Y por si no se le antoja suficiente, una docena de jodidos panameños me andaban buscando.
He pasado noches peores, no se lo niego, pero de aquélla guardo un pésimo recuerdo debido al hecho de que me sentía tan indefenso como un niño en la cuna ya que la mano izquierda me sirve para bien poco y la derecha me colgaba como un trapajo inútil.
Resulta curioso advertir con cuánta facilidad puede uno llegar a resignarse ante la idea de la propia muerte, pues le aseguro que a las dos horas de estar allí, y tras comprobar que matones armados continuaban dando vueltas por los alrededores preguntando aquí y allá si habían visto a un canijo ensangrentado, llegué a la conclusión de que cuando el camión de la basura pasara nuevamente, lo más probable sería que se llevara muy lejos mis despojos.
Pero con la primera claridad del día me llegaron, muy claras, las primeras notas de una «cumbia» y quien la silbaba no podía ser otro que Ramiro, ya que por lo general le tenía loco tatareándola una y otra vez, lo que hacía que no pudiera concentrarse en los estudios.
El pobre llevaba horas buscándome, pues al llegar a la academia y ver que no estaba comprendió que algo grave ocurría, se fue al billar, y allí se enteró del resto de la historia.
Me sacó de «El Ejido» dentro de un saco y en una carretilla.
¡Jodido Ramiro! Tenía recursos para todo.
A estas alturas quizá ya se ha dado cuenta de que la mayoría de las argucias que en ocasiones me atribuyo fueron en realidad idea de Ramiro, que era el más listo y el único
capaz
de resolver una situación tan difícil como aquélla por el sencillo método de buscar una carretilla y alejarme de allí como si fuera un fardo.
Pero a partir de ahí las cosas se pusieron muy difíciles, pues al tal Alberto Guerrero le molestó cantidad el hecho de que no le permitiera acabar la partida, dedujo que debía ser su ex socio quien pagaba, y por doscientos gramos de «coca» encontró quien le hiciera salir de la cárcel pero bastante frío y en una caja de madera.
Habíamos perdido pieza y cliente de un sólo carajazo, y le aseguro que eran unas pérdidas demasiado importantes para nuestra maltrecha economía.
La Amapola
se encargó de curarme, y es cosa sabida que ese sucio maricón entiende mucho de abortos pero jamás ha conseguido dejar un hueso en su sitio. ¿Cómo lo ve? Más que una muñeca parece una alcayata y aún doy gracias a Dios de que no me dejara manco para los restos o me rompiera el culo.
Un mes tumbado en una cama, sin más ocupación que espantar moscas y escuchar la radio es mucho tiempo y te ofrece un sinfín de cosas importantes sobre las que reflexionar.
Admitirá que mi pasado era algo asqueroso que prefería olvidar lo más pronto posible, y el presente también, era de puta pena, por lo que no me quedaba más opción que pensar en un futuro, que en apariencia tampoco ofrecía rosadas perspectivas.
Me pregunté qué porvenir se me ofrecía como asesino a sueldo, y mis propias respuestas se me antojaron en verdad decepcionantes.
Puede que allá en Europa, o incluso en Norteamérica tengan una idea diferente sobre lo que puede llegar a ser un pistolero profesional de los que salen en las películas, y que por lo visto cobran una fortuna por cargarse a la gente, pero le garantizo que en mi país resulta más rentable ser taxista, cobrador de la luz o incluso limpiabotas, pues cuando cometes un error como el que cometí en el salón de billar, te conviertes de nuevo en un simple y asqueroso «sicario».
Y un «sicario» colombiano es la escoria entre las escorias; una especie de animal irracional que tan sólo sabe matar como una bestia.
Y matar de ese modo sabe cualquiera.
Llevar a cabo un trabajo limpio y perfecto no resultaba sencillo, y siempre podían presentarse situaciones como la que me acababa de dejar prácticamente fuera de combate, desmoronando de la noche a la mañana la difícil labor de todo un año.
Había que empezar de cero, y aun de menos de cero, y no me sentía con fuerzas. Tantos muertos, ¡no me pregunte cuántos!, para continuar encerrados en aquel mísero cuarto, comer la misma mierda y no haber avanzado un solo paso en la dirección correcta.
Doña Esperanza Restrepo era la única en cierto modo beneficiada por mis muertos, y no podía evitar preguntarme si valía la pena haberlos enviado al otro mundo para que un viejo putón desorejado pudiese echarse al coleto una botella de ron cada mañana.
Nos tenía trincados por los huevos, pues sabía tantas cosas sobre nosotros que con abrir la boca estaríamos fritos, y yo empezaba a preguntarme si no era ya del todo punto idiota continuar fingiéndonos sus hijos.
Siempre se ha dicho que resulta conveniente que un conductor novato se dé pronto un buen golpe para que aprenda a ser prudente en el futuro, y le aseguro, señor, que el incidente del billar fue el golpe que me sirvió para entender que no debía continuar recorriendo un camino tan poco productivo y arriesgado.
Si de allí en adelante me veía en la obligación de matar, mataría, pero lo que tenía muy claro por muy estúpido que pudiera ser, era el hecho evidente de que en mi país matar tan sólo por dinero no era un negocio mínimamente rentable.
Tal vez fuera miedo lo que sentía, ¿por qué voy a negarlo?, pero aunque lo fuera influyeron otras muchas razones que no vienen al caso.
No. Jamás me remordió la conciencia, se lo aseguro. Ni por aquellos muertos ni por ningún otro. Supongo que la conciencia molesta cuando creemos haber obrado en desacuerdo con los principios que nos inculcaron en nuestra infancia, y a estas alturas ya debe saber que a mí no me inculcaron nada.
No fue cuestión de arrepentimiento, que bien muertos están y pocos fueron para tanto hijo de puta corno anda suelto, sino tan sólo una profunda reflexión sobre los pros y los contras de un oficio de futuro muy negro.
Tenga por seguro que si me hubieran pagado un millón de pesos por cadáver, a estas alturas tendría mi propio cementerio, pero cuando se ponían en una columna los riesgos y en otra los beneficios, no cuadraban las cuentas.
Asesinar a una persona puede ser un error. Asesinar a muchas personas, un crimen continuado, e incluso, una canallada, pero asesinar a muchas personas sin obtener beneficio alguno es un error, un crimen y, sobre todo, una auténtica pendejada.
¿Supongo que al menos me dará la razón en eso? Cuando Doña Esperanza estaba a punto de beberse hasta nuestro último peso y empezábamos a plantearnos seriamente la posibilidad de volver a los atracos callejeros, a Ramiro le llegó la noticia de que andaban reclutando gente para el Oriente; era un trabajo bien pagado y adelantaban cinco mil pesos como cuota de enganche por los primeros meses.
No me hacía puta gracia poner el pie en la selva, se lo aseguro. La única selva que había visto eran los pedazos de monte bravo que había vislumbrado en mi desgraciado viaje con el infortunado Galindo y sus putas, y la idea de convivir con mosquitos, arañas y serpientes me horrorizaba, pues los únicos bichos a los que he conseguido acostumbrarme en esta vida han sido ratas y cucarachas.
Aun así, llegué al convencimiento de que una temporada lejos de Bogotá, los bogotanos, los panameños y todos cuantos creían tener alguna cuenta pendiente conmigo, podría resultar una excelente idea, por lo que acepté que Ramiro me acompañase al aeropuerto una lluviosa mañana de setiembre.
Eso de volar no es para gente... ¡Oiga! ¿A quién se le ocurre? Nos metieron en un avioncito apenas más grande que esta habitación, con una sola hélice que daba vueltas allí delante como si cada vez fuera a ser la última, más agitados que puta en noche de sábado, y con tal estruendo que tardé luego tres días en poder escuchar los gritos de los loros.
En el último momento Ramiro se arrepintió y pretendió impedir que me fuera. Yo de macho decidí subirme a aquel trasto, y le juro que diez minutos después era yo el arrepentido y hubiera dado un año de vida por volver a poner los pies en tierra.
¡Esa gente está loca! Loca de atar, se lo aseguro.
Aquel pedo con alas correteó bajo la lluvia, tosió tres veces, dio un salto, se balanceó como una hoja y se metió de cabeza entre las nubes, aun a sabiendas que justo enfrente se encontraban las montañas.
¡Qué miedo, Señor, qué miedo! Éramos cinco y el hijo de la gran puta del piloto, un negrito que canturreaba como si se encontrara en el retrete, y que sin duda así se lo parecía porque lo cierto es que el resto nos andábamos cagando.
Si aquél fue mi bautizo de aire; me bautizaron echándome encima el Niágara, porque aquella cosa se movía, saltaba, caía, subía, bajaba, rugía, tosía, callaba... ¡Dios!, prefiero no recordarlo.
Al cabo de una hora desaparecieron las nubes, dejamos atrás las montañas y empezamos a volar sobre una selva tan tupida que casi podríamos haber aterrizado sobre las copas de los árboles como sobre un colchón mullido.
De vez en cuando se distinguía el cauce de un río y muy de tarde en tarde tres o cuatro chozas o una columna de humo, y creo que fue ese día cuando empecé a comprender que el mundo tenía que ser verdaderamente grande.
Lo que no conseguía entender, ¡y juro que continúo sin hacerlo!, era cómo carajo se las arreglaba aquel negrito de mierda para encontrar el camino, porque lo único que hacía era seguir moviéndose a ritmo de merengue y darle golpecitos con el dedo a un montón de relojes que tenía delante, aunque cada uno marcaba una hora distinta.
Con todos los respetos, no me parece serio eso de que la vida de seis personas dependa de un cacharro que da vueltas y una serie de relojes absurdos, porque si aquel pendejo se equivoca al comprobarlos seguro que agarramos un atracón de hierba.
Luego, de pronto, el muy jodido señaló el río que estábamos cruzando y comentó que por allí pasaba la frontera, por lo que a partir de aquel momento estábamos ya en Perú.
—¿Perú? —repetí desconcertado—. ¿Qué coño hacemos nosotros en Perú?
—¡Tú sabrás! —replicó sin volverse—. Aquí me han dicho que te traiga, y aquí estoy.
Que yo recordase, ni Ramiro ni nadie había comentado una sola palabra sobre Perú, pero como no era cosa de ponerse a discutir a gritos con un negro al que todo parecía importarle tres puñetas, me limité a maldecir por enésima vez la hora en que se me ocurrió embarcarme en aquella aventura, y cerrar el pico.
Diez minutos después empezamos a dar vueltas como idiotas y aunque allá abajo todo seguía igual y no se distinguía más que el verde de los árboles, daba la impresión de que buscábamos dónde posarnos.
De pronto, y como por arte de magia, donde antes no había más que vegetación se abrió un pequeño claro que se fue alargando como si alguien lo dibujara, y al poco pudimos ver una serie de tipos que corrían apartando montones de ramas, para dejar a la vista una pista de aterrizaje en la que hasta a un helicóptero le costaría posarse.
Confié en que continuaran alargándola pero no dio más de sí y cuando comprendí que aquel negro loco se disponía a aterrizar, comencé a gritar aunque tan sólo fuera por unirme a los gritos de los otros cuatro desgraciados.
Desde aquel día, odio a los negros y no es por cuestión de piel, sino porque aquel piloto de mierda consiguió que me orinara en los pantalones mientras el muy desgraciado no dejaba de canturrear y de moverse como si se encontrara en una discoteca.
Se dejó caer y frenó de tal manera que me estampé la nariz contra el asiento delantero, y comprenderá que después de que me estrellara contra un árbol en el asalto al bus, mi nariz no está para muchos golpes.
Salí de allí a cuatro patas, meado, sangrando, cagándome en todo lo cagable y dispuesto a despellejar al negro y a todo el que se me pusiera por delante, pero la bofetada de calor que me pegó en el rostro casi me tira de espaldas, y tuve la sensación de que en lugar de encontrarme al aire libre me había metido en el horno del chircal.
¡Cómo es la selva! Yo, que nací y me crié a casi tres mil metros de altura, y tan sólo un día de mi vida bajé un poco, me encontré de pronto casi al nivel del mar, con cuarenta grados de temperatura y más mojado que en la ducha.
¡Y los bichos! Le juro que había mosquitos más grandes que la avioneta aunque necesitasen menos pista de aterrizaje.
La primera noche me pusieron la cara como un Cristo, y aunque me dejé barba y el pelo me caía por los hombros, me picaban incluso en los labios y los párpados de tal forma que parecía un imbécil dándome continuas bofetadas.
Más tarde me atacaron los «sututus», y eso sí que es harto asqueroso porque son como gusanos diminutos que se meten bajo la piel y te van perforando hasta que te dejan la espalda en carne viva.
Y niguas que anidan bajo las uñas, y amebas que producen una cagalera que te obliga a pasar tanto tiempo en cuclillas que se te acalambran las piernas, pendiente además de que no aparezca de pronto una serpiente y te muerda los cojones.
Y escarabajos cornudos más largos que mi dedo, arañamonas peludas del tamaño de una mano, y otra a la que llaman mígale, no mayor que una uña, pero que si te pica más vale que te pegues un tiro, porque no hay quien te salve y además agonizas entre espantosos dolores.
Y jaguares, pumas, caimanes, anacondas... ¡la hostia, señor!, se lo aseguro.
Y por si todo eso no basta, aún queda el Ejército, la Policía y los indios salvajes.
¡Y para colofón, «Sendero Luminoso»! ¡Chiflados! Guerrilleros «maoístas» que andan cepillándose a cuantos se les ponen por delante.
¿A quién se le ocurre? Hay que estar loco para seguir siendo «maoísta» a estas alturas y jugarse la vida por lo que dijo un jodido chino de los tiempos de Buda.
No. No tengo ni idea de cuándo murió el tal Mao ni falta que me hace. Ni tampoco tengo la más puñetera idea de en qué época vivió el tal Buda, pero sí sé que los dos eran chinos, y que quien va por la selva con un puño levantado y un libro rojo en la otra mano, matando a quien no sea comunista prochino, merece que lo entierren con los huevos en la boca.
Ya le contaré yo cosas de esos tipos, ya... Me las sé todas.
A mí la política siempre me la ha traído floja, y opino que gobernar un país es algo demasiado serio como para dejarlo en manos de políticos, pero como de lo que ahora le estaba hablando es de la asquerosa selva, mejor será que volvamos a ella y a sus bichos.
Un «laboratorio».
¿A qué cree que había ido...? ¿A descapullar monos? Aquel lugar infecto era un «laboratorio» clandestino en el que se transformaba hoja de «coca» en auténtica cocaína.