Repasó las hileras escarpadas que formaban los volúmenes hasta dar con la letra B. Allí era evidente que no había un hueco. Extrañada, introdujo con dificultad el delgado volumen en el lugar que creyó que le correspondía. Cumplida la tarea, se volvió hacia la puerta.
Sólo en ese momento reparó en tres o cuatro vitrinas acristaladas en lo alto de la pared, a la derecha de la puerta, destinadas con toda probabilidad a preservar los volúmenes de mayor valor. Una escalera de mano se hallaba sujeta por dos ganchos a un riel de bronce. Léonie se apropió de la escalera con ambas manos y tiró con fuerza. La escalera se quejó con un crujido, pero enseguida cedió. La deslizó por el riel hasta colocarla en el centro y, afianzando los pies, comenzó a subir. La combinación de tafetán susurró y se le quedó prendida entre las piernas.
Se detuvo en el penúltimo peldaño. Sujetándose con las rodillas, escrutó el interior de la vitrina. Estaba oscuro, pero haciendo una pantalla sobre los ojos con ambas manos, para impedir que el reflejo del sol que entraba por los dos altos ventanales y daba en el cristal le deslumbrase, atinó a ver lo suficiente para leer los títulos de los lomos.
El primero era
Dogme et rituel de la haute magie,
de Eliphas Lévi. Junto a éste vio un volumen titulado
Traite méthodique de science occulte.
En el anaquel superior, diversos escritos de Papus, Court de Gébelin, Etteilla y MacGregor Mathers. Nunca había leído a esa clase de escritores, si bien sabía que eran autores ocultistas a los que se consideraba subversivos. Sus nombres aparecían con cierta regularidad en las columnas de los periódicos y las revistas.
Léonie estaba a punto de bajar cuando le llamó la atención un volumen de gran tamaño, sencillo, encuadernado en piel negra, menos vistoso, menos ostentoso que los demás, que estaba colocado del revés. En la cubierta, grabado en letras de pan de oro, bajo el título, aparecía el nombre de su tío. Se titulaba
Les tarots.
París
P
ara el momento en que un amanecer nublado, brumoso, vacilante, por fin empezó a iluminar las dependencias de la comisaría de policía del octavo
arrondissement,
en la calle Lisbonne, el temple de los que allí se encontraban no estaba precisamente en el mejor momento.
El cadáver de una mujer a la que se identificó como madame Marguerite Vernier había sido descubierto poco después de las ocho de la tarde del domingo 22 de septiembre. La noticia llegó por medio de una llamada telefónica hecha desde una de las nuevas cabinas públicas que se encontraba en la esquina de la calle Berlin con la de Amsterdam. La hizo un periodista de
Le Petit Journal.
En el transcurso del fin de semana no progresó la investigación. Llegó el momento en que pareció conveniente convocar al prefecto Laboughe, que se encontraba en su residencia, en el campo, para que tomara el mando de las investigaciones.
Con notorio malhumor, el prefecto entró en las dependencias y dejó un montón de periódicos que habían adelantado su edición sobre la mesa del inspector Thouron.
¡Asesinato estilo Carmen! ¡Héroe de guerra detenido! ¡Una disputa entre amantes termina en una muerte a puñaladas!
—¿Se puede saber qué significa todo esto? —preguntó Laboughe con voz de trueno.
Thouron se puso en pie y le saludó respetuosamente con un murmullo, antes de retirar otros papeles de la única silla libre que había en el despacho, atestado de objetos y de mugre, sin poder soslayar la mirada de Laboughe, que parecía taladrarlo. Cuando terminó, el prefecto se quitó el sombrero de copa, de seda, y tomó asiento apoyando ambas manos sobre la empuñadura de su bastón. El respaldo de la silla crujió bajo su impresionante peso, pero no llegó a ceder.
—¿Y bien, Thouron? —inquirió en cuanto el inspector hubo regresado a su asiento—. ¿Cómo es posible que dispongan de tantísimos detalles sobre el caso? ¿O es que uno de sus hombres se ha ido de la lengua?
El inspector Thouron tenía todas las trazas de un hombre que ha visto amanecer sin haber disfrutado de su propia cama. Presentaba unas ojeras pronunciadas, como medias lunas. Tenía el bigote caedizo, y la barba incipiente se le notaba en el mentón y en las mejillas.
—No lo creo, señor —dijo—. Los reporteros ya estaban allí antes de que nosotros llegásemos en la noche de autos.
Laboughe lo miró fijamente, con unos ojos inexpresivos tras las cejas pobladas, blancas.
—¿Alguien les dio el soplo?
—Eso parece.
—¿Y quién pudo ser?
—Nadie suelta prenda. Uno de mis gendarmes escuchó una conversación en la que dos de los pajarracos dieron a entender que al menos en dos de las redacciones de los periódicos se recibió una comunicación aproximadamente a las ocho de la tarde, el martes anterior, en la que se insinuaba que sería todo un acierto enviar de inmediato a un reportero a la calle Berlin.
—¿A la dirección exacta? ¿Al número preciso de la vivienda?
—Tampoco han desvelado esa información, señor, pero yo doy por sentado que sí, que así tuvo que ser.
El prefecto Laboughe apretó ambas manos sobre la empuñadura de marfil de su bastón.
—¿Y el general Du Pont? ¿Niega que Marguerite Vernier fuera su amante?
—No, no lo niega, aunque ha solicitado garantías de que seremos discretos en toda esta investigación.
—¿Y usted se las dio?
—En efecto, señor. El general ha negado con rotundidad que fuera él quien la asesinó. Con la misma explicación que dio a los periodistas: afirma que le fue entregada una nota cuando salía de un concierto a la hora de almorzar, en la que se le comunicó que se aplazaba la cita que tenía con la difunta, prevista para las cinco de la tarde, hasta primera hora de la noche. Tenían previsto viajar al valle del Marne a la mañana siguiente, para pasar diez días en el campo. Todos los criados habían recibido notificación de que se tomaran vacaciones entre tanto. La vivienda estaba sin duda preparada para la ausencia de sus ocupantes.
—¿Sigue teniendo Du Pont esa nota en su poder?
Thouron suspiró.
—Por respeto a la reputación de la dama, o al menos eso es lo que aduce, sostiene que la rompió en pedazos y la tiró al salir de la sala de conciertos. —Thouron clavó ambos codos en la mesa y se pasó los dedos cansinos por el cabello—. Envié a un hombre de inmediato, pero se ve que los encargados de la limpieza en ese
arrondissement
han sido inauditamente celosos.
—¿Hay pruebas de que mantuviera relaciones, digamos, de naturaleza íntima, antes de su fallecimiento?
Thouron asintió.
—¿Y a eso qué dice el general?
—Acusó el golpe que sin duda le supuso esa información, pero mantuvo en todo momento la compostura. No fue él, o eso afirma. Insiste en su versión de los hechos: que cuando llegó la encontró muerta, y que había un montón de periodistas arremolinados a la entrada de la vivienda, en la calle.
—¿Hay testigos de su llegada?
—Tuvo lugar a las ocho. Está por ver que no fuera con anterioridad a la vivienda. Sólo tenemos su palabra de que no estuvo allí.
Laboughe negó con un gesto.
—El general Du Pont —murmuró—. Un hombre muy bien relacionado en las altas instancias… Siempre es una complicación. —Miró a Thouron con gesto inquisitivo—. ¿Cómo entró?
—Posee una llave de la vivienda.
—¿Y los demás miembros del servicio? ¿Y el resto de la familia?
Thouron rebuscó bajo uno de los montones de papeles que se apilaban en su mesa, derribando un tintero. Encontró el sobre de papel ocre que estaba buscando y extrajo de él una sola hoja de papel.
—Además de los criados, allí vive un hijo de la difunta, Anatole Vernier. Soltero, veintiséis años de edad, antes periodista y literato, en la actualidad en el comité de alguna revista dedicada a los libros de coleccionista, ya sabe, lo que llaman
beaux livres.
—Echó un vistazo a sus notas—. Y una hija, Léonie, de diecisiete años de edad, también soltera, que vivía con la madre.
—¿Se les ha informado de la defunción de la madre?
Thouron suspiró.
—No, por desgracia no ha sido posible. Aún no hemos sido capaces de localizarlos.
—¡Al cabo de tres días!
—Se cree que han viajado al campo. Mis hombres han interrogado a los vecinos, pero es poco lo que saben. Lo cual resulta extraño, desde luego.
El prefecto Laboughe frunció el ceño, con lo que sus pobladas cejas blancas se le juntaron en el centro de la frente.
—Vernier… ¿Por qué me resulta familiar ese apellido?
—Podría ser por razones diversas, señor. El padre, Leo Vernier, fue uno de los integrantes de la Comuna. Se le detuvo, se le juzgó, se le condenó a ser deportado. Murió en el calabozo.
Laboughe negó con un gesto.
—No, tiene que ser algo más reciente.
—A lo largo de todo este año, Vernier hijo ha salido en los periódicos en más de una ocasión. Se comentó que se dedicaba al juego, que había contraído deudas, que visitaba los fumaderos de opio y las casas de lenocinio, aunque todo ello dentro de la ley, en clubes privados. Más bien una mera insinuación de inmoralidad, si usted quiere, sin que se llegara a demostrar nada.
—¿Una campaña de difamación?
—Ésa es la impresión que se tiene, sí, señor.
—Es de suponer que anónima, digo yo.
Thouron asintió.
—La Croix parece haber puesto muy en particular el punto de mira en el joven Vernier. Publicó, por ejemplo, la alegación de que se había visto envuelto en un duelo que tuvo lugar en el Campo de Marte, por lo visto como padrino, no como una de las partes implicadas, pero con todo y con eso… Ese periódico publicó la hora, la fecha, los nombres. Vernier pudo demostrar que en ese momento se encontraba en otra parte. Afirmó que no tenía constancia de quién pudiera ser el responsable de las calumnias.
Laboughe se percató del tono con que lo decía.
—¿Y usted no le cree?
El inspector pareció escéptico.
—Los ataques anónimos rara vez son realmente anónimos para quienes los sufren. Por otra parte, el pasado 12 de febrero se vio implicado en un escándalo por robo de un manuscrito de la biblioteca del Arsenal.
Laboughe se dio una palmada en la rodilla.
—Eso es, por eso me resultaba conocido el nombre.
—Gracias a sus actividades comerciales, Vernier era un visitante asiduo, que se había ganado la confianza de la biblioteca. En el mes de febrero, a raíz de un chivatazo anónimo, se descubrió que un texto ocultista, al parecer preciadísimo, no se encontraba donde se suponía que debía estar. —Thouron de nuevo consultó sus notas—. Una obra de un tal Robert Fludd.
—Nunca he oído hablar de él.
—No se pudo achacar nada a Vernier, pero el asunto puso de relieve que las medidas de seguridad en la biblioteca eran totalmente insuficientes, así que un espeso manto de silencio cubrió todo el asunto.
—¿Es Vernier uno de esos aficionados a lo esotérico?
—Parece que no, salvo en lo que respecta a su trabajo como coleccionista de libros raros.
—¿Fue interrogado en su día?
—Vuelvo a decirle que sí. Le repito que fue sencillo por su parte demostrar que no estuvo implicado en ese presunto robo. Y vuelvo a decirle que cuando se le preguntó si había alguna persona que pudiera tener intenciones maliciosas con respecto a él, alguien que pudiera estar difundiendo una calumnia, afirmó que no. No nos quedó más remedio que dejar correr el asunto.
Laboughe calló unos momentos, mientras parecía absorber toda aquella información.
—¿Qué hay de las fuentes de ingresos que tiene Vernier?
—Son irregulares —repuso Thouron—, aunque ni mucho menos insignificantes. Gana en torno a los doce mil francos al año, de fuentes diversas. —Bajó la vista—. Está su puesto en el comité de la revista, que le da en torno a unos seis mil francos al año. Tiene una oficina en la calle Montorgueil. Redondea sus ganancias publicando artículos en otras revistas especializadas, y no cabe duda de que también gana buenos cuartos jugando a la ruleta y a las cartas.
—¿Alguna expectativa de incrementar su patrimonio?
Thouron negó con un gesto
—En calidad de
communard
convicto, los activos de su padre fueron confiscados. Vernier padre era hijo único y sus padres murieron hace mucho tiempo.
—¿Y Marguerite Vernier?
—La estamos investigando. Los vecinos no conocen a ningún pariente cercano, pero ya se verá.
—¿Hace Du Pont alguna aportación a los gastos domésticos de la residencia familiar en la calle Berlin?
Thouron se encogió de hombros.
—Afirma que no, aunque en esta cuestión dudo mucho que sea sincero. Que Vernier sea o no parte de los arreglos que puedan existir es un asunto sobre el que no quisiera yo especular.
Laboughe cambió de postura, con lo que la silla emitió un crujido sonoro a modo de queja.
Thouron aguardó con paciencia a que su superior considerase todos los datos.
—Dijo usted que Vernier no estaba casado —continuó al fin—. ¿Tenía amante?
—Tenía relaciones con una mujer. Murió en el mes de marzo y fue enterrada en el cementerio de Montmartre. Según el historial médico, parece ser que dos semanas antes se sometió a una operación en una clínica, en la Maison Dubois.
Laboughe hizo una mueca de profundo desagrado.
—¿Un aborto?
—Posiblemente, señor. El historial médico en cuestión no se ha encontrado. Según el personal de la clínica, alguien lo ha robado. En la clínica nos confirmaron, sin embargo, que fue Vernier quien corrió con los gastos.
—Y dice usted que fue en marzo —comentó Laboughe—. Así pues, resulta improbable que exista alguna conexión con el asesinato de Marguerite Vernier.
—No, señor —repuso el inspector, y añadió—: Me parece mucho más probable que, si efectivamente Vernier ha sido víctima de una campaña de maledicencias, ambos sucesos estén relacionados entre sí.
Laboughe resopló.
—Vamos, vamos, Thouron. Calumniar a un hombre no es precisamente un acto propio de una persona de honor, pero de ahí a un asesinato…
—Tiene usted razón, mi prefecto, y en circunstancias normales estaría completamente de acuerdo. Pero existe otra cosa que me lleva a preguntarme si no habremos asistido, sin saberlo, a una imparable escalada de mala voluntad.