El infinito alivio que experimentó casi la hizo estallar en una histérica carcajada. Porque lo que ella creyó ser viviente era, tan sólo, una capa negra, un sombrero mejicano, también negro, un traje mejicano y, sobre todo, un antifaz igualmente negro.
—¡El disfraz del
Coyote
! —musitó Isabel.
Volviendo a la mirilla que comunicaba con el despacho de Yesares, Isabel dirigió una mirada el interior. Deseaba ver con todo detalle al hombre que durante tantos años había disfrutado de la fama de ser más escurridizo que una anguila en agua fangosa.
Yesares aún continuaba en el centro de la estancia, pensativo, acariciándose la barbilla, preocupado por lo que don César le había dicho, sin imaginar que unos ojos no sólo le estaban observando, sino que leían sus pensamientos.
Dando por terminada su investigación, Isabel cerró la mirilla y se detuvo de nuevo ante el sitio donde se guardaba el disfraz del
Coyote
. Lo examinó de nuevo con más atención y descubrió dos revólveres enfundados y colgados de un cinturón canana repleto de cartuchos.
¡Las armas del
Coyote
!
No queriendo exponerse a ser oída y descubierta, Isabel corrió escaleras arriba y regresó a su cuarto. Hacia escasamente cuatro horas que había llegado a Los Ángeles, encargada del que se consideró el más difícil trabajo que jamás se te había confiado: ¡Descubrir al
Coyote
! Descubrir al hombre que durante veinte años se había burlado de las autoridades civiles y militares de la alta y baja California, en cuya persecución fueron lanzados los más sagaces policías, sin que ninguno se hubiera podido adornar con la victoria de haberlo descubierto. Y ella, una simple mujer, utilizando unos medios casi burdos, había cazado, al fin, al astuto
Coyote
.
Ya no faltaba más que aguardar a que John North regresara a Los Ángeles y acudiese a verla. Ginevra Saint Clair se imaginaba la escena. North iría a su encuentro sonriendo, burlón convencido de que la famosa espía habría fracasado.
—Una semana ha sido muy poco, ¿verdad? —preguntaría, sin duda alguna—. La famosa Ginevra Saint Clair necesita más.
Y ella respondería:
—Ginevra Saint Clair necesita mucho menos. A las tres horas de llegar a Los Ángeles ya sabía quién era ese famoso
Coyote
, que tanto daño os ha hecho y al que tan torpemente habéis tratado de localizar. Dadme el dinero y te diré su nombre. Además, te daré las pruebas que necesitas para convencerte de que no te engaño.
Iba a ser todo muy sencillo. Un trabajo insignificante. Y un precio casi excesivo.
Pero John North aún tardaría una semana en llegar a Los Ángeles. Hasta entonces, Ginevra Saint Clair no tendría nada que hacer. Ya sabía todo cuanto necesitaba: que el verdadero nombre del
Coyote
era Ricardo Yesares. Entretanto podría vivir tranquilamente la farsa que había ido a representar. Incluso procuraría entablar una amistad más profunda con el simpático don César de Echagüe.
—Es un hombre interesante —se dijo, mientras se disponía a acostarse—. Un caballero. Parece un poco tonto; pero sus ojos son los de un hombre inteligente…
Poco después, Ginevra Saint Clair, a pesar del formidable secreto que acababa de descubrir, dormía apaciblemente, en tanto que en su despacho, Ricardo Yesares paseaba nerviosamente de un lado a otro, tratando de hallar una solución al problema, que cada vez le parecía más formidable.
A primera hora de la tercera mañana que Ginevra Saint Clair, bajo su falso papel de Isabel Perkins, pasaba en Los Ángeles, fue despertada por una insistente llamada a la puerta de su habitación.
—¿Qué ocurre? —preguntó, algo asustada.
—Un recado para usted, señora Perkins —replicó una voz al otro lado de la puerta.
—¿Qué recado es?
—¿Quiere que lo haga pasar por debajo de la puerta? —preguntó la voz.
—Sí, es mejor.
Oyóse el roce de un papel contra el suelo, e Isabel Perkins recogió un pliego doblado y sellado.
—¿Ya lo tiene? —preguntó de nuevo la voz.
—Sí —contestó Isabel, rompiendo el sello de lacre.
—Aguardo respuesta, señora Perkins —advirtió el mensajero.
Abriendo la hoja de papel, la joven leyó:
Distinguida señora Perkins: He consultado a doce hechiceros indios y los doce han coincidido en asegurar que el día de hoy será el más hermoso del año. ¿Querría usted concederme el honor de permitir que la acompañase a recorrer en semejante día los lugares más pintorescos de las cercanías de Los Ángeles? He encargado ya a mis cocineras que nos preparen la más apetitosa comida, y los aromas que llegan hasta mí, desde la cocina, me hacen suponer que han cumplido al pie de la letra mis instrucciones y que, en efecto, se está condimentando la comida más apetitosa del mundo. Podré amenizar la excursión con el relato de algunas leyendas indígenas y varias historias de los tiempos de la conquista. ¿Serán suficientes atractivos los del día mejor del año, los del maravilloso paisaje, los de la más apetitosa de las comidas y la promesa de una charla amena e instructiva para decidirla a acompañar a este su más ferviente servidor, que besa sus pies
?CÉSAR DE ECHAGÜE
Durante unos minutos, Isabel quedó con la mirada fija en el papel que tenía entre las manos. Se daba cuenta entonces de que durante todo el día anterior estuvo anhelando que don César acudiese a Los Ángeles. ¿Para qué? La respuesta que se daba Isabel era la de que don César, aparte de ser un agradable caballero californiano, era, también, la única persona divertida de Los Ángeles. Desde luego, infinitivamente más divertido que el plúmbeo Teodomiro Mateos, que parecía haberse propuesto la conquista de la viuda del teniente Perkins.
La llegada de la carta abría ante Ginevra Saint Clair la posibilidad de un día agradabilísimo.
—Bien, dígale a don César que acepto su invitación —anunció a través de la puerta.
—Muchas gracias, señora —replicó el enviado del ranchero—. Don César estará aquí dentro de veinte minutos,, con dos caballos para que usted elija el que más le pueda gustar.
Isabel Perkins dio su conformidad y apresuróse a arreglarse para la excursión. Eligió un traje de terciopelo verde botella, coronado por un sombrerito a modo de birrete, adornado con una larga pluma. Calzóse unas suaves botas altas y, adornando su mano con una ligera fusta, media hora después bajó al encuentro de don César de Echagüe, que esperaba en el vestíbulo, conversando con Yesares.
Al ver a la joven, inclinóse profundamente, siendo imitado por Yesares.
—¿He tardado mucho? —preguntó Isabel tendiendo la mano a Echagüe.
Este, después de besarla, replicó:
—Una mujer hermosa siempre llega antes de lo que se merece el hombre que tiene el honor de aguardarla.
—Es usted muy galante, don César —rió Isabel—; pero no ha contestado a mi pregunta.
—Entonces le diré que, teniendo en cuenta mis méritos, ha llegado usted muy pronto y, en cambio, si tenemos en cuenta el ansia con que yo la esperaba, ha tardado usted cien horas.
—Me abruma usted con su galantería, don César —sonrió Isabel—. Le prometo que he bajado tan pronto como me ha sido posible y que, voluntariamente, no le he hecho esperar ni un minuto más de lo imprescindible.
—Ahora soy yo el halagado, señora. ¿Quiere elegir el caballo que deba llevarla?
Isabel salió de la posada y examinó un momento los dos caballos que indicaba César de Echagüe.
—El blanco me parece el más seguro. Siempre he creído que los caballos blancos son los más mansos.
—Puedo presentarle un par de caballos endiablados y que, no obstante, son blancos como la nieve. No es tan importante el color de la piel como el de la sangre.
—Entonces, ¿cree que es más seguro el bayo?
—No, el blanco es el mejor. ¿Me permite ayudarla a montar?
Accedió Isabel Perkins, y un momento después, los dos, seguidos por el otro caballo, en el que se llevaba la comida, salían de la plaza en dirección Este, hacia las montañas de Beverly.
—Es curioso —comentó Isabel, rompiendo un largo silencio, y después de haber abarcado con la mirada el maravilloso paisaje.
—¿Qué es lo curioso? —preguntó César.
—Que los españoles, al conquistar América, eligieran los lugares más hermosos… Parece como si sólo les atrajera la belleza.
—Mis antepasados han sido todos un poco poetas, además de guerreros y religiosos. Somos una raza mal comprendida por los hombres anglosajones.
—¿Sólo los hombres? —preguntó, maliciosamente, Isabel Perkins.
—Sólo —sonrió César—. Las mujeres parecen comprendernos mejor. Ellas saben ver nuestras cualidades.
—He oído a muchos hombres discutir la fama de caballerosidad de los hispanoamericanos. ¿Qué opina usted?
—Una mujer puede hallar en cualquier hombre que no lleve sangre española en las venas mucha más cortesía de la que encontrará entre nosotros. La caballerosidad no quiere decir educación. Se puede aprender cortesía y educación o urbanidad, si quiere emplear el nombre infantil; pero, en cambio, no se puede aprender el arte de conseguir que la mujer se sienta reina del hombre que la adora. Esa cualidad la reservamos para nosotros. No la enseñamos.
—¿Ni a mí? —preguntó Isabel.
—Ni a usted; pero si quiere que le explique un poco de la base de la fama de los españoles en sus relaciones con las mujeres, lo haré. No es ningún secreto y, por eso mismo, no se puede enseñar. No se puede aprender a ser conquistador de corazones femeninos, de la misma manera que no se puede aprender a ser valiente.
—Nunca creí que su conversación pudiera ser tan amena, don César. ¿Es usted valiente?
—Hace usted unas preguntas terribles, señora. No, no soy valiente en el sentido que se suele dar a la palabra. Al contrarío, creo que soy bastante cobarde o, por lo menos, muy apegado a la tranquilidad. No me gustan las violencias. Considero estúpido que un hombre ande por el mundo haciendo gala de su valor y buscando a otro hombre que se demuestre más valiente que él. Al fin lo encontrará y, entonces, todos se olvidarán de que fue valiente y sólo pensarán que el otro fue más valiente que él.
—Por ejemplo:
El Coyote
, ¿no?
—¿Por qué habla usted de él?
—Porque encaja en el tipo que usted ha descrito. Va por el mundo haciendo alarde de valentía, y algún día hallará a otro más valiente que él. ¿No opina eso mismo?
—Sí, opino eso.
El Coyote
es un tipo que me repugna. Siempre tratando de demostrar que es valiente. ¿Para qué? El alarde de valentía molesta a los demás. Yo sería valiente si tuviera que defender un amor. Por otra cosa no lo sería.
—Explíqueme cómo se conquista un corazón de mujer. Parece usted muy práctico en eso… Creo que
El Coyote
es adorado por todas las mujeres de California.
—El caso del
Coyote
es especial. Es el caso del bandido generoso por quien se vuelven locas las mujeres. El final es siempre el mismo: una mujer defraudada en sus esperanzas lo matará o lo denunciará.
—Supongamos que quiere usted conquistar mi corazón, don César, ¿cómo lo haría?
—En primer lugar le pediría que nos detuviésemos, pues quiero explicarle una vieja historia de amor.
—¿Real?
—Si no lo es, merecería serlo. Es una historia de los tiempos de la Conquista. Uno de los oficiales que servían a las órdenes de Portolá dejó un gran amor en Méjico. Un día, a la capital de Nueva España llegó la vaga noticia de que el oficial había muerto en una emboscada tendida por un destacamento ruso que trataba de reclamar para su emperador toda la costa de California. La mujer, en cuanto supo la noticia, se puso en camino hacia estas tierras. Vino caminando desde Méjico, y esto se dice más pronto que se hace. Nada la detuvo. Cruzó sierras heladas y desiertos ardientes. Pasó hambre, sed, frío, calor. Pero cada vez su energía era mayor. Como el acero, los golpes la endurecían. Por fin llegó a California, preguntó a unos, preguntó a otros y, por fin, encontró a su amado.
—¿No había muerto? —preguntó Isabel.
—No; le había ocurrido algo peor. Unos brazos cobrizos lo retenían en California. Desde hacía dos años vivía en compañía de una india, cada vez más rebajado, más hundido en el deshonor. Le habían expulsado del Ejército, vivía como los indios, bebiendo un endiablado alcohol destilado de unas bayas azucaradas. Cuando vio ante él a su antigua novia, casi no la reconoció. Ella tuvo menos suerte y horrorizóse al ver en lo que se había convertido el hombre a quien tanto amó.
—¿Regresó a Méjico?
—No. No podía volver. Se sentía manchada por aquel amor que en ella había sido tan grande y en él tan pequeño. Huyó de la tienda en que vivía aquel español y subió a estas montañas… Llegó hasta aquí y, arrodillándose en esta roca, pidió a Dios perdón por lo que iba a hacer. Luego, porque el hombre a quien amaba había muerto, en realidad, precipitóse desde aquí, y su cuerpo, rebotando de roca en roca, quedó tendido en el fondo del abismo.
—Un final muy triste. No invita al amor.
—Es que aún no he llegado al final. Queda algo más. Aquel hombre aún no había llegado al fondo de la total relajación moral. Aún quedaba en él una sombra de honor, y al darse cuenta de que la mujer a quien él había prometido tomar por esposa había estado allí, hizo un esfuerzo y partió tras ella. No llegó a tiempo de poder contenerla y la vio caer desde lo alto de esta roca. El cuerpo de su amada quedó tendido casi a sus pies.
—¿Y qué hizo? —preguntó Isabel, notando que César no continuaba.
—Se arrodilló junto a ella y quiso volverla a la vida. La pobre aún no había muerto, y sus ojos se abrieron un momento y miraron suplicantes a su amado. Éste comprendió y, desenfundando su daga de anchos gavilanes, apoyó la empuñadura en el suelo y el pecho sobre la punta, y lentamente se fue inclinando hacia los labios que murmuraban un último perdón y…, cuando llegó a ellos, dos últimos suspiros se unieron en uno solo.
—¿Se mató?
—Murió con ella. Y juntos los enterraron, y sobre sus tumbas plantaron dos pinos. Son esos que se ven en el fondo y cuyas copas, desde hace cien años, se besan cada vez que sopla un poco de viento… Como ahora…
Ginevra Saint Clair no se dio cuenta, hasta pasados varios segundos, de que estaba en los brazos de César de Echagüe, y que devolvía los besos que el californiano le daba.