A veces pasaban otras cosas, como por ejemplo lo que ocurrió durante la segunda noche, el
Blocksperre
o «cierre de los bloques», cuando por primera vez vimos a nuestro comandante impacientarse, incluso enfadarse. Aquella noche oímos unas voces lejanas, un caos de sonidos entre los cuales se distinguían gritos, ladridos y disparos que oímos perfectamente desde la oscuridad un tanto asfixiante de nuestro barracón. Otro día vimos a unos hombres que caminaban detrás de la valla. Nos dijeron que regresaban del trabajo, pero yo mismo pude ver que los últimos de la fila empujaban unos carros pequeños llenos de cadáveres. Por supuesto, aquellos espectáculos hacían trabajar mi imaginación. Sin embargo, tampoco era suficiente para pasar el día entero. Así me di cuenta de que hasta en Auschwitz uno puede aburrirse, en el supuesto de ser uno de los privilegiados que se lo puedan permitir. Esperábamos, siempre esperábamos -si lo pienso bien- que no ocurriera nada. Ese aburrimiento y esa espera son las impresiones que mejor definen, al menos para mí, la situación en Auschwitz.
Tengo que reconocer otra cosa: al día siguiente de nuestra llegada me comí la sopa, y al tercero ya la esperaba. El horario de las comidas en Auschwitz era un tanto especial. Nada más levantarnos nos daban un líquido que llamaban café; la comida, que consistía en una sopa, era servida muy temprano, alrededor de las nueve de la mañana. Luego no había nada más, hasta que llegaba el pan con margarina, alrededor de la puesta de sol, antes del recuento vespertino. Así pues, muy pronto -más o menos al tercer día- me acostumbré a la sensación de hambre; los muchachos también se quejaban de lo mismo. Sólo el Fumador observó que él no tenía esa sensación y que sólo echaba de menos el tabaco. Al decir eso con su forma cortante y brusca, su cara reflejaba cierta satisfacción que me irritó; creo que por la misma razón los muchachos lo interrumpieron cuando estaba hablando.
Por sorprendente que parezca, sólo estuve tres días en Auschwitz. En la noche del cuarto día me encontraba de nuevo sentado en un tren, en uno de los conocidos vagones de tren de mercancías. Nuestro destino, según nos habían dicho, era Buchenwald; aunque a esas alturas ya era más prudente con los nombres prometedores, sabía que no podía ser pura casualidad aquella expresión llena de simpatía, de calor, de ternura, de ensoñación y de cierta envidia que había visto en la cara de los presos que nos despedían. Entre ellos había muchos presos antiguos que debían de saber: me daba cuenta por las cintas que llevaban en el brazo, por sus gorros y por sus zapatos. Ellos disponían todos los preparativos relacionados con el viaje; los soldados -simples soldados rasos- estaban más lejos, al otro extremo del andén. En aquella noche silenciosa y pacífica, de colores suaves, nada me recordaba -quizás únicamente su extensión- la estación bulliciosa, llena de nerviosismo, luces, movimientos y voces que nos había recibido tres días antes.
Del viaje no puedo contar muchas cosas: todo ocurrió de la manera habitual. Éramos ochenta, y no sesenta como antes, pero no había equipaje, ni tuvimos que preocuparnos por las mujeres. Teníamos un cubo para las necesidades, hacía calor y estábamos sedientos, como la otra vez, pero soportábamos mejor el hambre. Antes de partir, nos habían distribuido nuestras raciones: una rebanada de pan más gruesa que de costumbre, el doble de margarina y algo que se parecía a una salchicha y que se llamaba
wurst.
Me lo comí todo inmediatamente, primero porque tenía hambre, segundo porque no tenía dónde guardarlo y tercero porque no nos habían comunicado que el viaje duraría tres días.
A Buchenwald también llegamos un amanecer: la fresca mañana de un día hermoso y soleado, aunque con algunas nubes y rachas de viento. En comparación con la de Auschwitz, la estación de Buchenwald parecía el simple apeadero de un pueblo acogedor. El recibimiento no fue tan agradable pues no nos abrieron presos sino soldados. Aquélla fue la primera vez que los vi tan de cerca, de una manera tan directa, tan poco disimulada. Actuaban con la máxima rapidez y disciplina. Se oyeron varios gritos:
«Alle raus! Los! Fünf Reihen! Bewegt euch!»
[¡Todos fuera! ¡Rápido! ¡Cinco filas! ¡Moveos!], unos cuantos golpes, bofetadas y patadas, un par de culatazos de fusil y las respectivas quejas. Pronto estuvimos formados en filas de cinco, como si nos hubieran movido con cuerdas, con un soldado por cada cinco filas, es decir, un soldado por cada veinticinco hombres vestidos con uniforme a rayas, más dos al final del andén, a un metro de distancia aproximadamente, que no nos quitaban ojo de encima. Dejaron de gritar y nos indicaron la dirección que debíamos seguir y los pasos correspondientes, siguiendo los suyos. La columna comenzó a avanzar, ondulando como las orugas que de niño trataba de meter en las cajas de cerillas, ayudándome de tiras de papel y de palillos: todo aquello me aturdió y me impresionó. También me entraron ganas de sonreír porque pensé en aquellos policías húngaros que nos habían escoltado de una manera tan descuidada, tan vergonzosa el día en que fuimos conducidos hasta el cuartel militar. Incluso la actuación exagerada de los guardias me pareció que sólo les había servido para llamar la atención, para darse importancia, comparándola con este procedimiento perfectamente estudiado y ejecutado con total coordinación y en completo silencio. Veía bien sus caras, el color de sus ojos y de sus cabellos y otros rasgos personales, sus defectos, alguna que otra mancha en la piel; aquellos detalles tan humanos me hacían dudar: «¿Serían ellos parecidos a nosotros en el fondo, estarían hechos de la misma materia?». Enseguida me di cuenta de lo equivocado que estaba, yo no era como ellos, claro que no.
Advertí que subíamos por una pendiente cada vez más escarpada, por un camino amplio y cuidado, como en Auschwitz, pero más sinuoso. En los alrededores había muchas zonas verdes, unas casas muy bonitas, chalets entre los árboles, parques y jardines; el paisaje en conjunto, las proporciones, todo parecía armonioso y -puedo afirmarlo con tranquilidad- acogedor, por lo menos comparándolo con Auschwitz. A la derecha del camino, nos sorprendimos al ver un pequeño zoológico con ciervos, roedores y otros animales, entre los que destacaba un oso pardo que, al oír nuestros pasos, adoptó una postura como si fuera a pedirnos limosna, haciendo unos movimientos muy simpáticos; por descontado, con nosotros no tuvo suerte. Después pasamos junto a una estatua que se encontraba en medio de un claro, entre dos caminos que se bifurcaban. La estatua se levantaba sobre un pedestal de piedra blanca, porosa, poco reluciente y tenía muy poca gracia. El uniforme a rayas, la cabeza rapada y su postura indicaban que representaba a un preso. Con la cabeza inclinada hacia delante y una de sus piernas hacia atrás imitaba a un corredor, y llevaba un enorme cubo de piedra en las manos crispadas. Al principio, la miré simplemente como el que disfruta contemplando una obra de arte, de manera desinteresada, como me habían enseñado en la escuela, pero luego se me ocurrió pensar que también tendría un significado, y que ése no sería el más alentador. Luego divisé las vallas alambradas, un portón de hierro entre dos columnas bajas y gruesas con una pequeña construcción por arriba que me recordó al puente de un capitán de barco.
Atravesamos el portón: estábamos en el nuevo campo de concentración.
Buchenwald se hallaba en medio de montes y valles, en la cima de una colina. El aire era puro, y los ojos se deleitaban con la vista del paisaje variado, lleno de bosques y casitas de techo rojo en el valle. El barracón de las duchas está en el lado izquierdo. Los presos eran simpáticos aunque diferentes a los de Auschwitz.
Después de llegar, pasamos por las duchas, los barberos, el líquido desinfectante y el cambio de uniforme. El uniforme era exactamente igual al de Auschwitz. El agua de las duchas, sin embargo, estaba más caliente, los barberos hacían su trabajo con más cuidado y el encargado del guardarropa intentaba acertar con las tallas, aunque fuera dando un vistazo rápido.
Concluidos los pasos habituales, nos dirigimos a una ventanilla, donde nos preguntaron si teníamos algún diente de oro. Luego, un compatriota, un antiguo preso con pelo, inscribió nuestros nombres en un libro y nos entregó un triángulo amarillo y una cinta de tela a cada uno. En medio del triángulo había una letra «U» para señalar que éramos húngaros y, en la cinta, un número, el mío, por ejemplo, era el 64.921. Me recomendaron que aprendiera a pronunciar correctamente ese número en alemán,
Vier-und-sechzig, neun, ein-und-zwanzig,
puesto que ésta debía ser mi respuesta en caso de que me pidieran la identificación. No grababan el número en la piel, y si, preocupado por ello, lo hubiera preguntado en la ducha, un antiguo preso me habría contestado enfadado, levantando las manos y mirando al techo:
«Aber Mensch, um Gotteswillen! Wir sind ja doch hier nicht in Auschwitz!».
[Pero, hombre, por el amor de Dios. Esto no es Auschwitz.] No obstante, antes de que llegara la noche, tanto el número como el triángulo debían estar cosidos al traje, a la altura del pecho, con la ayuda de los únicos propietarios de hilo y aguja: los sastres. Si uno se aburría de hacer cola todo el día esperando turno, podía incentivarlos con una parte de la ración de pan con margarina, pero, de todas formas, lo hacían sin recibir nada a cambio, puesto que era su deber, según decían.
En Buchenwald no hacía tanto calor como en Auschwitz; los días eran grises y lloviznaba a menudo. A veces nos sorprendían con sopa de pan caliente por la mañana; la ración de pan en general era el tercio de una barra o incluso la mitad, no como en Auschwitz, donde la ración normal era un cuarto y a veces un quinto; la sopa del mediodía era sustanciosa e incluso a veces contenía restos de carne o, con mucha suerte, un trozo entero. Aquí supe también qué era el
Zulage
[suplemento], que consistía en una salchicha adicional o una cucharadita de mermelada añadida a la habitual margarina, según refirió con satisfacción el oficial vigilante. En Buchenwald dormíamos en tiendas de campaña -puesto que era un
Zeltlager
[campo con tiendas] o, con otra denominación, un
Kleinlager
[campo pequeño]. Dormíamos en lechos de paja y, aunque el espacio era reducido, por lo menos podíamos acostarnos. Las alambradas no estaban electrizadas, pero debíamos tener en cuenta que si se nos ocurría salir de la tienda seríamos despedazados por los perros, cosa que no nos sorprendió por muy exagerado que pudiera parecernos al principio. Al otro lado de la valla, por donde los caminos subían a la colina, entre los barracones verdes bien cuidados y los edificios de piedra, todos los atardeceres teníamos ocasión de realizar nuestras compras: los presos antiguos que dormían allí nos vendían cucharas, navajas, platos e incluso ropa. Uno de ellos me ofreció un suéter por el «módico precio», dijo, de medio pan, pero al final no se lo compré puesto que en verano no necesitaba suéter y el invierno -pensaba- estaba todavía lejos.
Allí comprobé también que existían diversas clases de triángulos y letras: yo no conocía todas, no siempre me enteraba de cuál era el país de origen de cada una. Por la zona de la tienda donde dormía, también se oían palabras húngaras pronunciadas con acento provinciano, y a menudo reconocí aquel idioma extraño que había oído por primera vez de boca de los presos que nos habían recibido en la primera estación. En Buchenwald no había recuento vespertino para los habitantes del
Zeltlager,
y los lavabos estaban al aire libre, entre árboles: eran muy parecidos a los de Auschwitz, con la diferencia que la pila era de piedra y el agua corría por los tubos y caía -con más o menos fuerza- durante todo el día; así pues, por primera vez desde que había llegado a la fábrica de ladrillos, ocurrió el milagro: pude beber agua en cuanto tenía sed o, incluso, por el simple gusto de hacerlo.
En Buchenwald también había un crematorio, por supuesto, pero sólo uno, y no era el objetivo del campo, no era su móvil ni su razón de ser -lo puedo afirmar con toda seguridad-, sino que en él sólo se incineraba a la gente que moría en el campo, debido a accidentes naturales de la vida, por decirlo así. Los presos más antiguos me dijeron que lo más importante en Buchenwald era evitar la cantera, aunque, añadieron, últimamente apenas se utilizaba, al contrario de lo que había sido normal tiempo atrás. El campo funcionaba desde hacía siete años, y a él llegaban personas de otros campos más antiguos, entre los cuales se mencionaban los de Dachau, Oranienburg y Sachsenhausen: eso explicaba las sonrisas indulgentes de los presos «bien vestidos» que había visto al otro lado de la valla, algunos de ellos con números de cuatro e incluso de tres dígitos.
Cerca de nuestro campo -así me dijeron- se encontraba la ciudad de Weimar, famosa en la cultura occidental. Yo también estaba enterado de su existencia, claro, puesto que allí había escrito sus famosas obras el autor del poema que empieza
«Wer reitet so spät durch Nacht und Wind?»
[¿Quién cabalga tan tarde con el viento en la noche?], que, como otras muchas personas, sabía de memoria. Según me dijeron el autor también había plantado un árbol con sus propias manos, que pronto se hizo frondoso y que se encontraba en algún sitio de nuestro campo, junto al que había una placa conmemorativa y una valla para protegerlo de los presos. En resumen, no tardé en comprender la expresión de los rostros que nos habían despedido en Auschwitz; puedo decir que yo también me encariñé pronto con Buchenwald.
Zeitz, el campo de concentración que llevaba el nombre del pueblo, estaba a una noche de camino en tren desde Buchenwald, más una caminata de veinte o veinticinco minutos. Allí nos acompañaron los soldados, por un camino que discurría entre campos labrados y un paisaje campestre. Éste, nos aseguraron, sería destino definitivo para todos aquellos cuya letra inicial del apellido se encontrara antes de la «M» en el abecedario; los demás irían al campo de concentración de la ciudad de Magdeburgo, cuyo nombre me resultaba conocido por mis estudios de historia; así nos lo habían comunicado en Buchenwald, en el curso de la cuarta noche, en medio de una enorme plaza iluminada con focos, los presos encargados que llevaban las listas en la mano. Lo único que me apenó fue que me separarían de los muchachos y sobre todo de Rozi: el capricho de los apellidos nos llevó a distintos trenes y a mí, en concreto, me separó de todos los demás.
Creo que no había nada peor, nada más agotador que los esfuerzos y las cargas que había que soportar al llegar a un nuevo campo de concentración. Así pude comprobarlo en Auschwitz, en Buchenwald y en Zeitz. Por otra parte, me di cuenta de que había llegado a un campo de concentración pequeño, pobre, alejado y provinciano, por decirlo de alguna manera. No había duchas, ni siquiera crematorio, al parecer éste sólo se encuentra en los campos más importantes. El paisaje era plano, sólo desde el final del campo se divisaban unas colinas y montes: «la sierra de Turingia», así me dijeron que se llamaba. Las vallas alambradas con las cuatro torres de vigilancia en los cuatro ángulos se encontraban justo al lado de la carretera. El campo se levantaba en un terreno cuadrado, una enorme plaza polvorienta, abierta y comunicada con la carretera a través del portón, rodeada por los otros tres lados por tiendas de campaña enormes como un hangar o una carpa de circo.