Sherlock Holmes y los zombis de Camford (6 page)

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Authors: Alberto López Aroca

Tags: #Fantástico, Policíaco, Terror

BOOK: Sherlock Holmes y los zombis de Camford
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—Decía que el señor Trevor había muerto —indicó Sherlock Holmes, esperando que el cochero continuara.

—Sí. Sí y no. Yo mismo vi su cuerpo sin un aliento de vida y sin pulso, pero por la noche, mientras yo estaba cenando en esta misma mesa, escuché un grito de la señorita Edith, que se encontraba velando el maltrecho cadáver de su prometido. Corrí al cuarto del señor Bennett, el primero del pasillo, y al abrir la puerta encontré a la señorita de pie en medio de la habitación sujetándose la mano derecha con la izquierda, en su rostro una expresión de horror, y el joven Bennett, su cara devorada por el perro, sentado en la cama y mirando a la dama. Ya no tenía nariz, y el labio superior estaba arrancado y colgando de un lado de la boca. Entre sus dientes tenía un pedazo de carne y hueso.

—¿Está usted diciendo que Bennett resucitó? —dije yo.

—Mire, mordió a su prometida, le arrancó dos dedos de la mano, y cuando yo llegué, los estaba masticando. Lo que murió fue el señor Bennett, pero lo que volvió no era él, sino una cosa inmunda y obscena que quería devorar a la señorita Edith.

—¿Está Bennett aún en el cuarto? —pregunté.

—Le golpeé con saña un buen rato, y logré atarlo de pies y manos sin que me mordiera… Yo diría que aún no estaba despierto del todo —dijo Macphail, y una vez más, se rió sin ganas—. Ahí sigue ese monstruo, a buen recaudo.

—Y la señorita Presbury está en su cuarto, en el segundo piso —dijo Sherlock Holmes.

—Así es —dijo el cochero—. Tardó apenas un día en convertirse en una de esas cosas. Y ella no está atada, señor. Ha sido ella la que me ha propinado este mordisco —y se señaló el brazo vendado.

—¿Cuándo?

—Esta mañana —dijo—, cuando fui a llevarle la comida. Pero es inútil. Maté a los caballos para ofrecerles carne fresca, pero no la ha comido ninguno de los tres. Sólo quieren comerme a mí. Y hoy, la señorita Edith logró quitarme un buen trozo.

—Pero Macphail, ¿cómo no ha salido de esta casa en busca de ayuda? ¿Por qué no ha buscado usted a un médico para que le mire la herida?

El cochero se puso muy lenta y trabajosamente en pie, y con toda la dignidad que pudo reunir, respondió a Holmes:

—Porque es mi deber preservar el honor de esta casa y evitar el escándalo. Son órdenes de mis patrones.

Sinceramente, pienso que los más jóvenes, inexpertos y patrióticos soldados son capaces de llevar el sentido del honor y la lealtad hasta extremos que rozan el absurdo, pero lo de ese hombre, en mi opinión, sobrepasaba cualquier límite y entraba de lleno en el campo de la estupidez y la demencia. Nunca en mi vida había visto, ni después he vuelto a ver, tal ejemplo de testarudez sin sentido. Estoy seguro de que los Presbury nunca llegaron a saber hasta qué punto podían confiar en la fidelidad de su cochero.

—Señor Macphail, me gustaría hacerle una pregunta que quizá suene estúpida —dijo Sherlock Holmes—. ¿Puede decirme por qué apuñaló usted repetidas veces al profesor Presbury?

—Todo heridas mortales, ¿verdad, señor? —dijo Macphail—. Pero al igual que con el perro, no sirvió, ya lo ha visto usted. Quería acabar con su sufrimiento de una vez por todas. Con los otros ni tan siquiera lo intenté. Pensaba hacerlo conmigo mismo, pero ustedes han llegado antes de que reuniera el valor necesario para pegarme un tiro.

Lo que yo decía: fiel hasta la muerte, este Macphail.

Sherlock Holmes echó un vistazo al cuarto de Trevor Bennett, apenas unos segundos, y después subió al piso superior de la casa. Mientras tanto, até con fuerza a Macphail a una alacena de la cocina y me ahorré ver aquellos horrores. El cochero, por supuesto, se mostró de lo más colaborador, pues a fin de cuentas, la idea de amarrarlo había sido suya.

—Créame, señor Mercer, es lo mejor —me dijo Macphail.

El señor Holmes regresó al momento con nosotros. Estaba casi tan pálido como mi escorbútico amigo Porky Johnson, y tengo la sospecha de que en esos instantes mi jefe no habría rechazado un traguito de láudano o una calada de la pipa de opio de algún local de
Limehouse
. A estas alturas no creo estar revelando ningún secreto si digo que el gran Sherlock Holmes sentía cierta debilidad por los narcóticos, aunque lo cierto es que su afición —no me siento autorizado a llamarla «adicción»— se veía reforzada en sus períodos de inactividad, y no en momentos tan dramáticos como los que entonces estábamos viviendo. Supongo que una cosa es investigar crímenes, robos y estafas, dar caza a asesinos y maleantes, o enfrentarse a napoleones del crimen, pero este asunto de muertos resucitados para convertirse en caníbales no parecía encajar mucho con la trayectoria del Maestro.

—Aguante, señor Macphail —dijo el señor Holmes. Estaba intentando infundir ánimo en sus palabras, sin demasiado éxito, pues mientras hablaba estaba comprobando que la alacena y las ligaduras que yo había hecho podrían soportar las futuras embestidas—. Volveremos lo antes posible con un médico. Si tal y como dice, la señorita Edith le mordió esta mañana, quizá aún le queden unas doce horas antes de que se convierta en uno de esos zombis.

—Yo puedo quedarme con este hombre, señor Holmes —dije.

—No, Mercer; será mejor que me acompañe. Macphail y los demás seguirán aquí cuando regresemos.

No me ofrecí voluntario porque yo sea un valiente, sino por pura vergüenza. Realmente, sentía tanta pena por el cochero como miedo por esos engendros que estaban encerrados en las habitaciones.

—Préndanle fuego a la casa —oímos que decía Macphail cuando salíamos por la puerta principal.

Observé que Sherlock Holmes no tomaba el camino de salida hacia el coche, donde nos esperaba Dudley, sino que se dirigía a las caballerizas. Como además aún llevaba encima la escopeta de Macphail, deduje que antes de marcharnos quería hacer algún experimento con el bueno y viejo Roy, el perro lobo.

—No creo que ese animal sea más útil para la ciencia que Bennett o los Presbury —me explicó el señor Holmes—. Pero a nosotros nos servirá al menos para una cosa.

Nos acercamos a la entrada de las caballerizas, que estaba cerrada a cal y canto, pero Sherlock Holmes sacó un tintineante manojo de llaves que, obviamente, había tomado de la casa. Al primer intento, abrió la puerta con la llave correcta, y nos adentramos en la oscuridad.

—Encienda ese candil, Mercer —dijo, y señaló el objeto en cuestión, que estaba colgado en una percha donde pendían herramientas y aperos para los caballos.

En esta ocasión, el hedor no solo procedía de la bestia, sino también de los restos de los dos jamelgos de los Presbury. Había vísceras de todo tipo y tamaño apiladas a la entrada de una de las cuadras, envueltas en una nube de mosquitos. Se podían ver las ocho pezuñas y una de las cabezas —quizá la otra se la entregara Macphail a uno de los miembros de la casa—, pero no estaban los lomos ni los cuartos traseros. A saber qué había hecho el cochero con la carne que los monstruos no se habían dignado a tocar.

El perro estaba tumbado en la posición que Barker nos había descrito, junto a un cubo de agua en el que flotaban algunas moscas. Nos acercamos en silencio hasta una distancia prudencial, y acerqué el candil para que pudiéramos ver mejor al animal. Su pelaje, al igual que la piel del profesor Presbury, parecía ceniciento, sucio y muy deslustrado a la luz de la llama. Y la semejanza con su amo no se quedaba ahí, pues los pellejos de la panza y el lomo también le colgaban.

—La herida de la cabeza es tal cual la describió Barker —dijo Sherlock Holmes—. Incompatible con la vida, como las puñaladas que recibió el profesor.

En efecto, era la herida producida por un disparo de escopeta. Macphail le había volado parte del cráneo, y no sé si ahí adentro aún quedarían restos de un cerebro canino.

—No se mueve ni respira —dije yo.

—Tampoco lo hacía Presbury —respondió mi jefe. Tomó una larga vara que había junto con los aparejos de la caballería y pinchó el cuerpo en la panza, y después en la cara. Incluso llegó a pinchar al animal en un ojo.

—No reacciona —dije—. Ahora sí que está muerto.

—Espere.

Entonces, Sherlock Holmes me cogió el candil de las manos, arrojó aceite por encima de Roy y después prendió una cerilla.

Hubo una llamarada, y a continuación un gemido agudo que casi me rompió los tímpanos. La criatura se levantó de un salto y se abalanzó sobre nosotros, tirando de la cadena con una fuerza inusitada. Yo caí de espaldas por el susto y el repentino fogonazo, y pude ver cómo la bestia seguía gimiendo mientras ardía. El señor Holmes, que no había perdido la calma, disparó dos veces sobre la criatura, recargó la escopeta y volvió a disparar. El perro siguió estirando de la cadena durante unos segundos, las cuencas de sus ojos ya vacías, envueltas en llamas, como si el mismo fuego nos estuviera diciendo que nos odiaba y que iba a devorarnos. Sus mandíbulas mordían el humo. Pero igual que se había levantado y nos había atacado, se desplomó sobre la tierra y quedó inerte, ardiendo como un horno de leña. El olor a pelo quemado se me metió en la nariz y por mi garganta subieron un par de arcadas, pero no llegué a vomitar el pato asado de
Chequers
. He visto a los chicos cometer auténticas atrocidades en las calles de Londres con gatos y perros, pero aquello se llevaba la palma.

Cuando me incorporé, Sherlock Holmes seguía observando cómo el cuerpo se quemaba, las llamas reflejadas en la fría mirada del detective. A continuación, se volvió hacia mí y me dijo:

—Bueno, al menos ahora sabemos que se puede matar a esas cosas. Y Macphail tenía razón: el fuego, Mercer, el fuego que todo lo consume, es la respuesta. Si no podemos curarlos, siempre podremos incinerarlos.

El gran Sherlock Holmes estaba sonriendo ante semejante razonamiento, y eso hizo que un escalofrío me recorriera la espalda.

V

E
L MÉDICO

No Encontramos a Dudley donde lo habíamos dejado, en la entrada de la casa de Presbury, sino algo más lejos, en la avenida de carruajes.

—He oído disparos, señor —dijo Dudley—. ¿Se encuentran ustedes bien?

—Sí, Dudley —respondió Sherlock Holmes—. Éramos nosotros los que disparábamos, así que todo está en orden.

—Oh —dijo el cochero—. Me alegro mucho, señor. ¿Adonde nos dirigimos ahora?

—De vuelta al 54 de
Pilgrim Road
, Dudley.

—A la orden, señor —dijo, e hizo restallar el látigo sobre los caballos. No pude menos que pensar en el grotesco cúmulo de pedazos de carne que habíamos visto en las caballerizas de Presbury. Pero tenía otras cosas en la cabeza.

—Señor Holmes, ¿qué nombre le ha dado antes a esas cosas? —pregunté.

—Zombis, señor Mercer. Zombis. Como los no muertos haitianos.

—Ah. —Obviamente, la respuesta no significaba nada para mí.

—Usted no ha leído a Eckermann, ¿verdad?

—Eeeh… no, señor, no lo he leído nunca.

—Pues debería. Su libro
El vuduismo y las religiones negroides
es de lo más instructivo. Hace algunos años me resultó útil durante el asunto de Murillo, el dictador de San Pedro. Veo que tampoco conoce el vuduismo, que es una religión de origen más o menos africano, y que se extendió por las islas caribeñas. Los negros que practican el vudú realizan unos desagradables rituales durante los cuales descuartizan animales vivos, como gallos y cabras, ¿se imagina, Mercer? ¡Qué barbaridad!

Supongo que en esos momentos, el señor Holmes no tenía en mente el hecho de que acababa de tirotear y prender fuego a un perro, por muy zombi que fuese.

—Eckermann —continuó— se pronuncia en dicha obra sobre un tema algo espinoso, que es el de los muertos que regresan de las tumbas, esto es, los zombis.

—Comprendo.

—En realidad, y siempre según Eckermann, no se trata de verdadera brujería, sino de una más de tantas añagazas que el fértil ingenio humano ha inventado —me explicó—. Al parecer, los brujos (o
houngan
, como los llaman esas gentes) utilizan algún tipo de veneno de composición secreta para provocar en las víctimas un estado de coma muy parecido a la muerte. Después, recuperan los cuerpos, vivos y funcionales pero desprovistos de voluntad, a los que utilizan para los más diversos fines, sobre todo como esclavos personales. A estas pobres almas, a las que se suele ver trabajando en campos de caña de azúcar o caminando en la noche con rumbo incierto, se las denomina zombis. Creo que el problema que tenemos aquí es un caso bastante peculiar de lo que podríamos denominar
zombificación accidental…

—Fascinante —dije, aunque en verdad me pareció que aquel dislate haitiano poco o nada tenía que ver con las abominables criaturas que estábamos dejando a poca distancia, en una lujosa casita de Camford.

—Veremos qué podemos hacer nosotros al respecto, pues parece un problema contagioso. No obstante, el primer brote ya lo hemos controlado.

—¿Primer brote? —Ahora sí que me estaba asustando.

—Todo este drama, amigo Mercer, se ha desatado por culpa del suero del doctor Lowenstein. En su momento, hace un mes, cuando di por resuelto el asunto Presbury, le envié una nota instándolo a que cesara por completo la producción de ese veneno maligno. Cuando Barker vino a verme esta mañana, me pareció buena idea rastrear al segundo cliente de Lowenstein en Inglaterra, pero al ver la ampolla con el suero, tuve la certeza de que Lowenstein había hecho caso omiso de mi mensaje. De modo que debemos localizar a ese otro imprudente que está administrándose la droga, y después tendré que realizar una pequeña visita a Praga para tener unas palabras muy serias con cierto científico cuya imprudencia ya se ha hecho patentemente criminal. Y, ahora sí, deberá pagar por ello.

¡Otro brote de monstruosidades! Era cierto que no había pensado en ello, pero el razonamiento de Sherlock Holmes era elemental: Si había alguien más que estuviera utilizando esa sustancia, perfectamente podían existir nuevos casos como el que habíamos presenciado. No me pareció un pensamiento tranquilizador.

Nos habíamos internado en la oscuridad de las afueras de Camford, donde había algo de iluminación eléctrica, y ya casi habíamos llegado a nuestro destino cuando caí en la cuenta de un sutil detalle que yo había pasado por alto.

—Señor, ¿no teníamos que ir a buscar un médico para los Presbury?

—Tiene toda la razón, Mercer —me respondió, justo cuando subíamos por el camino que llegaba al puesto de vigilancia de Barker. Al instante, los caballos se detuvieron frente al bloque de piedra donde habíamos dejado el paquete con el suero. Sólo la iluminación de los faroles del carruaje arrojaba un poco de luz sobre el lugar—. Dudley, seguro que tiene usted una linterna sorda en el coche, ¿sería tan amable de prestármela? Perfecto, perfecto. ¡Barker! —llamó—, ¡salga de su escondrijo!

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