Siete días de Julio (2 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, Policíaco, Relato

BOOK: Siete días de Julio
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—¿Indultado?

—Sí.

—Sí, señor.

—Sí, señor.

—¡Demasiada manga ancha estamos teniendo con éstos! —Se volvió a los otros dos mientras agitaba ante ellos el certificado de cumplimiento de la condena.

—En unos días podemos cogerle por la Ley de Vagos y Maleantes como no encuentre trabajo, y a su edad… —dijo con una sonrisa su compañero vestido de paisano.

El del bigote le devolvió los papeles.

—Rojos de mierda… Mira que quedasteis, ¿eh?

Miquel Mascarell se los guardó. Cerró la maleta él mismo.

—¡Arriba España!

Le miró con expresión neutra.

—¿Estás sordo o qué? —Pegó su cara a la suya el hombre sin dejar de gritar.

—Sí, las explosiones de los barrenos en el Valle me dejaron un poco sordo mintió manteniendo su inexpresividad—. Eso y la edad, claro.

—¿Valle? ¿Qué Valle?

—El de los Caídos.

—¿Has estado trabajando en esta magna obra?

—Sí.

—¡Al menos tienes un motivo de orgullo!

No le contestó. Ya tenía la maleta en la mano.

—¡Será mejor que te andes con ojo, Miguel Mascarell Folch! —Lo pronunció convirtiendo la elle en una ele y borrando la ce hache del mapa de su nombre.

—Lo intentaré.

Un paso.

Pero no se libró.

—¡Arriba España!

—Arriba.

—¡Con más entusiasmo, cojones!

—Arriba España.

—¡Ese brazo!

Tragó saliva.

Y alzó el brazo derecho, los dedos rectos, la palma hacia abajo. No valía la pena haber pasado todos aquellos años sobreviviendo, aunque fuera sin saber por qué, para caer en Barcelona el primer día de su regreso. Cuando se alejó por el andén en dirección a la salida lo acompañaron las risas de los que dejaba atrás.

2

Creía que el impacto de la realidad se había producido al bajar del tren y poner un pie en el suelo. Comprendió que no era así en el mismo instante de salir a la calle y dejar la estación a su espalda. El impacto de la realidad era ése, dar sus primeros pasos por la ciudad, su ciudad, su vieja y a la vez nueva Barcelona, violada, ultrajada y derrotada aunque no hundida.

Después de todo, la historia seguía.

Algún día la guerra, la posguerra y lo que hubiera más allá de ellas sería parte del pasado.

«Catalunya triomfant, tornarà a ser rica i plena…».

Caminó como un sonámbulo hasta la plaza del Palacio y se detuvo al llegar al centro de la plaza. Además de alguna bicicleta y los habituales tranvías, circulaban coches, pocos, y carros, muchos, pero lo que más se veía, a tan escasa distancia de la Barceloneta y del puerto, eran peatones: trabajadores, marineros o pescadores vinculados a las faenas del mar. Algunas casas todavía mostraban heridas de la guerra, impactos de bala o estucados mordidos por la metralla de alguna bomba. En enero del 39 el frío mantenía las ventanas cerradas, al menos las que conservaban los cristales. Ése era un recuerdo muy vivo en su mente. Ahora, por el calor del verano, estaban abiertas de par en par, con ropa tendida y alguna que otra mujer u hombre acodados a alféizares y balcones.

Lo malo era la calle, a ras de suelo, a la altura de los ojos y la mente. Las huellas de la victoria franquista le golpearon la conciencia con sus múltiples manifestaciones: retratos de Franco pintados en negro en las fachadas de las casas, el yugo y las flechas de rigor ocupando cada espacio, la repetición de la palabra «España», convertida en bandera de unos en vez de patrimonio de todos, el escudo nacional con el águila de San Juan, las dos columnas de Hércules y el fogoso «Una, Grande, Libre» campeando en su parte superior…

Y aquí y allá, salpicando el paisaje, boinas rojas, camisas azules, tricornios… Tuvo que apoyarse en un banco, sin fuerzas.

Por allí había caminado con Quimeta. Por allí iban a la playa en sus primeros años de casados, antes de que él se convirtiera en inspector de policía y las necesidades del cargo le restaran más y más tiempo a su vida familiar. Por allí llevaron de la mano a Roger siendo niño.

Por allí…

No supo cuánto rato le llevó recuperarse, ni en qué momento echó a andar de nuevo. De repente se encontró en el paseo de Colón, con la plaza de Antonio López, Correos y la Vía Layetana frente a él. Ahora todos los nombres estaban en castellano.

Algo le impulsó a seguir.

Supo qué era cuando, algunos minutos después, alcanzó las Ramblas. Colón continuaba igual, señalando con su dedo un mundo inexistente más allá de los mares. Había muchos caminos, pero sólo aquél llevaba a todas partes. Quizás su hermano estuviese en una tierra bañada por aquellas aguas, México, Argentina, Cuba… O quizás hubiese muerto en su huida aquel mismo enero del 39, o en los campos de refugiados que se decía que habían instalado los franceses al otro lado de los Pirineos, sólo para encerrar y humillar a los republicanos, tratándoles como perros antes de que unos murieran, otros se exiliaran y otros se vieran obligados a combatir en la Segunda Guerra Mundial.

La Segunda.

Ya tenían que numerarlas.

Y eso que el siglo XX no había llegado ni siquiera a la mitad. La campanilla de un tranvía le hizo detenerse. Pasó a escasos centímetros de su cuerpo, rechinando sobre las vías. La gente se amontonaba en las entradas, en sucesivas capas de cuerpos en precario equilibrio. Una cebolla animada. Subir se le antojó imposible. Bajar, una lucha titánica. Un carro cargado de carbón y tirado por un burro también reanudó la marcha, con el carretero azuzando al animal mediante un sucinto chasqueo de lengua. Iba ojo avizor, no fuera a caérsele un pedazo de carbón que cualquiera no tardaría en recoger.

Le asombró la densidad humana de la Puerta de la Paz y la cabecera de las Ramblas.

Y volvió a ver el mar.

Por el paseo de Colón, con el Moll de la Fusta a su izquierda, era imposible verlo.

Lo impedían los almacenes y tinglados del puerto, un muro que separaba la ciudad de sus cálidas aguas. Allí en cambio, si bien plomizo y sucio como las aguas de cualquier puerto del mundo, el Mediterráneo se hacía realidad.

Otra emoción.

Porque tantas, tantas veces lo había echado de menos en mitad de aquel desierto de piedra en el que estuvo confinado…

Se acercó al Muelle de Atarazanas, al embarcadero de las Golondrinas que iban hasta el extremo del espigón, cargadas de niños y padres, y fue capaz de sentarse en el mismo suelo tanto para descansar como para embeberse de aquella imagen que le devolvía a la infancia, al pasado, a un tiempo que ahora constituía un asombro en su memoria.

—Nunca nos arrebataréis eso —susurró casi como en un rezo. No quería dejarse llevar por la nostalgia, pero se dejó llevar. No quería dejarse arrastrar por el abatimiento, pero se dejó arrastrar. No quería sentir la depresión, pero la sintió. Después de todo volvía a la vida. A otra vida, pero volvía. Sus terminaciones nerviosas detectaban restos de la energía perdida que emergían de sí mismo. Ocho años y medio muerto para sucumbir, o renacer, con la descarga de adrenalina que representaba todo aquello. Cuando a uno se le dormía un brazo, o una pierna, debido a una mala posición, bastaban unos segundos para que la sangre, corriendo de nuevo por sus venas, le vivificara. El «despertar», mientras los músculos se desentumecían, producía un cosquilleo muy cálido.

Quimeta solía decirle que todo tenía un significado, a veces impreciso, a veces dudoso, pero significado al fin y al cabo. Ella creía en el destino.

Quimeta siempre fue una optimista, y él un pragmático. Sería por su trabajo, por su talante siempre taciturno.

Talante de policía viejo.

Se incorporó un buen rato después y le dio la espalda al mar. Cruzó la plaza de la Puerta de la Paz y enfiló Ramblas arriba. El bullicio era contagioso. Casi le engañó.

El frontón, los primeros cines, la plaza del Teatro, la plaza Real… Algunas mujeres eran hermosas, algunos hombres parecían felices, algunos niños jugaban. Pero no todas las mujeres sonreían, ni todos los hombres caminaban con la cabeza erguida, ni todos los niños exteriorizaban alegría. Había algo, latente, a flor de piel, que sólo él y los que eran como él podían percibir. Los gatos viejos de la vida. Los habituados a asomarse al alma mirando directamente a los ojos de las personas. Los que captaban el tono y la intención de la voz y las palabras. Los que detectaban la miseria y el hambre.

Miseria y hambre.

Se sintió muy cansado a la altura de la calle Hospital, no por el viaje en tren o por la caminata, sino por su tensión mental, incapaz de soportar más choques con la realidad después de tantos años de vacío anímico; con la maletita pesándole como si llevara piedras, se internó por la calle escrutando las casas a ambos lados de la vía.

No tuvo que caminar mucho.

La pensión se llamaba Rosa, y no era mejor ni peor que otras muchas que pudiera encontrar en la zona. Más bien tiraba a humilde en grado superlativo. Pero le gustó el nombre. Eso y su instinto le decidieron. Escrutó calle arriba por si divisaba otra pensión y se metió en ella resuelto a concluir su breve viaje de reencuentro urbano.

Subió tres estrechos peldaños y se encontró frente a un mostrador de madera cubierto por un tapete verde, al estilo de las mesas de juego. No tuvo que llamar.

Entre las lágrimas de una cortina formada por tiras de piedras blancas y transparentes, situada a su derecha, apareció una mujer de mediana edad, mediana estatura y mediano aspecto. Sus ojos eran grandes y el pelo, ralo. La penumbra le dio aire de bruja hasta que su rubicunda faz se expandió con una sonrisa de bienvenida.

Miquel Mascarell dejó la maleta en el suelo.

—¿Tiene habitaciones?

—Sí.

—Bien.

—¿Tiene papeles?

—Los tengo.

—Entonces démelos.

Los sacó por segunda vez y se los entregó a ella. Cuando la mujer los leyó, tras desplegarlos, no alteró en absoluto sus facciones.

Muy posiblemente no eran los primeros que veía.

Se tomó su tiempo.

—¿Quiere que dé a la calle? —le preguntó dejándolos a un lado.

—Sí, por favor.

—A veces hay ruido. Lo decía por eso.

—Me gusta el ruido.

En el Valle las noches eran muy silenciosas.

Los días no. Las noches sí.

—¿Quiere verla antes?

—No es necesario, sé que tendrá una cama, un armario, y que será limpia y cómoda.

—Eso puedo asegurárselo… —manifestó con orgullo al tiempo que volvía a deslizar una mirada hacia los papeles—, señor Mascarell. No encontrará otra pensión más limpia en todas las Ramblas. Se lo digo yo.

—Gracias.

—He de tomar nota de sus datos —le informó.

—Lo sé. Hágalo.

—Y he de informar de su llegada.

—También lo sé. Es la ley.

Pensiones y hoteles debían informar a la policía de quiénes se alojaban en sus establecimientos.

Control.

La mujer le observó con atención.

—Se portará bien, ¿verdad?

—¿Cómo dice?

—No quiero líos.

—¿Tengo aspecto de querer meterme en líos? ¿A mis años?

—Yo sólo se lo digo.

—No tenga miedo.

—¿Cuántos días se quedará?

Los tres términos le dieron que pensar. «Cuántos» se refería a un número determinado o indeterminado de noches de pernoctación allí. «Días» era un plural lleno de incógnitas. «Quedarse» representaba echar unas mínimas raíces.

Y no tenía respuesta para ninguna de las tres palabras.

—No lo sé —admitió.

—¿Una semana, un mes…?

—No lo sé, señora. De verdad. Acabo de… llegar y no sé… Estuvo a punto de decir «acabo de salir».

—Me llamo Rosa. —Le tendió la mano inesperadamente. Miquel Mascarell se la estrechó.

—¿Le importa que tome nota de sus datos luego y le suba sus papeles? Así no le entretengo. Es que escribo muy despacio, ¿sabe?

—No, no me importa, pero tenga cuidado con ellos.

—Sí, hombre, claro. Venga.

Cogió una llave de debajo del mostrador, salió de detrás de él y le tomó la delantera. Su cuerpo osciló de lado a lado al andar, como un diapasón humano. Él recogió la maleta y la siguió. Subieron unas escaleras tan estrechas como la entrada, hasta el primer piso. La habitación tenía un número en la puerta.

El 9.

La señora Rosa la abrió.

Como un extraño al otro lado del mundo, Miquel Mascarell cruzó el umbral de la que iba a ser su nueva casa en la ciudad que muchos años atrás le había visto nacer.

Día 2
Lunes, 21 de julio de 1947
3

El nicho, afortunadamente, estaba situado en el segundo nivel. Eso le permitía mirarlo de frente, tocarlo, sentirlo. Las personas con nichos en los niveles altos requerían escaleras con plataformas que los empleados aproximaban a cambio de una propina.

Muchas ni siquiera podían subir por miedo a una caída o por el vértigo y daban las flores o lo que fuera a esos empleados. No era su caso. Cuando enterró a Quimeta, a los nueve días de la entrada de las tropas de Franco en Barcelona y antes de que lo detuvieran, ni siquiera imaginó que volvería allí. Entonces se despidió de ella. Le dijo que no sabía dónde acabaría, aunque lo más probable fuese en una fosa común, después de ser fusilado.

Roger en algún lugar de las orillas del Ebro, Quimeta en su nicho y él… Miquel Mascarell puso una mano en la fría losa.

—Hola.

Escuchó la voz de su mujer en lo más profundo de su mente.

—¿Cómo estás?

—Bien. Más viejo.

—Tú ya naciste viejo.

—No empieces.

—Era un cumplido.

—Tú y tus ironías…

Había hablado con ella muchas veces. Primero en la cárcel, para infundirse valor; después, ya con la sentencia de muerte, esperando la hora y el momento del reencuentro en el más allá, suponiendo que eso existiese; finalmente, en las silenciosas noches del Valle de los Caídos, sin nada más que hacer que contar los días que pasaban, siempre sin saber si habría un mañana.

Resistiendo sin saber para qué.

Volvió la cabeza y contempló el mar, el puerto.

Un día hermoso, de cielo despejado y sol inclemente.

—Tienes buena vista.

—Para lo que me sirve.

—A ti siempre te gustó el mar.

—Me gustaba bañarme en él, no tenerlo aquí, al pie del cementerio.

—No te quejes.

—No me quejo.

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