Silencio de Blanca (5 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Erótico, Intriga

BOOK: Silencio de Blanca
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Y me gustó descifrar aquella hermosura labrada de sus años.

—Es usted un personaje especial. Héctor —sonrió, inclinándose hacia mí—. Héctor, ¿verdad?

—Sí: Héctor Hernando.

—Héctor Hernando —repitió—. Algún día veremos su nombre en las carteleras del auditorio.

—Por favor, qué va.

—Pero no tiene manos de pianista.

Tiene razón: mis manos son cortas, breves, corpulentas como todo mi cuerpo. Cuando ella me lo hizo notar, las contemplé con cierto rubor.

—Es verdad —dije—, pero mis dedos son muy sensibles. Eso es lo que importa. Chopin también tuvo problemas con las manos: se colocaba tacos de madera entre los dedos para alcanzar las octavas...

La conversación, agotada, terminó en ese instante; nos levantamos y tuve de nuevo la visión fugaz de su cuerpo mientras volvía a ponerse la chaqueta: es alta y fuerte, esbelta, la cintura apretada hasta más allá de la anatomía, con el cinturón de hebilla dorada casi cercenándola, y sus anchas y poderosas caderas. Dejé algunas monedas en la mesa y salimos. No recuerdo la despedida, quizás porque no existió: sólo la fórmula tradicional del adiós, pero trivial, con la seguridad de los que saben que volverán a verse.

(En la partitura: el tema vuelve a repetirse en variaciones rápidas de semicorcheas y fusas; de improviso, un grupo de fusas ligadas, con forza.)

La exposición en el Centro Reina Sofía ocupaba toda una planta. Era de un solo autor, desconocido para mí, pero me gustó: utilizaba motivos infantiles y los deformaba sutilmente. Muñecas, ruedas de triciclos, soldados de plomo con el uniforme descolorido, todo formando curiosos collages con trozos de espejo y mecanismos inservibles. Las muñecas en especial me parecieron inquietantes: pequeñas, barrigudas, calvas, de ojos extirpados, a veces desnudas y mutiladas o con las piernas regordetas atornilladas en posiciones imposibles, pero también presas en la inmovilidad polvorienta de un vestido antiguo, los cuellos ahorcados en rancios encajes, corpiños o faldas con pequeñas manchas amarillas. Se amontonaban en vitrinas cúbicas, por entre pasillos y salas numeradas con aires de hospital lujoso.

Era sábado por la mañana, a la hora de apertura, y no había demasiado público, por lo que la divisé de inmediato en cuanto llegué: al fondo de la galería, de pie, con el vestido del ritual.

De cintura para arriba, en el ritual del espejo, somos iguales: ambos llevamos chaqueta azul marino, camisa blanca y corbata negra. Ella, además, gafas de sol, y su largo cabello blanco suelto sobre los hombros. A partir de la cintura, la diferencia: en ella, una breve minifalda de escolar, negra y fruncida, despuntando por debajo de la chaqueta, que dejaba sus piernas completamente desnudas. En esa tela plegada y escasa se hundían ambos muslos, firmes, del color de la piel de un niño. Los músculos de sus pantorrillas resaltaban, porque andaba de puntillas sobre difíciles zapatos de tacón.

Blanca también me vio. imitándola, me coloqué como ella, de cara a la pared, las manos entrelazadas, divertido por la armonía de nuestra imagen. De inmediato dio comienzo el ritual.

No sé por qué, pero nos copiamos sin rencilla, con una fluidez casi melódica, siguiendo un orden improvisado de gestos, obedeciendo al otro en cualquier extremo hasta que la obediencia se hace adivinación o milagro. El motivo es imaginar un enorme espejo entre ambos: los efectos últimos de esta fantasía son sorprendentes.

Allí, de pie, comencé llevándome la mano a la cabeza: ella repite el gesto casi al mismo tiempo; me aliso el pelo y ella hace lo propio con el suyo. Regresamos al reposo y continuamos mirándonos: el público cruza nuestro espejo indiferente. Me ajusto el nudo de la corbata; ella me copia con su corbata; mantengo los dedos en la estrechez de la seda y juego a descender por ella hasta los primeros botones de la chaqueta: ella también llega, junto a mí, y toca el botón más alto en el instante en que yo lo hago.

La sala de la exposición es casi circular e invita a girar con lentitud. Eso es lo que hacemos. Comienza ella, alrededor de unas vitrinas donde las muñecas se reúnen formando corros. Me persigue con suprema paciencia y yo huyo de igual manera, en sentido inverso a las agujas del reloj, sin abandonar la visión de su figura adolescente. Sus piernas desnudas agitan la falda al moverse, los altos zapatos imprimen un contoneo leve a las caderas; las piernas sobresalen únicas de su traje de escolar, y pienso en su íntima desnudez bajo la falda y me estremezco; los muslos se tensan al avanzar casi con pereza; los altísimos tacones golpean el suelo con un ruido que no me alcanza. Me detengo entonces. Ella se detiene más allá de las vitrinas, pero seguimos viéndonos. Deslizo mi mano por el pecho y sigo la línea de los botones de la chaqueta. Descendemos ambos, sincrónicamente, y siento la llegada de mis dedos antes de que se produzca: al mismo tiempo distingo los suyos sobre la falda, jugando alrededor de la zona que nos impulsa a continuar, rodeándola con levedad, en un gesto repetido que termina por llamar la atención. Aparto la mano, y ella, adivinando, la aparta simultáneamente. Por un instante ha habido cierta reencarnación en el ritual: de repente he cerrado los ojos y me he sentido con los muslos desnudos, al descubierto —la piel delicada y libre palpando el aire de la sala, los roces infinitos de objetos y seres—, protegidos apenas por la nimia barrera de la falda; los pies elevados, los empeines introducidos en angostos zapatos de tacón.

Por un instante estuve desnuda y maquillada. Y por un instante, en ella, imagino verme las piernas cubiertas por pantalones cómodos, el tórax amplio, los hombros anchos, el sexo petrificado bajo la ropa interior.

Caminamos hacia el bar manteniendo la distancia por entre un pasillo de reflejos deslumbrantes. Ocupamos mesas diferentes, pero enfrentadas, y pedimos lo mismo: copas de cerveza. Sonrío hacia mi reflejo, el mentón apoyado en la mano, y ella, allí, en ese otro extremo inaccesible, me sonríe con dulzura. Muevo los labios en un «te amo» silencioso que ella imita. Sirven nuestras copas casi a la vez camareros colaboradores y alzamos ambas en un mismo brindis.

Coloco la mano en mi rodilla y, sin haberlo pretendido, consigo que ella haga lo mismo: de repente percibo que, tocándome, lograré tocarla desde la distancia, y esa impunidad, esa obediencia inmediata del reflejo me trastorna; si yo me desnudara, pienso, frente a ella, o si cometiera alguna obscenidad con mi propio cuerpo o con el de otro, o si me dañara, ella tendría que hacerlo. Pensándolo, froto el muslo izquierdo con mi mano abierta hasta desbaratar la simetría del pantalón: ella, allá lejos, acompaña mi gesto con un eco exacto, pero sobre su piel desnuda. Tomo mi carne bajo la tela, la obligo a tomar la suya. Rebusco en mí, en el interior de los muslos, con un gesto femenino que sólo el decoro me impide hacer más ostentoso, y ella, fiel, desdeña las miradas y me remeda casi superándome. Rozo mi sexo con el pulgar y fantaseo con ese roce en su propio sexo: la coincidencia de removernos ambos en el asiento otorga fuerza a la ilusión. Cruzamos las piernas. Las des cruzamos en un gesto casi consecutivo. Yo las separo y ella me acompaña: sonrío al comprobar que mostrará su propia desnudez, pero me detengo. Ella, sonriente, se detiene. Vuelvo a cerrar las piernas y cierro las suyas con el gesto. Abandonamos juntos el bar.

Estamos preparados para traspasar por fin esa barrera imaginaria que hemos ido creando, el falso azogue que nos separa.

Escogemos uno de los ascensores exteriores: por los curvos cristales entra al principio casi todo Madrid desde la altura y el aire azul de una mañana bonita y otoñal, y por fin las casas grises y las aceras pobladas. Bajamos, frente a frente, al principio en solitario, ambos recostados en paredes opuestas, y empezamos a acariciarnos: en ella el movimiento recoge la faldita negra hasta casi las caderas. Observo sus muslos juntos y trato de imaginarme su placer —que es el mío— humedeciéndola, su mano deslizándose como haría la mía en ella, entre la ternura del interior de sus piernas, las rodillas muy juntas. Allí, en sus gafas de sol, distingo guardada una convexa miniatura de mi cuerpo reflejado.

El ascensor se detiene a media altura y entra gente. Un hombre se coloca entre nosotros, calvo y delgado como un fiel de balanza, y arruga el pequeño rostro al contemplar los tanteos de Blanca.

Seguimos descendiendo entre cristales trasparentes como figuras de escaparate; el ascensor es una noria sin vértigo que nos posa lentamente en la ciudad. Inmóviles, el uno frente al otro, continuamos mirándonos; pero la gente enturbia el reflejo. Por un instante imagino nuestro doble orgasmo: gemir con un solo gemido, quizás abrir una sola boca. Eso también es amor. Lo murmuré de nuevo —te amo— y te vi susurrarlo a lo lejos. Pensé: «Cuánto te amo. Somos los únicos habitantes de un mundo repleto de belleza, y por un instante sale el sol sobre nuestra tierra y nos contemplamos en absoluta soledad».

Salimos del Centro de Arte y caminamos distanciados hacia la calle; pero nuestra distancia es mera ficción, porque las miradas, que no se separan, nos acercan más que los abrazos de otros. Las aceras del Paseo del Prado nos permitieron alejarnos paralelamente: las palomas jugaron con nosotros y se apartaron a la vez de nuestros pies. Blanca cruzó entonces la avenida y continuó caminando más allá, lejana, aunque hasta el último momento pude observar que su cuerpo imitaba al mío. Soñé después, al perderla, con que el reflejo continuase, como la sombra que se ausenta con la luz pero sigue bajo los pies, dócil, sumisa, silenciosa. Mi sombra blanca.

(En la partitura: cambio de tema, agitato, rápidos arpegios de la mano izquierda, tumultuosos.)

A veces una pesadilla no me enfada si hay algo en ella que pueda resultar hermoso: pero esta noche todo ha sido oscuro y he despertado lleno de sudor y casi borracho de sueño malo. Sin saber qué hacer, recordé el ritual de ayer sábado, me excité sin remedio ante la evidencia de las imágenes y regresé al piano en medio de la tiniebla. Ahí guardo mis notas de Valldemosa; cogí la pluma y las completé:

«En 1838, Chopin viaja a Mallorca con Aurore Dudevant, de soltera Dupin, cuyo seudónimo literario era George Sand, y se hospeda por unos meses en el monasterio de Valldemosa, donde termina de componer los Preludios.

Imagínalo tocando en la oscuridad del convento.

Imagina, por ejemplo, que interpreta la misteriosa melodía del Nocturno en si mayor, opus 9.

Puedes pensar que la ventana, la única ventana de su celda, se halla abierta, y que por ella penetra el resplandor platino de la luna. Pero también puedes imaginar unos barrotes, rotos a intervalos irregulares de tal forma que la luz lunar, al pasar por entre ellos, fabrica sombras que son como párrafos interrumpidos o columnas de versos incompletos.

Y ahora imagínala a ella, a George Sand, paseando desnuda mientras le escucha tocar: sobre su cuerpo, iluminado por la luna, se trazan las rayas dispares de las sombras.

Su cuerpo desnudo y cubierto de azul plata, franjeado de líneas negras.

Imagínala así como un tigre nocturno.

Imagínala paseando desnuda mientras Fryderyk termina de ejecutar el opus 9, número 3. Piensa en esas líneas de tigre prestadas por la luna y las sombras.»

La visión me hizo componer algo misterioso. Pero después, recordándolo sin los resabios del sueño, ha dejado de gustarme.

Ritual del castigo

Nocturno en fa mayor opus 15 número 1

(En la partitura: andante cantabile, comienzo semplice e tranquillo, ritmo de tresillos en la mano izquierda.)

He tocado hasta permitir que el recuerdo me invada, pero ha sido tan a traición que apenas lo supe hasta que se hizo concreto dentro de mí, casi visible. Me sumergí en el primer Nocturno, opus 15, hasta regresar a mi infancia, pero en silencio. No puedo decir nada de mi infancia —¿y quién puede?—: la felicidad no estaba inventada; las lágrimas eran gotas vacías; había dolor, y juego, y soledad.

Transcurrieron muchos años antes de Lázaro, que fue el resultado no del todo deseado de un segundo matrimonio de mi padre. Para mí, muchos años de ideas, de deseos, de ansias que aguardaban su momento.

Una tarde escuché un piano: eso decidió mi profesión. Su sonido me invade ahora: era un piano tan antiguo que sus teclas poseían voz doble, la nota musical y el quejido de la madera. Sonido de madera, madera dulce, olor a música vieja por toda la habitación, melodía de madera que se alzaba como una fragancia. Oigo ese piano en mi recuerdo: al mismo tiempo melodía y golpes, pasos de gato sobre el teclado, crujidos bajo la trama musical.

Elisa llegó puntual, como siempre, pero casi podría decirse que se materializó entre las sombras. Incluso su forma de tocar el timbre fue discreta. Me acerqué a la puerta en zapatillas, abrí y vi oscuridad: ella estaba envuelta por esa tiniebla, sus gafas lanzando breves destellos. Le dejé paso, nos saludamos, observé su vestido y quedé atónito: una larga camiseta hasta la mitad de los muslos, rebeca ultramar, calcetines y zapatos de deporte. Aplastaba las partituras bajo el brazo y parecía deseosa por empezar: se despojó de la rebeca, se sentó frente al piano y comenzó el estudio de Czerny con grandiosa tranquilidad.

La observé: queda desprotegida cuando toca. Sus manos no pueden envolver los pequeños pechos, las piernas se mueven ante la mirada, se descubren los muslos mientras pisa los pedales. Queda tan abandonada que se vuelve peligrosa.

Sus padres saben mucho de este peligro: antes de recibida como alumna yo mismo sufrí un examen. La madre es culta, una mujer de mundo, ha vivido en Francia, o es medio francesa, o tiene parientes franceses, aunque su acento es muy español; esconde el verdadero color de su pelo hasta un punto que parece que ni ella misma lo recuerda, pero la última vez que la vi lo llevaba dorado mate; sin embargo, la hija ha salido a ella en la serena belleza del rostro. El padre es un negociante suspicaz: vino tan sólo la primera vez y dejó que su esposa se mostrara encantadora y refinada mientras él se dedicaba, con sus ranurados ojos engastados en dos bolsas de grasa, a espiarme y espiar mi alrededor: los diplomas y cursos enmarcados, la calidad del piano en el salón, mi forma de hablar o gesticular; valoraba el estuche donde pensaban depositar su querida joya. Sin embargo, en ningún momento hubo tensiones: llegamos a un breve acuerdo y en la siguiente visita el padre fue sustituido por la propia Elisa. Pero esto ya es sólo una anécdota sin importancia: la rutina regresó con lentitud, e incluso ella, a sus trece años —ahora tiene catorce—, se convirtió en una alumna más. No me equivoco: ella era una alumna más, pero no se resigna. O quizás su excepción anida en mí, o en algún espacio invisible entre ambos. Es posible, muy posible, que ella desconozca que no es sólo una de tantas alumnas. Yo tampoco me considero culpable a ciencia cierta: fue una revelación, creo que mutua.

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