Sin Límites (27 page)

Read Sin Límites Online

Authors: Alan Glynn

Tags: #Drama, Intriga, Policíaco

BOOK: Sin Límites
13.09Mb size Format: txt, pdf, ePub

Además, las grietas que habían aparecido y se habían multiplicado desde la mañana se agrandaban y habían quedado a la vista, como una herida abierta. Repasé mentalmente la historia de Melissa una y otra vez, oscilando entre el horror por lo que le había sucedido y el temor de lo que podía sucederme a mí. Me obsesionaba que una decisión descuidada, un estado de ánimo, un capricho, pudiera cambiar tan fácil e irreversiblemente la vida de una persona. Pensé en Donatella Álvarez, y ahora me resultaba más difícil desestimar la idea de que hubiese sido responsable de lo que le había ocurrido por cómo había cambiado su vida de manera tan irreversible. Pensé en el tiempo que había compartido con Melissa, y agonizaba imaginando que podría haber hecho las cosas de otra manera.

Pero aquella situación era intolerable. Debía tomar medidas o no tardaría en caer enfermo, hundirme en una ciénaga clínica, desarrollar algún síndrome y llegar a un punto de no retorno. Así, al primer atisbo de alivio que me procuró la Excedrina, que tan sólo había atenuado un poco el dolor, me levanté del sofá y empecé a pasearme por el piso, como si tratase de sanar de esa manera.

Entonces recordé algo.

Fui al dormitorio y me acerqué al armario. Intentando hacer caso omiso del dolor de cabeza, me agaché y saqué la vieja caja de zapatos, cubierta con una manta y una pila de revistas. La abrí y cogí el gran sobre marrón en el que había escondido el dinero y las píldoras. Metí la mano en el sobre y rebusqué en él, haciendo caso omiso del recipiente hermético de plástico que contenía las más de 350 pastillas que quedaban todavía. Lo que yo buscaba era la agenda negra de Vernon.

Cuando la encontré, empecé a examinarla página por página. Había docenas de nombres y números de teléfono, bastantes de ellos tachados, algunos con nuevos números anotados encima o debajo del viejo. Esa vez reconocí el nombre de Deke Tauber y alguno otro. Por desgracia, no encontré a nadie que respondiera al nombre de Tom o Todd.

Pero, aun así, tenía que haber alguien que pudiera ayudarme, alguien con quien pudiera contactar para obtener información.

A fin de cuentas, pensé, ¿quién era aquella gente?

Por obvio que fuese, y aunque la agenda llevaba semanas en mi armario, no me había dado cuenta hasta entonces de que era la lista de clientes de Vernon.

La idea de que toda aquella gente hubiese consumido MDT en un momento u otro, y de que quizá siguiera consumiéndolo, me turbaba. También dejó mi ego un poco magullado, porque, si bien era irracional creer que nadie más había sentido los increíbles efectos del MDT, pensaba que la experiencia era en cierto modo única y más auténtica que la de otras personas que lo hubieran probado. Esa ligera indignación persistió mientras leía los nombres una vez más, pero entonces me vino a la mente una idea importante. Si toda aquella gente había tomado MDT, eso significaba que era posible consumirlo sin sucumbir a los dolores de cabeza o los desvanecimientos, por no hablar de los daños cerebrales permanentes.

Me tomé otros dos comprimidos de Excedrina y seguí estudiando la agenda. Cuanto más miraba los nombres, más familiares me resultaban, y al final pude ubicar a media docena. Muchos de los que había reconocido pertenecían al mundo de los negocios, gente que trabajaba para nuevas o medianas empresas. Había varios escritores y periodistas y un par de arquitectos. Aparte de Deke Tauber, ninguno era muy conocido para el ciudadano de a pie. Todos gozaban de cierta fama, pero eran mucho más célebres en sus ámbitos, así que pensé que tal vez sería útil investigar un poco su historia. Encendí el ordenador y me conecté a Internet.

Deke Tauber era la elección obvia para empezar. A mediados de los años ochenta se dedicaba a la venta de bonos en Wall Street, donde ganó mucho dinero pero gastó bastante más. Algún miembro de la familia Gant lo había conocido en la universidad, y solía frecuentar fiestas, bares e inauguraciones, lugares donde se ofreciese algún valor añadido. Lo había visto un par de veces y me parecía arrogante y bastante grosero. Sin embargo, tras la crisis de 1987 perdió su empleo, se trasladó a California y ese pareció ser su ocaso.

Tres años después, Tauber apareció otra vez por Nueva York como líder de Dekedelia, una dudosa secta de autoayuda que había fundado en Los Ángeles. Tras unos comienzos modestos, el número de miembros de Dekedelia creció desmesuradamente y Tauber empezó a editar
best-sellers
y videos. Creó una empresa de programas informáticos, abrió una cadena de cibercafés y entró en el negocio inmobiliario. Al poco tiempo, Dekedelia era una empresa multimillonaria con más de doscientos empleados, la mayoría de los cuales eran también miembros de la secta.

Una vez repasada la información que pude encontrar sobre los demás clientes de Vernon, detecté una primera pauta. En todos los casos que estudié se había producido, en los tres o cuatro años anteriores, una repentina e inexplicable progresión en la carrera de la persona. Pongamos por caso a Theodore Neal. Después de dos décadas escribiendo biografías no autorizadas de gente del mundo del espectáculo y trabajando para algunas revistas, Neal había creado de súbito una brillante y cautivadora historia de Ulysses S. Grant. Descrita como una «arrebatadora y original obra de erudición», llegó a ganar el Premio Nacional de la Crítica. O Jim Rayburn, jefe de Thrust, un sello discográfico con problemas económicos, que en un período de seis meses descubrió y fichó a los artistas de
hip-hop
J. J. Rictus, Human Cheese y F Train, y que en otros seis meses contaba con una estantería repleta de premios Grammy y MTV a su nombre.

Había otros casos: directivos de rango intermedio que ascendían rápidamente a consejeros delegados, abogados defensores que hipnotizaban a los jueces para conseguir absoluciones inverosímiles, o arquitectos que diseñaban elaborados rascacielos durante una comida aprovechando la servilleta de un coctel.

Era extraño y, pese al palpitante dolor que sentía detrás de los ojos, sólo podía pensar en una cosa: el MDT-48 estaba en la sociedad. Otras personas lo consumían igual que había hecho yo. Lo que yo no sabía era cuánto tomaban y con qué frecuencia. Yo había consumido MDT de manera indiscriminada, a veces dos, e incluso tres pastillas de golpe, pero no sabía si realmente necesitaba tantas, o si hacerlo intensificaba o prolongaba sus efectos. Supuse que, como la cocaína, era una cuestión de glotonería. Tarde o temprano, si la droga estaba allí, la voracidad se convertía en la dinámica dominante en tu relación con ella.

Así pues, la única manera de averiguar cuál era la dosis adecuada era contactar con algún nombre de aquella lista, llamarlo y preguntarle qué sabía. Fue entonces cuando se hizo patente la segunda pauta, ésta más inquietante.

Lo postergué hasta el día siguiente por el dolor de cabeza, porque era reacio a llamar a desconocidos y porque tenía miedo de lo que pudiera descubrir. Continué tomando comprimidos de Excedrina cada pocas horas y, aunque me aliviaban un poco, persistía aquel latido constante detrás de los ojos.

Resolví que no serviría de nada hablar con Deke Tauber, de modo que el primer nombre que elegí fue el de un director financiero de una empresa de electrónica de mediana envergadura. Recordaba su nombre por un artículo que había leído en
Wired
.

Una mujer contestó el teléfono.

—Buenos días —dije—, ¿puedo hablar con Paul Kaplan, por favor?

La mujer no respondía, y en medio de aquel silencio pensé en la posibilidad de que se hubiese cortado. Para cerciorarme dije:

—¿Hola?

—¿Quién es, por favor? —respondió ella con un tono cansino e impaciente.

—Soy periodista —dije—, de la revista
Electronics Today
.

—Mire… Mi marido falleció hace tres días.

—Oh…

Me quedé helado. ¿Qué podía decir?

Se hizo un silencio que me pareció una eternidad.

—Lo siento mucho —farfullé.

La mujer no dijo nada. Oía un rumor de fondo. Quería preguntarle cómo había muerto su marido, pero fui incapaz de formar las palabras.

Entonces ella añadió:

—Lo lamento… Gracias… Adiós.

Y eso fue todo.

Su marido había fallecido tres días antes, pero eso no significaba nada. La gente se moría.

Elegí otro número y marqué. Aguardé, mirando la pared que tenía delante.

—¿Sí?

Era una voz de hombre.

—¿Puedo hablar con Jerry Brady, por favor?

—Jerry está… —Hizo una pausa y añadió—: ¿Quién es?

Había escogido el número al azar y me di cuenta de que no sabía quién era Jerry Brady o por quién debía hacerme pasar al llamarlo un domingo por la mañana.

—Soy… un amigo.

Después de vacilar unos momentos, dijo:

—Jerry está en el hospital… —Su voz era temblorosa—. Y está muy enfermo.

—Dios mío. Es terrible. ¿Qué le pasa?

—Ese es el problema. No lo sabemos. Hace un par de semanas empezó a tener dolores de cabeza. Entonces, el martes pasado… No, el miércoles, se desmayó en el trabajo…

—Mierda.

—…y, cuando volvió en sí, dijo que había sentido mareos y espasmos musculares todo el día. Desde entonces pierde el conocimiento periódicamente. Sufre temblores y vómitos.

—¿Qué dicen los médicos?

—No lo saben. ¿Qué quiere? Son médicos. Todas las pruebas que le han practicado hasta el momento han sido poco concluyentes. Pero le diré una cosa…

El hombre chasqueó la lengua. Por su tono jadeante me dio la impresión de que se moría por hablar con alguien, pero a la vez no podía ignorar el hecho de que no tenía ni idea de quién era yo. Yo también me preguntaba quién sería mi interlocutor. ¿Un hermano? ¿Un amante?

—¿Sí? Continúe… —dije.

—De acuerdo —respondió, restando importancia a quién diablos era yo— La cuestión es que Jerry se encontraba raro desde hacía semanas, incluso antes de los dolores de cabeza. Como si estuviese muy preocupado por algo, lo cual no era el estilo de Jerry en absoluto. —Hizo una breve pausa—. Dios mío, he dicho «era».

Noté un mareo y apoyé la mano libre en la pared.

—Mire —dije rápidamente—, no voy a robarle más tiempo. Déle recuerdos a Jerry. ¿Lo hará?

Sin mencionar mi nombre ni otra cosa, colgué el teléfono.

Volví tambaleándome al sofá y me desplomé. Estuve allí tumbado media hora, horrorizado, reproduciendo las dos conversaciones una y otra vez.

Al final me levanté y me arrastré de nuevo hasta el teléfono. Había entre cuarenta y cincuenta nombres en la agenda, y hasta el momento sólo había llamado a dos. Elegí otro, y después otro, y después otro.

Pero se repetía siempre la misma historia. De las personas con las que intenté contactar, tres estaban muertas y el resto enfermas, o bien ingresadas en el hospital, o bien en casa, con distintos estados de pánico. En otras circunstancias, aquello podría haber constituido un pequeña epidemia, pero, dado que aquellas personas presentaban unos síntomas muy variados y estaban repartidas por Manhattan, Brooklyn, Queens y Long Island, era improbable que nadie las relacionara. De hecho, lo único que tenían en común era, a mi juicio, la presencia de sus números de teléfono en aquella pequeña agenda.

Sentado de nuevo en el sofá, masajeándome las sienes, miré el bol de cerámica. Ahora no tenía elección. Si no volvía a tomar el MDT, aquel dolor de cabeza se intensificaría y no tardarían en aparecer otros síntomas, los que había oído una y otra vez por teléfono: mareos, náuseas, espasmos musculares y un deterioro de la capacidad motriz. Y, por lo visto, después moriría. Todo apuntaba a que quienes figuraban en la lista de clientes de Vernon iban a perecer. ¿Por qué iba a ser yo diferente?

Pero había una diferencia notable. Podía volver a consumir MDT si así lo decidía. Y ellos no. Yo tenía un alijo considerable de material. Ahí fuera había cuarenta o cincuenta personas con un síndrome de abstinencia grave y tal vez letal porque se les había agotado el suministro. Yo no podía decir lo mismo.

De hecho, el mío no había hecho más que empezar, porque su suministro, o lo que debería haberlo sido si Vernon no hubiese fallecido, era lo que yo había estado consumiendo durante las últimas semanas. Ello me infundía un espantoso sentimiento de culpabilidad, pero ¿qué podía hacer? En mi armario quedaban 350 pastillas, lo cual me otorgaba un margen considerable, pero si había de compartirlas con otras cincuenta personas, nadie saldría beneficiado. En lugar de morir todos aquella semana, lo haríamos la siguiente.

En cualquier caso, resolví que si reducía de manera drástica la ingesta de MDT, prolongaría mis reservas y tal vez acabaría con los desvanecimientos, o al menos los atenuaría.

Me levanté y fui hacia el escritorio. Permanecí allí de pie un momento, contemplando el bol de cerámica, pero antes de extender siquiera el brazo para tocarlo, supe que algo no iba bien. Tuve una alarmante premonición. Cogí el bol con la mano izquierda y miré en su interior. La premonición no tardó en trocar en pánico.

Por increíble que pareciese, sólo quedaban dos píldoras.

Lentamente, como si me hubiese olvidado de moverme, me senté en la silla.

Había dejado diez pastillas en el bol un par de días antes, y sólo había tomado tres desde entonces. ¿Dónde estaban las otras cinco?

Me dio un vahído, y me agarré al lateral de la silla para guardar el equilibrio.

Gennadi
.

El otro día, cuando terminé mi conversación con el director del banco, Gennadi se encontraba junto a la mesa, de espaldas a mí.

¿Se habría llevado unas cuantas?

Parecía imposible, pero me devané los sesos intentando visualizar lo sucedido, la secuencia exacta de movimientos. Y entonces recordé. Cuando cogí el teléfono para llamar a Howard Lewis, le di la espalda.

Transcurrieron un par de minutos, durante los cuales asimilé la alucinante idea de Gennadi bajo los efectos del MDT. ¿Cuánto tardaría aquello en llegar a la calle, cuánto tardaría en averiguar qué era, reproducirlo, darle un nombre comercial y empezar a traficar en clubes, en la parte trasera de un coche o en una esquina? Microdosis cortadas con
speed
a diez dólares cada una. Imaginaba que las cosas no llegarían tan lejos por el momento, al menos si Gennadi sólo tenía cinco dosis. Pero dada la naturaleza del MDT, era lógico pensar que, una vez que lo hubiera probado por primera vez, no se impondría demasiadas restricciones con el resto. Tampoco era probable que olvidara dónde había conseguido el material.

Other books

Defender of Rome by Douglas Jackson
Home to Harmony by Philip Gulley
Marrying the Sheikh by Holly Rayner
Stronghold (Stronghold 1) by Angel, Golden
The God of Small Things by Arundhati Roy
A Solitary War by Henry Williamson
Hunter's Moon by Randy Wayne White
Hers for a While by Danica Chandler