a algún sitio —dije apresuradamente—. Vamos, di que sí.
Aquella brizna de incertidumbre volvió al rostro de Ginny. Antes de que pudiera responder, Van Loon dio una palmada y dijo:
—De acuerdo, Eddie. Vámonos.
Ginny se dio la vuelta y preguntó a su padre:
—¿Adónde van?
Me apoyé de nuevo en la pared de roble.
—Al Orpheus Room. Tenemos que seguir hablando de negocios, si te parece bien.
—Vamos de paseo.
—¿Qué vas a hacer tú?
La joven consultó su reloj. Entretanto, yo observaba su espalda y el suave azul de su chaqueta de cachemir.
—Tengo cosas que hacer más tarde, pero ahora me marcho a casa.
—De acuerdo.
Ginny se dirigió a la puerta, me despidió con un gesto, sonrió y se fue.
Cuando nos dirigíamos al Orpheus Room unos minutos después, tuve que reprimir mi gran decepción y concentrarme otra vez en el negocio que teníamos entre manos.
Mi oferta por el piso del Edificio Celestial fue aceptada al día siguiente, y veinticuatro horas más tarde estaba firmando toda la documentación. La carta de Van Loon había silenciado cualquier pregunta sobre mis impuestos, y merced a la discreción con la que se llevó el aspecto económico, debo decir que fue todo muy sencillo. No lo fue tanto decidir la decoración. Llamé a un par de interioristas, visité algunas tiendas de muebles y leí varias revistas, pero estaba indeciso y me sumí en un ofuscado ciclo de planes y contraplanes, distribuciones y contradistribuciones de color. ¿Quería algo diáfano e industrial, por ejemplo, con superficies grises y armarios modulares, o algo exótico y recargado, con sillas Luis XV, grabados japoneses y mesas rojas lacadas?
Cuando Gennadi llegó al piso de la Calle 10 aquel viernes por la mañana, ya había empezado a guardar todas mis cosas en cajas.
Cabía esperar que hubiese problemas, por supuesto, pero no quería pensar en ello.
El ruso franqueó la puerta, vio lo que estaba sucediendo y perdió los estribos casi al instante. Pateó un par de cajas y dijo que se había acabado.
—Estoy harto de ti y de tu hipocresía.
Llevaba un traje holgado de color crema, una corbata rosa y amarilla y el pelo peinado hacia atrás. En la punta de la nariz sostenía unas gafas de espejo con montura metálica.
—¿Qué diablos está pasando aquí?
—Cálmate, Gennadi. Sólo me mudo a otro piso.