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Authors: Daniel Glattauer

Tags: #Romántico

Siempre tuyo (12 page)

BOOK: Siempre tuyo
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Judith: —¿Y qué haces si responde él?

Bianca: —Le digo: Perdón, he marcado mal. No me reconocería nunca. Sé disimular superbien mi voz. Puedo hablar como Bart Simpson.

Beatrix Ferstl, la compañera de trabajo de Hannes, cogió el teléfono.

Bianca: —Con el señor Bergtaler, por favor… —su voz se parecía más a la de Mickey Mouse que a la de Bart Simpson—. Ya, ¿y cuándo vuelve?… ¿De baja por enfermedad?… Todavía está vivo —le susurró a Judith. Y luego continuó con la voz del ratón Simpson—: ¿En el hospital?… ¿Y qué tiene?… Ya… Ya, ¡madre mía!… Ya… No, la hija de un conocido suyo… No, no es necesario. Llamaré cuando salga… mmm… ¿cuándo sale?… ¿Y en qué hospital?… Joseph. Ya… ¿Con «f» o con «ph»?… Ya… Ya… Gracias, adiós.

—¿Y? —preguntó Judith.

Bianca: —Bueno, está en el Hospital Joseph, con una enfermedad desconocida. Tiene que quedarse por lo menos dos semanas y no puede recibir visitas. De todas formas no queríamos ir a visitarlo, ¿verdad?

Judith: —No, no queremos.

Bianca: —¿Por qué está tan hecha polvo, jefa? Si él está en el hospital, no nos molesta. Tal vez se enamore de una enfermera, y usted se libre de él para siempre.

Judith: —Una enfermedad desconocida… eso no suena bien.

Bianca: —Seguro que tiene la gripe aviar. O la enfermedad de las vacas locas. ¿O piensa que es sida, jefa? No lo creo. No es un drogadicto. Y tampoco es gay, ¿verdad? Como mucho, bi. Pero por si acaso debería usted hacerse la prueba del sida. Yo también me la he hecho. Le sacan un poco de sangre. No duele para nada. No tiene que mirar. Bueno, yo sí miro…

—Gracias, Bianca, ya puedes irte. La verdad es que me has ayudado mucho —dijo Judith—. Me alegro de que estés aquí.

5.

De camino a casa después de cerrar la tienda, en la penumbra de un ventoso atardecer de otoño, a Judith le asaltó el miedo a la incertidumbre. En la escalera, mientras esperaba el ascensor, le pareció oír unos gemidos que venían de arriba. Presa del pánico, salió del edificio, se mezcló con los transeúntes, llamó a Lukas e, interrumpida por ataques de llanto, le contó de la supuesta enfermedad de Hannes y su ingreso en el hospital, que se contradecía con la intuición que ella tenía y con los gemidos en el hueco de la escalera.

En dos horas, él podía estar en Viena.

—No, Lukas, no es necesario —dijo ella.

Sí que lo era. Y de todos modos él no dejaría de ir por nada del mundo. Lo único que debía hacer ella era resisitir esas dos horas. En un nuevo intento de ser valiente y estar preparada para todo, llegó casi hasta el portal. Allí dio media vuelta y salió corriendo hacia la estación de metro, donde había más luz. Ni en plena calle se sentía segura. La sirena de una ambulancia le dio un susto de muerte. Probablemente estaban trayendo a Hannes a la casa de ella o, peor aún, llevándoselo de allí.

Subió a un taxi, llamó a su madre, le dijo que por casualidad estaba cerca de su casa y quería hacerle una breve visita, que si le venía bien.

—¿Sigues viva? —le preguntó mamá. Y justo a tiempo añadió—: Desde luego, hija, ya sabes que siempre puedes venir.

Mamá tenía mal aspecto, como si su padre acabara de dejarla en buenos términos, y no hizo falta ni siquiera una insinuación para hacerle sentir a su hija que ella tenía la culpa. Como castigo, Judith tuvo que leerle en los prospectos las dosis y los efectos secundarios de medicamentos recetados para la ceguera, el infarto de miocardio, el duelo y otras cosas por el estilo. Por lo menos no se mencionó una sola palabra acerca de Hannes. Judith miraba el reloj a cada minuto.

—¿Ya te vas? —preguntó mamá.

—Sí, he quedado con Lukas —respondió Judith.

—¿Lukas? —por fin una abierta acusación con nombre propio—. ¿Por qué con Lukas?

—¿Por qué? Porque es un amigo y, como es sabido, los amigos se ven de vez en cuando —contestó Judith con malicia.

—¡Lukas tiene una familia!

—No, mamá, no pienso discutir esto ahora contigo —replicó Judith, se puso de pie de un salto y cerró la puerta tras de sí.

Permaneció unos minutos fuera, consciente de su estado lamentable, luego volvió a llamar a la puerta. Mamá abrió titubeante, tenía los ojos hinchados. Judith se echó en sus brazos y se disculpó.

—No estoy pasando por una buena etapa —dijo.

—Sí, lo sé —respondió mamá.

Se hizo una breve y abrumadora pausa.

Judith: —¿Cómo lo sabes?

—Se te nota en la cara, hija —contestó mamá.

6.

Se encontraron en el Iris. Lukas ya estaba allí y acababa de terminar una llamada. Ante él había un vaso de Aperol iluminado por una vela de mesa, que le confería un resplandor naranja rojizo a su anguloso rostro. Al saludarla, le puso las palmas de las manos en las mejillas, en un gesto de protección y ternura al mismo tiempo. ¿Por qué ella no tenía un hombre así por marido?

—Judy, no tienes por qué preocuparte, es cierto que él está en el Hospital Joseph —dijo.

Habían dicho que un tal Hannes Bergtaler había ingresado el lunes pasado. No estaban autorizados a dar información sobre la unidad en que se encontraba, el motivo de la hospitalización, el diagnóstico ni su estado de salud. Así lo había dispuesto el propio paciente.

—Lukas, ¿tengo una manía persecutoria? —preguntó Judith.

—No.

Ella: —¿Por qué creo que él está allí dentro por mí y que por mí se encarga de que no se sepa por qué?

Lukas: —Porque quizá sea cierto.

Ella: —Sí, justamente: quizá.

Lukas: —Quizá con eso sea suficiente.

Ella: —Pero quizá es verdad que está muy enfermo y necesita ayuda.

Lukas: —Quizá quiere que tú pienses exactamente eso, y si es posible, sin parar.

Ella: —Quizá…

Lukas: —En todo caso te obliga a ocuparte de él.

Ella: —Y yo te obligo a ocuparte de mí.

Él: —No, Judy, tú no me obligas, yo lo hago voluntariamente, y me gusta hacerlo. Ésa es la diferencia.

La diferencia se prolongó hasta que cerró el Iris. Judith había bebido más de lo que toleraba su cuerpo. Lukas simuló que estaba sobrio a pesar del Aperol y el vino. Un par de veces se le escapó el brazo y le rodeó los hombros a Judith, pero se quitó de inmediato. En todo caso, la distrajo de Hannes con discreta seducción, o al menos con seductora discreción. A ratos suspiraban o se sonreían satisfechos por su íntimo pasado perdido. ¿Y qué opinaba Antonia de que él emprendiera un éxodo rural y familiar para ofrecer consuelo espiritual, siguiendo su instinto de protección, y trasnochara con su paranoica ex novia en bares poco iluminados de Viena? Lukas aseguró que para ella no había problema:

—Ella sabe lo amigos que somos, Judy. Y también sabe que yo nunca abusaría de tu confianza.

—¿Y de la de ella? —replicó Judith.

—De la de ella por supuesto que tampoco.

Esa frase, pronunciada por esos labios, era más erótica que cualquier susurro de amor.

Juntos fueron tambaleándose hasta la casa de Judith. Sólo se produjeron roces en los choques y en el intento final de despedirse con un beso en la mejilla.

—¿Quieres subir? Puedes dormir en el sofá del salón —balbuceó Judith.

No, gracias, Lukas tenía disponible el piso cercano de un compañero que estaba de viaje, y de todos modos necesitaba seguir tomando aire fresco unas manzanas más. Sólo iba a esperar hasta que se encendiera la luz arriba, para estar seguro de que Judith había llegado a su piso.

Judith dejó el ascensor a su izquierda y subió dando tumbos la escalera de caracol. En cada piso se detenía para ver si oía gemidos u otros sonidos. Cuando llegó al ático, alguno de sus órganos sensoriales percibió que algo era diferente de lo habitual. Por prevención, cogió aire para poder proferir el grito con el que hacer frente a tiempo a su causa. Pero cuando vio la nota en su puerta, enmudeció: un recuadro negro y una cruz en el centro… era una esquela mortuoria. Presa del pánico, dio medio vuelta. No necesitaba leer el nombre, hacía mucho que se había grabado a fuego en su cerebro. Se apresuró y bajó a trompicones, los escalones retumbaban a su paso.

—¡Lukas! —gritó.

—¿Qué ha ocurrido?

Por fin el portal estaba abierto.

—¡Creo que Hannes está muerto! —exclamó, y se desplomó en los brazos de Lukas.

Él tuvo que darle media hora para que se tranquilizara, y otra media hora más para que se atreviese a volver a subir hasta la puerta, esta vez de su brazo.

—Helmut Schneider —leyó Lukas en la esquela, como si eligiera como ganador al único digno. Judith estaba parapetada tras su espalda—. Judy, el muerto es otro. Helmut Schneider. ¿Conoces a un tal Helmut Schneider? ¿Conoces esta cara?

—Mi vecino —murmuró Judith—. Un pensionista… Pero ¿cómo ha llegado eso a mi puerta? Casi nunca he visto a ese hombre. ¿Por qué está esa nota colgada en mi puerta justo ahora? No es ninguna coincidencia.

—Es probable que la nota esté en todas las puertas —replicó Lukas—. ¿Vamos a ver?

—No, no quiero ir a ver. Quiero que la nota esté en todas las puertas. Y no quiero seguir teniendo miedo. Estoy harta de tener miedo. Quiero dormir y soñar cosas bonitas. Y quiero despertarme y pensar en algo bonito. ¿Puedes quedarte en casa, Lukas? Sólo hasta que amanezca. Quédate, ¡por favor! Sólo por esta vez. Puedes dormir en el sofá del salón. O tú duermes en mi cama y yo en el sofá. O al revés. Como quieras.

A la mañana siguiente eran dos las cabezas doloridas. A Judith el café la puso en marcha enseguida.

—Lukas, creo que debo volver a verlo.

—¿De verdad? ¿Será prudente?

—Tengo que hacerlo. Si no, veo fantasmas.

—¿Qué piensas decirle?

—Ni idea. Da igual. Cualquier cosa. Lo importante es que lo vea. Así no me dará tanto miedo.

—¿Quieres que te acompañe?

—¿Lo harías?

—Si es mejor para ti.

—Quizá podrías venir más tarde a recogerme.

—Como quieras.

—Sí, creo que es eso lo que quiero.

—¿Y cómo te pondrás en contacto con él?

—Lo voy a llamar, hoy mismo o mañana.

—Judy, está en el hospital.

—¡Ah, sí!, se me había olvidado. Mierda.

Fase
ocho
1.

24 de septiembre, siete de la mañana. Se enciende su radiodespertador. Y ahora el tiempo. Ella se asusta. Baja presión. Se tapa la cabeza con la almohada. Negro sobre gris. ¡Deprisa!, ¡piensa en algo bonito, Judith!

Siete y dieciséis. Ya está lo bastante despierta para no querer despertarse. Ningún estímulo. Ningún motivo para abrir los ojos. ¿Qué echa de menos? ¿Echa de menos a alguien? ¿Echa de menos al hombre a su lado, el protector, el que siempre está ahí para ella? ¿El que la toma en sus brazos? El que la acaricia. El que la estrecha contra su pecho. El que la cubre con su cuerpo. El que la hace sentirse a sí misma, con mucha intensidad. El que la hace respirar fuerte. Respirar y temblar de alegría y emoción. ¿Echa de menos la emoción? ¿Ya no tiene ganas de nada? ¿Nada más que pensamientos oscuros, negro sobre gris?

Huye a la ducha. Agua caliente. El baño lleno de vapor. La puerta está cerrada. Nadie puede entrar. Se queda a solas consigo misma. En el espejo: treinta y siete años. Una mujer bonita con un rostro bonito. Un rostro bonito con feas arrugas de miedo. Cubrirlas con maquillaje. Estar en condiciones para trabajar. A la altura de la vida cotidiana. Venga, ponte ese horrible jersey marrón, nadie te descubrirá con él. Entra en los tejanos antes ajustados. Te cuelgan de las caderas como una bolsa vacía.

Siete y cuarenta y seis. Gruesa chaqueta verde de otoño. La mujer de pelo dorado sale de la casa. Mira a la izquierda. Mira a la derecha. Respira hondo. ¡Bien hecho, Judith! Te lo has quitado de encima. Te has librado de él. Puedes seguir adelante. No hay nada que temer. Estás completamente sola. Tienes que arreglártelas. Un día fresco, una vida fría.

Siete cincuenta y nueve. Genuflexión ante la tienda. Ella rebusca en su bolso negro. ¿Dónde está la llave? ¿Ella no la habrá…? ¿Él no la habrá…? La encuentra. Abre la tienda de lámparas. ¿Alguna sorpresa? ¡Nada! Respira hondo. Deprisa enciende todas las luces. La cafetera. El hilo musical. Se calienta los dedos entumecidos bajo la araña ovalada de cristal de Barcelona, la más hermosa de sus piezas. Allí empezó todo. ¿Lo recuerda? ¿Qué ha sacado de eso? ¿Qué ha sido de ella? De ella y de él. De él. ¿Adónde se ha ido su perseguidor? Ella lo siente, no puede estar lejos. Está dentro de ella. ¿Dónde la persigue? ¿Adónde lo sigue ella? ¿Quién fue el primero?

2.

A la hora de comer, Bianca, que el fin de semana se había enamorado y había venido con las mejillas coloradas (por primera vez sin maquillar), tuvo que sujetarle una mano. Con la otra, Judith marcó el número del despacho de Hannes. Contestó Beatrix Ferstl. Hablaba en tono despectivo, como una secretaria sentada en el regazo de su jefe, que «por desgracia está fuera». ¿Quería que le diera algún recado al señor Bergtaler?

—¿Es que ya no está en el hospital? —preguntó Judith.

¿En el hospital? Ella le rogaba su comprensión, pues esa información confidencial de carácter privado…

—¿Puede decirle que me llame hoy mismo?

Lo veía difícil. Pero con gusto tomaría nota de su número de teléfono.

—Él ya lo tiene.

Bien, pero si de todos modos ella fuera tan amable… ¿Y cómo era su nombre?

—Judith. Judith era mi nombre. Nos vimos una vez en aquel bar, en primavera, en el Phoenix. ¡Y su compañera, la señora Wolff, creo, vino a verme hace un par de semanas a la tienda!

—¿Judith qué más?

—¡Nos conocemos!

—¿Judith qué?

—Con Judith basta.

—Bueno, señora… mmm… Judith. Pero no puedo prometerle…

—No hace falta que me prometa nada. Basta con que le diga a él que me llame.

—¿De qué asunto se trata?

—¡De uno urgente!

—Perdone, ¿de cuál?

—Del mío.

3.

La noche del cuarto día que pasaba sin que Hannes le devolviera la llamada, Gerd la invitó a cenar a su casa. También estaban los otros amigos de su vida anterior. No sólo no había justificación para aquella reunión, según quedó demostrado, tampoco había una verdadera razón. Ya al saludarse, Judith notó que algo les pasaba a todos, y a todos lo mismo. Sus apretones de manos eran suaves, sus besos, punzantes como alfilerazos. Le sonreían con un deje amargo extrafino y bajaban el tono de sus palabras a la mitad del volumen cuando hablaban con ella.

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