En todo caso, me pagaban para que estuviera con ella y eso hacía. En algún momento llegué a pensar en decirle a sus padres que se estaban gastando el dinero a lo tonto, pero lo fui retrasando porque después de tanto tiempo en paro, si aquellos padres millonarios decidían gastarse su dinero para que su hija no estuviese sola, ¿quién era yo para decir nada? Era un trabajo fácil, cómodo y bien pagado y, además, Celia me cayó bien desde el principio, teníamos la misma edad, nos reíamos de las mismas cosas y charlábamos con gusto durante los paseos. La segunda semana ya era más que eso: estaba deseando que llegara la hora de ir a su casa y me di cuenta de que pensaba en ella más de lo debido. Eso comenzó a angustiarme y a preocuparme porque, al fin y al cabo, Celia era mi paciente y yo tengo una ética profesional. Además, me preocupaba mucho pensar en ella de esa manera, porque no estaba segura de cuánta sensibilidad sexual le habría quedado ya que, desde luego, en las piernas no tenía nada. Pero no me atrevía a preguntarle, claro.
La tercera semana seguía sin saber qué hacer cuando de repente, una tarde, me dijo:
—¿Por qué no me bañas?
Hasta ese momento ella se había bañado, por lo que yo sabía, sola y sin problemas. Pero no le di mayor importancia y pensé que estaría cansada, ya que habíamos dado un largo paseo. Por eso me puse a llenar la bañera pero, a medida que el agua subía de nivel, también mi nerviosismo fue subiendo. No sabía si ese «¿Por qué no me bañas?» incluía desnudarla, meterla en la bañera, o qué. Lo cierto es que hasta ese momento, aunque la había ayudado a vestirse, ella se ponía la ropa interior y nunca la había visto completamente desnuda. De repente, verla totalmente desnuda me puso muy nerviosa; últimamente había pensado muchas veces en ella y la encontraba cada vez más deseable. Cuando la bañera estuvo llena supe que no quería hacer aquello. Nunca me había pasado nada igual, y eso que me paso el día llevando gente desnuda de un lado a otro.
—El baño ya está preparado —le dije—; métete tú sola, que puedes perfectamente.
Esperaba estar diciendo esto con mi tono más profesional.
Se acercó al baño en su silla de ruedas y se paró en la puerta.
—No, desnúdame y báñame. Estoy muy cansada, no me siento capaz.
Mis nervios tenían que ver, sobre todo, con mi ética, con la necesaria distancia que hay que tener con todos los pacientes, con los problemas que pueden surgir en situaciones más o menos embarazosas. Pero me dije a mí misma que, o era capaz de hacer aquello o tendría que cambiar de profesión. Así que me dirigí a Celia, la cogí en brazos y la dejé, con mucho cuidado, sentada sobre la cama. No pesaba nada, para lo que estoy acostumbrada a manejar. Se dejó desnudar como una niña y mi corazón se aceleró de tal manera que ella tenía que oírlo por fuerza. Apenas podía mirarla desnuda; estaba delgada y su cuerpo muy blanco después de tantos meses sin tomar el sol. Un cuerpo pálido en el que solo se señalaba el ocre de los pezones y el negro del pubis, que se notaban aún más por el contraste con la blancura de su piel. La miraba sin querer mirar, casi como si no la viera a ella, como si no fuera una mujer, como si no fuera esa mujer que me gustaba, que me venía gustando tanto. Intentaba pensar en otras cosas cuando tuve que agacharme para cogerla de nuevo; ahora su cuerpo desnudo me produjo un escalofrío, como si su desnudez se pasara a mi cuerpo. Cuando la tuve en brazos, ella se abrazó a mi cuello; su respiración estaba tan cerca de mí y su boca tan cerca de la mía que tuve que hacer un verdadero esfuerzo para no besarla en ese momento. Su boca me llamaba, su aliento me llamaba.
Me pareció que me miraba con cierta ironía, pero yo intentaba que nuestras miradas no se cruzaran. La llevé hasta el baño y la introduje en la bañera. En ese momento mi respiración estaba ya muy alterada, pero quise creer que era del esfuerzo de llevar un cuerpo en brazos. No sabría decir en qué momento la profesionalidad había desaparecido engullida por el deseo. Celia parecía ajena a todo y se recostó en la bañera, cerró los ojos y dejó que yo me ocupara de ella. Me pidió que le lavara el pelo y eso lo hice con gusto, porque no me pareció peligroso; lo hice muy suavemente y acariciando en círculos su cuero cabelludo, dejando que el placer sensual que ella parecía sentir me invadiera a mí también. Cuando acabé de lavarle el pelo y de aclarárselo, la enfermera ya había desaparecido. Toda mi piel se había contagiado del placer que Celia parecía sentir: era como si me hubiera vestido un traje de sensibilidad extrema, que me tapara desde la punta del pie hasta el último pelo de mi cabeza.
Después, cuando acabé con el pelo, llené la esponja con jabón y, acariciándola, comencé a pasarla lentamente por su cuerpo. No hubo un centímetro de su piel por donde no pasara la esponja. Le lavé un brazo, después el otro, las axilas, los hombros; le enjaboné la espalda desde la nuca hasta la raja del culo, en círculos, muy despacio y con suavidad. Cuando llegué al culo le introduje, cuidadosamente, parte de la esponja, y, después, como si no cupiera o fuera demasiado áspera, le lavé suavemente el culo con la mano. A estas alturas yo estaba completamente excitada y mi respiración era lo único que se escuchaba en ese baño, mientras que ella se dejaba hacer con los ojos cerrados, muy concentrada. Después, la seguí lavando por delante, el cuello, el escote y los pechos, con especial cuidado en los pezones. De vez en cuando la miraba tratando de adivinar qué sentía, pero parecía estar en otro mundo. Yo desde luego sí lo estaba; a esas alturas estaba en el mundo del deseo.
Bajé la esponja suavemente por su vientre, por sus caderas. Y ahí me detuve para comenzar por abajo; por los pies, que ella no debía sentir, pero yo sí, las piernas, la parte interior de los muslos. Pasé la esponja dulcemente por el pubis, hacia adelante y después hacia atrás. Ella estaba como dormida, su respiración apenas se notaba. Cuando estuvo llena de jabón, para no moverla, comencé a aclararla con la ducha y volví a repetir toda la operación con el chorro de agua caliente, mientras pasaba mi mano por su piel como si le quitara el jabón. El agua, su cuerpo desnudo, mi mano acariciando cada centímetro de su piel… y ella que no decía nada, que no hacía nada. Supuse que podía continuar.
Puse la mano en su cuello mientras la masajeaba con el agua caliente y después recorrí sus hombros. A esas alturas yo estaba tan mojada que podría pensarse que el agua con la que estaba bañando a Celia me había empapado a mí. Pero ella no parecía darse cuenta de nada, con los ojos cerrados, la respiración pausada, y yo lo único que quería a esas alturas era besarla. Desde los hombros bajé por delante, por la parte de su precioso escote y, temblando, puse mis mano en uno de sus pechos, como si siguiese quitando un jabón inexistente. Temblando de excitación y de miedo cogí un pezón entre mis dedos índice y corazón y me pareció, sólo me pareció, escuchar una especie de gemido que salía de ella, aunque no abrió los ojos. Entonces ya no pude evitar acercar mi lengua a ese pezón que sobresalía entre mis dedos. Celia sonrió levemente. Ahora sí, le chupé con fuerza el pezón y entonces emitió algo parecido a un sonido de placer. Fui a su boca y la besé con todo el deseo que mi cuerpo acumulaba en ese momento. La besé tan fuerte, la mordí tan fuerte, con tanto deseo, con tantas ganas, que se quejó de dolor. Pero yo no podía parar y le besé toda la cara y la mordí con rabia en el cuello.
Después me calmé y la saqué del agua. La envolví en una toalla y la llevé de nuevo a la cama. Entonces me dediqué a secarla de la misma manera que la había enjabonado, acariciando con la toalla cada centímetro de su piel, suavemente, cada uno de sus dedos, cada uno de sus miembros y, ahora ya sin miedo, cada uno de los orificios de su cuerpo. Dejé que el deseo, inundándome, volviera a crecer desde mi estómago. La secaba con la toalla y la mojaba con la lengua. Jamás había estado tan excitada, nunca en mi vida. La obligación de ir despacio que me había impuesto, cuando en realidad quería echarme sobre ella, frotarme contra su cuerpo y comérmela a besos, esa lentitud me transportaba a una dimensión del placer desconocida. Al mismo tiempo que iba acariciando su piel era como si ella acariciara la mía. Mis manos la tocaban con un ritmo desconocido para mí pero, al mismo tiempo, era como si unas manos invisibles, me estuvieran haciendo lo mismo. Y mientras, Celia permanecía quieta y concentrada, los ojos cerrados, su respiración estaba ahora perceptiblemente más acelerada y podía ver que tragaba saliva. Era como si toda ella estuviese volcada en su piel, como si se hubiera fundido en ella y, por lo que a mí respecta, puedo jurar que era como tener la piel en carne viva. Sentía que podía correrme sin hacer nada, simplemente con que cerrara las piernas; y aún estaba vestida. Llegó un momento en el que ya no pude más. Me levanté, me desnudé y me tumbé sobre ella para, nada más apretar mi coño contra el suyo, tener un orgasmo que se venía acumulando y retrasando desde hacía un buen rato. Emití un gemido ahogado, como si no quisiese romper aquel silencio casi religioso.
Al acabar, me sentía terriblemente mal, con ganas de llorar. Me dejé caer a un lado y la miré. Entonces ella abrió los ojos y vio los míos llenos de lágrimas.
—¿Qué te pasa?
Yo no tenía palabras. Celia se rió:
—¡Ha sido fantástico, de verdad! Una de las mejores experiencias corporales que he tenido.
Celia goza de otra manera y yo gozo de ella porque tiene manos, boca, lengua y porque sabe cómo hacer para llevarme al paraíso.
Me gustan las chicas peligrosas. Yo soy tranquila y prudente, conservadora y tradicional, y por eso nadie diría de mí que en el sexo me va la marcha y que cuanta más caña me den, mejor. Pero sí, así es, en el sexo nada es lo que parece y por eso me enamoré de Ruth, que es una chica dura, muy dura. Así que nos entendemos bien ella y yo. Es aficionada a todo tipo de artefactos, al cuero y a darme fuerte, le gusta atarme y a mí me gusta que me ate y me folie de esa manera, completamente indefensa. Le gusta atarme a la cama, al somier, con los brazos abiertos, o al cabecero, un poco incorporada; a veces le gusta atarme con las manos a la espalda, así es como más indefensa me siento y como siento también que mi cuerpo está más expuesto, y esa exposición me hace gozar. A mi novia le gusta follarme con todo tipo de pollas que compra por Internet y siempre se queja de que aquí no haya clubs S/M como en otros países; dice que, por no haber, no hay siquiera locales de cuero para mujeres. Es cierto que nos dejan entrar en algunos locales de chicos, pero no es lo mismo. Ruth siempre anda frustrada porque no encuentra el ambiente que a ella le gustaría, aunque, en mi opinión, debería estar contenta y no quejarse tanto. Debería estar contenta de haberme encontrado a mí: le digo que no es sencillo encontrar a alguien que te siga hasta donde quieras llegar, tan lejos como quieras, y que las chicas tan duras como ella no lo tienen fácil. A Ruth le gusta mucho viajar y supongo que, cuando está por ahí, buscará esos lugares de los que habla y a los que yo nunca la he acompañado. Lo cierto es que, por lo que cuenta, creo que me daría miedo entrar en un lugar de ésos. Me gusta el peligro, pero no sé si tanto; creo que me gusta el peligro siempre que pueda controlarlo. A Ruth, al fin y al cabo, ya la conozco, y le tengo cogido el aire, pero no estoy segura de que me gustara hacer algunas de las cosas que me cuenta que hace cuando sale al extranjero. Quizá es que, después de todo, soy un poco provinciana, me gusta lo que conozco y puedo controlar.
Sin embargo, una vez, el verano pasado, el extranjero, con todos sus peligros, se me metió directamente en casa y tuve verdadero miedo, aunque me duró poco. Una tarde sonó el teléfono: era Ruth.
—Hola, tengo un regalo para ti. Es una sorpresa. Estate aquí en media hora —y colgó.
«Aquí» era, claro, su casa, y el regalo, por la voz con la que lo dijo, supuse que sería un nuevo dildo de tamaño superior a lo normal para taladrarme como a ella le gusta —y a mi también…— o cualquier juguete nuevo. Así que salí hacia su casa contenta y en estado de máxima excitación. Sólo el oír a Ruth me pone, porque nunca sé qué va a hacerme, pero sé que, en todo caso, todo lo que me haga va a gustarme. Me conoce muy bien y siempre me da lo que quiero.
Llegué a su casa y me abrió la puerta antes incluso de que tocara el timbre. Debía haber oído el ascensor.
«Pues sí que tiene ganas», pensé. Iba vestida como va siempre, con vaqueros y camiseta; los pezones se transparentaban claramente por debajo de la camiseta, ya que nunca lleva sujetador; siempre va así a todas partes, todo el mundo la mira y a mí me encanta que la miren, porque pienso que, en realidad, es mía. Por eso, ahora, nada más verla, puse mis manos en sus tetas y cogí sus pezones por encima de la tela, susurrándole al oído:
—Me gustas tanto, tanto…
Pero en esta ocasión ella estaba distinta; se desasió y me dijo.
—Vamos a ver cuánto te gusto.
Y eso sonó como una amenaza. Me cogió de la mano y me llevó al salón, donde me encontré con otra chica que se levantó del sofá al vernos entrar. No la había visto nunca y, además, parecía extranjera. Era muy rubia, llevaba el pelo muy corto, un piercing en la ceja y vestía igual que Ruth.
—Es Amanda, una amiga de San Francisco.
Así que aquí estaba una de sus amigas de San Francisco, donde me contaba que tan bien se lo pasaba en los bares de cuero para chicas.
—Llegó el lunes y ha venido a pasar unos días.
Llegó el lunes y estábamos a sábado, así que Amanda llevaba con ella seis días y Ruth no me había dicho nada. Me invadieron los celos, no pude evitarlo, y me puse de muy mal humor. Ruth folla con quien quiere y cuando quiere, pero yo prefiero no saberlo y mucho menos verlo, porque no puedo evitar que me duela. Si alguna vez la he visto ligar con alguien estando yo delante, me he marchado y he pensado en dejarla. Ya sé que es una tontería, pero es verdaderamente lo único que me hace daño. No me cabía duda de que con aquella americana había habido sexo y, conociendo a Ruth, mucho sexo. Entre otras cosas porque no me parecía posible que tuviese a una chica en casa y no se la tirase y, además, porque la americana no parecía precisamente una monja. La americana empezó a mirarme a mí de arriba abajo y después le dijo algo a Ruth que yo no entendí, porque no hablo inglés. Ahora las dos sonreían y yo no sabía por qué, pero la mirada de la americana primero y la de Ruth después me transmitieron una especie de amenaza indefinida, que hizo que mi corazón palpitara más deprisa de lo normal. Mis bragas comenzaban a empaparse.