Sexualmente (12 page)

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Authors: Nuria Roca

Tags: #GusiX, Erótico

BOOK: Sexualmente
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Esther se enfada mucho cuando alguien le dice que ella huye del compromiso. Dice que ella de lo que huye es de la posesión, no del compromiso. Lo que pasa es que la gente confunde esos conceptos. El compromiso es querer estar junto a alguien, mientras que la posesión es querer ser suya. Y yo no soy de nadie. Las parejas se estructuran desde la posesión, no desde la libertad. Tenemos una maldita obsesión de poseer al otro porque así es de la única manera de sentirnos seguros. Por culpa de la maldita posesión, por ese «tú eres mía» o el «si me dejas me muero», que a algunos horteras les parece tan romántico, es por lo que mueren decenas de mujeres al año. O por lo que cientos de mujeres putean a sus maridos —que de todo hay— si estos cometen la indecencia imperdonable, por ejemplo, de marcharse con otra. «Ah, ¿que te vas?; pues te vas a cagar». Y denuncias falsas, y no verás a los niños, y te dejaré sin un duro, y... Toda esa basura es por culpa de la posesión, y de eso sí hay que huir.

Yo he hecho míos los pensamientos de Esther, a la que por su manera de vivir algunos tachan de superficial.

Su grupo de rock suena muy bien, tiene mucho rollo, y, aunque para minorías, hará conciertos muy divertidos. Tienen un tema llamado
Estoy muy mojada
y otro que es
Lo hago siempre muy bien
. El nombre de la banda es Amoral, y seguramente, salvo la líder del grupo, habrá un constante cambio de músicos.

37. El intercambio

Llevaba Carlos varios meses hablando del tema. Primero con indirectas, luego de manera un poco más explícita y más tarde exponiéndolo abiertamente. Mi chico quería hacer un intercambio de parejas. Yo me reía primero de las indirectas, me negué con rotundidad cuando lo propuso de manera más explícita y pospuse la cuestión con un «ya veremos» cuando me lo confesó abiertamente. Hay cosas que dan miedo, y esta era una de ellas. Miedo a lo desconocido, a cómo serán esos lugares donde se hacen esas cosas, a cómo me sentiría viendo a Carlos haciéndolo con otra, a si yo podría estar con otro delante de él. No creo que ninguno de esos miedos sea muy original, y ante tantas dudas tu mente dice que ni de coña vas a hacer tú eso. A los dos minutos de empezar a planteártelo se te quitan las ganas del todo. El intercambio de parejas, dicen las que lo practican, es una experiencia peligrosa que debe hacerse siempre cuando la pareja pase por un buen momento, porque si existe cualquier tipo de problema éste se agrandará y casi seguro la pareja no sobrevivirá a un intercambio.

El intercambio de parejas es un tema que la mayoría de personas rechaza de plano, pero he observado que siempre que zapeo y hay algún reportaje o programa que hable del tema ambos se quedan mirando un buen rato sin cambiar de canal. La gente no lo practicará mucho, pero interés sí les produce. Otra regla que casi siempre se cumple en el intercambio de parejas, cuentan sus asiduos, es que es el hombre el que suele proponerlo por primera vez, pero que cuando acepta es la mujer a la que más le gusta y la que más desea repetir. Por algo será. Un día, después de ver en la tele un reportaje sobre el tema, le dije a mi chico que podríamos intentarlo algún día.

Londres es una de las ciudades europeas que más me gusta. Roma es más bonita; París, posiblemente también; pero Londres es mi preferida. Para los españoles, los ingleses tienen muy mala fama, pero mi experiencia personal no tiene nada que ver con eso. Los que yo me he encontrado me han parecido gente muy respetuosa, amable, humilde y muy divertida. Conocí Londres con doce años, en un intercambio —otro tipo de intercambio, naturalmente— para aprender inglés. Después he hecho allí algún trabajo puntual, y he ido un montón de veces de vacaciones, desde una quincena en verano hasta escapadas de fin de semana siempre que puedo.

Si voy de capricho y sólo para un par de noches me quedo en el Hotel Sanderson, que vale una pasta, pero que, de tarde en tarde, es un lujo que me permito. Si voy para más tiempo busco otras opciones, porque más de dos días en ese hotel supone un agujero en la cuenta del que te acuerdas durante un año.

El Sanderson es un hotel que a partir de las nueve de la noche me inspira a hacer cosas malas. Además, a mí en Londres no me conoce nadie, y eso sí que inspira. El Hotel Sanderson tiene un vestíbulo enorme, moderno, elegante. A la derecha, una barra de veinte metros para tomar copas, y más al fondo aún, un restaurante de lujo en el que atienden camareros y camareras guapísimos. La verdad es que todo el mundo que entra en el Sanderson parece más guapo.

Mi chico llevaba una semana enganchado a Internet, preparando el viaje. Entraba en un montón de
webs
, mandaba
mails
, hablaba por teléfono en inglés, conectaba la
webcam
, pero no me contaba nada de lo que hacía. Era una sorpresa.

Llegamos a Londres y hacía un sol espléndido. A mí cuando llego a Londres me da un poco de rabia que haga sol, la misma que si voy a Ibiza en julio y llueve todo el rato. De cada sitio esperas una cosa, y yo en Londres disfruto con las nubes. Era viernes y llegamos al hotel a la hora de comer. A la hora de comer en España, que en Londres a esa hora es imposible comer. En recepción nos dieron la llave y subimos a la cuarta planta. Al abrir la puerta de la habitación no daba crédito al ver aquella pedazo de
suite
. Por un momento me temblaron las piernas al pensar lo que aquello valdría cada noche, pero, antes de decir nada, Carlos se anticipó con un inquietante: «Tranquila, que nos hacen precio». «Ya, pero ¿qué precio?», dije sin muchas ganas de saberlo.

La verdad es que la habitación era maravillosa y daban ganas de quedarse allí, sin salir. Y más con ese sol. Pedimos unos sándwiches en la habitación y nos echamos una siesta, no sin antes estrenar desnudos aquella cama de dos por dos que además tenía dintel, algo que a mí me hacía mucha ilusión. El polvo que echamos fue más bien discreto, sin mucha ceremonia, aunque la siesta de después fue espectacular. Nos despertamos pasadas las ocho, que es muy tarde para despertarse de una siesta en cualquier parte, pero mucho más en Londres, que a esas horas ya hace rato que han cenado. Mientras me duchaba oía a mi chico cómo no paraba de hablar por teléfono con su perfecto inglés, y aunque ni le escuchaba ni le entendía demasiado bien, sí pude intuir que quedaba con alguien. Yo no quise preguntar con quién.

Fuimos a cenar a un restaurante italiano para turistas que hay justo enfrente del hotel y en el que sirven hasta tarde, y de ahí, a tomar una copa a un sitio que, según me explicó, había encontrado por Internet. En la puerta supe perfectamente de qué iba aquello. Nada más entrar, mi chico dijo su nombre a una señora elegantísima que había en la puerta, que enseguida le reconoció y nos invitó a quitarnos los abrigos. Por la confianza de ambos, seguro que era con ella con la que llevaba hablando por teléfono toda la semana. Mi chico habla un inglés perfecto, y aunque el mío no lo es tanto, sí me dio para entender que esa señora era la dueña del local y que todo el mundo que había allí era un público muy escogido de distintos lugares del mundo. Poco a poco fui descubriendo que mi chico había organizado aquella noche con un esmero que me emocionaba. Aquella señora elegante se llamaba Carmen, algo incomprensible porque no pronunció ni una sola palabra en español. Carmen, me contó mi chico al sentarnos en una mesa, había seleccionado de distintos lugares a treinta parejas y a diez chicos y diez chicas más sin compromiso para pasarlo bien en aquel lugar aquella noche. Tardé un rato en dejar de temblar de los nervios. La gente se iba presentando con total naturalidad, se bromeaba, había respeto y buen rollo. Todo el mundo hablaba en inglés, nadie se conocía entre sí y, lo más importante, nadie tenía ni idea de quién era yo. De repente, casi sin darme cuenta, estaba hablando en la barra con un tipo moreno y Carlos detrás de mí haciendo lo mismo con una chica muy alta. Eran de Boston, eran guapos y eran pareja. Nos presentamos los cuatro y Carlos propuso que nos sentáramos en una de las mesas. Yo me puse muy nerviosa, muy excitada, muy celosa, muy enfadada, muy contenta. El tipo de Boston se llamaba Winston, como el tabaco, y de los mismos nervios hice un chiste malo con su nombre que ellos afortunadamente no entendieron y que Carlos supo disculpar. Tengo que reconocer que ella me cayó muy bien. Se llamaba Paty, era educada hasta el extremo y me trató con mucho cariño. Qué menos, pensé yo, si dentro de un rato posiblemente se va a tirar a mi chico. Me di cuenta de que ese pensamiento no me importaba, no me provocaba ningún dolor. Más bien, todo lo contrario. Imaginar a aquella mujer elegante con Carlos y yo verlo me empezó a excitar. «Me estoy excitando», confesé al oído de Carlos. «Cuánto me gustas», contestó.

Además, había que reconocerlo, el tal Winston tenía un punto exagerado. Carlos explicó con su perfecto inglés a nuestros amigos que no nos gustaría entrar en las habitaciones de aquel local y que preferíamos ir a tomar una copa a nuestro hotel. Media hora más tarde los cuatro estábamos en la barra del Sanderson, rodeados de gente ajena a lo que nos traíamos entre manos aquellas dos parejas. Si alguna vez en mi vida iba a hacer un intercambio, ese era el día; los de Boston eran la pareja ideal, y la
suite
de hotel, el mejor de los lugares. Todo era perfecto.

En la habitación volvieron los nervios, pero poco tiempo. La excitación me pudo y decidí abandonarme a que me sucediera cualquier cosa. Hubo momentos en los que me sentí extraña viendo a Carlos haciendo a otra lo que habitualmente me hacía a mí, pero aquella situación tenía tanto morbo que lo pudo todo. En una ocasión perdí la referencia y no supe con quién tuve un orgasmo. Porque orgasmos tuve con los tres que al margen de mí estábamos en aquella cama. Con Paty, también, que ya que intercambiábamos, pues que fuera un intercambio completo. Hubo en aquella cama tanta pasión, que no sé cómo, ni quién de los cuatro se cargó los visillos del dintel.

Cuando Winston y Paty se marcharon de madrugada, Carlos y yo nos amamos con mucha ternura, como demostrándonos que cada uno de nosotros éramos para el otro algo único. Después de terminar nos abrazamos y así nos quedamos dormidos juntos y solos, viendo cómo la lluvia volvía a caer en Londres. De repente, todo volvió a ser como debía ser.

38. Un, dos, tres

Me he llegado a juntar con tres amantes. Algunas dirán que qué suerte y otras que qué malvada, pero creo que ni una cosa ni la otra. Me he juntado con tres amantes porque me cuesta muchísimo romper, sobre todo si no tengo necesidad.

Yo llevaba saliendo dos meses con un escultor cuando apareció un cámara nuevo que tenía tatuajes y unas semanas después conocí a un informático egocéntrico al que me encantaba escuchar. Tengo que reconocer que a mí me ponen mucho los egocéntricos. Los tres creían ser mi pareja oficial, pero ese dudoso honor lo tenía el escultor, sobre todo por ser el primero. El escultor no tenía muchas inquietudes artísticas y eso me llamaba la atención. Al cámara le veía en el trabajo y luego nos íbamos a cenar, a tomar algo y a lo que surgiera. El informático era un tipo divorciado al que le gustaba el sexo tántrico, que yo antes de estar con él no sabía muy bien qué era y después de estar tampoco lo sé, pero me encantó. El escultor era un tipo muy simple como simples eran sus esculturas. Eran como las figuritas esas espantosas que venden en las tiendas de los chinos, aunque en grande. Las vendía a urbanizaciones de apartamentos en la costa para poner en los portales. Era lo más bajo artísticamente, pero el negocio iba de maravilla. El cámara era «camello» y tenía el plató como centro de operaciones. Antes, durante y después de los programas era un tipo muy popular entre sus compañeros.

El informático era un soñador que estaba en el paro y que seguía enamorado de su ex mujer, una dependienta de unos grandes almacenes adicta a la cocaína, a la marihuana y al anís, licor este que bebía compulsivamente. Él leía libros rarísimos, estaba obsesionado con todo lo oriental y no paraba de hablar de sí mismo. En la cama era muy raro, poco convencional, pero me hacía gozar de una manera que cada vez que la recuerdo tengo que parar de hacer lo que estoy haciendo hasta que se me pase el calentón. No sé si por tanta meditación, por las técnicas orientales, por el
tantra
o por lo que fuera, todo el tiempo que estuve con él me lo pasé enganchada al sexo. Era de esos que notas que disfrutan haciéndote gozar, y la verdad es que lo conseguía hasta extremos insospechados. Su habitación era mínima, con el colchón en el suelo y llena de velas. Todo lo hacía él; yo no tenía casi que intervenir. Me desnudaba, me tumbaba, apagaba todas las velas menos una y ponía un CD de ópera altísimo. Me colocaba las manos detrás de mi cabeza y abría mis piernas. A partir de ahí yo ni me movía; la música a un volumen tan extremo me hacía olvidarme de todo y aquel chico con su cabeza entre mis piernas me llevaba hasta algunos lugares de placer a los que yo no había llegado nunca. Placer en estado puro, sin ningún aditivo. Placer sólo físico. No sé cómo lo hacía, pero empezaban a arderme los muslos, luego me ardía cada vez más arriba, y seguía y paraba, y seguía y paraba, y más fuego. Maldito
tantra
. Y la ópera sonando a todo volumen y mis gritos de desesperación, y cuando iba a llegar él me ordenaba parar y respirar profundo, y luego seguía y ya tenía que terminar, pero volvía a parar, joder con el
tantra
, y de nuevo a respirar, y otra vez seguía y ya no podía más, y subía más el volumen de la ópera, de aquellos coros de mujeres que tapaban mis gritos, que por muy fuertes que eran no lograba escuchar, y sentía fuego dentro y fuera de mí y ya tenía que acabar, y por fin él ya no paraba y ¡aaaaahhhhh! Viva el
tantra
.

El escultor hacía Pilates y le gustaba "Il Divo", que para él era lo más. ¡Unos artistazos, los tíos! El cámara no paraba de hacerse tatuajes cada vez más extraños que le permitían seguir manteniendo su rol de chico raro que tanto le gustaba. Un día debió de equivocarse con la coca que pasó a uno de los jefes de la cadena y éste decidió buscarle las vueltas hasta que le echaron. Ahí acabó su relación con la cadena y conmigo. Lo último que supe de él era que le habían contratado en el Canal Internacional y estaba liado con la chica de informativos. El escultor me dejó porque se lió con una cantante un poco pasada de moda, muy guapa, con la que acabó casándose. Ahora tiene dos niños y alguna que otra amante. El informático dejó la informática, que nunca ejerció, me dejó a mí y se fue a un pueblo con su mujer drogadicta para montar una casa de turismo rural.

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